Conferencia pronunciada en la Catedral de Madrid, el 7 de octubre de 1977, al concluir el Triduo Eucarístico conmemorativo del Primer Centenario de la Adoración Nocturna Española. Texto publicado en el Bolean Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre 1977.
Introducción #
Para todo sacerdote es un gozo hablar de la Eucaristía. No sé qué tiene este gran misterio que, a pesar de la soberana grandeza del mismo, nos hace vibrar con el calor de vida que encierra. Celebramos el santo Sacrificio de la Misa o nos postramos para adorar el Santísimo Sacramento, y, a poco que se medite en el amor de Cristo, nos parece en seguida que tenía que ser así. No obstante lo incomprensible de la transustanciación, no obstante lo infinitamente grandioso de que el sacrificio del Señor se actualice constantemente en nuestros altares, junto a la Eucaristía, sacrificio o sacramento, uno se encuentra como en su casa, la casa de Jesús, la Iglesia, en que Él no puede faltar.
Estaba asegurada su presencia por medio de la Palabra, de otras acciones sacramentales y litúrgicas, de la Jerarquía, de la unidad en el amor de los cristianos reunidos en su nombre. Pero, aun así, podía haber otra presencia substancial y personalizada, con su cuerpo y su alma y su sangre y su divinidad. Y la hubo en la Eucaristía.
El cristiano de corazón sencillo y creyente, una vez que entiende algo de lo que la fe de la Iglesia le propone en este misterio, rompe la zona oscura que le envuelve y se coloca de un golpe junto al Corazón de Cristo, como Juan en la última cena. Y ya no le importan las oscuridades. Anhela esa presencia y se siente a gusto con ella. Todo el Evangelio se le echa encima con su carga amorosa, y recuerda que Cristo prometió su Carne y su Sangre como comida y bebida; que lo cumplió en la Pascua que celebró con los Apóstoles; que murió en la cruz por nosotros; que nos buscó con infinito amor, que quiso y quiere salvarnos con su misericordia, fortalecernos en nuestra miseria y ayudarnos a vencer la tentación para no caer en el pecado. Y al recordarlo todo, llega a parecerle lo más natural del mundo, aunque sea tan sobrenatural, que se haya quedado con nosotros como se quedó en la Eucaristía. A eso es a lo que llamo el calor de vida que encierra el misterio eucarístico.
Os felicito, adoradores. Si el hablar de la Eucaristía es ya en sí mismo un gozo para todo sacerdote, para mí lo es aún mayor en esta ocasión en que celebramos el Centenario de la Adoración Nocturna en España. Los hombres que sabéis adorar sois los que mejor comprendéis el sentido profundo de la vida religiosa, es decir, de la relación con Dios. Vuestras rodillas son vuestras alas, os diré con palabras de Gertrudis von Le Fort. Y, en ese vuelo tantas veces repetido, habéis sabido ascender hasta este Sacramento del Amor de los amores. Cien años ya desde que la Adoración se constituyó oficialmente en España. ¿Quiénes fueron los primeros adoradores? ¿En qué ciudad y en qué templo empezaron su vida los primeros turnos? ¿Cómo fue creciendo la Obra año tras año? ¿Qué extensión alcanzó o qué paralizaciones ha sufrido después? Datos importantes todos éstos que son o pueden ser conocidos. Pero yo no me voy a entretener en ello. Se me ha pedido que os hable de La Eucaristía y el compromiso del amor fraterno. Intentaré hacerlo.
La unidad querida por Cristo #
En la última cena, al instituir la Eucaristía, Jesús oró así: ¡Oh Padre Santo! Guarda en tu nombre a éstos que Tú me has dado, a fin de que sean una misma cosa, así como nosotros lo somos… Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquéllos que han de creer en Mí por medio de su predicación; que todos sean una misma cosa. Como Tú, Padre, estás en mí, y yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros. Yo estoy con ellos y Tú estás en mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado a ellos como me has amado a Mí(Jn 17, 11. 20-23).
En este sublime testamento de Cristo hay:
1º Una apelación a la unidad, como deseo ardiente de su Corazón y como fruto de su acción redentora, puesto que Él se sacrificaba para librarnos del pecado, causa única de nuestras divisiones.
2º De una unidad a lo divino, que sean una misma cosa como lo somos nosotros, lo cual es inalcanzable a no ser que se nos dé una fuerza también divina.
3º Esa unidad tiene, en la intención eficaz de Cristo, un doble fin: que los discípulos sean una misma cosa, como reflejo de la vida de la Trinidad Santísima, y que el mundo al verlo crea que Tú me has enviado y les has amado a ellos como me amaste a Mí.
Esta llamada de Cristo a la unidad, tan excepcional en todos los matices de su expresión, sólo puede entenderse a la luz de la institución de la Eucaristía. Ahí es donde está la fuerza divina para ser una misma cosa. Quien come mi Carne y bebe mi Sangre –había dicho Jesús– permanece en Mí y Yo en él (Jn 6, 57).
Así, permaneciendo Jesús en nosotros, podemos llegar a ser una misma cosa con Él y con el Padre, que nos lo ha dado para eso, y con el Espíritu, que es el Espíritu del mismo Cristo. Así se logra la unidad. Es lo que dice San Pablo en su primera Carta a los Corintios: Ya que no hay más que un solo pan, somos nosotros, aunque seamos muchos, un solo cuerpo, pues todos comemos un solo pan (1Cor 10, 17).
«El Concilio Ecuménico Vaticano II –nos dice ahora Pablo VI en la inolvidable homilía del Corpus de 1969– ha aclarado esta realidad profundamente cuando ha llamado a la Eucaristía cena de la comunión fraterna (GS 38); cuando ha dicho que los cristianos “confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo Sacramento” (LG 11)».
«Y es verdad que la Eucaristía intenta fundir en la unidad a los creyentes, los creyentes que somos nosotros, unidos a todos los hermanos del mundo. Se trata de otra caridad que arranca de Cristo y debe ser realizada por nosotros. La celebración de la Eucaristía siempre es principio de unión, principio de caridad, no sólo en el sentimiento, sino también en la práctica: Amaos unos a otros como Yo os he amado (Jn 13, 34).»
«Es el mandamiento nuevo, el que debe distinguir a los hijos de la Iglesia. Y éste encuentra su razón de ser, su futura dinámica, su resorte secreto, en la Comunión, en la Misa, que es la celebración de la comunidad cristiana, el alimento de la caridad. “En toda comunidad que participa en el altar –nos lo repite también el Concilio– se ofrece el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no puede haber salvación” (Santo Tomás, Suma Teológica III q.73 a.3). En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia» (LG 26).
«Por eso, el amor que procede de la Eucaristía es un amor irradiante: tiene un reflejo en la fusión de los corazones, en la amistad, en la unión, en el perdón; nos da a entender que es preciso gastarse por las necesidades ajenas, por los pequeños, por los pobres, por los enfermos, por los prisioneros, por los exiliados, por los que sufren. Esta caridad se refiere también a los hermanos alejados; a los que la unión todavía no perfecta con la Iglesia Católica no les permite sentarse a la misma mesa que nosotros, y nos obliga a rezar para que se apresure este momento. Esta “comunión” tiene también un reflejo social, porque empuja a la verdadera solidaridad, a las obras de caridad, a la comprensión recíproca, al apostolado, tanto en la Iglesia, “cuyo bien común espiritual está sustancialmente contenido en el Sacramento de la Eucaristía” (Santo Tomás, Suma Teológica III q.65 a.3 ad 1), como entre nosotros, que, participando juntos del Pan de la vida, nos convertimos en el Cuerpo de Cristo; no muchos, sino un solo cuerpo; y de este modo permanecemos unidos recíprocamente y con Cristo en el Sacramento, y obramos nuestro bien, que es “el afecto, el amor fraterno, el estar unidos y agrupados en una vida que transcurre en la paz y en la serenidad”»1.
De la unidad en Cristo
al compromiso del amor fraterno #
Las últimas palabras del Papa, que acabo de leeros, nos sitúan ya en la perspectiva del amor fraterno, como compromiso del que cree en Jesús y escucha su Palabra. Hay una relación irreprimible entre la unidad de los cristianos con Cristo y con el Padre y el Espíritu, y el amor a los hombres como hermanos.
Supongamos que un cristiano, por su fe, por su oración, su vida de gracia, su participación en la Eucaristía, vive su unidad con Cristo. Todavía tendría que hacerse esta pregunta: y esto, ¿para qué? ¿Para gozar del contento purísimo que le produce esa realidad? Sería egoísta. ¿Para detenerse en la posesión tranquila y beatificante del don que se le ha dado? Sería forzada anticipación de la vida celeste, imposible de alcanzar en la tierra. ¿Para salvarse? Sería un absurdo, porque ¿cómo puede uno salvarse para la vida eterna si no se cumplen los mandamientos, el primero de los cuales es, sí, amar a Dios sobre todas las cosas, pero el segundo, semejante al primero, es amar al prójimo como a sí mismo?
¿Y qué fe, y qué vida de gracia, y qué participación en la Eucaristía puede haber si se olvida el mandamiento de Jesús? ¿Y cómo se puede lograr la unidad en Él, al recibir su Cuerpo y su Alma y su Sangre y su Divinidad, si nos olvidamos de los sentimientos y la intención con que nos entregó ese Cuerpo, esa Sangre y esa Alma con su Divinidad? Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo tuvo en el suyo, dice San Pablo a los Filipenses (2, 5).
El amor a los hermanos que Cristo nos pide es universal, puro y limpio de todo egoísmo, por encima del tiempo, redentor y salvador del hombre, con aplicaciones a la vida terrestre y con esperanza de lograr la plenitud en la vida del más allá; realista, puesto que exige obras y no meras palabras; atento a la dimensión de la persona humana en el orden individual, familiar y social; sacrificado y constante por encima del dolor y de la muerte. Son tantas las exigencias de este amor que parece un desatino pedírnoslo si no se nos facilitara a la vez el motivo, la fuerza para vivirlo y el ejemplo, todo lo cual lo encontramos en el Sacrificio de Cristo y en la Comunión con su Cuerpo y su Sangre. En la Eucaristía celebramos la entrega del Señor por todos los hombres, el sacrificio hasta la muerte, el amor sin límites, la santidad infinita, el realismo más impresionante. La Eucaristía no es un juego. O se acepta como es, y entonces lo exige todo porque lo da todo, o se convierte en un ritualismo evanescente, apto para entretener nuestras falsas piedades o nuestros falsos y parciales compromisos.
Una acusación #
Frente a todo lo que estoy diciendo se levanta por parte de muchos una acusación que no es nueva: la de la ineficacia. ¿Por qué si la Eucaristía es una fuerza tan grande para el amor y el compromiso de la fraternidad, ha conseguido tan poco en un mundo siempre dividido, siempre desgarrado, siempre sumergido en las miserias de su egoísmo?
No nos precipitemos en acusar. Del Sacrificio de la Misa y del Sagrario ha brotado sin cesar una fuerza transformadora que ha ido a parar al corazón de millones y millones de seres humanos, sin los cuales el mundo no hubiera conocido las más hermosas páginas de la historia del amor y la abnegación. Lo mejor de la civilización cristiana no son su arte, sus monumentos literarios, sus catedrales, su teología, sus formas asociativas más visibles. Lo mejor está dentro del corazón de cada uno. En todos los lugares de la tierra donde se ha predicado el Evangelio, y los bautizados han acudido a la Mesa del Señor, ha aparecido la constelación innumerable de las almas valientes y abnegadas que, atendiendo al mandamiento nuevo y en obsequio a la Sagrada Eucaristía que han recibido o adorado, dieron curso en su existencia al perdón, a la caridad fraterna, al sacrificio generoso en favor de los demás, a la paciencia de estilo evangélico, a la esperanza en medio de todas las tribulaciones. En la historia no todo son crímenes, ni guerras, ni egoísmos. Están también los niños puros, los jóvenes que se han dejado atraer por Jesucristo, las madres perseverantes hasta el agotamiento en su labor educadora, las familias convertidas en iglesias domésticas, los sacerdotes santos derramando a torrentes los bienes divinos entre los hombres; las Ordenes y Congregaciones Religiosas de todos los tiempos dedicadas a la contemplación, a la enseñanza de los pobres, a la beneficencia; los misioneros incansables que, a ejemplo del Verbo Encarnado, han plantado su tienda en los lugares más remotos y, sin otra compañía que la de Cristo Eucarístico, han sembrado el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra. La cosecha de amor fraterno que de todo esto ha brotado ha sido incalculable. El mundo de las relaciones humanas, a pesar de todas las tragedias y los fallos, es distinto desde que en él hay cristianos que comen el Cuerpo y beben la Sangre del Señor.
Desde dentro del misterio #
En los días que vivimos, testigos y protagonistas de nuestros dramas destructores y de nuestras construcciones falaces, lo que no podemos hacer los cristianos es abdicar de nuestra responsabilidad frente al mundo. Y se produce la abdicación cuando falla la fe o cuando la enturbiamos con nuestros racionalismos o nuestra soberbia interpretativa. Esto es lo que está en parte sucediendo durante los años que corren.
Para que la Eucaristía influya más y más en el compromiso del amor fraterno, el camino adecuado no está en alejarnos del centro del misterio, en dejar de adorar, en destruir el sentido del pecado y la obligatoriedad de la confesión y el arrepentimiento, en atropellar la liturgia, en convertir la celebración del Sacrificio en una mera asamblea de camaradas. Cuando se obra así, de momento se logran fugaces movilizaciones de energías que parecían dormidas; pero a la larga el compromiso se convierte en reivindicación clasista, en exigencia contra los demás y tolerancia propia, en asentimiento a lo que puede haber de justo en las proclamaciones externas y eliminación de todo lo que en la Eucaristía hay de purificación y ascética personal. El que recibe la Eucaristía es una persona, no una sociedad o un grupo. Es cada persona, y todos la recibimos para formar sociedad en el amor de Cristo, lo cual es distinto.
Esa atención al fondo del misterio es lo único que puede garantizar la permanencia durable del amor entre hermanos que Cristo inculcó.
Porque sólo así el amor fraterno es religioso, ya que está vinculado a Dios y a Jesucristo. Jesús no pidió un amor arreligioso. Sólo así el amor es puro, porque se ve en seguida la incompatibilidad entre pecado y Cuerpo Santísimo del Señor. Y si se vive en las sombras del pecado, el obstáculo al Evangelio es evidente. Sólo así el amor puede ser universal; la mera solidaridad de clase, de grupo, de raza, podrá ser solidaridad para una empresa humana, pero no amor fraterno de signo evangélico.
Cuando el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia, y en tantos otros pasajes de sus documentos, y posteriormente la Santa Sede en las Instrucciones promulgadas, han presentado el misterio de la Eucaristía con tanta riqueza y tanta capacidad de estímulo para la vida cristiana, haciéndolo más asimilable para la comprensión individual y comunitaria de sus exigencias, es lamentable que se produzcan tan frecuentes manifestaciones de ligereza, de falta de respeto y meditación, o, lo que es peor, tantos intentos de convertir la Eucaristía en un pregón para los humanismos sociales exclusivamente orientados hacia la satisfacción de los deseos y las ambiciones del hombre en la tierra. La caridad cristiana, fruto de la Eucaristía y motor de evangelización, no es eso. Dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi:
«No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación, han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad –olvidando toda preocupación espiritual y religiosa– a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo “la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente teológico…”».
«La Iglesia asocia, pero no identifica nunca, liberación humana y salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de liberación es necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica del hombre, de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de Dios. Es más, la Iglesia está plenamente convencida de que toda liberación temporal, toda liberación política –por más que ésta se esfuerce en encontrar su justificación en tal o cual página del Antiguo o del Nuevo Testamento; por más que acuda, para sus postulados ideológicos y sus normas de acción, a la autoridad de los datos y conclusiones teológicas; por más que pretenda ser la teología de hoy– lleva dentro de sí misma el germen de su propia negación y decae del ideal que ella misma se propone, desde el momento en que sus motivaciones profundas no son las de la justicia en la caridad, la fuerza interior que la mueve no entraña una dimensión verdaderamente espiritual, y su objetivo final no es la salvación y la felicidad en Dios»2.
Por su parte, el Episcopado colombiano, en su Carta Pastoral Colectiva «Identidad cristiana en la acción por la justicia», publicada en 1976, decía así:
«Es doloroso ver, según lo decíamos al describir la situación, cómo algunos sacerdotes han llegado a proclamarse y a utilizar en la práctica la misma Eucaristía, raíz y quicio de toda la comunidad, vínculo de amor, fuente y causa de vida, de unidad, de reconciliación en la Iglesia, con propósitos eminentemente políticos, vaciándola de su profundo contenido religioso. Es profanar la Eucaristía poniéndola al servicio de la lucha de clases. Esta instrumentalización de la Eucaristía, sin embargo, contradice la afirmación frecuente entre ellos de que mientras persistan dos clases, la de explotadores y explotados en que estaría dividida la Iglesia, no será posible la celebración de la Cena del Señor. Sería la lucha de clases instalada en el corazón de la vida sacramental de la Iglesia. Esta forma de entender y tratar la Eucaristía está en absoluta contradicción con la doctrina católica. Porque la Eucaristía es causa de unión, de reconciliación y fuerza permanente, de reencuentro entre los hermanos, la celebramos con verdaderos sentimientos de conversión, con sentido profundo de fraternidad; es también compromiso de reconciliación, porque en ella aun los hombres que se enfrentan unos a otros pueden “afirmar juntos ante la faz del mundo, en un momento de fiesta, que llegará el término final en que los enemigos se volverán compañeros y los adversarios se reconocerán como hermanos”».
Los adoradores hoy #
En este momento me dirijo a vosotros, adoradores, pues sois los que con ocasión del Centenario de vuestra Obra, os habéis reunido para reflexionar sobre la misma y para proyectar su acción hacia el futuro.
El futuro es el nuevo siglo que comienza ahora para la Obra a la que pertenecéis. ¿Qué nos traerá? Sin duda, muchos cambios en el modo de vivir de los hombres y los pueblos.
Pero el hombre, estad seguros, no cambiará. Seguirá siendo una criatura desvalida con sed de absoluto. Seguirá teniendo necesidad de Dios, cada vez mayor. Y Dios se ha revelado en Jesucristo para todos los tiempos y todas las edades, con sus diversas culturas, sus avances y sus retrocesos. Y el compromiso del amor fraterno, nacido del corazón del Evangelio que es el de Cristo, seguirá teniendo vigencia. Y seguirá levantándose en nuestros altares una hostia blanca e inmaculada que nos pedirá perdonar, amar y servir a nuestros hermanos.
Como adoradores y, en general, como creyentes en la Eucaristía con todo su misterio de sacrificio para la redención y de presencia de amor, estimo que son necesarias determinadas actitudes que, para terminar, resumiría así:
1ª. Ante todo, adorar. No perder la identidad de la Obra a que pertenecéis. Nuestro mundo secularizado, que no quiere adorar a Dios, es un monstruo que engendra monstruos. Adorar a Dios es la actitud más civilizada, más culta, más profunda, más humana y más religiosa de la criatura en su relación con el Creador. Cuando no se adora y se contempla al Dios infinito, nos volvemos locos, porque caemos inevitable y fatalmente en otras adoraciones que nos degradan.
2ª. La concreta adoración de la Eucaristía es connatural a la fe en la presencia del Señor en ese misterio. Si se cree de verdad en que Jesús quiso quedarse sacramentalmente con nosotros, es necesario detenerse para manifestar nuestra gratitud, para rendirle homenaje de culto y devoción, para obsequiarle con el tributo de las facultades del alma y de nuestro cuerpo, para meditar en lo que es y significa su presencia, para presentarle súplicas y ofrecerle alabanzas. Todo eso es adorar.
3ª. Porque se trata de la Eucaristía sería absurdo separar de lo que la Eucaristía es en sí el dinamismo interno de su contenido sobrenatural. Por voluntad de Cristo, la Eucaristía es donación de Sí para el sacrificio, muerte por los redimidos, ejemplo para entender el mandamiento nuevo amaos los unos a los otros. Todo esto es su dinamismo, y a esto se refería Jesús cuando dijo: Haced esto en conmemoración mía. Luego hay que revisarse constantemente para que lo que es impuro en nosotros sea puro; lo que es mezquino se torne generoso; lo cómodo y egoísta se transforme en abnegación y en servicio; lo que es humano llegue a ser divino.
4ª No es rebajando el misterio como se llega a hacerlo más provechoso para nuestra alma y nuestra convivencia de hermanos; sino al contrario, presentándolo en toda su integridad, en toda su trascendencia, en todo su «escándalo», si es lícito hablar así. Lo grande y lo hermoso de la Eucaristía es que podamos decir, porque así es, y así lo creemos, que comemos el Cuerpo del Señor y bebemos su Sangre, es decir, su vida. Perder la conciencia de esto en nuestras comunidades, es privar a la Iglesia Católica de uno de los más fuertes atractivos que tiene. Rebajar el tono de nuestras afirmaciones, reducir el misterio a conmemoraciones asamblearias, manipularlo a gusto del consumidor o de los reunidos, es deformar el misterio y hacer piruetas con él. De momento, todo se hace más accesible y cercano; más tarde, viene la desilusión y el hastío, y se llega a la convicción de que para eso no necesitamos invocar una presencia en la que no creemos. Se termina por escuchar exclusivamente la Palabra, como hacen los protestantes, o por sucumbir al agnosticismo o a un cristianismo meramente ético y acomodaticio.
5ª. Pero, eso sí: de la adoración a la Eucaristía y, en general, de la fe en el gran misterio por parte de quienes lo adoramos y lo recibimos, tiene que brotar incontenible, cada vez más abundante y más preciso, el compromiso del amor cristiano.
Ese compromiso, hoy se llama, por supuesto, caridad y beneficencia, porque siempre será necesario el beso al leproso, el aceite y el vino para el prójimo caído en el camino y la palabra consoladora al afligido.
Pero se llama también afán de justicia en todo, colaboración al perfeccionamiento del orden político y social, intervención activa en los asuntos públicos, aceptación de la austeridad necesaria, fidelidad en el pago de los tributos necesarios para una reforma fiscal justa.
Se llama cumplimiento de las obligaciones familiares, atención esmerada a las reclamaciones de la juventud, de las cuales muchas serán justificadas; defensa de la moralidad pública y no siempre lamentación. No habría tanta obscenidad en espectáculos y en publicaciones escritas si no hubiera tantos que, llamándose católicos y aun comulgando, acuden a ellos o las adquieren.
Se llama también colaboración y servicio a las grandes necesidades de la Iglesia. El amor fraterno nos exige hoy más que nunca ser catequistas de nuestra fe, consecuentes con lo que el Bautismo que nos hace hijos de Dios señala a los colaboradores del Reino. Se necesitan legiones de catequistas que, con el testimonio y la palabra, bien preparados, ayuden a conocer y vivir la fe en sus hogares, en sus puestos de trabajo. La sociedad moderna, para su desgracia, se ha secularizado hasta un grado increíble, y de lo que podía ser justa autonomía del orden temporal ha pasado al rechazo de Dios y a la negación de sus derechos. Tenemos que actuar otra vez como los primeros cristianos, siendo nosotros, con nuestro esfuerzo personal, portadores de la luz del Evangelio en medio de las sombras. El marxismo ateo y el liberalismo materialista son, sí, terribles desgracias para la sociedad de hoy. Pero en gran parte lo son porque nosotros los cristianos dejamos de ser consecuentes con nuestra fe.
Nada más, adoradores. Seguid cumpliendo vuestra misión. Orad y adorad. Dios quiera que muchos otros vengan a nutrir vuestras filas para contribuir, con el dinamismo de una fe cada vez más profunda y exigente, a difundir «la civilización del amor», a que se ha referido el Papa Pablo VI.
1 Pablo VI, Homilía en la festividad del Corpus Christi, 5 de junio de 1969. Cf. San Juan Crisóstomo, Comentario a la 1 Cor., hom. 24, 17: PG 61, 200; Comentario a Rom., 26, 17: PG 60, 638.
2 Pablo VI,Evangelii nuntiandi,32 y 35.