Nuestra Señora de la Merced, ayer y hoy

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Nuestra Señora de la Merced, ayer y hoy

Exhortación pastoral, mayo de 1968. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, junio de 1968.

Si siempre me es grato comunicarme con vosotros de palabra o por escrito, el motivo que hoy me impulsa a dirigiros la presente exhortación inunda mi espíritu de serena alegría, ya que me permite al mismo tiempo cumplir mi deber de pastor, que enseña y exhorta, y presentar a María la ofrenda de mi piedad filial.

Se cumple, en efecto, en este año, el primer centenario de la declaración confirmatoria por Pío IX, el 27 de febrero de 1868, de la Virgen de la Merced como Patrona del Obispado de Barcelona. Se celebra asimismo el 750 aniversario de la fundación de la Orden Mercedaria. Son fechas históricas para nuestra Iglesia diocesana que nos invitan a celebrar con sobria solemnidad la próxima festividad de la Virgen de la Merced, tanto para manifestar a María la gratitud por su intercesión maternal como para reafirmar y acomodar a nuestra época lo perenne del espíritu mercedario.

Celebrar comunitariamente estos acontecimientos quedará plenamente justificado, si unimos a la sobriedad externa la profundidad del fervor filial y la madura reflexión contemplativa.

Piedad mariana y sentido social:
actualización de un mensaje #

El culto de especial veneración que tributamos a María es siempre relativo a Jesucristo, porque «en cuanto es Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo», «las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud, sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos… Y si desde los tiempos más antiguos la bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas»1, nada más natural que la Iglesia diocesana de Barcelona, que la invoca por Patrona bajo la advocación de la Merced, acuda en tan solemne ocasión a rendirle su homenaje de gratitud por los dones del pasado y a implorar su maternal protección en esta hora de esperanza para la Iglesia y de angustia en la humanidad.

Para dar profundidad teológica y pastoral a la conmemoración centenaria, tendrán lugar, durante el octavario de la festividad de Nuestra Señora de la Merced, la Semana Mariológica Española, que estudiará la doctrina y las perspectivas mariológicas de la Lumen Gentium, y la Semana Mercedaria, que tratará de los valores humanos y cristianos del mensaje mercedario.

Con el vehemente deseo y la esperanza cierta de que dichas solemnidades darán fruto espiritual en las personas y en la comunidad, me permito ofreceros, amados sacerdotes y fieles, autoridades y ciudadanos, algunos pensamientos que sirvan de orientación para los preparativos y de sugerencia a la hora de tomar resoluciones prácticas. Para ello será conveniente recordar la etnicidad y sobrenaturalidad de la obra mercedaria, establecer su fundamentación teológica y hacer algunas indicaciones sobre la hora presente.

I #

«La esclavitud de los cristianos en poder de los sarracenos –como escribía el canónigo Cardó– ofrecía, en el siglo XIII, todos los aspectos de lo que hoy llamaríamos un problema social. La esclavitud constituía una verdadera institución entre los musulmanes»2. Sin respeto a la persona humana, el cautivo era objeto de ira por pertenecer a un pueblo enemigo y a una religión cordialmente odiada, o una ocasión de lucro. La situación del cautivo era dura, porque su señor podía descargar en él el azote de la venganza étnica, persiguiendo sus creencias religiosas o forzándole a la apostasía de su fe en lóbregas cárceles, con torturas y trabajos. Pero el mismo afán de lucro ofrecía una posibilidad de rescate.

Ante un trato tan indigno de la persona humana, la angustia interior llevaba a la pérdida de la fe o a la desesperación. Unos morían corporalmente, en otros se extinguía la fe, al menos en su profesión externa.

Era un problema social y religioso a la vez que afectaba no sólo a los prisioneros, sino también a los familiares y conciudadanos; y en su solución estaban interesadas la Iglesia y la Ciudad. El resquicio de esperanza que dejaba abierto el afán de lucro de los sarracenos movía a los familiares a pagar el rescate por medio de los únicos que en aquellos tiempos eran respetados en los dos campos beligerantes: los comerciantes, los «exeas». Aun siendo laudable la acción de los «exeas» en general, sólo familias acomodadas podían ofrecer la suma estipulada y la paga a los comerciantes intermediarios.

De ahí que surgieran iniciativas particulares y corporativas de redención que destinaban una parte menor o mayor de sus bienes a hacer «obra de merced» o misericordia: la Orden Militar de Santiago, la Orden Religiosa del Redentor y los Trinitarios surgieron en esta época.

La Providencia Divina, que solamente permite el mal para suscitar un bien mayor, hizo surgir en el ánimo generoso de Pedro Nolasco –oriundo de Barcelona, como indican recientes estudios– el ideal de una gran empresa. Desde 1203 a 1218 gastó sus bienes en rescates, vivió en pobreza con algunos compañeros en el hospital de Santa Eulalia y emprendió viajes de redención a Valencia y Mallorca, mereciendo el calificativo de piadoso mercader.

Dolorido por la experiencia del sufrimiento del prójimo, angustiado por el peligro de la pérdida de la fe, forjado en la austeridad y en la oración, e inflamado por la caridad, fue sobrenatural y maternalmente iluminado y movido –caelesti lumine interius permotus– a constituir una nueva Orden religiosa para la redención de los cristianos cautivos. Pocos días después, el 10 de agosto de 1218, en la Seo románica de Barcelona, con la bendición del Obispo Berenguer de Palou, el apoyo del rey Jaime I, y con la sabia guía de San Raimundo de Peñafort, nacía una nueva Orden Militar de caballeros que añadieron a los tres votos de pobreza, castidad y obediencia el voto de caridad, por el que se comprometían a sustituir como rehenes del rescate a los cautivos cuya fe peligrara.

La nueva Orden nacía ungida de piedad mariana, sellada con las armas reales, coronadas con la cruz de la Catedral. Los nuevos caballeros eran la plasmación étnico-espiritual del sentido práctico de lo concreto y de la grandeza del ideal humano y religioso del pueblo catalán. Los nuevos caballeros eran el resultado de la armonía sin confusión de la Iglesia y la Ciudad.

Porque, si es históricamente cierto lo que afirmaba el venerable Siervo de Dios, Torras y Bages: «Crist, restaurador de la naturalesa, és el cor de la nació catalana, i al suau i ordenat ritme de sa sabiduría i amor es movien els fundadors i pares del nostre poblé»3, nada tiene de particular que en una ciudad cristiana surgieran unos mercaderes tan noblemente inspirados dentro del animado cuadro de la vida mercantil y próspera de la Cataluña de aquel tiempo. De ellos escribe el mismo Obispo de Vich: «Els redemptors de captius foren uns corredors d’homes impelits per la caritat; compraven esclaus per a fer-los lliures, obraven una noble transacció entre l’islamisme i el cristianisme, aquest donava el diner i aquell els homes; i aquesta institució piadosa és el complement de les institucions mercantils catalanes… La fe i la caritat cristianes que informaven a la nostra gent, traballadora i atrevida, debien produir, baix el potent influx sobrenatural de Sant Ramon, l’admirable expansió de l’Ordre de la Mercé, símbol d’un poblé mercantil i creient, d’esperit práctic i misericordiós»4.

El nuevo instituto de Santa María de la Misericordia o de la Mercè, sólo podía expansionarse en un pueblo pletórico de fe y de caridad, que providencialmente atravesaba unos decenios de prosperidad económica. Su ideal de salvaguardar la fe de los cautivos cristianos se vio alentado por la caridad de los fíeles en diversas poblaciones. Después de unos años de permanencia en el Hospital de Santa Eulalia, contiguo a la Catedral, por generosa donación de Ramón de Plegamans, en 1232 pudieron trasladarse junto al puerto, en el lugar de la actual Basílica, donde instalaron un hospital y se inició el culto público a la Virgen María, bajo la advocación de «la Mare de Déu de la Mercè».

El árbol de la Merced pronto dio sazonados frutos. Los cautivos que volvían a la Patria, a sus hogares, con la alegría de la esperanza hecha realidad, despertaban aún más la caridad en el pueblo cristiano que aprendía a valorar el don inapreciable y sobrenatural de la fe, germen de la libertad. Laicos y clérigos pedían ser admitidos en la Orden redentora, y se establecían cofradías de la Merced o de redención para colaborar con la oración y la limosna al rescate y a la fundación de nuevos hospitales.

La influencia del ejemplo y de la predicación era cada vez mayor. La llegada de nuevos libertos era ocasión de grandes procesiones, desde el puerto hasta el altar de María, para darle gracias por el retorno a la Patria.

Mas la alegría del retorno no era el término de la labor mercedaria. Algunos volvían enfermos y requerían cuidados, que les eran prodigados en los hospitales. El sufrimiento y la soledad habían debilitado en otros su espíritu de fe o su vida moral, y era necesaria una rehabilitación de su alma. Los religiosos de la Merced continuaban su obra con el trato amable, la predicación y el ejemplo de su vida; su espíritu de fe y la delicadeza maternal que les inspiraba su arraigado fervor mariano era bálsamo suave que restañaba las heridas del espíritu. Inocencio IV resume su labor con estas palabras: «Son ricos para los pobres y pobres para sí mismos. Dan de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, acogen a los huéspedes, visten a los desnudos, y no sólo visitan a los enfermos, sino que toman sobre sí las enfermedades de ellos».

Las obras de misericordia y la devoción a la Virgen de la Merced se expansionaron al unísono. Y cuando en los siglos posteriores disminuyó el problema del cautiverio y aumentaron los clérigos en la Orden, la milicia religiosa se transformó en Orden mendicante. Mas no se extinguió ni la fe del pueblo barcelonés, que acudía a María en sus necesidades, ni desapareció la obra mercedaria de rescatar a los esclavos de otras servidumbres. La predicación de la fe en gran parte de América y la difusión de la devoción a la Virgen de la Merced en aquellas latitudes, se debe a la presencia y a la actividad de los religiosos mercedarios. Ellos, asimismo, atendieron y atienden a los encarcelados y a otros necesitados, porque el voto de caridad, fundamento y característica de su institución, permite las acomodaciones más urgentes y actuales.

También en nuestra Diócesis, en el transcurso del tiempo, con los inevitables claroscuros de lo humano, se han dado acomodaciones de lo perenne del espíritu mercedario, de raíz tan profundamente popular y cristiana, en un conjunto espléndido de obras sociales de las diversas épocas, particulares o ciudadanas. Y es que, en definitiva, la Madre de Dios, que siempre fue el alma de la obra de la Merced, ha dejado sentir permanentemente los efluvios de su inagotable misericordia para con sus hijos desde su iglesia del Arenal.

En todas las desgracias de la naturaleza y de los hombres que asolaron Barcelona en los tiempos de decadencia, la imagen de Santa María de la Merced fue la esperanza de los ciudadanos. Cuando las pestes la consternaban (1571, 1817, 1821), o la sequía de los campos devastaba su llanura (1680), o los asedios crueles la oprimían duramente (1697-1714), o las invasiones la expoliaban (1814), siempre la Madre de Dios fue su protectora y la veneración de su imagen el más suave consuelo y la más sentida preocupación ciudadana.

Conviene señalar especialmente la cruel devastación que sufrió la ciudad y Cataluña entera con la plaga de la langosta de 1687. Fue uno de los más terribles y persistentes azotes de nuestra tierra; pero también fue singular la protección de María. Tan sensible sería el prodigio que muchas tierras de España, afligidas igualmente, se acogieron a Nuestra Señora de la Merced en esta necesidad. Con tal ocasión, el Consejo de Ciento, además de comprometerse a cumplir el voto de la ciudad, declaraba a la Virgen de la Merced Patrona y Protectora de Barcelona. La proclamación posterior de Pío IX, referida al obispado, confirmaba la espiritual concordancia de la Virgen de la Merced y Barcelona.

Para poder deducir de esta concordancia espiritual consecuencias prácticas para la vida eclesial y ciudadana de hoy, profundicemos antes el fundamento teológico de la obra y piedad mercedarias.

II #

Jesucristo, el Hijo de Dios, quedó constituido en su Encarnación el Mediador entre Dios y los hombres, cuyo oficio primordial fue «restablecer entre los hombres y su Creador aquel orden que el pecado había perturbado y volver a conducir al Padre Celestial, primer principio y último fin, la desgraciada descendencia de Adán, manchada por el pecado original»5.

Así lo enseña San Pablo al escribir a Timoteo:Esto es bueno y grato ante Dios, nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo para redención de todos(1Tim 2, 3-6). Y la eficacia de su redención es superior a la de las anteriores alianzas selladas por la sangre de víctimas simbólicas:Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la aspersión de la ceniza de la vaca, santifica a los inmundos y les da la limpieza de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo?(Hb 9, 13-15). San Agustín escribe emocionado: «Entre la Trinidad y la debilidad del hombre y su iniquidad, fue hecho mediador un hombre, no inicuo, sino débil, para que por la parte que no era inicuo te uniera a Dios y por la parte que era débil se acercara a ti; y así, para ser mediador entre el hombre y Dios, el Verbo se hizo carne, es decir, el Verbo fue hecho hombre»6.

La mediación redentiva de Cristo presupone la elevación gratuita del hombre al orden sobrenatural; la pérdida del don de la gracia y de los derechos inherentes de la misma, debida al pecado original; y la realidad del pecado como ofensa grave inferida a Dios por un acto voluntario de desprecio a su Majestad divina, y no por una simple situación psicológica de culpabilidad irreal o de la experiencia de la propia limitación. El pecado constituía al hombre en enemigo de Dios y deudor de Él, cuya deuda, mientras no se resolviera, le cerraba el camino de la salvación, siendo todos hijos de ira (Ef 2, 3). El valor infinito de la redención presupone asimismo, en primer lugar, como verdad de fe inconcusa, la divinidad de Jesucristo, que unió en la persona del Verbo la naturaleza divina y su santísima humanidad, sin confusión ni separación; y, en segundo lugar, que la redención es obra de misericordia. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados (1Jn 4, 10; cf. Jn 3, 16-17).

La redención, hasta tal punto es obra de plena misericordia, que habiendo bastado cualquier acto de Cristo para obrarla perfectamente, fue voluntad del Padre la oblación redentora del sacrificio de la Cruz (cfr. Fil 2, 5-8).

Ahora bien, siendo la redención obrada por Cristo una realidad única e indivisible, con todo, se pueden señalar aspectos distintos y convergentes de la misma. Siguiendo la pauta de Santo Tomás de Aquino y de la tradición teológica católica, voy a indicar brevemente estos aspectos.

La Pasión y Muerte de Jesucristo, en cuanto constituyen un acto sublime de amor a Dios, son agradables al Padre, por lo que el sacrificio de Cristo, quemurió por nosotros(Rm 5, 8), nos devolvió los vínculos de amistad y filiación rotos por el pecado, reconciliándonos con el Padre. Por esto señala San Pablo: Plugo al Padre que en él habitase toda la plenitud y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así de la tierra como del cielo (Col 1, 19-20);y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios por Nuestro Señor Jesucristo por quien recibimos ahora la reconciliación(Rm 5, 8-11). La misma idea expresa San Pedro al decir: Porque también Cristo murió una vez por Ios pecados, el Justo por los injustos para llevarnos a Dios(1P 3, 18).

El sacrificio de Cristo en la cruz es un acto supremo y oneroso de amor y obediencia al Padre y de caridad para con nosotros, es un acto de infinito valor moral por proceder de la persona del Verbo encarnado, que agradó más a Dios que le había desagradado el pecado del hombre. Por lo mismo, podía escribir San Pablo: Ahora por Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo; pues Él es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de la separación, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos formulada en decretos, para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo, y estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios por la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad(Ef 2, 13-16).

En cuanto Jesucristo experimentó en su carne humana y sufrió los dolores de la pasión y muerte de cruz, su acto redentor reviste el carácter desatisfacciónde la deuda contraída por el pecado del hombre, cuya representación para redimirnos de aquél había tomado sobre Sí mismo, como ya anunciaba el profeta Isaías:Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre Él, y en sus llagas hemos sido curados… Y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber en Él maldad ni haber mentira en su boca(Is 53, 4ss.).Profecía que señala cumplida San Pedro al decirnos:Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas habéis sido curados(1P 2, 24).

La plenitud y la universalidad de la satisfacción de Cristo la expone sucintamente Santo Tomás en los siguientes términos: «Cristo, padeciendo por caridad y obediencia, prestó a Dios un servicio mayor que el exigido por la compensación de todas las ofensas del género humano: por la grandeza de la caridad con que padecía; por la dignidad de la vida, que en satisfacción entregaba, que era la vida del Dios hombre; por la generosidad de la pasión y la grandeza del dolor que sufrió. De manera que la pasión de Cristo no sólo fue suficiente, más sobreabundante satisfacción por los pecados del género humano. Él es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo»7.

Por el pecado habíamos quedado todos deudores de Dios, y el sacrificio redentor de Jesucristo satisfizo por todos esa deuda, y nos mereció la vida eterna.

Mérito que, como su mediación, es universal y sobreabundante: Pues como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado…, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo… Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que, como reinó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor(Rm 5, 12-21; cf. Ef 1, 3-8).

Finalmente, el sacrificio de la Cruz nos redime de la esclavitud del pecado, porque lo destruye con su muerte, pues satisfaciendo por él y mereciendo la gracia nos libera de la servidumbre de aquél al adquirirnos con su sangre como nuevo pueblo de Dios, destinado a vivir la libertad de los hijos de la luz (cf. Ef 1, 14). Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha (1P 1, 18-19).

Y al adquirir un nuevo pueblo y pactar con el refrendo indeleble de su sangre una nueva y eterna Alianza, nos liberaba de la Ley, introduciéndonos en la adopción (cf. Gal 3, 13; 4, 4-5), y nos daba el mandamiento nuevo de la caridad. Los así redimidos por la sangre de Cristo son linaje escogido, sacerdocio real, pueblo de adquisición… pueblo de Dios (1P 2, 9-10).

El distintivo de este pueblo de adquisición es la dignidad y libertad de los hijos de Dios. Siervo, en el contexto bíblico, es el que trabaja en provecho de otro. Hijo es el que trabaja en beneficio propio, aunque esté bajo la patria potestad, puesto que el hijo es el heredero. Los que creen en Jesucristo ya no son siervos, sino hijos y coherederos con Él.

La necesaria y natural tendencia a la perfección personal, la tendencia a la felicidad, no es opuesta a la libertad, sino que la constituye. Por ello San Agustín sitúa la libertad en la carencia de toda necesidad odiosa, que sería servidumbre8. Tender a la propia perfección comporta la aceptación de la verdad y la asimilación de la bondad, que es Dios. Jesucristo, al mitigar con la revelación y la gracia las heridas del pecado, nos libera de la esclavitud, del error y de la concupiscencia que impiden el dinamismo natural y sobrenatural teocéntrico del hombre.

La limitación de la libertad no proviene en el hombre de su ordenación a Dios, sino de su limitación, de su potencialidad, ya que la dependencia de un querer respecto de una voluntad superior de la que recibe su ley no es limitativa de la libertad, sino constitutiva y fundante.

La redención de los hombres como acto meritorio de Jesucristo sacerdote y mediador principal –la redención objetiva, en la terminología teológica– se consumó con el sacrificio de la cruz. Sin embargo, la aplicación a los hombres –la redención subjetiva– no ha tenido aún pleno cumplimiento y deberá continuar hasta la consumación de los tiempos. El mismo Padre ha querido asociar a la permanente acción del divino Redentor a todos los miembros del pueblo de Dios, la Iglesia, para que, impulsada por el Espíritu Santo, «cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia Él»9. Y si son colaboradores todos sus miembros, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, ¿cómo no ha de tener un lugar preeminente de colaboración María, la Madre de Dios y de la Iglesia?

El Concilio Vaticano II enseña la doble relación de maternidad de María al escribir: «La Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió el Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la Vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo, y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo… Al mismo tiempo, Ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles…»10.

La Virgen María, vinculada a la Persona y a la obra de su divino Hijo, de una manera activa, con su fe y obediencia, «avanzó y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió vehemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y por fin fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la cruz»11.

Por lo mismo, María es nuestra corredentora. Si con el consentimiento a la encarnación del Verbo consentía amorosamente en nuestra salvación, en el Calvario dolorosamente la completaba. Es al pie de la cruz donde se nos muestra Madre nuestra. Jesús consumaba voluntariamente su sacrificio, por el que nos reconciliaba con el Padre, satisfaciendo por nuestras culpas y rescatándonos del pecado al devolvernos la libertad de los hijos de Dios. También María, por su inmensa compasión, que unía su corazón a la oblación de su Hijo, consumaba la oblación redentora y la ofrecía por su parte como fruto de su maternidad divina y humana.

Si al lograrse la redención, Ella cooperó física y moralmente, al aplicarse a los hombres, sus hijos de adquisición, continúa interviniendo, sin detrimento de la mediación singular y capital de Jesucristo, pues «la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo»12.

Por lo mismo, la maternidad espiritual de María sobre la Iglesia y los hombres «perdura sin cesar en la economía de la gracia…; una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión, los dones de eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados hasta la patria feliz»13.

María es ciertamente corredentora, pero es al mismo tiempo el prototipo de los redimidos. Redimida preventivamente en atención a los méritos de Cristo, no solamente nunca estuvo bajo la servidumbre del pecado, sino que por su fe y caridad, por su perfecta unión a Cristo y en el cumplimiento amoroso de la voluntad divina, vivió en su consciente e intensa ordenación a Dios la plena libertad de los hijos de Dios. Glorificada definitivamente por la asunción de su alma y de su cuerpo al cielo es un estímulo de esperanza para todos los fieles que se esfuerzan en crecer en la santidad14.

La misma glorificación de María en su cuerpo y en su alma, si por una parte nos recuerda que sólo escatológicamente la redención alcanzará su plenitud, también nos advierte que Cristo no sólo redime las almas, sino al hombre íntegro; y no sólo a los individuos, sino también a la sociedad. Por lo mismo, los frutos de la redención deben hacerse visibles en el tiempo presente. A esto se refiere el Concilio Vaticano II cuando afirma en la Constitución Gaudium et Spes: «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena»15.

Esta sana doctrina teológica ha inspirado y movido a la diócesis y a la ciudad, de Barcelona en el decurso del tiempo. Al venerar a la Santísima Virgen con el título tan profundamente teológico de Mare de Déu de la Mercè, nuestros antepasados no incurrieron en ninguna exageración pietista y sentimental. Sencillamente, proclamaron la fe de la Iglesia.

III #

La celebración del Centenario debe ser, ante todo, una ocasión para acrecentar nuestra filial devoción a María, Madre de Dios y de la Iglesia, que tan bellamente resume la advocación mercedaria, y cuya imagen ha sido objeto de constante veneración ciudadana. Siendo cierto lo que escribía el Cardenal Newman, que «los pueblos que han perdido la fe en la divinidad de Jesucristo, son precisamente aquellos que han abandonado la devoción a María»; como obispo responsable de la conservación de vuestra fe, yo os invito, amados sacerdotes y fieles, a cultivar «generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen», y «las prácticas y ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio».

La verdadera piedad mariana es operante y difusiva del bien, pues la fe, la caridad y la generosidad de María se encarnan en los cristianos que la invocan como Madre. Ya que la que por obra del Espíritu Santo formó en su seno la humanidad del Hijo de Dios, Ella también, bajo la acción del mismo Espíritu, estampa en cada cristiano la fisonomía de hijos de adopción.

San Pedro Nolasco y sus compañeros mercedarios, forjados en la escuela de la generosidad mariana, fueron defensores intrépidos de la fe con las armas de su entrega y su heroísmo, en favor de los cristianos cautivos. Otras formas de esclavitud amenazan hoy la fe del pueblo de Dios. Herederos del espíritu cristiano y mercedario de nuestros mayores debemos aprestarnos, con entrega generosa, para romper los vínculos de nuevas servidumbres, quizá más temibles que las antiguas, porque se presentan con apariencia de libertad.

La fe de nuestro pueblo se ve amenazada por servidumbres de orden intelectual:

  • Cuando se quiere someter la interpretación del dogma y la moral a la dialéctica de un historicismo que pretende relativizar la verdad revelada a los diversos puntos de vista de cada época o situación.
  • Cuando en nombre de la razón o de la ciencia experimental, con evidente contradicción, se aboga por el agnosticismo de lo divino en el orden del pensamiento y por la indiferencia religiosa en la vida práctica.
  • Cuando pretextando la supremacía del sentimiento, se pretende suprimir toda formulación objetiva de las verdades reveladas y acerca de Dios trascendente, a quien se quiere identificar con el fondo mismo del ser creado.
  • Cuando se niega la existencia misma de Dios, presentando la creencia como una alienante esclavitud intelectual y práctica, que impide al hombre desarrollarse plenamente en este mundo.
  • Cuando se niegan los derechos de la verdad, invocando que es la persona el sujeto del derecho, como si Cristo no fuera Personalmente la Verdad.

Ante estas y otras manifestaciones de un falso humanismo, son dignas de meditación las palabras de Pablo VI: «Es un humanismo pleno el que hay que promover. ¿Qué quiere decir esto sino el desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres? Un humanismo cerrado, impenetrable a los valores del espíritu y a Dios, que es la fuente de ellos, podría aparentemente triunfar. Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano. No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana. Lejos de ser la norma última de los valores, el hombre no se realiza a sí mismo si no es superándose»16.

La fe de nuestro pueblo se ve asimismo amenazada por servidumbres de orden moral:

  • Por el contraste irritante entre la opulencia y la miseria, entre el lujo y la carencia de lo indispensable, entre cómodas e injustificables ganancias y la dureza del trabajo, entre el poder de los influyentes y la impotencia de los pobres.
  • Por el ambiente erótico de espectáculos y publicaciones, por el desenfado de ciertos comportamientos, por la fácil ridiculización de la paternidad responsable numerosa.
  • Por la soledad familiar y social de gran número de inmigrantes que vienen a nuestra ciudad en busca de trabajo y se ven abocados fácilmente a la pérdida del pudor, de la rectitud y de la vida religiosa.
  • Por la creciente difusión del alcoholismo y de las drogas entre nuestros jóvenes.

La fe es don de Dios y, como tal, entraña una fuerza para confesarla y vivirla. Pero no es menos cierto que sus actos, siendo al mismo tiempo sobrenaturales y humanos, se hallan condicionados en su libertad por circunstancias personales y ambientales. Los mercedarios conocían ambos extremos, y por ello, apoyados en la gracia y en la protección maternal de María, emprendieron la redención de los cautivos cristianos, incluso con el voto de sangre o caridad, por el que se quedaban como rehenes cuando peligraba la fe de los prisioneros. Y es que la fe necesita una doble protección: la de la gracia y la del ambiente. La primera la da Dios en la medida de su beneplácito y de conformidad con los méritos personales o de la Iglesia. La segunda, siendo también fruto de la gracia, es, asimismo, consecuencia de la acción del cristianismo.

La predicación de la palabra de Dios, apoyada en la Sagrada Escritura y guiada por el Magisterio jerárquico, cuando se expone con sencillez llena de unción y con profundidad teológica, constituye el fundamento de la preservación de la fe.

El mensaje evangélico debe inculcarse a los niños desde temprana edad, como un tesoro que se les transmite; por lo cual toda catequesis debe ir acompañada, en las familias y en las escuelas, de vivencias religiosas, so pena de afirmar de palabra la unidad de la vida cristiana y negarla después en la práctica.

La formación religiosa debe incrementarse después en la juventud, en el orden intelectual y vivencial, para lograr la debida proporción entre sus creencias y su cultura humana.

Por desgracia, el nivel de formación religiosa de muchos cristianos no ha crecido, ni madurado con su vida. Por ello nunca dejará de ser útil para fortalecer la fe de los fieles, además de las homilías dominicales, el iluminar sus mentes con predicaciones diversas, retiros, conferencias o cursillos de sana teología.

Con frecuencia se habla de nuestros hermanos cristianos separados. Todo cuanto se haga para encontrarnos en Cristo en perfecta concordia será bueno y meritorio. Pero no hemos de olvidar a nuestros hermanos débiles en la fe que, habiendo recibido el bautismo, viven apartados de la práctica religiosa o sólo lánguidamente manifiestan sus creencias de hijos de la Iglesia Católica. No debemos abandonarles nunca, sino ayudarles a vigorizar su fe y su vida cristiana. Nadie tiene derecho a apagar la mecha que todavía humea.

Una de las maneras de predicar persuasivamente la fe es la práctica de la caridad. En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. El que no practica la justicia, no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano. Porque éste es el mensaje que desde el principio habéis oído, que nos amemos los unos a los otros(1Jn 3, 10-11).

Y es que la fe no es una mera aceptación fría de la verdad revelada, sino la adhesión a la Verdad, que lleva consigo un cambio de actitud y de valoración de la realidad. Las obras son la vida de la fe (St 2, 26).

La práctica de la caridad, como resumen y cima de todas las virtudes cristianas, es la profesión de fe con la vida de fe. «Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo»17. La peculiar eficacia del testimonio de vida cristiana radica en la convicción profunda con que se realiza y la suavidad amable con que la misma conducta personal transmite un mensaje trascendente de esperanza. La suave fortaleza de la perseverancia confirma a los débiles y atrae la simpatía de los alejados, sin ejercer sobre ellos ninguna presión ofensiva. ¿Quién puede dudar que la generosidad de los mercedarios fortaleció la fe de Cataluña?

El convencimiento de la verdad debe inducirnos a que este testimonio de la vida y de la palabra deje sentir su influencia en la vida cotidiana, familiar y social, para reconstruir una ciudad cristiana. Así lo enseña el Vaticano II: «Que no escondan esta esperanza (de la gloria futura) en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en diálogo continuo y en un forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos (Ef 6, 12), incluso a través de las estructuras de la vida secular»18.

Por ello no puedo menos de alentar a las personas e instituciones que se esfuerzan por conservar, perfeccionar o crear un ambiente y unas estructuras en que los niños y los jóvenes, los individuos y las familias puedan vivir la maduración activa y pacífica de su personalidad.

Mas, dada la fragilidad de la condición humana, se hace indispensable la labor de obras rehabilitadoras de quienes, más por debilidad que por malicia, se han disociado con su conducta de la normal convivencia humana o sufren las consecuencias de una desorientada vida familiar.

Por lo cual quiero dirigir una palabra de aliento agradecido a cuantos trabajan por reintegrar a la vida social y cristiana a los que son víctimas de estas situaciones, para que se vean libres de los perniciosos hábitos adquiridos en su soledad física o moral. Vosotros sois auténticos herederos del espíritu mercedario. Que la Virgen de la Merced bendiga vuestra labor. Yo, en nombre vuestro, extiendo la mano y pido para vuestras obras la simpatía de todos los diocesanos y la generosidad caritativa que os facilite los medios precisos para llevar a cabo vuestra labor. Particularmente, alabo y hago mío el proyecto que me ha sido presentado por la Junta directiva de la Hermandad de Nuestra Señora de la Merced, consistente en la creación de residencias adecuadas, en las cuales pudieran encontrar asistencia y formación los que, después de cumplir sus penas en los diversos centros penitenciarios, recobran la libertad y no tienen quien les ayude en sus buenos propósitos.

En nuestra Diócesis hay ya algunos sacerdotes que están trabajando en este campo con ejemplar abnegación, e incluso han extendido su acción apostólica a otros lugares de España. Están también los Padres Mercedarios y algunos seglares, para quienes estos trabajos no son desconocidos y que ahora, según me han manifestado, desean colaborar más estrechamente. Unos y otros me han hablado, invocando precedentes alentadores, de la buenísima labor que en su día realizó un sacerdote insigne por su caridad, el Rvdo. Mosén Pedregosa, con sus Casas de Familia.

¿Por qué, pues, no unir los esfuerzos de todos, bajo el impulso de la Hermandad citada y lograr en este año los cimientos de una obra de redención social, que sería el fruto más espléndido de las conmemoraciones mercedarias?

Diversos cautiverios que hacen gemir a muchos hombres de hoy, el de la soledad, el del ocio incontrolado y la inadaptación social, el del estigma de un pasado delictivo, el del alcoholismo y la toxicomanía que lleva a sus víctimas al borde de la delincuencia, esperan de nosotros una acción generosa que debería emprenderse decididamente en este año.

Queridos hijos: el espíritu de la Merced, que ha dado fisonomía característica a la Iglesia local de Barcelona, no debe extinguirse, aunque las realizaciones llevadas a cabo con su impulso sean distintas de las primitivas.

Para conservarlo, invito a los Rectores del Municipio y a todos los fieles diocesanos, sacerdotes, religiosos y seglares, a rendir público homenaje de pleitesía a la Santísima Madre de Dios, Patrona Nuestra, en su advocación de la Merced. Homenaje sincero y profundo, de gratitud y de súplica, personal y colectivo, eclesial y ciudadano. Homenaje sobrio en lo exterior y magnánimo en los propósitos internos.

De este modo lograremos que las conmemoraciones mercedarias, por su piedad mariana y su sentido social, sean la culminación peculiar de la Iglesia barcelonesa en el Año de la Fe.

Patrona excelsa d’una terra noble,
dels vostres filis oiu piadosa el crit:
sia per Vós, Senyora, el vostre poblé
lliure de mans i lliure d’esperit.

1 LG 66.

2 C. Cardó, L’obra de la Mercé, en Libre de la Mare de Déu, Barcelona 1928, 55ss.

3 J. Torras y Bages, La tradició catalana, Barcelona 1924, 29.

4 Ibíd., 188.

5 Pío XII, Mediator Dei, n. 1, introducción.

6 Enarrat. in psalmos: PL 36, 216.

7 Summa Theol. III q.48 a.2.

8 Cf. De lib. arbit., 111. 3. 7-8: PL 32, 1274.

9 LG 17.

10 Ibíd., 53.

11 Ibíd., 58.

12 Ibíd., 60.

13 Ibíd., 62.

14 Ibíd., 65.

15 GS 43.

16 Populorum progressio,42. Cf. LG 67.

17 LG 35.

18 Ibíd., 35.