Conferencia pronunciada a las religiosas en Zaragoza, con motivo del Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en septiembre de 1961.
Queridas religiosas: Se ha hablado ya de la Misa y el espíritu de la vida religiosa, que es vuestro propio y específico estado. Ahora debo yo hablar de un tema más amplio y genérico: La Misa y la vida cristiana. Sin duda, la Comisión encargada de redactar el temario de este Congreso pensó, y ello es un acierto indiscutible, que no se puede construir el edificio sin establecer bien los fundamentos. El edificio en vosotras tiene una hermosa coronación, el estado religioso; pero el fundamento y el punto de partida de donde arranca todo es la vida cristiana. En ella, como en una semilla de incalculable riqueza, se contienen los gérmenes de todas las expansiones que esa vida pueda alcanzar, por frondosas que sean. Y eso es el estado religioso, una expansión exuberante y copiosa, con características propias, de la semilla cristiana, cuya fecundidad no tiene límites.
¿Qué es la vida cristiana? #
Creo podríamos dar de ella una definición semejante a la que Jesucristo da de la vida eterna cuando dice aquellas palabras: Haec est vita aeterna, ut cognoscant te solum Deum verum et quem misisti Jesum Christum (Jn 17, 3): La vida eterna consiste en conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste. Digo que estas palabras evangélicas pueden ser perfectamente aplicadas a la vida cristiana, porque, al fin y al cabo, ésta no es más que una preparación para aquélla.
Se trata, por consiguiente, de un conocimiento de Dios y de Jesús, el enviado. Conociendo a Jesucristo se conoce a Dios; se conoce al Dios que ha querido darse a conocer, y en la forma que quiere ser conocido. Por eso, nuestra definición no sería completa si nos detuviéramos únicamente en el conocimiento de Dios. Hace falta concretar un poco más; se trata de Dios Encarnado, de Jesucristo Redentor, de Jesús hecho hombre para ofrecernos el mensaje salvador. Pero no es un conocimiento especulativo y puramente doctrinal el que hay que tener de Jesucristo. Esto es demasiado poco. Jesucristo vino a traernos la vida; y para captar lo que es la vida no bastan los esquemas intelectuales, es necesario vivirla.
Medios para conocer a Jesucristo #
En primer lugar, contacto personal con Él. Conocer a Jesús exige de nosotros detenernos en el camino de nuestra vida espiritual, situarnos frente a Él y palpar con nuestras manos su misterio, para darnos cuenta de sus bellezas. Tenemos que hacer lo que leemos en el Evangelio que hicieron aquellos a quienes quiso darse a conocer. Observad lo que sucede con los discípulos de Jesús. Jesucristo los busca; los mira con mirada penetrante; se detiene ante ellos para que ellos se detengan, le miren, le amen y pregunten inquietándose; Tu quis es?: ¿Tú quién eres? Un encuentro personal con Jesucristo. Él y cada uno de nosotros, mirándonos frente a frente, para poder percibir todo lo que en su personalidad palpita.
Y junto a esto, asimilación de su Persona y de su doctrina. Jesús no se contenta con que el hombre se detenga ante Él y le observe. Hay que dar un paso más para lograr la vida que Él trata de comunicar. Pide a los hombres que le imiten, porque Él es el único Maestro. Exige que hagan lo mismo que Él, incluso en aquellos aspectos de la vida dolorosos, en los cuales es tan difícil seguirle. Porque si a Él le han perseguido, que es el Maestro, también a los discípulos los perseguirán.
Y todavía más. Pide una identificación con Él, en cuanto es posible a la naturaleza humana: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Sin Mí nada podéis hacer (Jn 15, 5). Y llega al colmo de este deseo de identificación cuando al instituir el Sacramento de la Eucaristía habla a los hombres diciendo que solamente tendrán vida aquellos que coman su carne y beban su sangre. No se puede manifestar de una manera más profunda y expresiva el anhelo de identificación con Él que ofreciéndose a nosotros como alimento del alma.
Es, pues, el conocimiento que Jesús pide de Sí mismo el que desea que los hombres tengan de Él: primero, un contacto personal; segundo, una asimilación de su persona y su doctrina; tercero, una identificación con Él.
Meditación profunda del misterio #
Pero nada de esto es posible si no nos entregamos a una meditación serena e intensa del misterio de Jesús. Cuando ésta existe, el hombre se deja fácilmente arrebatar por la visión sobrecogedora de su divina grandeza y se dispone a amarle. Esta disposición es ya un don inicial de Dios, al cual seguirán la gracia y las virtudes. Ya está el alma en tensión. Y entonces brota, como última consecuencia, el deseo de entregarse cada vez más y de identificarse con Él. Brotan la limpieza de corazón, la abnegación crucificada, el enamoramiento del mundo bellísimo de lo sobrenatural. Sin esto no hay vida cristiana. Arrancad esto y el cristianismo muere. Habrá cultura, civilización, convivencia social, progreso humano y moral, pero vida cristiana no. Para que ésta pueda existir, es necesario que el hombre anhele vivamente la identificación con Jesucristo. Él no ha venido al mundo para decir no fornicar, no matar, no hurtar. Ha venido a otra cosa muy distinta: a ofrecerse como vida de los que creen en Él. Entonces hay vida cristiana de verdad.
Ciertamente, ello exige que el hombre acepte el misterio; pero también esta compañía del misterio y de lo sagrado es un aspecto típico de la vida cristiana, sin la cual dejaría de existir. No debemos asustarnos de ser portadores del misterio. Todo cristiano lo es, porque es portador de lo sagrado; y la revelación que Jesucristo ha traído al mundo es un mensaje de amor misterioso. Al recibirlo, nosotros no podemos desnaturalizarlo, ni convertirlo en un producto racional elaborado por nuestro propio esfuerzo. Tiene que mantenerse tal y como es; con sus características propias; con sus riquezas interiores; con su esplendor deslumbrante; con su fuerza, que es la de Dios.
En este misterio de la salvación muchas veces aparece la cruz desconcertante, incomprensible para el hombre, pero de la que Dios se vale para elevar a los seres humanos hasta Él. Cuando el hombre se deja llevar dócilmente por esta fuerza, su vida puede alcanzar los grados más altos de la vida mística. Lo maravilloso es que a esto está llamado todo cristiano, no sólo vosotras y nosotros. Pío XI, en la Encíclica sobre San Francisco de Sales, publicada en 1923, con motivo del tercer centenario de la muerte del santo, escribió: «Todo cristiano –nullo excepto: (sin ninguna excepción)– está llamado a la santidad y a la perfección». Todo cristiano. Y eso es decir que la vida cristiana por sí misma es una invitación fuerte para que, de las bajezas más viles, ascienda cada uno a la más sublime unión con Jesucristo Nuestro Señor.
La Santa Misa, síntesis de la vida cristiana #
Nosotros venimos a reflexionar esta tarde sobre cómo esta vida cristiana puede lograrse mediante la participación viva en la Misa.
Cómo la Misa puede ser, y de hecho es para nosotros, la gran fuerza espiritual que nutre nuestras almas para alimentar en ellas la vida que Jesucristo nos ofrece. Vuestra vocación, y en general la de todo cristiano, os pide una unión cada día más estrecha con Dios Nuestro Señor. La Santa Misa es el medio más adecuado para alcanzarla.
Encuentro personal con Cristo #
En primer lugar, la Misa nos facilita ese acercamiento de nuestra persona al Señor, indispensable para que se produzca el contacto y encuentro personal de nuestro pensamiento y su misterio sagrado, de nuestro amor y su belleza divina. El cristiano que participa conscientemente en la Santa Misa, se ofrece también al Padre y se ofrece en unión con Jesucristo, como miembro que es de su Cuerpo Místico. Él –un hombre pobre y miserable– se convierte en «hostia pura» y grata a los ojos de Dios. Su vida se enriquece, merced a la participación lograda, y aparece ante sus ojos dignificada con la gran misión que tiene que cumplir. El sacrificio y el dolor adquieren para Él un sentido profundo.
Una de las más fuertes necesidades del corazón humano es verse libre de la insoportable preocupación que causa la esterilidad aparente de nuestros sufrimientos. ¿Quién no sufre en este mundo? ¿Y por qué la cruz y el dolor? Esto constituye para el no creyente un escándalo intelectual desconcertante.
Pero el cristiano sabe encontrar una explicación al sufrimiento. Sabe que el Hijo de Dios vino a la tierra y, mediante el sacrificio, ha logrado para los hombres sus dones divinos y ha conseguido la restauración del orden quebrantado. El cristiano sabe que en la Santa Misa este sacrificio se renueva y que en él puede tomar parte. Y aun cuando su razón no encuentre una explicación lógica para tantos fracasos y tantos dolores, le basta cerrar los ojos e incorporarse a esa corriente de vida de los sufrimientos de Jesús para saber que sus penas son también aceptadas por el mismo Dios, a quien Jesús ofreció las suyas. Entonces la identificación con Jesucristo alcanza las cumbres del amor más puro. La riqueza del misterio de la Redención llena su alma de gozo. Se encuentra con que ante Dios ha adquirido una grandeza naturalmente insospechada. Ya es no solamente un apóstol como aquellos a quienes Él llamó. Es algo más; se convierte en un miembro de su Cuerpo. Y ¿qué más contacto personal con Jesús podemos desear que llegar a ser considerados así, como miembros de su Cuerpo Místico, del mismo modo que Él, ofrecidos también nosotros in ara crucis –en el ara de la cruz– que es cada uno de los altares del mundo donde se celebra el Santo Sacrificio de la Misa? Con la particularidad de que, aparte del sentido que la Misa tiene como congregación de toda la asamblea cristiana en torno al Señor, cada cristiano en su ser personal, en su vida individual, es como si se ofreciera él solo, porque el trato directo con el Señor pertenece exclusivamente a cada alma, a cada uno de los cristianos. Imitando al Señor, el cristiano se hará después universalista en su amor y en su capacidad de abnegación; pero eso no obsta para que todos sus dramas íntimos y todos sus anhelos más personales aparezcan enteramente vinculados con el Dios que conoce sus secretos. Hay, pues, ahí, una llamada de Jesucristo y una respuesta por parte del cristiano, y una adhesión de ambos y un ofrecimiento de los dos al Padre.
Limpieza de corazón #
Si se trata de la pureza de corazón –otro de los datos indispensables para lograr una vida cristiana verdadera– nada hay tan eficaz como la Misa, tanto por lo que tiene de memoria y recuerdo de la Muerte Redentora de Jesús como por las exigencias que encierra en su aspecto de banquete eucarístico, al que sólo las almas puras pueden acercarse.
Ante el sacrificio de la Misa, el cristiano se da cuenta de la distancia infinita que hay entre Aquel con quien quiere unirse para hacer también su inmolación, y su propia vida tan pobre y tan mísera. Sin embargo, sabe que el que se inmola es el Cordero que quita los pecados del mundo; precisamente el que vino a regalarle a él la pureza que va anhelando con toda su alma Y entonces confía en la misericordia del Señor. Con frecuencia una tentación de desaliento se apodera de nosotros cuando contemplamos nuestra miseria espiritual. Nos vemos demasiado alejados y sentimos casi temor a la majestad omnipotente de Dios. En estas ocasiones necesitamos que la religión nos ofrezca datos positivos, en los cuales podamos apoyarnos para confiar como los hijos lo hacen con sus padres. Necesitamos que se quede un poco al margen –si se quiere– el pensamiento de la grandeza de Dios, y que entre mucho más dentro de nosotros la otra idea, la de su misericordia y su perdón. Y es precisamente en la Misa donde se nos ofrecen las llaves de la confianza.
El que se inmola por nosotros lo hace precisamente por eso, para regalarnos el don maravilloso de su misericordia y para que sintamos un optimismo sano y liberador. Sabemos que, si de nuestra parte hemos puesto lo que la Iglesia nos pide, podemos estar tranquilos. Más aún, al unirnos con Cristo en la Misa sabemos que estamos limpios, que nos hemos purificado, que esa sangre es para nosotros, para cada uno de nosotros, y que ese drama del Calvario, que cada día se renueva en nuestros altares, sigue teniendo la misma intención santificante y purificadora de los hombres con que Cristo lo sufrió el día de su muerte.
Pensando en Jesucristo que se inmola en el Sacrificio de la Misa por cada uno de nosotros, el cristiano no debe tener nunca desesperación. Por el contrario, una dulce y suavísima esperanza llenará su alma de gozo y le permitirá caminar confiado por este valle de lágrimas.
Amor universal #
La vida cristiana, decíamos que es identificación con la doctrina y la Persona de Jesús, la cual no puede existir si nos olvidamos de sus preceptos, el primero de los cuales, y más fundamental, es el del amor a Dios y al prójimo. No podemos vivirlo con plenitud si no tenemos una fuerza interior que supla nuestras deficiencias. Nuestro corazón es demasiado pequeño. Cada uno de nosotros tiene experiencia de los límites en que se mueve ese corazón que querría vivir mucho más alta y generosamente de lo que luego la realidad permite. Pero viendo a Jesucristo y escuchando los latidos de su ofrecimiento en la cruz, que se renueva diariamente en la Misa, el cristiano aprende la gran característica del amor: el universalismo, sin el cual no puede haber amor verdadero.
Desde el momento en que el amor no es universal y lo limitamos a aquellos que son de nuestra raza, de nuestra religión, de nuestras ideas, etcétera, aparece el egoísmo, porque buscamos nuestra propia complacencia. Entonces, por muy numerosos que sean los frutos, quedan empequeñecidos y pobres. Ya no hay luz en el amor. Por eso, para que lo sea de verdad, tiene que ser universal. Como en el Calvario. Amor fuerte y silencioso frente a las injusticias de los hombres. Y este amor es el que aparece constantemente en la Santa Misa. Ahí, en esa Misa todos los días vivida, es donde un cristiano puede encontrar el alimento espiritual necesario para conseguir lo que de otro modo el mundo no le puede ofrecer. Porque aquí el mundo falla siempre.
Por motivos puramente humanos, no encontraréis jamás hombres capaces de amar a los demás con ese universalismo tan puro, tan abnegado, como el que se nos señala en el Evangelio. Por motivos puramente humanos, jamás. Y cuando los encontréis con amor generoso, no lo será universal y permanente y que venza todos los obstáculos. No hay filosofía en la tierra, ni pedagogía, ni tendencia social, capaces de inyectar en el espíritu de los hombres una fuerza tan extraordinaria como para poder superar estas enormes dificultades con que se enfrenta el corazón humano todos los días. De él ha escrito De Maistre esta frase impresionante: «No conozco el corazón de un malvado; conozco el corazón de un hombre de bien, y es espantoso».
Siendo esto así, Dios tenía que ofrecernos un medio por el cual nos fuera dado oponernos eficazmente a la fascinación del egoísmo. En la Misa es donde vemos reproducido diariamente el misterio del amor universal de Jesús a los hombres y escuchamos la voz que nos habla del mandamiento nuevo. Dificultades existen. ¡Cómo no! Pero las dificultades las da por supuestas Jesucristo cuando nos dice que tenemos que imitarle a Él si queremos ser discípulos suyos. De lo contrario –sermón de la montaña–, seremos como los paganos. Tenemos que imitarle a Él, que ha amado hasta la muerte, y al Padre que está en los cielos, el cual hace que el sol y la lluvia caigan igualmente sobre los campos de los justos y de los injustos. Este desprendimiento de todas las apetencias personales; este anhelo maravilloso de buscar, en correspondencia con el amor del que es Padre de todos, las aplicaciones prácticas de un amor también a todos, es exclusivo del cristianismo, porque es exclusivo de Jesús. Y es en la Misa donde encontramos la renovación del mandato y del ejemplo del Señor que arrastra y mueve.
Adoración y misterio #
Vamos viendo cómo las actitudes cristianas fundamentales, que deben resplandecer en un discípulo de Cristo, alcanzan su más exacta expresión en la Santa Misa, cuando en ella participamos con fe y conscientemente. Encuentro personal con Jesús, pureza de corazón, amor universal, aceptación del dolor, esperanza. Pues bien, hay en ella otro aspecto merecedor de nuestra máxima atención, ya que sin él nuestra vida religiosa quedaría mutilada en lo esencial. Es el de glorificación de Dios y adoración del misterio.
No hay religión si el hombre no adora a Dios y lo glorifica, si no le da gracias por sus beneficios, si no le satisface por las ofensas inferidas. ¡Con qué grandiosidad la Misa ofrece al cristiano la posibilidad de cumplir con este deber sagrado! El mundo no sabe adorar. Pero no temáis. A Dios no le faltará nunca el homenaje de adoración que le es debido. Desde el momento en que su Hijo único, al venir al mundo, le ofreció su vida, Dios tiene un homenaje glorificador que dura siempre. La Misa, además, lo reproduce y prolonga en las condiciones concretas de la existencia de los hombres. Y bastaría un solo sacerdote y una sola Misa en medio del universo para poder decir que, de esta tierra de pecado, donde habitan los hombres, sigue subiendo a los cielos el incienso de adoración que Dios merece. Pero son muchas las que se celebran. Y son innumerables los cristianos que unen sus alabanzas y glorificaciones a las del Cordero Inmaculado. Adoran, cantan, suplican, satisfacen y obtienen el perdón. Conscientes de su deber de criaturas ante el Dios que es su Dueño y su Padre, en la Misa se rinden como criaturas que son y como hijos que han llegado a ser. Víctimas y redimidos a la vez, saben que también ellos ofrecen a Dios el homenaje de gloria que su Hijo divino le rindió cuando vino a la tierra a procurar la salud de nuestras almas.
No penséis que hay exageración alguna en cuanto venimos diciendo, ni que tales expresiones se deben al hecho ocasional de que estamos celebrando un Congreso Eucarístico, cuyo tema central nos obliga a manifestarnos así por una suerte de reverente cortesía con el mismo. No. Es sencillamente que la Misa es la síntesis de la vida cristiana. El mismo Jesús, después de instituirla, nos dijo: Hoc facite in meam commemorationem: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). Como si quisiera decir que para recordarle a Él, que es vivirle y unirse con su vida, el camino por excelencia es sumergirse en el océano sin fondo del misterio eucarístico.
Hemos incurrido todos en la más lamentable negligencia al permitir que generaciones enteras de cristianos, unas tras otras, fueran educándose en un moralismo sin base y sin nervio, desconociendo prácticamente este dogma riquísimo de nuestra fe. El sacrificio, la esperanza de la vida eterna, la unión con Jesús, la pureza interior, el perdón y el amor en toda su grandeza, la lucha implacable contra nuestros torpes egoísmos, resultan incomprensibles cuando se presentan al hombre sin el ejemplo y la fuerza que brotan del misterio de Cristo y su muerte redentora hondamente vivida por el alma humana. La Misa ha sido instituida para que la vivamos. Cuando el cristiano asimila el misterio de amor que en ella se encierra, ofrece al mundo un ejemplo irresistible.
Misterio, digo, porque es lo característico del cristianismo. De la religión, en cuanto tal, el mundo no espera literatura, ciencia, investigaciones técnicas. Todo esto lo tiene el mundo por sus propios recursos. Son esos otros valores a que nos hemos referido los que el mundo nos pide y necesita. Pero es imposible dárselos si no nos abrazamos al misterio sagrado del amor de Dios, tal como en la redención y en la Santa Misa se manifiestan. El cristiano tiene que complacerse en el amor al misterio. Y digo en el amor, no solamente en la aceptación y el acatamiento rendido y humilde.
Hay que dar un paso más. Tenemos que llegar a amar esos misterios sagrados, en torno a los cuales aparecen los dones divinos que Jesucristo trajo al mundo. Frente al racionalismo que quiere comprenderlo todo y, si no lo comprende, lo rechaza, nosotros tenemos que usar de nuestra razón, sí, para comprender, pero también tenemos que utilizar nuestra fe para aceptar con amor lo que Dios Nuestro Señor nos ha revelado. Frente al materialismo de la vida moderna, que busca solamente lo que puede agradar a los sentidos, nosotros tenemos que complacernos en amar el misterio de la cruz, dentro del cual es como podemos llegar a lo que San Pablo predicaba, que Jesucristo adquiera forma en nosotros (Gal 4,19) y que su vida se haga visible también en nuestro cuerpo (2Cor 4, 10).
Conclusión #
Todo esto es difícil para nuestra naturaleza humana. Pero tenemos a nuestra disposición la fuerza que no falla. Es Cristo, el cual se acerca todos los días a nosotros en el Sacrificio de la Misa. Ese encuentro personal, ese choque inmediato y contacto íntimo con Él, esa revisión profunda de su Persona y de su vida, esa asimilación de su doctrina, ese enamoramiento subsiguiente de lo que Él nos propone, nos es facilitado en la acción litúrgica que cada día se celebra en nuestros altares.
Acerquémonos al gran misterio con amor y con fe. Cuanto más penetremos en él más perceptible será su luz para nosotros y para aquellos que por nuestro ejemplo están llamados a creer.
Vamos a seguir la Misa así. Vamos a procurar que aquellas personas a las que llegue nuestra influencia se den cuenta de que en la Santa Misa encontramos los hijos de la Iglesia la fuerza que nos da amor, pureza, abnegación y esperanza. Creo que aquí puede estar una de las bases de la renovación de la vida cristiana. Actualmente en España, como en todas las partes del mundo, hay un movimiento litúrgico poderoso. Se trata de que los cristianos participen cada vez más y vivan cada vez más espléndidamente la Santa Misa. Pero no estamos dispensados de ningún esfuerzo. Al contrario, todos serán escasos para hacer penetrar a los hombres, lo más hondamente posible, en la contemplación de las realidades sagradas que la Misa encierra. De no hacerlo así, quizá lográsemos una sociedad religiosa enamorada del esteticismo litúrgico, pero sin vínculos de verdadera unión con el Cristo inmolado. La vida nos vendrá no por la estética, sino por la gracia de Dios, que hace de cada ser humano un hombre nuevo; ese hombre que nace otra vez, como Jesucristo decía en el Evangelio. Para que ese nacimiento se produzca es necesario ponerse en contacto con la vida inmortal de Jesucristo en el altar.