Discurso pronunciado en el Palacio de la Música, de Barcelona, el 24 de octubre de 1961, dentro de las sesiones de estudio del I Congreso Internacional sobre el Culto al Sagrado Corazón de Jesús. Barcelona-Tibidabo, 21-29 de octubre de 1961.
Se ha iluminado la sagrada imagen del Tibidabo. Yo quisiera que esa luz se extendiera por toda España y llegara incluso a los últimos rincones del mundo. Y, más aún que esa luz material, sería de desear que llegase a todos los rincones del mundo también el significado de la misma.
Porque hay dentro de esa luz un aliento divino que el mundo de hoy necesita. Hacéis muy bien los católicos de Barcelona en presentar en lo más alto de vuestras montañas esa imagen del Corazón de Jesús, iluminada vivamente. Es necesario en este mundo de tinieblas hacer pensar a los hombres que, si de alguna parte puede venirnos la luz que necesitamos para disiparlas, es de Jesucristo, este Jesucristo con su Corazón abierto, derramando a los hombres los tesoros de gracia y de bondad que Él encierra. Necesitamos, en primer lugar, que por los sentidos entre a lo más hondo de nuestra conciencia la llamada urgente que nos está haciendo Dios Nuestro Señor.
Y vosotros, en este Congreso, habéis abierto las puertas para que la luz llegue, a través de esos sentidos, al interior de la conciencia.
Me parece que no os vais a detener aquí. Precisiones teológicas que eran necesarias, exactitudes de expresión igualmente urgentes van a ser también fruto de vuestra actividad intelectual y vais a prestar un servicio inmenso al mundo, de tal manera que yo pienso que, en efecto, este deseo que hoy sentimos todos va a verse convertido pronto en realidad.
Esa luz tiene que dar la vuelta al mundo y tiene que darla expresando con ella todo cuanto el tesoro de gracia y bondad de la doctrina y del culto al Sagrado Corazón de Jesús encierra. Por eso, frente a la luz material o junto a ella, con la cual ilumináis la estatua del Sagrado Corazón de Jesús, ofrecéis esta otra luz doctrinal más necesaria todavía, con el fin de que, de ahora en adelante, caminemos con más certidumbre por un camino de devoción y de culto que la Iglesia ha consagrado solemne y definitivamente.
Los motivos de una objeción #
Me habéis invitado a hablaros de este tema concreto: Dimensión social del culto al Sagrado Corazón de Jesús, y permitidme que, antes de desarrollar la idea con el orden lógico con que es necesario hacerlo, trate de responder a una objeción, que acaso podrían presentar, no los que están aquí, sino otros que están muy alejados de nosotros y que, acaso, podrían decirnos que abusamos demasiado del lenguaje.
En la era de lo social, nos dirían, sois capaces de hablar de proyección social, incluso cuando tocáis aspectos, según ellos, tan carentes de esa dimensión como el culto al Sagrado Corazón de Jesús. ¡Qué tiene que ver el culto al Sagrado Corazón con todo esto que queremos expresar hoy cuando hablamos del mundo de lo social! ¿Qué tiene que ver? Esta es una pregunta que se hacen muchos, o lo que es todavía más doloroso, ni siquiera se la hacen, de tan indiferentes como son a lo que nosotros queremos expresar y decir cuando hablamos del Corazón de Jesús. Y tenemos que reconocer, señoras y señores, que, en algún sentido, no les falta razón al presentar tales objeciones. La doctrina del culto al Sagrado Corazón de Jesús, en sus expresiones más al alcance del pueblo, ha tenido poca fortuna.
Yo recuerdo, y seguramente muchos de vosotros de los que estáis aquí podrías compartir conmigo también esta evocación, la primera vez que muy niño oí hablar del Corazón de Jesús o viví una escena del culto en relación con este objeto santo. Era en un pueblo de Castilla. Una procesión. A la caída de la tarde, cuando ya la inminencia del verano próximo nos hacía estar esperando la próxima cosecha. Tarde solemne de Castilla. Un grupo de mujeres a las cuales acompañaban algunos hombres recorriendo las calles de aquel pueblecito rústico y cantando esos motetes y plegarias que a todos los oídos españoles les suena a algo familiar:
Corazón Santo, Tú reinarás,
Tú nuestro encanto siempre serás…
Y estas frases, pronunciadas por un grupo de mujeres piadosas en torno a una imagen del Corazón de Jesús de colorido muy chillón, con unas medallas de cinta roja, pronunciándolas como quien pronuncia una letrilla a la que se ha acostumbrado rutinariamente, sin darse cuenta de su significado e insistiendo en lo del encanto mucho menos que en lo de Corazón Santo, pronunciando esta palabra sin darse cuenta de la exigencia que llevaba consigo, hacía que el resto de los hombres de aquel pueblo mirara con absoluta indiferencia una procesión en la cual ellos creían que la única ocasión y el único pretexto que ofrecía era, sencillamente, recitar plegarias y cantar cánticos religiosos a propósito para que el sentimentalismo piadoso de unas cuantas mujeres encontrara un cauce oportuno de expresión. Después entrábamos en las iglesias, igual que en aquel pueblo en otras muchas ciudades grandes o pequeñas, y aparecía por todas partes la misma imagen, los mismos cánticos, parecidos formularios, expresiones acarameladas, consagraciones hechas sin sentido, y venía a resultar que la doctrina del culto al Sagrado Corazón de Jesús, síntesis del Evangelio y de la vida cristiana, se quedaba reducida, en virtud de la mala interpretación, en que por culpa de unos y de otros había ido cayendo, se quedaba reducida, digo, a una especie de evasión sentimental a propósito para ciertas fiestas del año o para ciertas procesiones callejeras. En realidad, no tendríamos que extrañarnos demasiado de que haya sucedido esto a la doctrina sobre el culto al Sagrado Corazón. En realidad, sea el egoísmo, o sea la indiferencia nuestra, es culpable también de idénticas mutilaciones en otros aspectos igualmente maravillosos de la doctrina cristiana.
Porque, tenemos que reconocerlo, cuando hablamos, por ejemplo, de Belén, somos capaces todos los hombres de componer un poema lleno de ternura en torno a los aspectos gratos que aparecen en la noche del nacimiento de Jesús y nos empeñamos en desconocer el inmenso fondo de seriedad, de gravedad que hay aquí en el hecho de la Encarnación del Hombre-Dios que viene a la tierra a redimirnos. Algo parecido a cuando comentamos las bienaventuranzas. Nos gusta a todos oír aquella que dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque al pronunciarla parece que todos tenemos derecho a reclamar algo en esa justicia que queremos que se implante a nuestro favor. Y, sin embargo, nos olvidamos también de aquella otra que dice: Bienaventurados los que lloran, porque es una frase de Jesús, en la cual se nos está invitando a reconocer que también el sufrimiento tiene un valor. Somos nosotros los que, por la torpeza de nuestro egoísmo, mutilamos muchas veces el mensaje del Santo Evangelio.
¡Qué extraño es que después de esto hayan quedado mutiladas también formas prácticas, a través de las cuales, por virtud de un designio amorosísimo de Dios Nuestro Señor, se nos iba renovando el mismo Evangelio conforme las circunstancias del mundo lo reclamaban!
Síntesis del Evangelio y compendio de la Redención #
Porque esta es, en síntesis, también la doctrina del culto al Sagrado Corazón de Jesús. Una síntesis del Evangelio, de la vida cristiana. Y cuando uno se da cuenta de ello, ya no se extraña de que se pueda hablar, en un Congreso internacional del Culto al Sagrado Corazón de Jesús, de la dimensión social que esto tiene. No deberíamos extrañarnos nunca, si reparáramos sencillamente en este detalle, señores.
Los grandes pontífices que han escrito las encíclicas sociales son los mismos que han escrito también las encíclicas sobre el Corazón de Jesús. Ahora mismo, con ocasión de los comentarios que por todas partes se suscitan en relación con la Mater et Magistra y, apoyándonos precisamente en el recuerdo que el mismo Papa Juan XXIII hace de León XIII al abrir el camino a sus nuevas esperanzas, ahora mismo tenemos que reconocer que el Papa de la Rerum Novarum es el Papa de la encíclica Annum Sacrum.
Aquel mismo que, en el año 1899, al hacer la consagración del mundo al Corazón de Jesús en la Basílica del Vaticano, decía al Obispo de Lieja: «Este es el comienzo de las misericordias que esperamos». Y enlazaba su frase con las que había pronunciado y escrito en su encíclica: «El mundo necesita una luz, el mundo se ha extraviado y tiene que encontrar un camino». La luz y el camino lo ha de encontrar en este Corazón de Cristo que se nos ofrece envuelto en llamas y con una cruz que está marcándonos el camino que tenemos que seguir. Sí, señoras y señores. La doctrina del Corazón de Jesús no es un puro sentimentalismo. Tiene, de hecho, lo que tiene que tener para satisfacer plenamente también la piedad de un hombre, rectamente entendida. Que Dios no ha despreciado nunca el sentimiento. Pero no es esto sólo. El Corazón de Jesús es como el compendio amoroso de todo lo que significa la redención.
Es la presentación visible que se hace a los hombres del sermón de la montaña. Es la repetición exacta, hecha por el mismo Jesús en revelaciones que la Iglesia ha aprobado, de aquel mandamiento del amor al que se refirió en el Evangelio como distintivo de su doctrina y de su misión en el mundo.
La devoción del culto al Sagrado Corazón de Jesús es la participación en la intimidad de Cristo que baja a la tierra a decir a los hombres hasta dónde ha llegado el grado de su amor.
La devoción y el culto al Sagrado Corazón de Jesús es lo más fuerte en la línea de exigencias cristianas, porque ¿hay algo más fuerte que los mandamientos? ¿Hay algo más fuerte que esa ley de Dios que nos marca un camino duro y austero?
Hay algo todavía más exigente, precisamente por ser más noble y más elevado. Es el regalo inmenso del amor de Dios. Cuando el hombre se encuentra con Dios que le ordena seguir un camino, es fácil que en el hombre, si tiene su inteligencia rectamente orientada, surja el sentimiento de la obediencia; porque, frente a Dios que manda, la criatura tiene que humillarse y obedecer. Pero cuando se encuentra con un Dios que no sólo impone y marca un mandamiento a la naturaleza humana, sino que baja a la tierra para ofrecerse Él y para presentarse, dando al hombre todo el amor que Él encierra, entonces la criatura tiene que sentirse anonadada ante esa expresión maravillosa de un Dios que, no contento con acercarse al hombre, quiere que el hombre se acerque a Él hasta sumergirse en su propia Divinidad.
Esto es tan solemne, tan respetable, tan maravilloso y tan digno que sólo en el cristianismo puede darse.
Es un misterio tan grande que la mente humana no hubiera sido capaz de discurrirlo. Se necesitaba para eso la Revelación y, con la Revelación, los detalles amorosos y casi maternales, delicados, tiernos, infinitamente delicados de un Dios que busca al ser humano para ofrecerle esos tesoros riquísimos de gracia y bondad que Él encierra.
La necesaria reforma del corazón humano #
Estamos diciendo que, para encontrar un remedio a estos problemas sociales que en el mundo de hoy se debaten, se necesita una reforma de costumbres, se necesita una reforma del corazón humano.
En esto estamos ya de acuerdo todos, y los acontecimientos que estamos presenciando, y de los cuales diariamente se hace eco la prensa de todas las naciones, son una confirmación clamorosa de esto que hasta ahora era el lenguaje casi exclusivamente nuestro.
Hoy ya no. Hoy podemos encontrarnos incluso con ese jefe del socialismo francés, el cual llegó a pronunciar esta frase: «Son los hombres los que necesitan ser reformados». El no era cristiano, pero venía a decir lo mismo que aquel rey de Bélgica, muerto trágicamente, en cuya mesa de despacho se le encontró un libro titulado La revolución necesaria y debajo de cuyo título él había escrito con su mano revolución moral. Este rey de Bélgica era un fervoroso católico. El francés era un socialista no creyente. Pero uno y otro coincidían en esta enseñanza que el mundo moderno nos está revelando a todos trágicamente: la necesidad de una reforma interior del corazón humano, si es que queremos de verdad llegar a aportar soluciones eficaces.
Pero vosotros sabéis que el corazón humano es difícil de reformar. Cada uno no necesita más que mirar al suyo, y al recorrer la propia historia de su vida, se da cuenta de qué esfuerzos más tremendos es necesario hacer para conseguir avanzar un poquito más en el camino del bien.
El exteriorismo, el someternos a una ley que nos marca el Estado so pena de la multa en que podemos incurrir, incluso el llegar a hacer algo por propia cuenta y espontáneamente, porque vemos que con ello se garantiza el orden público, es algo que sí que podemos hacer por nosotros mismos; para ello se encuentran fuerzas en nuestra naturaleza. Pero para conseguir una actitud constante, abnegada, universalista, capaz de vencer todas las dificultades que se pongan en frente en orden a buscar el bien común del prójimo, de ese hombre con que nos tropezamos en las calles de la vida o de la sociedad a que pertenecemos, para esta actitud constante de nuestro corazón no bastan las leyes, no bastan los recursos y apelación al orden público, porque todos saben que con tal de que el orden público no se altere para él, no le importa nada a ese hombre egoísta que el orden público se altere para otros.
Para esa reforma interior del corazón humano se necesita una fuerza más honda, más eficaz, mucho más seria, y ésta solamente puede dárnosla Dios. Se habla de que, y esta es una frase que, según dicen, ha pronunciado uno de los líderes de la revolución comunista que hoy se está operando en uno de los países americanos, se habla de que no es posible confiar en la evolución social que produciría la aplicación de las doctrinas cristianas, porque los hombres no están dispuestos a practicarlas.
Y hasta ha llegado a decir que él cree en el Evangelio, pero, como mientras el Evangelio no se imponga a cañonazos, no se ha de imponer, prefiere buscar otro camino que le lleve más rápidamente a la consecución de los objetivos que se ha propuesto. Y dice que este Evangelio es inoperante, y por lo mismo es inútil presentarlo como fórmula de salvación en esta crisis social, ésta a la que nosotros los católicos aludimos con tanta frecuencia y de la que nos permitimos hablar incluso aquí en un congreso internacional del Sagrado Corazón de Jesús.
Dicen eso y hay que desmentirlo. Y nosotros tenemos el deber, señoras y señores, como católicos conscientes, de no hacer el juego al enemigo, porque si incurrimos todos en estas frases estamos silenciando la gran revolución social que hace mucho tiempo que se ha operado. Es evidente que se necesita concebir metas mucho más altas. Es cierto que en muchas estructuras sociales del mundo de hoy reina el egoísmo. Es completamente cierto que necesitamos vivir mucho más hondamente las exigencias de la justicia y la caridad; pero no tenemos derecho a olvidarnos de que, desde hace veinte siglos, el mundo viene viviendo en gran parte la doctrina social de la Iglesia. Y, gracias a ella, el mundo conoce lo que es el amor, la convivencia y el orden. Y precisamente esos buenos católicos que han existido siempre, esas familias santas y puras, esos religiosos y religiosas, esos sacerdotes que en todos los campos y en los sectores más diversos han predicado y han vivido la abnegación, el sacrificio, el desinterés, el amor al prójimo, han aprendido las fuerzas necesarias para poder vivir así en estas fuentes del Corazón de Cristo, de las cuales han estado bebiendo constantemente.
Es falso que en la tierra no haya habido amor y justicia. Tiene que haber más, mucho más, y estamos empeñados en una batalla para conseguirlo. Pero, de no haber existido este mensaje cristiano, gracias al cual existe una civilización de la que todos nos sentimos orgullosos, el mundo no hubiera sido más que un bosque de fieras en que los hombres se hubieran destrozado unos a otros.
Estamos viviendo ya desde hace mucho tiempo las consecuencias beneficiosas de esta doctrina social de la Iglesia.
Los que dicen con una sonrisa sarcástica que qué influencia puede tener el culto al Sagrado Corazón de Jesús para arreglar el problema social, deberán reflexionar en lo que significan estos miles y millones de almas consagradas a Dios en el mundo seglar o en el mundo sacerdotal y religioso, que, frente al enfermo y al desheredado, frente al hombre más humilde y abandonado de la sociedad, le han regalado amor, cultura, cariño maternal, sin pensar nunca jamás ni en razas, ni en diversidad política, ni cultural, ni geográfica, ni siquiera religiosa.
¿O es que tenía que esperar la Iglesia de Dios a que viniera Carlos Marx a predicarnos su mensaje social para enseñar a los hombres el camino del amor?
Éste está enseñado hace mucho tiempo y, en la proporción en que se ha vivido, con esa misma proporción existen en el mundo las bases necesarias para el mantenimiento de la paz.
Dos grandes amores: a Dios y al prójimo #
Esta doctrina del culto al Sagrado Corazón de Jesús, al católico fervoroso y consciente le habla de dos grandes amores: el amor a Dios y el amor al prójimo. Esta es la síntesis de Jesús en la tierra. Y si su Corazón es como una síntesis de su vida, en Él se encuentra lo mismo el amor al Padre que el amor a los hombres. El amor al Padre es lo que le hace venir al mundo para ofrecerle el homenaje de la Reparación infinita que Él solo podía ofrecer. El amor al hombre es lo que le hace ponerse en la cruz para ofrecerle un camino de reconciliación, de paz para con el Dios ofendido. El amor al Padre le hace salir de esta tierra diciendo: Todo está cumplido, oh Padre. El amor al hombre le hace decir: Amaos los unos a los otros como Yo os he amado.
Nos han quedado pocas frases de Jesucristo. Su doctrina está compendiada en un libro muy pequeño que se llama Evangelio. Ni siquiera tiene un orden completo de exposición. Parece como que los evangelistas se han propuesto únicamente ofrecernos una imagen casi desdibujada de su vida y como en torno a ella recordarnos algunas de las cosas que dijo. Y, sin embargo, ¿qué tendrá ese pequeño libro, con esas frases de Jesús, que no es posible leerlo, ni siquiera hoy, después de veinte siglos, sin que en el corazón humano se levante una emoción incontenible? Es la unción del Dios en la tierra. Es el Cristo que señala el camino.
Es que el hombre, al ponerse en contacto con el Evangelio de Jesús, percibe de verdad una luz que no es de este mundo. Por eso se levantan en su alma esas supremas emociones religiosas e incluso mentales, porque el Evangelio es también una idea ordenadora de la vida, ante la cual este hombre de hoy como el de ayer se encuentra rendido de admiración y de respeto. Es por ahí por donde tenemos que insistir. Al contemplar el Corazón de Jesús que se nos ofrece en su vida como un compendio de todo lo que Él viene a hacer, que es la redención del hombre, y que se nos ofrece en sus enseñanzas y sus frases con esa fuerza tan luminosa y tan viva, dejándonos siempre en el alma la semilla de una esperanza nunca frustrada.
Al ver ese Corazón de Jesús que, no contento con pronunciar las frases, llega a la última consecuencia del amor que es ponerse en la cruz para redimir a los hombres, el hombre de hoy como el de ayer, inquieto por las preocupaciones sociales de su tiempo, se ve obligado, a la vez que a desconfiar de los que se presentan como salvadores del hombre con criterios puramente mundanos, y que, mientras llega la hora de hablar, son capaces de cumplir perfectamente, pero cuando llega la hora de las consecuencias, es muy fácil que abandonen el camino del austero deber, el hombre, que cuando ve a estos reformadores mundanos, se encuentra tantas veces con una versión egoísta, interesada en sí, propia o en favor de su partido, este hombre frente a estos reformadores con criterios puramente humanos, cuando ve, por el contrario, a este Corazón de Jesús que llega hasta las últimas consecuencias, poniéndose en la cruz en lugar de pedir a los demás nada, ofreciéndose Él para demostrar que lo que ha predicado lo vive con ese sacrificio total, de entrega, con esa redención absoluta que quiere hacer del hombre, por el cual se sacrifica; cuando esto un cristiano fervoroso, un católico consciente lo ve, lo medita y lo asimila, entonces nos encontramos con que en un alma se han producido las bases necesarias para la reforma moral, de la cual pueden partir después las necesarias reformas sociales.
No hay reforma social sin sacrificio e inmolación #
En esta doctrina del culto al Sagrado Corazón de Jesús se nos habla, digo, de ese amor a Dios y de ese amor al hombre. Pero se nos habla, además, de inmolación. El Corazón de Jesús se presenta como víctima ante los hombres. Y es aquí donde encontramos la fuerza definitiva para soportar después las pruebas que nos llegan en el momento en que la aplicación práctica de las doctrinas sociales de la Iglesia se hace difícil.
Porque hoy, por lo menos, tenemos ya una ventaja sobre los que nos han precedido en los años anteriores y es que en muchísimos y muy diversos sectores se encuentra la convicción arraigada de que la doctrina social de la Iglesia ofrece una solución. Pero desconfían de su aplicabilidad práctica, como decía antes. Y por eso no se deciden muchas veces a moverse dentro de estructuras que faciliten esa aplicación.
En este sentido hemos ganado algo con relación a lo que sucedía hace unos decenios. Entonces podía suceder que, incluso respecto a una exposición doctrinal de índole social que hiciera la Iglesia, se produjera el más absoluto silencio. Hoy ese silencio ya no existe. Pero falta este otro paso, el de confiar en la aplicabilidad práctica de la misma.
¿Sabéis por qué? Porque los que así desconfían examinan su propio corazón y lo encuentran poco dispuesto a las inmolaciones necesarias. Entonces, para responder a esas desconfianzas del hombre alejado del mensaje cristiano, nosotros los católicos tenemos que acudir a ese camino, dentro del cual, directa e inmediatamente, se ofrece la verdadera solución del problema, con tal de que nos dispongamos a esa práctica de inmolación y de sacrificio sin la cual la reforma social no puede producirse.
Y para encontrar nosotros una fuerza en la cual podamos ampararnos en orden a esas realizaciones, nos damos cuenta de ese fondo maravilloso de abnegación, de inmolación, de sacrificio que se encuentra en el Corazón de Cristo.
Cuando un patrono católico, cuando un empresario, cuando un dirigente político, cuando un obrero, cuando el que sea, pues todos formamos parte de ese complejo mundo social y cada uno tenemos que poner a contribución aquello que, según nuestro estado y condición, podemos poner para que en el conjunto del bien común se note nuestra influencia; cuando uno de estos hombres fervorosamente cristianos se da cuenta de hasta dónde llega el amor de Dios por los hombres y cómo ha atravesado esa barrera del sacrificio hasta llegar a la máxima inmolación, no obstante las ingratitudes humanas, ese hombre encuentra en su interior fortaleza necesaria para salir adelante, suceda lo que suceda.
Las invocaciones que solemos hacer y que son tan frecuentes y en las cuales pretende ampararse nuestro egoísmo: «Que otros no lo hacen así. Que si yo me comporto de esta manera tan generosa es posible que no pueda en mi economía soportar las pruebas y competencias que me hagan los demás. Que si sigo este camino tengo que renunciar a un confort que parece legítimo. Que si obro de este modo no podré satisfacer las aspiraciones nobles de mis hijos»; todos estos criterios que frustran tantas veces la aplicabilidad práctica de estas doctrinas sociales de la Iglesia, sólo pueden vencerse, señores, cuando en el alma del creyente hay una meditación constante y fervorosa de lo que significa el amor de Dios a los hombres. Con las leyes solas, no, porque, donde aparece la ley, aparece la burla de la misma, y todo hombre, frente al legislador humano, se sitúa en una actitud de desconfianza y recelo; se pone en guardia y busca la manera de encontrar la fórmula necesaria para salvaguardar lo que él llama sus intereses.
Pero desde el momento en que se sitúan sus reflexiones, no en el campo de lo que el legislador dice y la sociedad le reclama, no atendiendo sólo a estos aspectos políticos, sociales de la convivencia humana, sino en esa otra línea más pura, supra-mundana, que es la de la relación suya con el Dios en quien cree, en ese mismo instante este hombre siente que caen abajo todos sus egoísmos, y encuentra una disposición interior que le facilita mucho más la puesta en práctica de las soluciones que la Iglesia le viene predicando.
Eficacia y actualidad de la doctrina social de la Iglesia #
Justicia y caridad, amor de Dios y amor al hombre. En estas cuatro expresiones sencillísimas se encuentra resumida la doctrina social de la Iglesia de todos los tiempos. Pretender que con la caridad sola podemos solucionar los problemas del mundo, es una ofensa al hombre. Es algo así como si primero hiciéramos que un hombre tuviera que quedarse cojo y después le ofreciéramos las muletas.
Lo primero de todo es la justicia; pero con la justicia sola tampoco podemos caminar. Es necesario que, junto a la justicia, exista la caridad. Porque, desde el momento en que se cumplan todos los deberes de justicia podría parecer que estaba todo resuelto y, sin embargo, como escribió uno de nuestros autores dramáticos más insignes: «Hay ocasiones en que lo único que puede salvar a un hombre es un beso en la frente». Nadie dirá que esté uno obligado a darle un beso en nombre de la justica. Es sólo el amor el que puede dictar un gesto tan expresivo. Y en nombre de este amor y de esta caridad es en el que hay que adaptarse a la vida para poder cumplir con hechos parecidos.
Justicia sin caridad es dejar al mundo incompleto. Caridad sin justicia es traicionar las esencias más puras del hombre en sus derechos. Pero, para que la caridad sea universal y para que la justicia sea constante, no bastan las leyes. Vosotros tenéis experiencia y la tenemos todos. Yo creo que en este mundo moderno, en el cual las libertades democráticas nunca habían alcanzado una expresión tan absoluta, a la vez –terrible paradoja– las dictaduras férreas tampoco habían conseguido nunca determinaciones tan precisas y, sin embargo, ni en las democracias ni en las dictaduras nos hemos encontrado con los resortes necesarios para el hombre.
Estas dictaduras terribles, las cuales existieron y todavía existen en Europa, no nos han dado al hombre capaz de ofrecer a sus semejantes la solución de los problemas, en los cuales veníamos debatiéndonos. En las democracias tampoco. Si la dictadura aniquila, la pura democracia disgrega. Y en una parte y en otra nos encontramos con hombres perdidos en las tinieblas en que marchan o víctimas del terror o víctimas de su propio desenfreno, predicando con los hechos más que con las palabras, la necesidad de una orientación que los hombres no pueden dar. Esta orientación tiene que venir de Dios.
Y desde el momento en que un San Pablo puede decir: Me siento en deuda con todo el mundo, desde el momento en que en nombre del mensaje de Jesús puede escribirse esta frase, ya no hay necesidad de encontrar doctrinas que puedan ofrecernos un camino más eficaz y de más salvación. Todas las demás, frente a un Evangelio que hace decir al gran apóstol del mismo que se siente deudor de la humanidad entera, no podrán resistir nunca jamás la eficacia bellísima de una formulación tan explícita y tan clara: el amor o es universal, o no es amor. Desde el momento en que un hombre empieza a limitar el alcance de su amor y piensa únicamente en el hombre de su partido, de su raza, de su religión, ya se busca a sí mismo; busca algo que está reflejado en aquel con el cual quiere convivir, ese hombre que comulga con sus ideas políticas, religiosas o que pertenece a su pueblo o a su país. Entonces ya no es amor, porque es egoísmo, desde el momento en que él va buscándose en el prójimo a sí mismo.
Esta universalidad del amor, esta abnegación necesaria, este referir el amor del hombre y unirlo con el amor a Dios, sin lo cual no es posible que exista con la permanencia necesaria para superar las dificultades, sólo puede encontrarse con el hombre en una auténtica vida cristiana. Ahora bien, cuando se nos habla de la devoción y del culto al Sagrado Corazón de Jesús, no se nos invita, señoras y señores, a que pensemos únicamente en esa medalla que podamos lucir en nuestro pecho en días de fiesta. No se nos invita únicamente a que cantemos en los templos: «Tú nuestro encanto siempre serás». Se nos invita, con fuerza inmensa, a que pensemos en el Cristo inmolado. En el Dios que se hace hombre y que nos regala, víctima del amor a los hombres, todos los tesoros infinitos de su bondad. Se nos invita a que pensemos en la Cruz del Calvario, a que pensemos en la Eucaristía, donde Jesús se nos da en alimento. Se nos invita a que nos demos cuenta, de una vez para siempre, de que, si queremos encontrar paz, convivencia entre nosotros, ha de ser a base de que nos demos unos a otros, no algo de nuestras cosas, sino a nosotros mismos.
Y esto ninguna doctrina social puramente humana, ninguna ley que venga en nombre de las autoridades de la tierra, ninguna disposición de índole puramente político-social, podrá producirlo. Para que esta abnegación, para que este universalismo, para que esta capacidad de superar todas las dificultades que puedan presentarse, exista en el hombre, es demasiado pequeño lo que el hombre puede ofrecer a sus semejantes para inclinarle a ello.
Se necesita, digo, que el hombre tenga ante sí la imagen viva del amor de Dios. Entonces, sí, cuando ese hombre la tiene y la vive dentro de su alma, ya no piensa en posibles disculpas, derivadas del comportamiento de los demás. Se da cuenta de que la víctima del amor divino, Jesucristo, el que vino al mundo para ofrecernos su Corazón en la Cruz, no pensó en las ingratitudes de los hombres: al contrario, aun conociendo que existían, desde la Cruz seguía diciendo: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Este universalismo y esta abnegación práctica es lo que puede darnos una reforma social. Como esto no lo logremos, habremos fracasado una vez más. En la proporción en que sigamos manteniéndola en el mundo habrá amor, paz y convivencia, como la ha habido hasta aquí por parte de todos los que han sabido servir a Jesús. Esta doctrina social no es inoperante; no es estéril. Ha producido ya muchos frutos y, en nombre de esos frutos a que la historia se refiere, podemos los cristianos encaramos con el porvenir y ver con esperanza un futuro en el cual surgirán generaciones nuevas, las cuales entiendan de una vez para siempre lo que significa ser discípulo de Jesucristo.
Situarnos en la línea de su Corazón es un honor inmenso; pero, al mismo tiempo, es una obligación gravísima que nos induce a los mayores sacrificios. Así es de fuerte el cristianismo. No lo disimulemos, no nos contentemos únicamente con una imagen del Corazón iluminada en el Tibidabo. Del Corazón de Cristo hace mucho tiempo que está brotando otra luz. A veces esa luz está ensangrentada; pero, a pesar de que tenga ese color de sangre, ilumina; precisamente por eso ilumina más; porque está enriquecida por una luz interior que es la de su sacrificio por los hombres.
La única Luz para un mundo mejor #
Yo sé, excelentísimos señores, señoras y señores, que este lenguaje acaso no sea inteligible para todos los que hoy en las oficinas internacionales en que se debaten problemas de índole económico-laboral, trabajan por conseguir un mundo mejor. Acaso no sea inteligible. No lo es en su expresión externa. Quizá ellos ni hayan oído hablar de un mensaje de amor en que Jesús pide a los hombres que se consagren a Él, que reparen las injurias que su Corazón Divino recibe y que asimilen y vivan su doctrina de amor para propagarla. Quizá no hayan ni oído hablar de este mensaje. Quizá si nos oyeran, incluso a pesar de que no les falte respeto a nuestras instituciones, nos miraran con benévola sonrisa. Sin embargo, fuera de sus oficinas de trabajo, lejos de sus discusiones, en el lenguaje común que tienen, como padres de familia con su esposa y con sus hijos, tienen las mismas preocupaciones que nosotros.
Y esos hombres de Estados Unidos, de Alemania y de Francia o del continente africano, de la India, de donde sea, esos hombres con sus luchas lo único que están pidiendo es un mundo en el cual los hombres nos amemos. En realidad, a veces no saben ni siquiera a lo que aspiran. Luchan por destruir estructuras que creen injustas, señalan otras aspiraciones legítimas, en las cuales ellos creen que está la justicia. En el fondo de todos estos movimientos algo alienta su corazón; es la esperanza de un mundo en que los hombres nos demos la mano para caminar, con más paz y con mejores relaciones de unos con otros.
El odio por el odio no lo cultivan más que los anormales. El mundo no está poblado por locos. Puede haber en cada hombre o en determinados momentos históricos, en cada país, situaciones en las cuales se pierde la orientación, incluso casi colectivamente; pero estas situaciones no duran mucho. Siempre el hombre vuelve a su destino. Y encuentra, digo, un eco en su corazón deexigencias íntimas que en los momentos en que vuelca, libre de estasotras formulaciones exteriores, esos sentimientos, en el momento en que los expone en la intimidad de su hogar, frente al dolor que le amenaza, cuando ve, por ejemplo, el espectro de una guerra mundial, en la cual pueda desaparecer toda la cultura y civilización de los siglos, este hombre, atormentado dentro de sí mismo, aterrado ante el porvenir, interroga a los cielos, ya que no encuentra respuesta en la tierra para ver por dónde puede encontrarse un camino, en el cual pueda hallarse un poco de la paz que se necesita.
Se ha escrito que un alma que se eleva levanta al mundo. Calculad lo que nosotros podríamos levantar al mundo también, si en nuestra vida de cristianos lográramos la elevación que el culto al Sagrado Corazón de Jesús, bien entendido, exige de nosotros. Yo tengo confianza en que de este Congreso han de brotar resoluciones doctrinales de las que más tarde vendrán esas otras consecuencias prácticas, que llegan hasta el último rincón de la conciencia de los creyentes, con las cuales nuestra orientación piadosa caminará por sendas plenamente exactas, en las que acertemos a dar, incluso a los hombres alejados de nosotros, una visión hermosa de lo que significa creer en el Corazón de Cristo y adorarle. Y el día en que nosotros tengamos la seguridad de que, como consecuencia de nuestra conducta, hemos hecho posible que uno más en la vida adore al Corazón de Cristo, se consagre a Él y viva esa universalidad, esa abnegación y ese rendimiento absoluto, para que, de la misma manera que Dios nos ama, pueda disponerse también a amar a los demás; el día que consigamos cada uno de nosotros esto de otro de nuestros semejantes, podremos también considerarnos tranquilos y decir que gracias a nuestro esfuerzo, el mundo también se elevó.
No podemos remediarlo todo; pero, aun en la hipótesis que tuviéramos que asistir a una catástrofe, creo yo que entonces cabe una satisfacción para el que tenga la conciencia tranquila. Es algo así como si en un naufragio, ya que no podíamos salvar a todos aquellos a quienes veíamos ahogarse, pudiéramos, por lo menos, salvar a algunos. Y si ni siquiera esto nos fuera posible, tendríamos que sucumbir también, pero con la alegre conciencia de haber cumplido nuestro deber. Este es muy exigente, bendita exigencia de los deberes cristianos que nos marcan un camino que nos puede hacer cada vez más dignos. A nosotros mismos, ante Dios y ante esta sociedad que espera de nosotros, los cristianos, el que nos decidamos a vivir en la práctica de acuerdo con unas exigencias tan nobles como las que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, rectamente entendida, nos señala.