Carta pastoral sobre la Procesión del Corpus en Toledo, mayo de 1977, Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio 1977.
La festividad del Corpus Christi, que en Toledo tiene tan profunda tradición religiosa y popular, me mueve a escribiros esta Carta Pastoral, que ofrezco a vuestra meditación con el deseo de contribuir al perfeccionamiento de lo que tenemos, sin detenernos pasivamente en los aspectos meramente exteriores de una herencia gloriosa.
Hace falta, ante todo, meditar, comprender y vivir.
Podríamos decir que el Corpus Christi es la fiesta de la alegría del cristiano, porque es la celebración del misterio perenne de Cristo y, por tanto, también de la redención de toda criatura que ansia y anhela la vida de los hijos de Dios. El Señor, al que adoramos en la Eucaristía y paseamos con júbilo por nuestras calles, es el mismo que vivió en la tierra, murió, resucitó y vive en la eternidad; todo cuanto sucede está en Él. Todo se ha hecho por Él, y sin Él nada se hace de cuanto existe; en Él está la Vida y de su plenitud todos hemos recibido; la gracia y la verdad nos llegan por Él (cf. Jn 1, 3-4; 16-17). El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo… Yo soy el pan de la vida… Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 33-34. 51).
La festividad del Corpus Christi conmemora solemnemente lo que todos los días celebramos en la sencilla paz de nuestras iglesias: el Misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Lo ordena a una más grandiosa y espectacular adoración de lo que todos los días podemos adorar y recibir los cristianos: el Pan vivo bajado del cielo. Dios se nos ha dado como promesa y posesión en una comida sencilla y ordinaria, el pan y el vino. Bajo estos signos de terrena cotidianeidad, Dios mismo se nos da como alimento. Pero esta misma cotidianeidad puede hacernos olvidar la infinitud y grandeza de lo que celebramos, por lo cual necesitamos de un día especial que nos los ponga más de manifiesto.
Somos peregrinos en marcha hacia Dios, luchando por nuestra plena realización en Cristo Jesús. La adoración solemne de la Eucaristía, en las procesiones del Corpus Christi, nos hace girar en torno a la piedra angular y movernos hacia Dios en pos de Cristo. En nuestro caminar llevamos el Cuerpo que fue entregado por nosotros. Cristo en la Eucaristía, como Señor de la Historia, preside esta marcha y nos fortalece en el camino.
Es un día de alegría, porque toda criatura redimida presiente la plenitud de vida que tiene en Cristo. Si Cristo ha venido a salvarnos, sólo Él puede decirnos quién es Dios y quién es el hombre ante Él; sabemos que Dios quiere un hombre nuevo formado a imagen de Aquel que nos redimió. Los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). El día del Cuerpo de Cristo se pone de manifiesto cómo el hombre y toda la creación será elevada de la esclavitud de la muerte a la plenitud de la vida. Cristo, en la Eucaristía, es el himno perenne, la realidad vital de la restauración de todas las cosas por el misterio de su Cuerpo y de su Sangre. Él vive para nuestra salvación, está resucitado de entre los muertos como hombre y ha asumido toda la creación en la gloria de Dios. El estar en Cristo es la nueva creación y este gozo irrumpe y estalla en la fiesta del Corpus Christi.
El dogma eucarístico #
Un deber apremiante: poner el universo al servicio del amor y del bien #
Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto, y no sólo ella, también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 22-23). El cristiano espera firmemente que su cuerpo, como su alma, sea liberado de la condición carnal y participe en la gloria del Cuerpo resucitado de Cristo. La fiesta del Cuerpo de Cristo nos invita a pensar en una verdad y en una exigencia: todo el universo está llamado a participar en la libertad propia de los hijos de Dios, y el cristiano tiene obligación de contribuir a esta liberación. San Pablo no ha visto en Cristo al Salvador y Redentor exclusivamente de las almas. La obra redentora de Cristo se extiende a todo; su cruz y resurrección lo han sellado todo. La Eucaristía, en su exaltación gloriosa de la materia transubstanciada, es como un símbolo de todas las transformaciones futuras.
El cristiano no puede desconocer la maravillosa grandeza de la creación salida de la libre generosidad del amor de Dios. No se evade de la situación real y conoce la importancia del instante presente, siente la responsabilidad que como hombre tiene en la construcción de un mundo cada vez mejor. Sería una aberración despreciar los valores de lo creado y mirar desdeñosamente la Historia con todas sus implicaciones. No, el cristiano tiene que trabajar con ardor por el pleno desarrollo de la nueva creación instaurada por Cristo Jesús y vivir el presente, devolviéndole su verdadero sentido, proyectándolo sobre el reino de Dios, que ya nos ha sido dado y que está en situación de desarrollo hasta su realización definitiva.
El vivir en cristiano equivale realmente «a crecer en resurrección», a vivir «como resucitados» a una nueva vida, que es concretamente la vida de libertad que proclama el Evangelio, porque donde está el Espíritu del Señor está la libertad (2Cor 4, 17), y nunca esta libertad puede ser tomada por el cristiano como pretexto para servir a la carne y al egoísmo, que destruyen la dignidad y grandeza humana. Es desde «arriba» desde donde hay que iluminar la tierra.
Nos gloriamos con razón, porque nuestra esperanza de la gloria de Dios no quedará confundida. Ella es la que nos mantiene en tensión fecunda entre los dolores y trabajos de este mundo y la redención ya iniciada. Los motivos de la esperanza cristiana son inquebrantables para San Pablo: promesas divinas, muerte y glorificación de Cristo en cuerpo y alma, don del Espíritu que intercede soberanamente por nosotros, pidiendo nuestra glorificación.
Esta manifestación del amor de Dios en la presencia real y perenne del Cuerpo de Cristo, vista con la luz de la esperanza, tiene que llenarnos de confianza y de ánimo, y debe ser para nosotros como una fuerza que nos sostiene y protege contra todos los obstáculos. El cristiano, en su pensar, sentir y actuar, tiene que ser un testimonio vivo de la fe y esperanza en Cristo Jesús, testimonio de su Evangelio y de su misterio redentor. Lo cual significa que hay que vivir lejos del pecado, que es mentira, egoísmo y esclavitud, e ir sumergiéndose cada vez más en el mundo de Dios. La existencia cristiana no puede concebirse más que como una ascensión en Cristo hacia el Padre en la virtud del Espíritu Santo, arrebatados por la fe en la fidelidad y misericordia de Aquel que no engaña.
La fiesta del Corpus y su fuerza apostólica #
No puede hablarse de Eucaristía sin pensar en la totalidad del misterio redentor de Cristo, que en ella se perpetúa. Cristo, en la Eucaristía, cobija a los hombres, a las cosas y a la vida en general; el mundo entero se cobija en Cristo. Se percibe aquí el alcance supremo de la palabra de Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él (Jn 6, 56). Los hombres, y con ellos el mundo, en toda su riquísima pluralidad, tienen que estar verdadera y realmente en Cristo, porque Él es quien lo abarca todo y Él es el Verbo de Dios hecho hombre. Cristo Eucaristía rebasa todos los límites, no existe para Él medida alguna, es Él mismo quien se constituye en medida.
Pentecostés es la consumación de la Pascua, cuyo más íntimo sentido es reconciliar la tierra y los hombres con Dios y entregar a Dios este mundo reconciliado. El Hijo ha tomado nuestra humanidad y la ha introducido en la vida del Padre y está en nuestro corazón por el Espíritu. Cuando a los pocos días de Pentecostés se celebra la fiesta del Corpus, la Iglesia trata de invitarnos a pensar que el misterio de las presencias se completa. No es sólo el Espíritu; es también Cristo con su Cuerpo y su Sangre. Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Cristo, el Señor en quien creemos, el primero y el último, el viviente que fue muerto y ahora vive por los siglos de los siglos (Ap 1, 9), y que hace sensible a los hombres su redención a través del misterio del altar. Desde esa sencillez del pan y del vino nos hace vivir en Él, desborda vida y la concede a quien lo come y se acerca a Él. Todos los días de la historia y en todos los lugares, la Eucaristía perpetúa el sacrificio del Señor, vencedor de las limitaciones del tiempo y del espacio.
Sacrificio, presencia real y Comunión son tres aspectos de esta maravilla que el poder, la sabiduría y el amor de Dios nos han dado.
La fiesta del Corpus celebra primariamente la presencia real; mas por la natural unión y concomitancia venera también el sacrificio y el convite.
Cristo está presente en la Eucaristía para ser ofrecido al Padre como víctima y como hostia; de ahí que a la Solemnísima Procesión preceda la Santa Misa.
Cristo está presente en la Eucaristía para ser nuestro alimento; de ahí que los fieles sean invitados a comulgar ese día con más agradecido fervor.
Cristo está presente en la Eucaristía para ser nuestro compañero y dulce amigo: de ahí que esté plenamente justificada la piedad eucarística en las diversas formas que aprueba la Iglesia.
La presencia de Cristo en la Eucaristía es, para el creyente, fuerte llamada a la santidad. «La santificación –dice Santo Tomás1– tiene tres aspectos: su causa propia, que es la Pasión de Cristo; su forma, que consiste en la gracia y virtudes, y su último fin, que es la vida eterna». La presencia real recuerda la Pasión de Cristo (una de las razones de ser es la sacrificial); señala al Autor de la gracia, que concederá a quienes lo reciban digna y fructuosamente; anuncia la gloria futura en que Cristo será gozado sin los velos de accidentes de pan y vino. La presencia real de Cristo en la Eucaristía manifiesta el gran amor que Cristo nos tiene. El amor busca la presencia. Gozamos de la presencia de la verdad de Cristo en el Magisterio; de la voluntad de Cristo en el gobierno pastoral; de la gracia de Cristo en los medios de santificación; Cristo está presente en su palabra cuando se lee la Sagrada Escritura; Cristo está presente donde dos o tres se congregan en su nombre (Mt 18, 20); reside en las almas por la gracia, en las inteligencias por la fe, en las voluntades por la caridad. Pero en la Eucaristía está presente «Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo»2.
Ya que en la Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, la Eucaristía es fuente de vida eclesial. «La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos»3.
La presencia real de Cristo en la Eucaristía es un don ofrecido como llamada a la unión con Cristo y, por medio de Él, con la comunidad4. De ahí la exigencia de la caridad.
En la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y vino, elementos de la naturaleza cultivados por el hombre, tenemos el culmen de la acción por la que Dios santifica al mundo en Cristo. Invita a la perfección de la actividad humana en el misterio pascual.
La Eucaristía es un misterio de reconciliación #
El designio salvador de Dios es todo él un gran proyecto unificador, de reconciliación universal en Cristo… (cf. Ef 1, 2-14; Col 1, 13-20), cumplido de una vez para siempre, es decir, hasta el final de los tiempos, en el acontecimiento escatológico por excelencia: la Pascua de Jesús.
Ese misterio reconciliador se refiere a la participación de todos en una comunidad de vida, en una nueva fraternidad convocada por Dios: la Iglesia, la comunidad de los reconciliados, la comunidad de la vida nueva, la comunidad de los que creen y viven en Cristo, hecho por Dios, en la virtud de su Espíritu, Reconciliación y Paz.
Cristo hace presente al mundo una nueva fraternidad pascual y eucarística…
La Eucaristía, en cuanto memorial (presencializador) de la Pascua, vendrá a ser, pues, para esa misma comunidad y para el mundo entero, la presencia excelente de aquella reconciliación original, única para todos, verificada por Jesús y ofrecida a los hombres…
Por eso la Eucaristía «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia»5.
Es el sacramento por excelencia de la reconciliación, ya que la presencia actuante de la Pascua, del Sacrificio, del Cuerpo, del Espíritu vivificante… de Jesús, le dan la virtud de purificar de todo pecado, de cuanto aleja de Cristo… Esto es tan cierto que todo el poder reconciliador reconocido a los signos litúrgicos procede de aquí. Sólo hay un «momento originario» en esa reconciliación: el de la Pascua, presente para nosotros en la Eucaristía; los demás sacramentos canalizan, concrecionan, expresan, para determinados momentos de la vida humana, esa virtud típica y originariamente eucarística. La Eucaristía es, por ello, fuente y término del organismo sacramentario6.
«Eucharistia dicitur sacramentum caritatis Christi expressivum et nostrae factivum»7.
La Eucaristía nos compromete en un programa reconciliador #
La Eucaristía, en cuanto sacramento-signo de la obra de Jesús, presupone, al celebrarla, una reconciliación, una fraternidad.
La convocación, la concordia mutua, la unión en Cristo han de ser algo previo. No habría signo de la unión a Cristo si ésta no existiera. No habría culto a Dios sin una hermandad de partida (Mt 5, 23-24). No habría «presencia» de Cristo en medio de quienes «no están congregados en su nombre».
La Eucaristía debe expresar la convocación de todos a la fe-amor. A ello se ordena la escucha-respuesta de la Palabra de Dios.
La Eucaristía es el banquete de la fraternidad eclesial. Si ésta no se da, queda frustrada la realidad sacramental (cf. 1Cor 11, 17-29). No puede romperse la correlación necesaria entre el Cuerpo de Cristo, núcleo personalizante de la comunidad creyente, y el Cuerpo de Cristo entregado en alimento (cf. 1Cor 10, 16-17).
La Eucaristía, como presencia activa y comunicación de la Pascua reconciliadora de Jesús, engendra, desarrolla, dinamiza la verdadera reconciliación con Dios, con los hermanos, con el mundo entero.
La Eucaristía, memorial del sacrificio pascual del Señor, nos otorga, mediante el reencuentro con Cristo, el acceso libre, confiado a Dios (dimensión vertical de la Alianza nueva sellada en la Sangre de Jesús), y la unión mutua, fraternal, de todos en Cristo, con el que, por la participación convival de su Cuerpo y Sangre, nos hacemos «concorporales y consanguíneos» (S. Cirilo de Jerusalén).
El fruto propio de este misterio es realizar la unidad del Cuerpo (eclesial de Cristo), significada en la unicidad del Pan de vida: .Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1Cor 10, 17).
La Eucaristía comunica, por vía de la entrega interpersonal (de Cristo a su Iglesia y viceversa), un espíritu unificador, que asimila al creyente con los sentimientos de Jesús; nace así un apremio y una tensión de permanente reconciliación: con Dios y con los hermanos, liberando de los egoísmos, de rigideces, intransigencias, autosuficiencias, sectarismos, marginaciones, etc.; con el mundo entero, instaurando un nuevo orden, recto, edificante; con todas las cosas de la creación, que, si han de ser remodeladas en Cristo, comienzan ya en la Eucaristía por ser simbólicamente transformadas, mediante los signos del pan y del vino, en «creatura nueva», cuya primicia es Cristo Resucitado.
Resulta inimaginable una Eucaristía cristiana que no lleve consigo un cambio de la vida, por la sencilla razón de que Jesús pacta y se da a los suyos a fin de que tengan vida, de que vivan en Él, de que sean uno con Él.
La liturgia del Corpus #
La fiesta del Corpus en el corazón del pueblo #
Cuando se piensa seriamente en la doctrina anteriormente expuesta, brevísimo compendio del dogma eucarístico, se comprende mejor el sentido profundo de la liturgia de este día, con su Misa del Corpus y su Procesión solemnísima. El pueblo católico se ha incorporado a ella desde hace siglos, con los defectos propios de toda participación masiva, pero también con todas las virtudes y consecuencias religiosas de índole eminentemente positiva que encierra un hecho como éste.
En el fondo es siempre el misterio de la Cruz redentora, que atrae al hombre con su fuerza única y divina. Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32). Esa cruz, de la que brota la vida, la ve siempre el cristiano en cualquiera de los sacramentos que Cristo nos dejó. Particularmente, en el de la Eucaristía brilla con un fulgor singular, el que se desprende del Cuerpo y la Sangre de Cristo dados como alimento por amor: parece como si hubiera más cruz, más muerte, más resurrección, más misericordia y amor. El pueblo lo intuye y adora con gozo al Amor de los Amores. Si todos los sacramentos son «huellas del Verbo Encarnado», como los llamaron los Padres, el de la Eucaristía es el mismo Verbo Encarnado, que mora entre nosotros y llega en un día como éste a salir a nuestro encuentro en plazas y calles, como lo hizo durante los días de su existencia histórica entre los hombres. «Es Cristo que pasa», podríamos decir hoy, como le dijeron al ciego de nacimiento cuando preguntaba al oír el rumor de la gente.
Hoy la Iglesia lleva con santo temor y temblor el Sacramento de la Eucaristía por las calles en Procesión festiva. Lo adoramos, le ofrecemos incienso y flores, lo paseamos triunfalmente como lo que más queremos en el mundo: la dichosa presencia del Señor. Hacemos como los habitantes de Jerusalén el Domingo de Ramos, cuando cantaron al Señor himnos de triunfo, le dieron vivas y hosannas y arrojaron sus vestidos en las calles por donde Él pasaba. Es toda la comunidad la que es invitada a participar, los sacerdotes y los fieles, juntos y unidos en la profesión de la fe y en la adoración, del mismo modo que el Jueves Santo es también la comunidad entera la que es llamada a tomar parte en la conmemoración viva del Sacrificio instituido. Todo lo que sea Eucaristía, o Sacrificio, o Sacramento, reclama, con la fuerza de su propio peso, comunidad actualizada y visible o intencional al menos. No hay soledad ni aislamiento egoísta en torno al Sacramento o al Sacrificio Eucarístico. No puede haberlo.
En la fiesta del Corpus y en su Procesión, la Iglesia subraya, para quien quiera entenderlo, que hay que poner a Cristo en el centro de todas las actividades humanas, como única perspectiva para la correcta intelección de la justicia, del progreso y de la armonía entre todos los pueblos; que al comer del mismo Pan no caben divisiones de razas, de sangre o de cultura, porque todos formamos un solo pueblo y una sola raza, «la de los hijos de Dios»; que las exigencias de verdad, de unidad yde paz sólo se verán satisfechas mediante la amistad y la unión con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la acción de gracias.
Cristo merece nuestro homenaje, y ello es suficiente para que nos apresuremos a rendírselo con fe, devoción y amor. Esa Procesión del Corpus nos está diciendo que la Eucaristía es un Sacramento permanente que debe ser mostrado y adorado, para que sea cada vez más deseado por el alma del hombre débil y enfermo que necesita alimento. Igual que el hombre hace con frecuencia, cuando envuelve y codicia con su mirada la comida, preparándose así para gustarla después, hoy la Iglesia, presentando por las calles el manjar divino, trata de suscitar en cuantos quieran contemplarlo anhelos y deseos de comer después lo que será fuerza para la fe, la pureza del corazón, la caridad cristiana.
Muchos no harán caso. Otros, como Zaqueo, sólo «desean ver». Pero Cristo es lo bastante bueno para llamarlos por su nombre y lograr su conversión.
También entre los cinco mil hombres que seguían a Cristo antes de la promesa de la Eucaristía habría «curiosos» y, sin duda, pecadores, que sabían muy poco sobre su persona, y, sin embargo, no dudó en hacer el milagro, que sería símbolo y punto de partida para la promesa y la institución posterior del «Pan vivo» bajado del cielo.
Precedentes históricos de la festividad del Corpus Christi y de la procesión #
Los encontramos en la costumbre de exponer el Santísimo sobre el Altar para alimentar la devoción de los fieles y fomentar la adoración a Jesús Sacramentado.
Pero esto no bastaba para la exigencia de la piedad popular. Los siglos de fe se complacían en manifestaciones exteriores, con las que se conseguía la extensión del homenaje, a la vez que se multiplicaba el número de adoradores. Santo Tomás lo animó con aquellas palabras: «Alábale cuanto puedas, porque está sobre toda alabanza».
Ya en el siglo VII se descubren algunos vestigios de procesiones relacionadas con la del Santísimo Sacramento. Pero hemos de observar que, hasta la institución de la Fiesta del Corpus, en ninguna parte y por ninguna circunstancia se lleva visiblemente la Hostia Santa como en la actualidad. Se conducía la Sagrada Forma en tabernáculo cerrado y era, en realidad, la Procesión del Tabernáculo. Florecieron estas procesiones en Alemania, Inglaterra y Normandía. No se celebraba el día del Corpus, porque no existía la fiesta litúrgica, ni se intentaba directamente honrar el Cuerpo y Sangre de Cristo, contenidos en la Hostia.
Es en el siglo XIII cuando el Papa Urbano IV, en la famosa Bula «Transiturus», ordenó la celebración anual de la Fiesta del Corpus, para la que Santo Tomás compuso el Oficio del Santísimo Sacramento, monumento imperecedero de la liturgia católica. Hasta el siglo XIV, sin embargo, no se celebra con regularidad y extensión universal, merced a las nuevas determinaciones del Pontífice Juan XXII.
Establecida la fiesta surgió después la Procesión, primero en el interior de los templos y en seguida en la calle y las plazas públicas.
Los Cabildos de las Catedrales, las parroquias, las autoridades y el pueblo acogieron con cálido fervor la nueva institución, y por todas partes aparecieron demostraciones espléndidas del reconocimiento de la majestad de Dios y de su señorío sobre todas las cosas, del que la triunfal Procesión Eucarística quería ser un símbolo.
Corpus de Toledo #
Muy pronto la nueva festividad litúrgica se extendió por toda España. Barcelona fue la ciudad en que se celebró por primera vez en 1319.
No sabemos cuándo empezó en Toledo, si bien podemos estar seguros de que no sería mucho tiempo después. Cuando en el siglo XV el Cardenal Cisneros encarga la construcción de la celebérrima Custodia, la tradición del culto al Sacramento en el Día del Señor era ya antigua y estaba plenamente arraigada.
Los Arzobispos y el Clero Catedralicio y la sensibilidad del pueblo toledano, que tiene alma de artista, hicieron posible uno de los logros más acabados en la expresión externa de la fe en la Eucaristía. No podemos mirar con indiferencia esta tradición, que puede seguir produciendo hoy frutos copiosos. A pesar de la desacralización del ambiente, muchas veces provocada o pasivamente consentida, todavía el Día del Señor, como se le llama en muchas comarcas de Castilla y en casi todos los pueblos de nuestra Archidiócesis, puede seguir siendo una fiesta de fe, de amor y de restauración de costumbres cristianas. Esta festividad, si es precedida de una catequesis adecuada, tiene una influencia poderosa para la renovación interior de las conciencias lo mismo en las ciudades grandes que en los pequeños pueblos, villas y aldeas.
Nada de cuanto la piedad y la fe de nuestros mayores pusieron al servicio del culto eucarístico debe ser despreciado. Podrá ser corregido o actualizado con formas de participación más propias del tiempo presente, cuando sea necesario. Pero ni el respeto a la cultura y sensibilidad de un pueblo, ni la conciencia religiosa bien formada permitirán contemplar con frialdad o con desdén las elocuentes manifestaciones a que esa piedad ha dado lugar.
Las Hermandades Sacramentales –que han existido con una pujanza de fe sencilla y robusta sin par hasta hace menos de un lustro– desplegaban en nuestros pueblos de Toledo un derroche de luces, varales de palio y damascos, tisús, brocados o sedas, estandartes y cetros, medallas o escudos de plata, guantes blancos, trajes especiales, junto a una reverencia tan particular al paso del que solían llamar «SU DIVINA MAJESTAD», que no se ejercitaba tal en cualquier otro día del año.
Los pueblos –como tales– sacaban a las fachadas, balcones, corredores, ventanas y puertas las mejores colchas, sábanas bordadas, tapices populares, mantones de manila, etc., y adornaban las esquinas con arcos de romero o tomillo, mientras las calles se llenaban de juncia o espliego, cantueso y flores del río, y la iglesia se alfombraba de rosas, celindas o yerbabuena «de los pastores».
En Toledo la ciudad movilizaba todas sus energías en honor del Señor de la Custodia.
Ya el Arzobispo y Cabildo cubrían (materialmente) las fachadas enteras de la Catedral con los más ricos terciopelos, brocados, reposteros, tapices y ornamentos, cuando Calderón o Lope, Valdivieso o Medinilla representaban sus mejores obras ante la Puerta del Perdón como homenaje exclusivo para el Día del Señor. Más tarde fue el pueblo fiel el que copiara el ejemplo Capitular y recubriera sus fachadas con la ornamentación más rica que guardara en sus cofres, bargueños o arcones.
Participaban todas las clases sociales y gremios, cooperando con los medios característicos de la organización. Los toldos los colocaba el Gremio de Sederos y, al declinar el poder de éstos, el cuidado de los mismos pasó al Ayuntamiento de la ciudad.
Siempre fue tónica de la festividad del Corpus la participación masiva y activa del pueblo y la puesta en escena de Autos Sacramentales y piezas de menor importancia, pero todas en torno a la Eucaristía y muy aptas para instruir a los fieles sobre el Misterio de la presencia real de Jesús en la Hostia santa. Y el mismo Cabildo y el Cardenal lucían al sol –el que refulgía en la Custodia de Arfe más que sobre la Catedral– los ornamentos más ricos que guardaran en sus «cuadras», dotando a todos los clérigos toledanos de capas de seda y tisú de oro, mientras los incensarios de oro y plata hacían mezclarse el olor a incienso con el aroma y perfume del tomillo de los Montes de Toledo. Los sochantres con sus cetros de plata, los Capitulares Mayordomos con sus bastones, los niños primicomulgantes con sus cestillas de flores, los «pertigueros» con sus trajes inusitados, el «Guion» de Mendoza con su historia y su arte, la Hermandad de la Santa Paz y Caridad y la de Huertanos con sus «verdes» y sus primeros frutos… jamás constituyeron ningún triunfalismo, sino un derroche de devoción tradicional y sincera para hacer manifestación de que salía por las calles el Señor.
Las Cofradías de Monte Sion y del Valle, de la Paz, de la Guía o del Consuelo, de la Bastida y de la Estrella, de la Esperanza o de la Salud, de la Cabeza, de los Desamparados, del Buen Alumbramiento o del Sagrario, de la Inmaculada (que no eran sólo los estandartes, como ahora, junto con dos o tres cofrades y unas niñas de primera comunión), además de las de San Sebastián, San Cipriano, San Antón, San Isidro y San Roque, el Santo Ángel, San Antonio o Santa Rita, más las «mangas» y cruces de Santo Tomé y Santa Leocadia, San Justo y la Magdalena, San Nicolás y del Arrabal, precedidas por la excepcional de la Iglesia Primada, no hacían más que congregar cofrades y feligreses, que rezaban y cantaban, ejercitaban la fe y la devoción sin pensar más que en la adoración del Santísimo Sacramento.
Después vinieron los Luises y los Kostkas, los Caballeros del Pilar y las Congregaciones Marianas, los Tarsicios, los Jueves Eucarísticos, el Apostolado de la Oración, los Discípulos de San Juan, la Acción Católica y la Adoración Nocturna. Delante de ellos, las interminables filas de seminaristas –con sotana, fajín rojo y sobrepelliz impoluta–, y los «seises», y todos los sacerdotes de la Ciudad, y los Párrocos con sus «mucetas», rezando, adorando, acompañando al Señor.
Más tarde se incorporaron los Caballeros del Santo Sepulcro, y los Infanzones de Illescas, y los Capitulares del Corpus Christi, y los Mozárabes, y siempre las Autoridades civiles y militares.
La Procesión venía a ser así, y en gran parte sigue siéndolo, una mezcla afortunada de lo sencillo y lo grandioso, de la fe del pueblo humilde y la expresión majestuosa del arte, la liturgia y la tradición. Sólo Dios mismo puede penetrar hasta el fondo secreto de las almas y valorar con su conocimiento justo las motivaciones íntimas del comportamiento de los hombres.
El Corpus de Toledo es una joya que hay que conservar y cuidar, una reliquia que ha de ser tratada con el mayor esmero, una acción litúrgica de la fe de la Iglesia y una explosión de la piedad del pueblo que no se pueden despreciar. Cualquier detalle que se suprima disminuiría su encanto, porque le quitaría tradición e historia. Toda innovación ha de ser muy estudiada. Pero, evidentemente, estamos también obligados, si queremos que se mantenga como algo vivo, a evitar que se fosilice o se convierta en un mero espectáculo de exhibición religiosa.
Corregir sin cesar #
Existen también defectos y hemos de reconocerlos para tratar de conseguir una mayor perfección en todo:
- El rutinarismo de la Procesión. Me refiero a la deformación de muchos fieles que, quizá sin haber participado en la Misa de ese día, contemplan la Procesión en sí misma, sin pensar que el Sacramento que se adora y el homenaje que se ofrece no tendrían ni existencia ni justificación si no fuera por el Sacrificio Eucarístico, de donde arranca todo.
Se necesita una predicación y catequesis muy intensas para evitar esto.
- Falta de compenetración religiosa. Hablo de la gran masa que puede haber, y de hecho hay, de meros curiosos, no quizá por parte del pueblo toledano, sino de los miles de turistas que llegan de todas partes.
Frente a este hecho, inevitable, hemos de tener los demás un mayor afán de dar vivo ejemplo de piedad, recogimiento y unción religiosa.
- El canto y la oración. Aunque es mucho lo que se ha conseguido, todavía nos queda un largo camino por recorrer hasta lograr una auténtica y continuada aclamación de todos al Señor Sacramentado, con nuevas formas de participación que han de ser bien preparadas. Oraciones cortas, actos de fe públicamente manifestados, acciones de gracias…
- Más caridad. Muy necesario es también lograr que la fiesta del Corpus y cuanto en la misma se celebra sirva para adorar a Dios, desde luego, pero también para manifestar el amor a los hermanos, los hombres, sobre todo a los más pobres y necesitados.
La Iglesia española ha hecho coincidir con esta festividad el Día Nacional de Caridad. Debemos aspirar a que todos nuestros diocesanos reciban previamente las predicaciones y orientaciones adecuadas para avanzar cada vez más en la comunicación de bienes espirituales y temporales.
Los cristianos de hoy en Toledo somos depositarios de una historia y de una cultura que merecen estimación profunda. Pero debemos abrirnos a nuevas creaciones del amor, sin abandonar lo bueno que nuestros mayores nos legaron. Hay que plasmar en realidades de hoy lo que otros pensaron para el Corpus de ayer.
No basta que Toledo se enorgullezca de su custodia incomparable, o que Torrijos recuerde que allí vivió Teresa Enríquez, «la loca del Sacramento». Esas gloriosas locuras deben manifestarse en el culto a Dios y en el amor a nuestros hermanos.
El Cabildo de la Catedral #
Corresponde al Excmo. Cabildo, con la ayuda del Colegio de Párrocos, tomar la iniciativa para estudiar y repensar, con el mayor esmero, todos los aspectos y detalles pertinentes al recorrido procesional.
Cuanto haya de superficialidad, exhibición mundana, pompa inútil, falta de fervor, etc., debe ser examinado y corregido. Porque todo es perfectible, y obra de todos ha de ser alcanzar el más alto nivel de perfección posible. La Procesión, en todos sus detalles, ha de ser:
- homenaje de amor a Dios,
- testimonio de caridad y anhelo de justicia,
- señal de interioridad y profundidad religiosa,
- gesto de participación comunitaria y activa,
- oportunidad para recibir los beneficios del paso del Señor,
- ocasión para que, más que la ciudad, sean la persona y la vida de cada uno las que se ofrezcan al Señor.
Nuestra Procesión significa una relación viva y fundamental entre la Eucaristía y los hombres, mucho más que con los rincones de las callejuelas, el arte de la ciudad o los cirios de las torres.
Sacerdotes, cofrades, caballeros y pueblo curioso debemos vivir más y mejor lo que la Procesión del Corpus significa. Hacen falta catequesis previas, adecuada ambientación del recorrido, moniciones, exhortaciones oportunas, cantos bien preparados y fáciles para que en ellos participe el pueblo.
Alabo el intento al que algunos se entregaron de lograr que la juventud tomase parte en las aclamaciones con cánticos litúrgicos y populares en diversos puntos o estaciones del recorrido procesional. Ignoro si el planteamiento y la forma de querer llevar a cabo determinadas modificaciones fueron en todo momento acertados. Pero el propósito de conseguir mayor participación es laudable si se realiza con el decoro conveniente en la forma exterior, en el uso de instrumentos musicales, en la letra de los cantos y con la actitud espiritual de alabanza y adoración que no pueden faltar.
Es necesario mantener nuestra Procesión como algo vivo que, en virtud de la vida misma, se ha de renovar constantemente; de lo contrario, podría convertirse en mero espectáculo para una exhibición exteriorista.
Ni acusaciones, infundadas, de triunfalismo, ni envejecidas y anquilosadas formas sin vida; devoción, fe viva, piedad litúrgica y cantos populares a la vez, que ayuden a los fines de adoración, y gloria, y amor a la Sagrada Eucaristía, esto es lo que hemos de lograr con mayor perfección cada año.
La Procesión misma, de por sí, ha de ser también una catequesis que mueva nuestras almas. Ese día del Corpus, con Dios vivo en medio de nosotros, somos más que nunca un pueblo y una Iglesia que camina comunitariamente unido hacia el Reino nuevo, bajo el signo de lo trascendente.
Los que hoy vivimos en Toledo y profesamos la fe en la Eucaristía somos agentes responsables de la historia, no sólo de la cultura. De la historia de la Iglesia viva, quiero decir. De una Iglesia que engendra sin cesar nuevos hijos, por cuyas venas corre la misma sangre que tuvieron los de ayer.
Seremos interpelados por las generaciones futuras. Os pido a todos un gran esfuerzo para suprimir los defectos que puedan existir en nuestra Procesión. Toda obra humana es limitada. De hecho, puede haber superficialidad, exhibición mundana, falta de fervor, de silencio, de recogimiento.
Haríamos bien los sacerdotes siguiendo el ejemplo de San Juan de Ávila, que, no contento con los tratados profundos que escribió sobre la Eucaristía, predicó sermones oportunísimos y luminosos para preparar a los fieles a la procesión del Corpus, señalando los defectos de la época y las posibles soluciones.
Que nuestra Procesión de Toledo resplandezca cada vez más como:
- un tributo de adoración a Cristo Sacramentado;
- una señal de interioridad religiosa que se hace visible para la gloria de Dios;
- un gesto de participación comunitaria y activa en la confesión de nuestra fe;
- una aceptación humilde de las exigencias de la caridad y la justicia;
- una invitación al amor y la amistad entre los hombres;
- una oportunidad para aprovechar el paso del Señor, siempre fecundo como en el Evangelio;
- una ocasión de ofrecerle no sólo la ciudad, sino la persona y la vida, abriéndole las puertas del alma. Él paga bien el hospedaje.
Una herencia viva. –Conclusión #
Herederos, pues, de una tradición que no es solamente recuerdo del pasado, sino también cauce y manifestación de vida religiosa en la actualidad, no quisiera nunca, por mi parte, contraer la más mínima responsabilidad ni por negligencia ni por menosprecio de todo cuanto encierra. También deseo evitar toda rutina o desviación de los motivos que pudieran adulterar la manifestación religiosa del Corpus, o mantenerla en una expresión petrificada y arcaica que la privase de su capacidad de confesión de la fe y de impulso para el perfeccionamiento de nuestra vida católica. Y empleo la palabra «católica» con toda deliberación, porque no me basta decir vida cristiana. He aquí algunos de los criterios que estimo necesario afirmar o recordar:
- La procesión del Corpus debe seguir celebrándose con el máximo esplendor por las calles de nuestra ciudad y con la máxima participación posible de Sacerdotes, miembros de las Comunidades Religiosas y fieles. Sigue en vigor el canon 1.291. Deben acudir todos los que residen en la ciudad, debidamente revestidos, y que no tengan legítimo impedimento. Recomendamos a las Comunidades Religiosas de enseñanza o de otros apostolados activos, incluidas las femeninas, aunque ello suponga una novedad, que acudan en gran número con sus alumnos y alumnas y con las asociaciones que dirigen.
- Frente a las tendencias secularistas exageradas que, no contentas con reconocer las innegables diferencias de situación que hoy se dan en nuestra sociedad, quisieran que desapareciera de nuestras calles todo signo sagrado y religioso, afirmo, por el contrario, la necesidad de que esos signos se hagan visibles, y permitan a los hombres de hoy, en la forma conveniente, el encuentro con lo que les habla de Dios y de Cristo, su Enviado, con su mensaje eterno de esperanza y de vida. Lo cual reclama que, donde haya tradiciones tan respetables y tan dignas como la nuestra, nos esforcemos por conservarlas y perfeccionarlas.
- Pido a todos los Párrocos y Rectores de iglesias, y de manera particular a las Comunidades Religiosas, que procuren celebrar en sus templos un triduo previo a la fiesta del Smo. Corpus Christi, para preparar el alma de los fieles con instrucciones adecuadas sobre el Misterio de la Eucaristía, y exhortarles a la adoración al Señor Sacramentado, a la gratitud y a la purificación de su espíritu.
- De manera especial, insistid en que la Procesión del Corpus sólo tiene sentido pleno cuando arranca de la misma celebración del Sacrificio de la Misa, y, por consiguiente, todos los fieles, que de algún modo participen en la Procesión, deben hacerlo antes en el Sacrificio Eucarístico.
- Adórnense calles y plazas como homenaje visible al Amor de los Amores y como expresión de alegría social y colectiva de un pueblo que proclama su fe al paso de su Señor. Y si fuera conveniente, porque las circunstancias lo aconsejaran, redúzcase el recorrido procesional, para lograr mayor fervor y evitar cansancios. Si el trayecto es más breve y se hace alguna «estación» ante un altar debidamente situado, y si además se hace alguna breve predicación, el acto de culto puede resultar mucho más perfecto.
- En la predicación de ese día y en las catequesis previas debe exhortarse sin cesar a la participación ordenada de todos, al canto de adoración y de alabanza, a la gratitud a Dios y a la glorificación del Misterio que nos ha sido revelado. Igualmente, y con la misma intensidad, al ejercicio de la caridad fraterna, a la entrega de donativos y limosnas en favor de Cáritas Diocesana, a la atención hacia los más pobres y enfermos de la Parroquia, al empeño cristiano de encontrar entre todos cauces cada vez más adecuados para que en nuestra sociedad se vivan las exigencias de la justicia y la fraternidad evangélicas.
Que el Corpus de Toledo no sea únicamente una página gloriosa escrita ayer, sino más bien el pequeño breviario del amor a la Eucaristía y de la caridad fraterna que seguimos recitando hoy.
Toledo, mayo 1977.
1 Suma Teológica III q.60 a.3.
2 Presbyterorum ordinis 5.
3 Santo Tomás, Suma Teológica III q.65 a.3; q.73 a.3 c.
4 Lumen gentium 3. 7. 11. 26.
5 Presbyterorum ordinis5, 2°.Cf. Santo Tomás, Suma TeológicaIII q.65 a.3.
6 Cf.Sacrosanctum Concilium10; Presbyterorum ordinis5, 2.°
7 Santo Tomás, Suma Teológica III q.65 a.3.