Ponencia leída en el acto de clausura de la Semana de Teología Pastoral, celebrada en Valladolid, septiembre-octubre de 1975. Texto publicado en el volumen El Corazón de Cristo en el mundo de hoy, Apostolado de la Oración. Madrid 1976.
Muy ocupado estos días con diversos trabajos, no podía negarme a vuestra invitación. ¿Cómo voy a decir que no a una cosa que se me pide desde Valladolid y que se relaciona tanto con el Santuario Nacional de la Gran Promesa? Y más si me lo piden el P. Mendizábal y nuestro don Emilio, el Rector del Santuario. Muy a gusto por encontrarme entre vosotros, aquí, una vez más; lo único que siento, os lo digo de verdad, es que mi permanencia sea tan corta, que me impide disfrutar más tiempo de vuestra amistad.
Antes de nada, voy a empezar recordando algunos datos, que me parecen interesantes, como punto de partida de mi reflexión.
Hechos significativos #
1. El primero, seguramente, ha sido objeto de referencia estos días en que habéis estado reunidos aquí. Por ahora hace un año, poco más o menos, nos encontrábamos en Paray-le-Monial celebrando el tercer centenario de las apariciones a Santa Margarita María de Alacoque. Éramos unos cuatrocientos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de todo el mundo. Muy bien lo recordará nuestro muy querido P. Mendizábal, no solamente testigo, sino protagonista activo en gran parte de aquellas jomadas. Nunca olvidaré las sesiones de trabajo, las conferencias, los coloquios que celebrábamos, unas veces a campo abierto en aquellos jardines preciosos, otras en salas cerradas, y aún más que nada, las Horas Santas en la Capilla de las Apariciones; horas que se iban celebrando noche tras noche, según los diversos grupos lingüísticos. La noche, por ejemplo, en que nos reunimos españoles y americanos, la de los alemanes, la de los italianos, la de los asiáticos. Es el mejor recuerdo que guardo de aquellos días de convivencia espiritual tan intensa; y dato curioso: cuando hablábamos con los obispos, sacerdotes y seglares de todo el mundo, pudimos llegar a la conclusión de que únicamente en dos países europeos se había acentuado, a lo largo de estos últimos años, una cierta crisis en relación con el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús: Francia y España. En los demás de Europa, y no digamos nada de los países americanos y asiáticos, la crisis no se había dejado sentir, aunque habían llegado, como es natural, hasta ellos, y no sólo en estos últimos años, sino ya antes, los ecos de la discusión teológica en torno a lo que significa este culto, sus raíces, su mayor o menor oportunidad, etcétera.
Tenían conocimiento de ello en seminarios y facultades teológicas, pero ni la jerarquía ni el pueblo católico, en estos países, habían sufrido la más mínima alteración. Recuerdo la conversación, por ejemplo, con el cardenal de Irlanda del Norte y con el obispo de Essen, en Alemania. Se extrañaban cuando oían referir, con cierto detalle, actitudes que habían aparecido tan profusamente en España y Francia. Es un dato digno de tenerse en cuenta.
2. En relación con esto mismo y dentro del matiz que estoy tratando de dar a mi observación, me sorprendió gozosamente, cuando estaba ya preparándose de manera inmediata la celebración del Año Santo en que estamos, el Año Santo Romano, la carta pastoral de los obispos alemanes, dirigida a todos sus fieles, invitándoles a una preparación, que había que ir logrando dentro del año santo diocesano, el pasado, como disposición de ánimo para el que había de venir. En este documento se decía, por ejemplo, lo siguiente: «Exhortamos a todos nuestros hermanos en el sacerdocio a que de nuevo sean conscientes de su misión de primeros adoradores en sus comunidades y para sus comunidades, a ir por delante con su buen ejemplo, a participar en los Ejercicios Espirituales durante el año 1974-75 y a recitar las oraciones del breviario con especial alegría y responsabilidad». «Exhortamos a los religiosos a que con seriedad sigan a Cristo en el espíritu de los consejos evangélicos y retomen con nuevo celo a las tradiciones espirituales específicas de sus comunidades religiosas». «Exhortamos a todos los fieles a aplicarse en la oración personal a Dios para recuperar la oración cotidiana en las familias que la hubieran abandonado, y, sobre todo, a participar nuevamente con fidelidad en la Santa Misa dominical, si la indiferencia hubiera ocupado su puesto. El viernes, día del Sagrado Corazón de Jesús, debería convertirse en la jornada del retiro espiritual mensual, de la oración y meditación; donde sea posible, será bueno celebrar una o dos horas de adoración, a ser posible, en un momento adecuado para que puedan participar también aquellos que están ocupados en su profesión». «Es decir, como preparación a este Año Santo ya de carácter universal», los obispos alemanes exhortaban a su pueblo a vivir con fervor el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Hago estas observaciones para ponderar el sentido de interioridad espiritual en que camina la Iglesia, y no dejamos impresionar por lo que puede suceder más o menos transitoriamente en determinadas zonas de la misma. Lo mismo podríamos decir en relación con el Año Santo.
3. El Papa se ha referido varias veces al gozo que le está produciendo, en su espíritu de pastor universal de la Iglesia, la presencia de tantos y tantos peregrinos del mundo entero que van a Roma a rezar. Con ocasión de su onomástico, al hablar a los Cardenales de Roma, ponderaba esto con particular énfasis y se refería a esas muchedumbres innumerables que vienen a Roma sin otro valor más que el de su trabajo y su familia y vienen a rezar, a ponerse en contacto con Dios, a buscar el sentido trascendente de su vida, que encuentran haciendo esas peregrinaciones, buscando el recuerdo que puede derivarse de los mártires, de los confesores de la fe, de la presencia misma del Vicario de Cristo.
4. En uno de los últimos números de La Civiltà Cattolica y en otra revista francesa se ha comentado, como un dato enormemente significativo, el de la encuesta que se ha hecho en Alemania a los seminaristas mayores de todos los seminarios germanos, y que vienen haciéndola todos los años al clero. Van estudiando respuestas, actitudes, etc. Han subrayado de manera particular, como digno de tenerse en cuenta, que el setenta por ciento de los seminaristas mayores de Alemania al contestar a la pregunta: ¿Qué es lo que juzgan más necesario en la Iglesia de hoy para el sacerdocio y también, en general, para la vida de los fieles?, han contestado: «El retorno a una mayor vida de oración». Y no es que ellos renieguen de la sociedad en que viven; al contrario, la aman porque a ella pertenecen, pero es muy significativo que estos jóvenes, inmersos en todos los valores y contravalores de la cultura contemporánea, en un mundo súper desarrollado, bien conocedores de los problemas que en la Iglesia se han estado agitando a lo largo de estos años, contesten que la necesidad mayor que se experimenta en la Iglesia es ésta: retorno a una mayor vida de oración.
Todo este conjunto de datos que presento aquí es como un punto de partida, para la reflexión que inmediatamente voy a hacer sobre el tema de que me habéis pedido hablaros. Tenemos que seguir valorando y aplicando cada vez más cuanto el Concilio Vaticano II nos pide, pero no será lícito jamás querer hacer esas aplicaciones olvidándonos de actitudes fundamentales, como son las que aparecen en ese cuadro de observaciones coincidentes en la necesidad de proclamar la vida interior del cristiano, sin la cuales imposible evangelizar por mucho que invoquemos el Concilio.
Un documento conciliar olvidado #
Paso a desarrollar el tema: el Corazón de Jesús y la santificación del pueblo cristiano.
Hay un capítulo en la Constitución Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, que es el más olvidado, el menos comentado y, sin duda ninguna, el más importante operativamente hablando, dentro de nuestras preocupaciones pastorales. Todos los demás capítulos de esa Constitución sobre la Iglesia y todos los demás documentos conciliares quedarán frenados en su eficacia renovadora, si no se atiende a este capítulo V, que nos habla de la vocación de todos los cristianos a la santidad.
En este Concilio eminentemente pastoral, es aquí donde se habla de los agentes de la pastoral, como ahora se dice, y donde se afirma clarísimamente la vocación de todos a la santidad. Tenéis que permitirme que lea esos párrafos, incluso para compensar otros tan frecuentemente repetidos y para que salgan del olvido en que están éstos de tan soberana importancia en orden a la vida de la Iglesia. Dice así el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, es indefectiblemente santa, ya que Cristo el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu Santo, llamamos el solo Santo, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose por ella para santificarla, la unió a sí mismo como a su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu para gloria de Dios. Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol, porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (LG 39).
«Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es maestro y modelo, a todos y a cada uno de sus discípulos de cualquier condición que fuesen. Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Envió a todos el Espíritu Santo que los moviera interiormente, para que amasen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas sus fuerzas, y para que se amen unos a otros como Cristo los amó. Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo, Nuestro Señor, en la fe del bautismo, han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos. Conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan como conviene a los santos y que, como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, modestia, paciencia y produzcan los frutos del Espíritu para su santificación. Pero como todos tropezamos en muchas cosas, tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y hemos de orar todos los días: perdónanos nuestras deudas» (LG 40). Y sigue después hablando de la santidad en los diversos estados.
Afirmaciones fundamentales #
Es decir, resumiendo las ideas claves de estos párrafos, aparecen las siguientes afirmaciones:
1º. Todos estamos llamados a la santidad.
2º. Porque la Iglesia, como cuerpo, está unida a Cristo y nosotros somos la Iglesia, al estar unidos con Él, tenemos que estar participando de lo que es Él, que es santo.
3º. El modelo también es Cristo, iniciador y consumador de la santidad de vida.
4º. Hay una causa operante inmediata en la vida del cristiano, el Espíritu Santo.
5º. Hay un hecho real, ontológico que es la santidad que tenemos en virtud de la unción del bautismo, por el que hemos sido hechos partícipes de la vida divina.
6º. Una consecuencia: al estar unidos, como cuerpo que es la Iglesia, a Cristo, al tenerle a Él como modelo, al dejarnos guiar por el Espíritu Santo como causa santificadora inmediata, y al ser consagrados en una acción que nace de nuestra filiación divina, lograda en el bautismo, hemos de procurar la santidad moral como servicio a Dios. A esto se refiere el Concilio con estas frases tomadas de San Pablo: misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia, etc. Y como quiera que caemos en tantas faltas, tenemos que decir: «Padre, perdónanos nuestras deudas». Actitud de arrepentimiento, actitud de vuelta hacia nosotros mismos, para renovar continuamente el encuentro con Dios, Padre de misericordia y del perdón, para seguir logrando purificaciones sucesivas que impidan nuestra desviación de ese Cristo, iniciador y consumador de la santidad con que hemos sido lavados ya desde el bautismo, y a la que debemos aspirar continuamente como exigencia normal de la vida cristiana. Esto es lo que el Concilio pide a todos.
La Iglesia que siempre ama #
Ahora es cuando yo me hago una nueva pregunta, y doy un paso más en mi reflexión. ¿Para alcanzar esta santidad nos puede ayudar el culto y la devoción al SagradoCorazón de Jesús?
Permitidme que no dedique ni un minuto a rebatir afirmaciones que lo pongan en duda. Prefiero discurrir y avanzar por otro camino. Un poco de contemplación ahora sobre el misterio de la Iglesia, sin entrar en excesivos análisis de ese misterio que no corresponden al momento, pero, por supuesto, en un intento de captar algo de lo que es el misterio de esta Iglesia, precisamente en nuestro tiempo, porque ahora es cuando nosotros la estamos viviendo, mientras nuestra existencia se desarrolla en este mundo. Y nos ha tocado vivir años difíciles por muchos conceptos: hay una turbación grande en los espíritus, y muchas veces cuesta enorme trabajo ver cómo puede hacerse compatible una actitud de serena confianza en todo lo que el misterio de la Iglesia representa y la marcha de los pueblos y los hombres por los caminos de este mundo atormentado.
Y, sin embargo, tenemos que superar esa dificultad para conciliar las dos cosas; porque en medio de lo que aparece hoy en la Iglesia: turbaciones, confusión, agitaciones; más aún, a pesar de que los hombres de la Iglesia somos también los que estamos ofreciendo motivos para la vacilación y el desconcierto, esta madre nuestra es hermosa, es la Iglesia santa de Cristo. Y cuando alguien pueda juzgarla, ya desde una perspectiva más lejana, libre de las implicaciones del tiempo, tendrá que confesar que esta Iglesia de nuestro siglo, lo que hacía o quería hacer en todo momento era amar, como dijo Pablo VI en uno de sus más memorables discursos al terminar el Concilio, era una Iglesia que amaba. No sabemos, a veces, expresar bien nuestro amor, pero ella sí; siempre lo expresa, incluso a través de las dificultades que ponemos los hombres. Esforzaos por percibir siempre la vibración íntima y el latido de un corazón que no se apaga: el de la Iglesia santa de Cristo. Por ejemplo, en medio de las dos guerras mundiales de nuestro siglo, la Iglesia ha tenido Sumos Pontífices, como Pío XI y Pío XII, los cuales sostuvieron, a pesar de tanto dolor y tanta tragedia, la esperanza de los hombres.
Pío XI, poniendo en la Iglesia los cimientos para una expansión misionera y para un trabajo apostólico, que daría frutos muy pronto en el mundo entero. Pío XII, ante cuya muerte el presidente Eisenhower exclamó: «Desde hoy el mundo es más pobre». Y hablo de los Pontífices, porque son la encarnación más visible de todo lo que la Iglesia tiene de fuerza misteriosa, de magisterio, de gobierno y de poder de santificación; pero con ellos tendríamos que hablar de las órdenes religiosas, de los sacerdotes a millares, y de tantas y tantas familias que en esta época, a la que me estoy refiriendo, han sido testigos veraces del Evangelio, no obstante los fallos y debilidades que les hayan acompañado.
Después, al producirse las guerras de las explosiones nacionalistas, en los países antes sometidos a los imperios coloniales, y cuando todo cruje en esas iglesias de Asia, África, etc., ahí se mantiene la Iglesia también, porque ama; y podemos presenciar el caso de estas religiosas dominicas españolas, que son mártires de su fe en nuestro siglo en el Congo ex belga, o de esos sacerdotes, como aquel grupo de recién ordenados de Astorga, a los cuales tuve yo el gozo de enviar a Catanga.
Cuando el padre de uno de ellos me visitó con lágrimas en los ojos, porque toda su ilusión de padre de familia se veía desvanecida al comprobar que su hijo, una vez que cantó misa, se marchaba a Misiones, al fin terminó por decirme: «Señor obispo, he sufrido estos días, pero ya estoy contento, porque pienso que este hijo mío no se ha ordenado sacerdote para que yo esté con él, sino para la Iglesia, y la Iglesia es así, y le voy a decir una cosa que él no ha sabido hasta ahora. Desde que entró en el seminario, todas las semanas he estado llevando a la parroquia el aceite para la lámpara del Santísimo, porque yo, un pobre labrador sin cultura, poco podría ayudar a mi hijo, pero me parecía que le ayudaba mejor así, haciendo que brillara la luz de la lámpara junto al Santísimo, para que se convirtiera en luz de los pasos que mi hijo tenía que dar».
Este era un cristiano sencillo y elemental, pero sentía la Iglesia misionera con la misma grandeza con que la podía sentir el Papa, un obispo o una comunidad que hubiera nacido con este fin expreso.
La Iglesia ha seguido amando, y la Iglesia ama aún en la época de la juventud de nuestros días, en la juventud de ese París de mayo del 68. Esa juventud que nos desorienta, en la que no se ve ni la lógica del amor, ni del raciocinio, casi ni siquiera la de la protesta organizada, porque todo está sometido a contradicciones. Si la Iglesia se queda de momento como desconcertada, es porque ama y no quiere apagar la mecha que aún humea, donde quiera haya un poco de luz y de calor. Y ve actitudes extrañas que le hacen como temblar en sus entrañas maternales, y espera, espera mientras pueda esperar y mientras no haya algo que con la máxima urgencia la obligue a la repulsa. Espera porque ama.
Sus enseñanzas sobre el Corazón de Jesús #
Pues bien, esta Iglesia del amor y la esperanza nos ha dicho por boca de sus Pontífices palabras orientadoras sobre la devoción y el culto al Corazón de Jesús:
León XIII: «La espiritualidad más segura y útil para todos».
Pío XI: «La mejor norma de vida».
Pío XII: «La más excelente manera de practicar el cristianismo».
Pablo VI: «El medio más eficaz para la renovación que el Concilio Vaticano II nos exige».
Y por eso el Corazón de Cristo nos introduce con espontánea naturalidad en el corazón de la Iglesia y sus misterios. La Eucaristía está alimentando a la Iglesia. Y la Eucaristía es un don del Corazón de Jesús.
De ahí que, prescindiendo de lo que pueda haber de deformaciones en la expresión externa de los modos de esta devoción y este culto, la raíz interior es tan profunda, que al ponernos a adorar al Corazón de Cristo estamos adorando todo el misterio de la redención, tal como se produjo y tal como se desarrolla, activa y continuamente, en la vida de la Iglesia que ama, y se nos pide que amemos todo lo que Cristo nos ha dado: sus palabras de vida eterna, el don de su redención, la Eucaristía, sus enseñanzas, sus ejemplos: aprended de Mí, que soy manso y humilde de Corazón. Todo esto es amor, el Corazón de Cristo encarnado.
Ningún cristiano puede decir que ama a la Iglesia si no mantiene vivos estos amores: si se ama a Cristo y a la Iglesia, en Él y por Él, se entra fácilmente, con docilidad, en los dones del Espíritu Santo, en la corriente de lo que pide el culto al Corazón de Jesús, que es: reparación, consagración, confianza, caridad teologal, amor fraterno, amor de apostolado, inspirado en Dios mismo y en los ejemplos del Señor. Y ésta es la santidad de que nos habla el Vaticano II, porque las notas que yo he querido resumir al principio, cuando os hablaba sobre ese capítulo de la Constitución sobre la Iglesia coinciden con éstas que estoy diciendo: se nos dice que somos cuerpo unido a Cristo y por eso mismo ya somos santos y partícipes de la vida divina; que tenemos que revestirnos de entrañas de benignidad, de misericordia, de humildad, de docilidad, es decir, de una santidad moral, y ser dóciles a ese motor de vida interna que es el Espíritu Santo. Todo esto es lo que un cristiano contempla y vive fuertemente cuando sabe vivir la devoción al Corazón de Cristo.
Expiación de los propios pecados y por los de los demás. Consagración, entrega de la vida, puesto que ya está marcada por el bautismo. Confianza en un Dios que nos ama, puesto que tenemos que pedir constantemente perdón: Padre, perdónanos nuestras deudas; éstos son datos fundamentales en la devoción al Corazón de Jesús. De manera que no es una devoción y un culto alienante, no es culto para la evasión piadosa, para el sentimentalismo fútil y pasajero. Es, por el contrario, un culto que compromete a mucho, y si no ha sido presentado así muchas veces, el remedio no está en quitar ese culto, sino en presentarlo como se debe, para que pueda surtir todos sus provechosos efectos en el alma cristiana.
Lleva tres siglos de existencia en su forma actual; que en la otra, en lo que podríamos llamar la esencia del culto fundado en la Biblia y en la teología, culto que es, a la vez, a la persona de Cristo en toda su integridad, y a su sabiduría y amor infinitos, eso pertenece al momento mismo en que Jesucristo consuma la redención. Desde entonces se empezó a amar al Corazón de Cristo y se le empezó a dar culto, privada o públicamente, aunque adopte expresiones litúrgicas más oficializadas y plenas en ciertos momentos históricos, cuya fecha puede comprobarse en un momento dado; pero no es lo sustancial ese dato, ni siquiera el de la aparición, aun cuando venga a confirmarlo. Lo más importante es esa entraña viva de lo que es el Corazón de Cristo, ofreciéndonos en todo momento los dones de la redención. El hecho de que en cierto momento de la historia pueda aparecer, aunque sea por medio de revelaciones privadas, confirmando algo que pertenece a la más viva entraña del Evangelio, no tiene nada de extraño; por el contrario, podría muy bien interpretarse, de la misma manera que lo hacemos, cuando hablamos del progreso doctrinal en la ponderación de las mismas verdades, sobre las cuales, permaneciendo sustancialmente idénticas, admitimos, como es lógico, un crecimiento que va lográndose con el tiempo en su expresión y asimilación. Lo mismo podemos decir de los hechos en que se fundamenta la vida interior del cristiano.
Vida cristiana ascendente #
San Pablo, en sus cartas, insiste en que la vida cristiana es crecimiento. Son los dones del Espíritu Santo los que piden, por su propia naturaleza, un desarrollo sin límites, que no podrá terminar en este mundo y dentro de esta comunidad que es la Iglesia. El Señor puede utilizar caminos, los que sean, con tal de que el Magisterio de la Iglesia nos garantice su fiabilidad, para hacernos reflexionar más sobre determinados aspectos que vendrían a ser como un desarrollo de los dones, del gozo y de la paz que da el Espíritu Santo a los creyentes.
El que un culto y una devoción, particularmente, sean urgidos a partir de cierto momento histórico, entra dentro del desarrollo armonioso de lo que es la vida de una Iglesia que ama y que es amada. Ella está siempre recibiendo el amor de Jesucristo, y nutre a sus hijos para que ellos (como miembros del mismo cuerpo al que pertenecen los demás: sea una religiosa, sea un sacerdote, o sea una familia cristiana) comuniquen a todos lo que ellos experimentan. La Iglesia, repito, nos dirá, y en este caso lo ha dicho en infinidad de documentos, si aquello es fiable y tiene todas las garantías para merecer la adhesión de los creyentes, aunque se trate de una revelación privada. Las burlas y ligerezas en la crítica eso sí que son evasiones condenables. No se nos oculta que ha habido expresiones de esta devoción al Corazón de Jesús difícilmente compatibles con el deseo de perfección litúrgica que hoy nos anima. Pero, por favor, que tampoco se pida al pueblo, en su totalidad, que actúe en estos casos con un purismo académico, como si fuera ese pueblo un profesor de estética. Dejadle como se le deja en otros muchos aspectos de la vida, incluso culturales, puesto que es cultura lo que aparece en esas formas folklóricas donde tantas veces se dan de mano el arte, la poesía, la vida familiar, el apego a la tradición, la intuición poética. Dejadle que se exprese también, como tiene derecho a expresarse, en sus devociones y ayudadle siempre para que sean lo más perfectas posibles.
Sería lamentable que, por buscar una mayor adaptación de la Iglesia a las necesidades del mundo actual, fuéramos poco a poco vaciándonos del rico contenido de la fe y perdiendo los cauces por donde ésta discurre normalmente en la vida de la comunidad cristiana. Nunca debemos olvidar los vínculos tan estrechos que hay entre el misterio del Corazón de Cristo y la Eucaristía. Toda delicadeza es poca cuando hablemos de estas materias. El Corazón de Cristo está ahí, en los sacramentos, que nos mantienen y nos dan la vida. El corazón es el símbolo de esos dones y de la misma redención. Desvirtuar este culto o profanarlo con nuestras ligerezas, olvidándonos del deber que tenemos de expiación y consagración, podría tener consecuencias fatales para la vida cristiana. Nos iríamos vaciando cada vez más de interioridad, y entonces, el obligado compromiso que como cristianos hemos de tener para amar con amor evangélico al mundo en que vivimos, perdería motivación y consistencia.
Pérdida de la interioridad #
Escuchad esta página del célebre teólogo Von Balthasar, en su libro Seriedad de las cosas. Finge un diálogo entre un comisario de un país comunista y un cristiano.
«El comisario bien intencionado: —Camarada cristiano, puede decirme, de una vez por todas, la verdad sin rodeos: ¿quiénes son ustedes, los cristianos? ¿Qué pretenden aún en nuestro mundo? ¿Cuál es, según ustedes, la razón de ser de su existencia? ¿Cuál es su misión?
El cristiano: —Por de pronto somos hombres como los demás, que colaboramos en la construcción del futuro.
El comisario: —Lo primero lo creo y lo segundo lo quiero esperar.
El cristiano: —Sí, desde hace poco tiempo estamos “abiertos al mundo” e incluso algunos de nosotros seriamente se han “convertido al mundo”.
El comisario: —Eso me suena a palabrería de curas. Mucho mejor sería que ustedes, “hombres como los demás”, se convirtieran en serio a una existencia digna del hombre. ¡Vamos al grano! ¿Por qué son todavía cristianos?
El cristiano: —Hoy somos cristianos adultos; pensamos y obramos por propia responsabilidad moral.
El comisario: —Quisiera esperarlo, ya que se la dan de hombres. Pero, ¿creen todavía en algo especial?
El cristiano: —Eso tiene poca importancia. Lo que importa es la palabra de la época. El acento se pone hoy en el amor al prójimo. El que ama a su prójimo, ama a Dios.
El comisario: —Caso que existiera. Pero como no existe, no lo aman.
El cristiano: —Lo amamos implícitamente, de manera no objetiva.
El comisario: —¡Ah! ¡Ah!, por lo visto la fe de ustedes no tiene objeto. ¡Adelante! La cosa se va aclarando.
El cristiano: —No, no es tan sencillo, ¿eh? Nosotros creemos en Cristo.
El comisario: —Algo he oído hablar de Él. Pero parece que históricamente se sabe de Él terriblemente poco.
El cristiano: —Así es. Prácticamente, nada. Por eso nosotros creemos menos en el Jesús histórico que en el Cristo del Kerigma.
El comisario: —¿Qué palabra es ésa? ¿Chino?
El cristiano: —No, griego, Significa el anuncio del mensaje. Nos sentimos impactados por el acontecimiento verbal del mensaje de la fe.
El comisario: —¿Y qué hay, al fin y al cabo, en ese mensaje?
El cristiano: —Depende de la manera como a cada uno lo impacta. A uno le puede anunciar el perdón de los pecados. Talfue, en todo caso, la experiencia de la Iglesia primitiva. A ello hubo de ser estimuladapor los acontecimientos en torno al Jesús histórico, del cual, a la verdad, no sabemos lo suficiente como para estar ciertos de que…
El comisario: —¿Y a eso llaman ustedes conversión al mundo? ¡Son los mismos oscurantistas de siempre! ¿Y con esa palabrería difusa quieren colaborar en la construcción del mundo?
El cristiano (jugando su última carta): —¡Tenemos a Teilhard de Chardin! ¡En Polonia ejerce ya gran influencia!
El comisario: —También nosotros lo tenemos y no necesitamos recibirlo de ustedes. Pero es admirable que por fin hayan llegado hasta aquí. Quiten de en medio todo ese fárrago místico que nada tiene que ver con la ciencia, y entonces podremos dialogar sobre la evolución. En las otras historias no me meto. Si ustedes saben tan pocas cosas sobre ustedes mismos, ya no son peligrosos. Y nos ahorran una bala. Tenemos en Siberia campamentos muy útiles, allí podrán demostrar su amor a los hombres y trabajar activamente en pro de la evolución. Ello daría mejor fruto que sus cátedras alemanas.
El cristiano (algo desilusionado): —Usted subestima la dinámica escatológica del cristianismo. Nosotros preparamos el advenimiento del reino de Dios. Nosotros somos la verdadera revolución mundial. Egalité, liberté, fraternité: tal es el origen de nuestra causa.
El comisario: —Lástima que otros hayan tenido que librar la batalla por ustedes. Pasada la refriega, no es difícil patrocinar la causa. El cristianismo de ustedes no vale un tiro de fusil.
El cristiano: —¡Usted ya es de los nuestros! Sé quién es usted, usted obra de buena fe, usted es un cristiano anónimo.
El comisario: —Nada de insolencias, joven. Ahora ya sé lo suficiente. Se han liquidado a ustedes mismos y así nos ahorran la persecución. ¡Pueden retirarse!»1.
Conclusión #
¡Impresionante! Quitad lo que hay aquí de caricatura, a lo que obliga el estilo adoptado, y comprenderéis lo que estoy diciendo.
Respetemos el Concilio Vaticano II y tratemos de llevar a la práctica cuanto nos ha pedido. Hemos de vivir un cristianismo que, en efecto, nunca sea evasivo, ni alienante, pero se nos tacha de evasivos y alienantes por el hecho de detenernos en nuestros templos a rezar en silencio, ante el Sagrario y ante el Corazón de Jesús, o para cantar juntos Cor Jesu sacratissimum, adveniat regnum tuum, regnum veritatis et vitae…, gozando con la expresión colectiva de nuestra fe, de la cual tantos bienes pueden brotar en la vida social. Hemos de amar las fórmulas sencillas que la Madre Iglesia, Madre para sus hijos débiles, movida por el Espíritu Santo, nos da, como si fuera leche de sus entrañas. El pueblo necesita realidades y símbolos, como los de eseCorazón de Cristo que dice a los cristianos: Venid a Mí todos los que estáis cansados, que Yo os aliviaré. Mi carga es suave y mi yugo ligero. Es lo que ofreció el Señor desde el principio: amistad de amigo, redención de Redentor, amor del amor infinito, confianza para sentirse perdonado, gracia para seguir adelante haciendo el bien, a pesar de todos los pesares; fortalecimiento para seguir amando fraternalmente a los demás y no cansarse y colaborar en todas las empresas apostólicas que la Iglesia le señale y que el mundo de hoy necesita. El pueblo lo encuentra, no en vanas fraseologías, sino en ese Corazón de Cristo, ante el cual se rinde conmovido y gozoso, porque le ve como una expresión clara, pura, hermosa, limpia de todo lo que es Cristo redimiendo a los hombres.
No sé decirlo de otro modo. Entendida la devoción y el culto al Corazón de Cristo, en toda la profundidad que encierra, el cristiano verá en ella, como dijo Pío XII, una síntesis preciosa de lo más esencial del cristianismo; entonces, vivámoslo y hagamos conciliable todo lo que nos pide este culto y esa devoción con lo que exige la atención que hemos de prestar a los hombres de hoy.
1 Hans Urs von Balthasar, Seriedad con las cosas, Salamanca 1968, 121-124.