Lección inaugural de la VIII Semana de Teología Espiritual, pronunciada en la Catedral de Toledo, 5 de julio de 1982. Publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, agosto-septiembre de 1982, y en el volumen Sentir con la Iglesia, Centro de Estudios de Teología Espiritual, Madrid 1983, 13-21.
Nuestra VIII Semana de Teología tiene como tema general: «Sentir con la Iglesia», y en esta mi introducción lo único que deseo hacer es recordar juntos los motivos por los que merece ser amada, lo que de propio y exclusivo hay en ella, su riqueza y su bondad.
La Iglesia se ha despertado en nuestras almas #
La Iglesia, que cuenta con la presencia del Espíritu en su interior, tiene una conciencia extraordinariamente profunda de lo que es su ser, tanto en sus exposiciones de fe, como en las precisas reflexiones que sobre sí misma ha realizado ya desde los primeros Padres, y de manera muy peculiar para nosotros en el Vaticano II. La voluntad de la Iglesia de llegar a sí misma, a su auténtica realidad, es un signo de la Iglesia en el momento actual. Una teología de la Iglesia ha irrumpido de manera viva en nuestro tiempo.
También el pueblo cristiano ha empezado a sentir con fuerza la aspiración a realizar en una vida de Iglesia la plenitud de su vida cristiana, única forma de realizarla realmente. Aquel hecho, que ya hace años Romano Guardini celebraba, continúa produciéndose con caracteres más vastos: la Iglesia se ha despertado en nuestras almas. Su realidad se va haciendo más íntima e intensa a la conciencia cristiana.
Nunca tendremos una teología acabada de la Iglesia, un cuerpo de doctrina integral que suprima todo anhelo de nuevas reflexiones. La Iglesia, por ser Iglesia de Dios, sacramento de Jesucristo, es inteligible, pero no comprensible en el sentido de totalmente abarcable. A la Iglesia se le asignan, a veces, objetivos demasiado humanos, o bien se quiere explicar su naturaleza por analogías poco serias, en vez de contemplarla tal como Dios la ha hecho en el misterio de su ser sobrenatural para el servicio de los hombres.
La Iglesia: presencia real y actual del misterio de Cristo #
La Iglesia se concibe a sí misma como presencia real y actual del misterio de Cristo, como el Cristo que sigue viviendo en la historia y en el mundo; como Cristo Místico, cuya Cabeza es Él. La palabra místico no significa nada esfumado o irreal, sino la forma especial de ser de la Iglesia. Ha sido formada por el Espíritu Santo como el instrumento, por medio del cual nos santifica. Ella es donde, por la fe que nos comunica, tenemos parte en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, y se nos asegura la resurrección para gozar de la vida. «¿Qué deseas de la Iglesia de Dios?», se nos pregunta en el bautismo. «La fe», responde el que se bautiza, o en su nombre el padrino. «¿Y qué produce la fe?», continúa el diálogo de la ceremonia bautismal. «La vida eterna». Creer significa ser admitido a la fe de la Iglesia, creer lo que la Iglesia enseña.
Es nutrida por Dios, por sus sacramentos. Cree y confiesa a Cristo, enviado por Dios para nuestra salvación. Da testimonio de Él, combate y triunfa porque Cristo está con ella hasta la consumación de los siglos. Es santa y católica porque su doctrina es recta y fructifica en el mundo entero, haciendo nacer continuamente nuevos hijos a la fe cristiana. Es por esencia misionera y suscita nuevos cristianos en medios no cristianos. Esta es la gran esperanza de la Iglesia, la prueba vital y convincente de que el cristianismo tiene hoy posibilidades reales de futuro.
El misterio de la Iglesia es nuestro propio misterio #
El misterio de la Iglesia es nuestro propio misterio. Su vida es nuestra propia vida. Dios nos ve y nos ama en su Iglesia; en ella nos ama y en ella le encontramos. Lo humano y lo divino se entrecruzan en la Iglesiade Dios. Es dirigida por hombres que actúan con misión y autorizacióndivinas. La palabra de Dios se proclama en lenguaje humano (Tes 2, 13),pero no se predica con la persuasión de la sabiduría humana. El Espíritu de Dios la hace poderosa. El encuentro con el Señor, y la más estrecha comunidad con Él, se realizan en el pan y vino, convertidos por las palabras del sacerdote en Su Cuerpo y su Sangre. La pobre palabra del hombre se hace portadora del poder divino de perdón. Pero llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y no viene de nosotros (2Cor 4, 7).
Lo divino-humano de la Iglesia se encuentra en el misterio de la Cruz que Cristo llevó y ha de llevar su Iglesia en sus miembros. El Apocalipsis es una llamada a contemplar la fuerza de Dios en la flaqueza humana. La Iglesia es perseguida y oprimida en la tierra. Una Iglesia de mártires que sólo es fuerte y victoriosa en la sangre del Cordero y en su testimonio. «La Iglesia va avanzando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que Él venga. Se fortalece con la fuerza del Señor resucitado, de modo que pueda superar con paciencia y caridad sus propios sufrimientos y dificultades, tanto internas como externas, y descubrir con toda fidelidad en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre sombras, hasta que al fin se manifieste a plena luz»1.
La Iglesia, «familia de Dios» #
Ni la amistad, ni el amor, ni ninguna de las agrupaciones sociales que ayudan a la realización de nuestra vida pueden saciar nuestra sed de comunión. Nada de lo que los hombres construyamos, o de lo que se desenvuelve en un plano puramente humano, puede arrancarnos de nuestra soledad y llenar siempre nuestra vida. La soledad se irá ahondando en la misma medida en que nos vayamos descubriendo interiormente. Dios no nos ha creado para que vivamos sólo de lo humano y de lo natural, ni para que cumplamos una misión solitaria. Nos ha creado para introducirnos en comunión en el seno de su Vida Trinitaria, una comunión que nada pueda romper, ni en nada pueda fallar.
La Iglesia es el «lugar» en el que empieza a realizarse aquí abajo esta reunión de todos en la Trinidad. Es «familia de Dios», extensión misteriosa de Dios en el tiempo, en la que se logra alcanzar todas nuestras dimensiones. La Iglesia está llena de la Trinidad. El Padre está en Ella como poder providente que todo lo une y salva; el Hijo, como el medio en el que se realiza, y el Espíritu Santo, como la fuerza que todo lo reúne y por la que todo es uno. Por eso la Iglesia es Madre, seno fecundo en el que se verifica una nueva creación y por el que se nace a la «familia de Dios».
Una vez que hemos entrado en esta familia, no disponemos ya sólo de nuestras propias fuerzas para amar, comprender y servir a Dios; disponemos de las de todos los hijos de la Iglesia, de las de su propio fundador, Cristo, de las de la Virgen María. Como dice Paul Claudel, «desde la Virgen bendita en lo más alto de los cielos hasta el pobre leproso africano que lleva una campanilla en la mano y se sirve de una boca medio podrida para balbucear las respuestas de la misa. Toda la creación visible e invisible, toda la historia, todo el tiempo, toda la naturaleza, todo el tesoro de los santos multiplicados por la Gracia, todo esto está a nuestra disposición… Todos los santos, todos los ángeles nos pertenecen. Podemos servirnos de la inteligencia de Santo Tomás, del brazo de San Miguel y del corazón de Juana de Arco y de Catalina de Siena, y de todos esos recursos latentes que basta que los toquemos para que entren en ebullición. Cuanto se hace de bueno, de grande y de hermoso de un extremo al otro de la tierra, cuanta santidad hay en los hombres, es como si fuera nuestra»2.
Iglesia Madre, y Madre Santa #
La Iglesia tiene la ciencia divina de la verdad y el seno maternal en el que los hombres se convierten en hijos de Dios. El amor es el lazo de unión de la Iglesia. No se trata del sentimiento más o menos duradero de un individuo con respecto a otro, sino del amor de Dios hacia el hombre y que fluye entre todos sus miembros. Porque el amor de Dios es una corriente que viene de Él, circula por los hombres y vuelve a Él. Amar, en este sentido, significa ser Iglesia, formar parte de ella, dejarse penetrar por su corriente de vida y amor, y transmitirla. Revestíos como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo (Col 2, 12-15).
Gracias a la Iglesia Madre, de siglo en siglo, el Evangelio es expuesto a todos, a los sabios y a los ignorantes, a los grandes y a los pequeños. Y cuando no produce en nosotros sus frutos de vida, es únicamente por nuestra culpa. Ella nos da alimento sano y vigoroso, por eso cuida de no encubrir el Evangelio, ni de suavizar sus exigencias o lo que nos puede parecer paradoja: El que quiera perder su vida…; si tu ojo te es ocasión de escándalo…; cuando te hieran en una mejilla… Es Madre providente que nos coloca en medio de la actividad viva de Dios. Sus cuidados no quitan las esperanzas ni dificultades de la vida, pero tonifica y fortalece nuestro espíritu con su oración, con sus sacramentos, con sus enseñanzas. Ella dispone de lo que los hombres necesitamos para nuestra salvación. Su poder consiste en convertir en inocente lo que ha sido culpable. En su seno se verifica siempre toda conversión y todo el proceso de realización de la persona cristiana. Arrepentirse significa acudir a la Madre Iglesia, porque en Ella nos encontramos con Cristo y con nuestros hermanos.
La Iglesia es Madre Santa que une a todos sus hijos en Cristo. Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo-, ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa(Gal 3, 27-29). Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor… Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos(Jn 15, 9 y 12).En la Iglesia se crea Cristo una nueva forma de existir y una nueva forma de continuar amando.
Amamos a esta Madre Santa #
Amamos a esta Madre Santa por el Misterio que nos comunica en su doctrina y en su Liturgia, por el perdón que nos garantiza, por los hogares cristianos que suscita y sostiene, por el ministerio de los sacerdotes (su sagrada potestad de ofrecer el sacrificio, de perdonar los pecados, de predicar la palabra de Cristo), por los religiosos, a través de los cuales la Iglesia contempla, anuncia el Reino de Dios, atiende enfermos, educa a los niños, cuida de los ancianos.
Amamos a esta Madre Santa por los deseos y esperanzas que fomenta, por los errores que desenmascara, por las oscuridades que disipa, porque enciende el celo en nuestros corazones y nos sostiene en nuestras dudas, porque defiende al hombre y a la dignidad humana, porque proclama la esencia del amor y sus exigencias naturales con relación a una vida verdaderamente digna y humana. La defensa que la Iglesia hace de la vida y del amor, en la relación interpersonal que constituye el matrimonio, suscita optimismo y esperanza en medio del egoísmo siempre viejo y decadente. La Iglesia aboga por la vida y el amor, porque tiene fe y esperanza en el hombre redimido por Cristo.
Nosotros llamamos Madre nuestra no a una Iglesia irreal o ideal, sino a esta misma Iglesia jerárquica, y no tal como nosotros la podemos soñar, sino tal como existe de hecho hoy mismo. Y por eso nuestra obediencia al Papa tiene que ser una obediencia filial. El Tu es Petrus perdura por los siglos. Entre los apóstoles, Simón Pedro ocupa posición especial. El debe ser el primero, el fundamento de la Iglesia, representante de la roca que es Cristo (Mt 16, 18), debe confortar a sus hermanos en la fe (Lc 22, 32) y ser el pastor supremo, vicario de Aquel que es el Buen Pastor (Jn 10). En esta función suya, el Papa debe ser el centro de la unidad de la Iglesia.
Al católico le gusta llamar «Madre» a la Iglesia, y fomenta sentimientos de piedad y gratitud hacia su Santa Madre Iglesia. Le gusta llamarla con el nombre que brotó ya del corazón de sus primeros hijos, como lo atestiguan tantísimos textos de la antigüedad cristiana. Con San Cipriano y San Agustín proclaman: no puede tener a Dios por padre quien no tenga a la Iglesia por madre. En su regazo maternal lo hemos aprendido todo. Newman descubre la verdadera Iglesia cuando, siendo todavía anglicano, conoce la Iglesia de los Padres, y por una iluminación del Espíritu reconoció en ella a su Madre. «En esta Iglesia de los Padres, en este su celo que triunfa por el misterio de la fe yo reconozco a mi madre espiritual»3. La verdad que nuestra Santa Madre la Iglesia nos da, no una verdad cualquiera, hecha y manejada a nuestra humilde medida humana, es la Verdad que es Camino y Vida. Y el Camino que nos muestra y la Vida con que nos alimenta no los podríamos encontrar por nosotros mismos. Los católicos sabemos que la Iglesia nos manda como madre porque ella primeramente obedece a Dios.
El verdadero hijo de la Iglesia ama la belleza de su Madre, ella le arrebata el corazón, es su patria espiritual, «su madre y sus hermanos». «El hombre de la Iglesia», «el hombre de la comunidad cristiana», «vir ecclesiasticus». Henri de Lubac se pregunta quién devolverá a esta expresión su pleno sentido. «En la misma Iglesia apenas lo usamos sino en un sentido puramente exterior». ¿Quién le devolverá su amplitud y nobleza? ¿Quién nos enseñará a conocer los valores que evocaba antiguamente? En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el «eclesiástico, vir ecclesiasticus», significa hombre de Iglesia… Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros!4.
«El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» #
Al final del Apocalipsis leemos El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! Y el que oiga, diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida (Ap 22, 17). El Espíritu ama a la Iglesia y ella ama por el Espíritu. Es el Espíritu Santo quien obra la transfiguración, la intimidad y la receptividad de la gracia. La Iglesia, transportada de amor, sale gozosa al encuentro de todos los hombres. Ella ha nacido de la sangre redentora y de la resurrección de Cristo. Su capacidad de atracción se manifiesta plenamente el día de Pentecostés a través de la abundante efusión del Espíritu. Como Iglesia peregrina siente una nostalgia infinita de su Señor, y de que, destruida la muerte, sean sometidas a Él todas las cosas. Porque todas las criaturas esperan con ansia la hora de su redención.
La imagen de la Iglesia como «esposa del Cordero» es impresionante. Cuanto más se aproxima el fin tanto mayor es su preparación para esta fiesta de alegría. Con alegría y regocijo démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura –el lino son las buenas acciones de los santos–. Luego me dice: Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 7-9). La Iglesia ya perfecta entra en el reino de Dios y se convierte en comunidad bienaventurada, en la nueva creación que es meta del plan de salvación de Dios en el mundo. Dios lo ha revelado, quiere que gocemos de la hermosura, santidad y bondad de la Iglesia. También tenemos que alegrar nuestro corazón con esas imágenes de la futura y gran realidad: la nueva Jerusalén. No existe sino la única Iglesia en el cielo y en la tierra, que se encamina a su plenitud. «Porque cuando Cristo se manifieste y tenga lugar la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la Ciudad celestial y su antorcha será el Cordero. Entonces toda la Iglesia de los santos adorará a Dios en la bienaventuranza suprema del amor y el Cordero que fue degollado, clamando a una voz: Al que está sentado sobre tu trono y el Cordero: la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos»5.
Necesitamos de esta Iglesia bendita de Cristo. «Es un organismo vivo, animado y dirigido por el Espíritu Santo que contiene vitalmente su ley dentro de sí. No puede ser comprendida desde fuera, por el camino de la investigación científica o de la crítica; no carece de justificaciones históricas o racionales, pero jamás adecuadas a su realidad, la cual no puede comprenderse más que por la misma Iglesia y por cada creyente, en la medida en que éste vive en comunión con ella»6. En un tiempo en que la cultura está tan mermada de esperanza, sin sentido de fidelidad y tentada de abandonar la misma fe, hacen falta católicos que canten de verdad con la Iglesia su antífona pascual: «Este es el día que ha hecho el Señor para nosotros; gocémonos y regocijémonos en él.» Y con alegría renovada y con una fe firme, repetir con San Pablo: «Alegraos, de nuevo os digo: alegraos. Porque Cristo ha resucitado verdaderamente y nos ha conquistado una nueva vida que nos da en su Iglesia».
Sentir con la Iglesia #
Ante la realidad de esta Santa Madre Iglesia no cabe otra actitud que sentir con ella. No puede el católico encerrarse en una «torre particular de marfil» y quedarse al margen de los acontecimientos de la vida de la Iglesia. No cabe la dimisión. Ni se puede caer en esa forma tan corriente de la cobardía, que es el respeto humano. Muchos viven esclavos de un estúpido afán de estar al día. Por el mero hecho de que tal autor «diga» o de que tal periódico o revista haga juicios sobre la Iglesia o sobre el Papa, con total falta de respeto y carencia de conocimientos, entra la cobardía, y se prescinde de los criterios de la fe. Lo mismo en la defensa de los preceptos de orden moral: se teme que los dictadores de turno le tilden a uno de retrógrado o integrista. Estamos llegando a extremos en los que de lo que se trata es ya de conservar la fe, la vida moral y un mínimo de claridad de juicio.
Pero sentir con la Iglesia es algo mucho más vital y positivo. Sentir con la Iglesia es hacer realidad toda la doctrina de la Iglesia de la Lumen gentium. Adoptar las posturas, actitudes y realizar los hechos que pide la Gaudium et spes con relación a la dignidad de la persona humana, a la dignidad del matrimonio y de la familia, al sano desarrollo del progreso cultural, al fomento de la paz y de la justicia. Sentir con la Iglesia es escuchar al Papa y hacer lo que nos pide a cada uno en nuestra situación concreta. Sentir con la Iglesia es liberamos de nuestros egoísmos e intereses, de nuestros criterios rastreros, y dejarnos inundar por su luz. Esa luz que es luz de verdad y luz de amor. Recemos con fervor, os diría que todos los días, ese cántico tan extrañamente bello que la liturgia de la Iglesia nos ofrece como secuencia de la Misa de Pentecostés: «Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndidos, luz que penetra las almas». Nuestro corazón cansado de la vida diaria dialoga en él con el Dios consolador, sabiendo que cada palabra es escuchada y encuentra respuesta.
En el capítulo VI San Juan nos relata algo que siempre tiene una tremenda actualidad. Las palabras de Cristo referidas a la Eucaristía incitan a la rebelión a algunos, mientras que es verdad sagrada y divina, plenitud infinita para quien la capta con amor. Muchos de los que acompañaban a Jesús comenzaron a murmurar. Hubieran debido creer en Él, adherirse a Él y dejarse conducir. Hubieran debido presentir una profundidad divina en sus palabras; hubieran debido pedirle que abriera su corazón. Pero en lugar de esto criticaron, juzgaron, y lo dejaron. Cristo pregunta a los suyos, ¿queréis iros vosotros también? Es Pedro, el primer Papa, el que contesta con una respuesta que tiene que ser la nuestra y la de todo católico. Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6, 68) Eso es sentir con la Iglesia y afirmar con ella lo que Cristo afirmó.
1 LG 8.
2 Citado por H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1958, 231.
3 J. H. Newman, Apología pro vita sua, c.5, BAC 394, Madrid 1977.
4 H. de Lubac,Meditación sobre la Iglesia,Bilbao 1958, 215.
5 LG 51.
6 Y. M, Congar,Ensayos sobre el misterio de la Iglesia,Barcelona 1961, 12.