Carta pastoral, mayo de 1978, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, mayo de 1978.
Deseo hablaros una vez más de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Deseo pediros que le ofrezcamos con renovado fervor el testimonio de nuestra piedad y devoción, que nacen de la fe en el misterio de María, tal como nos lo propone la Iglesia. La ocasión es propicia.
De todos es conocida la piadosa vinculación del mes de mayo con la Santísima Virgen. Aunque en nuestros días –tal vez– hayan decaído un poco estos actos marianos, no quedan tan lejanas las fechas en que parroquias y colegios fomentaban cuidadosamente el «ejercicio del mes de mayo».
Para los niños constituían esos «ejercicios» una gozosa catequización mariana, impregnada de amor y poesía, en el marco primaveral de la luz y las flores. Los jóvenes hallaban, en su encuentro con la «Virgen de Mayo», fuertes estímulos para el combate por la pureza y la noble idealización de la mujer, además de la seguridad de una materna comprensión y ternura en medio de sus luchas. Y las jóvenes se acercaban, con el «mes de mayo», a María, como a Madre amorosa y modelo altísimo de pureza, piedad y entrega. Mas también los mayores podían encontrar en la Virgen luminosa de mayo consuelo seguro, refugio acogedor y poderoso aliento para afrontar las dificultades de la vida en la fidelidad a Cristo.
Cierto, no han faltado quienes acusaran de «alienantes» y «poco comprometidas» esas prácticas marianas del mes de mayo, enjuiciándolas desde una óptica y contexto actuales, y no –como sería correcto– en el contexto de su época. Y han estimado corregir sus supuestos fallos y sombras eliminando simplemente esas tradicionales devociones, cuando lo lógico y pastoral hubiera sido adaptarlas, según la mentalidad y cuadro de valores de nuestro tiempo, para hacerlas más eficaces, como han hecho y hacen otros.
No sabemos cuándo y cómo apareció en la Iglesia esta especie de consagración del «mes de las flores» a la que es Flor del Universo. Pero es cierto que nació del alma del pueblo, a impulsos del Espíritu. Ya en el siglo XIII hallamos indicios populares de las celebraciones marianas de mayo. Quizá el eco más antiguo se encuentre en España, en una Cantiga de Alfonso el Sabio, que reza así:
Benn vennas, Mayo,
et con alegría
porem roguemos a Sancta María.
Benn vennas, Mayo, con boos maniares
e nos roguemos en nossos cantares
a Santa Virgin, ant’os seus altares
que nos defenda de grandes pesares.
En el siglo XIV, el B. Susón –discípulo del Maestro Eckart y condiscípulo del místico Taulero– cuenta de sí mismo que, en su juventud, tenía por costumbre que, «cuando llegaba la bella primavera y brotaban delicadas y graciosas flores, se abstenía de cogerlas y no osaba siquiera tocarlas antes que juzgase llegado el momento de honrar con ellas a su Amor espiritual, la rosada y florida Llama, la Madre de Dios. Cuando creía llegada esa hora propicia, cortaba las flores con sentimientos de amor, las llevaba a su celda y confeccionaba una guirnalda, que llevaba al coro o al altar de la Virgen, donde, arrodillado humildemente, coronaba la imagen, convencido de que Ella, la delicia y más bella flor de su corazón, no desdeñaría aquel florido homenaje de su siervo». Y cuenta que en cierta ocasión escuchó una celeste música y canto que piropeaba a la Virgen: «O vernalia rosula», «¡Oh pequeña rosa primaveral!».
En 1549 se editaba en Baviera el primer «Mayo espiritual», que puede considerarse, de alguna forma, precursor de los posteriores «ejercicios del mes de mayo».
De los siglos XVI al XVIII siguió desarrollándose y popularizándose esta devoción; pero fue en el siglo XIX cuando adquirió un espléndido desarrollo y difusión por toda la Europa católica, América y las nuevas cristiandades de otros continentes, singularmente en China, resultando imposible reseñar aquí los nombres de publicaciones, autores e instituciones que contribuyeron a esta expansión.
No es improbable que el «ejercicio del mes de las flores» naciera en la BajaEdad Media como reacción cristiana contra ciertas celebraciones paganizantes e impúdicas, arraigadas en Europa, y que eran eco remoto de las fiestas romanas a la diosa Flora, descritas y condenadas por Lactancio1. Hacia el año 1244, el obispo de Lincoln, el célebre Roberto Grosseteste, condena severamente las licenciosas fiestas de mayo; y en pleno siglo XVI, San Carlos Borromeo tuvo que combatir todavía las orgías que se organizaban al inicio de este mes. Es probable asimismo que tuviera el mismo origen la popular celebración de la «cruz de mayo». Sabemos, con todo, que en la Iglesia ortodoxa copta la consagración del «mes florido» –que no coincide con nuestro mayo– a la Santísima Virgen, es mucho más antigua, remontándola algunos incluso a la época de San Cirilo de Alejandría.
Actualidad de María en la vida de la Iglesia #
De la Madre de Cristo puede asegurarse lo que del mismo Cristo afirma San Pablo: Jesucristo ayer, el mismo es hoy y también por todos los siglos (Hb 13, 8). Igualmente, María siempre fue, es y será de plena actualidad.
No obstante esto, consideramos muy significativa la extraordinaria presencia de la Virgen en la vida de la Iglesia (liturgia, teología, devoción popular, espiritualidad) a lo largo de los siglos XIX y XX, precisamente cuando están llegando a su acmé (apogeo) los movimientos secularizantes –iniciados con el Renacimiento– que han ido arrinconando a Dios, y, a la postre, deshumanizando al hombre. Dos dogmas marianos definidos, repetición de mariofanías y mensajes dignos de crédito, desarrollo extraordinario de la teología mariana, multiplicación de institutos y congregaciones religiosas bajo advocación mariana, nuevas asociaciones de fieles con título mariano, proliferación de publicaciones marianas a todos los niveles (de investigación, divulgación y pastoral), el fecundo magisterio sobre la Virgen de los Papas de este período y, por último, la magnífica síntesis mariológica del Vaticano II.
Sorprende ciertamente, en época de real o aparente descristianización, este florecimiento mariano, desconocido en tiempos de más religiosidad social. Y, si muchos constatan a partir del Concilio un cierto declive de esta «presencia mariana» –que todavía en los años del Concilio algún teólogo estimaba excesiva–, parece que se trata de un fenómeno transitorio, que sólo afecta a ciertos sectores limitados, aunque influyentes, de la Iglesia actual. Y podemos esperar que, finalmente, esta crisis tendrá efectos positivos en la renovación del pueblo cristiano. Porque la Señora sigue entronizada en el corazón de la cristiandad y nadie podrá destronarla jamás.
María, Madre de los cristianos y de la Iglesia #
Más que entronizada en el corazón de la comunidad, es Ella, de alguna forma, el corazón mismo de la Iglesia, como Cristo es su Cabeza. Las relaciones inefables y vitales entre la Madre del Señor y la Iglesia y sus miembros se han concretado en la relación materno-filial: María, Madre de los cristianos y de la Iglesia.
Sin duda, el capítulo VIII de la Lumen Gentium y la solemne declaración de Pablo VI en la clausura de la 3ª Sesión conciliar2 constituyen la más alta y actual expresión de esta fe de la Iglesia en el doble aspecto de la maternidad de María sobre los hombres. Fe ésta que distingue notablemente la Mariología católica de la protestante.
No es el reconocimiento de ciertos privilegios personales en la Madre del Señor –que comparten con nosotros no pocos teólogos protestantes y el pueblo fiel– lo que distancia a ambas Mariologías, sino el papel soteriológico que nosotros atribuimos a María, junto a Cristo, y que ellos no alcanzan a ver: el hecho simple y profundo de afirmar que Ella ejerce sobre nosotros una maternidad real en el orden de la gracia. Maternidad que, por vez primera en la historia de los Concilios, ha sido como el «alma» de toda la Mariología del Vaticano II. Recordemos sus principales afirmaciones:
LG 52: «Al querer llevar a término la redención del mundo…, Dios envió a su Hijo hecho de mujer… para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5)».
LG 53: «Es verdadera madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza»3. «A Ella la Iglesia Católica, adoctrinada por el Espíritu Santo, sigue como a Madre amantísima con afecto de piedad filial».
LG 54: Afirma el Concilio que trata de «aclarar cuidadosamente» tanto la misión de la Santísima Virgen en el misterio del Verbo encarnado como «los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, sobre todo, de los fíeles».
LG 56: Recordando la antítesis patrística Eva-María, afirma la cooperación activa de María a la obra de la salvación, con la que, «obedeciendo, fue causa de salvación para sí y para todo el género humano» (San Ireneo). Ve, pues, razonable el Concilio que los Padres hayan llamado a María, en este contexto de la nueva Eva, «la Madre de los vivientes» (San Epifanio), y que digan que «la muerte vino por Eva, por María la vida» (San Jerónimo).
LG 57-58: Se subraya que «la unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte…, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma. Y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús moribundo en la cruz al discípulo, como madre, con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo».
LG 60: «La misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su fuerza».
LG 61-62: «Concibiendo a Cristo, generándolo, alimentándole, presentándolo en el templo al Padre y padeciendo con su Hijo mientras moría en la cruz, cooperó de forma totalmente singular, con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor, a restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por lo cual vino a ser nuestra madre en el orden de la gracia. Y esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar, desde el asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar bajo la Cruz hasta la consumación definitiva de todos los elegidos… Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz… La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles, para que, apoyándose en esta maternal protección, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador».
LG 63-65: María es tipo de la Iglesia, y su maternidad modelo de la de ésta.
LG 67: «Recuerden los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la verdadera fe, por la que somos llevados a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, y movidos a un amor filial hacia nuestra Madre, así como a la imitación de sus virtudes».
LG 69: «Ofrezcan todos los fíeles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres».
No le faltan a esta fe, tan espléndidamente profesada, sólidos fundamentos bíblicos y patrísticos. Alude el Concilio a la escena del Calvario (Jn 19, 26-27), en la que Cristo propiamente no nos dio a su Madre, sino proclamó solemnemente que ya lo era.
Hermosamente lo comenta Orígenes a mediados del siglo III: «En efecto, si siguiendo el parecer de los que piensan de Ella rectamente, María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su madre: “He ahí a tu hijo”, y no “he ahí otro hijo”, entonces es como si Él dijera: “Aquí tienes a Jesús, a quien tú has dado la vida”. Pues cualquiera que se ha consumado (en Cristo), no vive ya más, sino Cristo vive en él (Gal 2, 20), y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: “He ahí a tu hijo: Cristo”»4.
Esta maternidad espiritual de María sobre los hombres es coetánea de su maternidad divina sobre Jesús y está implicada en ella. Por eso no sorprende que en pleno siglo II San Ireneo nos hable del «seno de María que regenera a los hombres para Dios»5, y que, a principios del siglo V, proclame San Agustín: «Ella es madre espiritual no del Salvador, sino de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque ha cooperado con su amor al nacimiento de los fieles de la Iglesia»6.
No podemos eludir la impresión de que el culto litúrgico y popular tributado a María por la Iglesia de Occidente y Oriente en el mundo antiguo, medieval y moderno va impregnado de piedad filial, aunque no abunden los textos litúrgicos y del Magisterio, que lo expliciten durante estos largos siglos. Quisiéramos, con todo, dejar constancia de dos bellos y antiguos testimonios de nuestra venerable liturgia mozárabe. Leemos:
«¡Oh Dios, creador del universo mundo…, que permaneciste incluso corporalmente en tu Madre para hacerla así Madre de todos los creyentes…»7.
«¡Oh sacrosanta sierva y madre del Verbo…, acoge en el ancho regazo de tu piedad al pueblo que acude a ti, apacienta tú con generosas entrañas de misericordia la grey, que el Hijo nacido de ti compró con su sangre; tú, que amamantaste al Creador, da tus pechos a los que deben ser criados…»8.
Fue, sin duda, la creencia en la maternidad espiritual de la Madre del Señor una fe pacíficamente poseída y vivenciada por el pueblo cristiano durante más de un milenio, sólo tardíamente reflejada en documentos del supremo Magisterio. Tal vez sea Benedicto XIV el primero que la expresó con estas concisas palabras, recogidas casi literalmente por el Concilio Vaticano II: «La Iglesia Católica, adoctrinada por el magisterio del Espíritu Santo, ha procurado honrarla con innumerables obsequios, como a Madre de su Señor y Redentor y como a Reina de cielos y tierra. Se ha desvivido para amarla con afecto de piedad filial, como a Madre propia amantísima, recibida como tal de los labios de su Esposo moribundo»9.
Últimamente, la reflexión teológica y, sobre todo, el importantísimo magisterio mariano de los Papas de los siglos XIX y XX han venido explicando todo el rico contenido de esta maternidad espiritual.
Cómo es María, nuestra Madre #
El hecho de la maternidad espiritual, incuestionable para un católico, ha recibido múltiples interpretaciones, no todas aceptables. Por supuesto, toda reducción del hecho a una relación entre Ella y nosotros meramente simbólica, nominal, jurídica, atributiva, es radicalmente falsa. No llamamos Madre a María solamente porque nos ama y protege como si fuera nuestra Madre, o porque posee una bondad típicamente materna, o por acogemos como hijos en una especie de adopción jurídica.
La llamamos Madre sencillamente porque lo es; porque desempeña, en verdad, la función estrictamente materna de engendrar, alumbrar y educar a los hermanos de Cristo, Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29) en su vida sobrenatural. Lo que ha realizado y realiza por su cooperación activa y materna a la adquisición de la gracia en la llamada redención objetiva y a la omnímoda comunicación de esa gracia en la llamada redención subjetiva. Acontece que, en la actual economía o historia de la salvación, como toda gracia sobrenatural es «cristiana», en cuanto procede de Jesucristo, así también es «mariana» en cuanto procede, subordinadamente, de María, y se nos da, subordinadamente, por medio de Ella.
La salvación, santificación, cristificación de cada hombre es un proceso de divinización del mismo (la theopoiesis de la patrística griega), y tiene lugar mediante una verdadera «generación» o «regeneración» sobrenatural, en la que se nos comunica la vida divina, que nos convierte en verdaderos hijos de Dios. Es un proceso que lleva a término la Trinidad (aunque atribuido al Espíritu Santo), pero cuya causa instrumental es la humanidad de Jesús, que nos merece y comunica esa vida, con la activa y maternal cooperación de su Madre. No es necesario ser conscientes de este proceso para beneficiarnos de él, como tampoco se requiere el asentimiento del hijo para ser su padre o su madre. Se trata de hechos que nos vienen dados en el orden de la naturaleza o en el orden de la gracia. Lo cierto es que, en la actual economía, todo el que se salva, aunque ignore o niegue a Cristo, se salva por Él; y, aunque ignore o niegue a María, de Ella también recibe la Vida, es hijo suyo.
Los teólogos tratarán de concretar y desentrañar todo el rico contenido de este proceso misterioso. En conjunto, podemos pensar que, así como Cristo, lleno de gracia y de verdad, regenera y diviniza a los miembros de su Cuerpo, en cuanto Cabeza del mismo, haciendo refluir sobre ellos su gracia capital, también María, llena de gracia maternal, recibida de Cristo, nos la comunica y regenera en íntima asociación con su Hijo. No se trata, naturalmente, de dos acciones paralelas sobre cada hombre y la comunidad eclesial; pues así como Cristo redimió primero (in signo rationis) a María, y, después, con María, a todos, así también llena a su Madre de gracia, y a través de su Madre nos la comunica a todos, haciéndonos a la vez «cristianos» y «marianos», hermanos del único Hijo de Dios y de María, y en Él, hijos también de Dios y de María. Se comprenden así las hermosas palabras del Papa: «Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos; esto es, debemos reconocer la relación esencial, vital, providencial que une la Virgen a Jesús y que nos abre el camino que conduce a Él»10.
Es el Espíritu de Dios el agente poderoso que, después de fecundar virginalmente el seno de María, haciéndola Madre de Cristo Cabeza, fuente de la gracia, lo sigue fecundando con esa gracia de Cristo para engendrar, con Ella, dentro de la Iglesia, a los miembros de Cristo, haciéndola así Madre del Cristo Total –Cabeza y miembros–, o sea, de la Iglesia. Maternidad invisible, amorosa y personal de María, que tiene una concreción histórica, sensible, sacramental en la maternidad de la Iglesia. No se trata de dos madres de la vida sobrenatural de nuestra alma, sino de dos expresiones de una misma dimensión o función materna, aunque con matices lógicamente distintos.
Nuestra respuesta filial: tres formas tradicionales #
El cristiano consciente de esta inefable, íntima y personal relación con la Madre de Dios no podrá menos de dar una respuesta adecuada, la misma que nos inculca el Concilio. El cual «exhorta a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo, litúrgico, hacia la Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio» (LG 67).
Es también la misma respuesta que nos pide Pablo VI con piadosa insistencia en sus luminosas exhortaciones. Baste recordar sus deseos de que «las Conferencias episcopales, las Iglesia locales, las familias religiosas y las comunidades de fieles favorezcan una genuina actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a una diligente renovación de los ejercicios de piedad a la Virgen; revisión que querríamos fuese respetuosa para con la sana tradición, y estuviese abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo»11. Y, a fe, que el pueblo sencillo, que no ha visto sofisticada su vivencia cristiana por desviaciones, se muestra propicio a una sana catequización de sus pastores para orientar su piedad mariana.
También quisiéramos nosotros, con el Papa, que la devoción de los toledanos a la Virgen expresara su índole trinitaria, cristológica y eclesial, y se viera enriquecida con datos bíblicos, litúrgicos, ecuménicos y antropológicos.
He aquí un importante quehacer pastoral para nuestros queridos sacerdotes. Por mi parte, deseo exhortar a todos para este mes de mayo al aprecio, adopción y difusión de tres tradicionales formas de honrar a la Señora, que hacen en las almas un bien incalculable.
1ª El Santo Rosario #
Esta «biblia de los pobres» (Juan XXIII) tiene una historia y una prehistoria. Su historia se inicia cuando Sixto V (1585-1590) da la primera solemne aprobación pontificia al rezo del Rosario, tal como lo conocemos. Antes San Pío V (1566-1572) lo había fomentado y había establecido la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias el 7 de octubre, en agradecimiento por la victoria de Lepanto; y Gregorio XIII (1572-1585) había concedido a esta misma fiesta el título de Nuestra Señora del Rosario. Desde entonces se cuentan por centenares las bulas y documentos pontificios recomendando y enriqueciendo con indulgencias la práctica de esta reina de las devociones marianas.
Su prehistoria es más antigua. Incluso en religiones no cristianas –antes y después de nuestra era– se conoce la utilización de ciertos instrumentos para «contar» el número de oraciones, como hacemos con el Rosario.
De algunos eremitas del desierto –como Pablo, siglo IV– se narra que utilizaban piedrecitas para esto mismo. Y algo semejante se cuenta de Santa Clara de Asís. Pero pronto fueron sustituidos por un sencillo cordón con nudos, que recibía el nombre de paternoster, pues servía para contar los Padrenuestros que se rezaban. Es sabido que antes del siglo XII no se había aún popularizado el rezo del Avemaría y sí el del Padrenuestro, que se remonta a la época apostólica.
Aunque conocemos ejemplos esporádicos del uso del Avemaría, como oración, en la Alta Edad Media, ensamblando el saludo del Ángel y el de Isabel, esta plegaria no se generalizó en el pueblo fiel hasta bien entrado el siglo XII; y, por cierto, que fue acogida con tal entusiasmo que muchos cristianos acostumbraban repetirla incansablemente (otra prueba más del matiz filial en la relación de los cristianos con María). Incluso la expresión Avemaría se convirtió en un saludo habitual, conservado hasta nuestros días.
Pronto intervino la autoridad eclesiástica promoviendo esta práctica. El año 1196, Odón, obispo de París, pide a los presbíteros que «exhorten siempre al pueblo a rezar la oración dominical, el credo y la salutación a la Santísima Virgen»12, y el año 1227 se repite este mandato en el Sínodo de Durham (Inglaterra)13. Desde entonces, y a lo largo de todo el siglo XIII, son muchos los sínodos y obispos que inculcan el rezo del Avemaría. Es sabido que la segunda parte de esa plegaria, el Santa María, Madre de Dios…, se fue generalizando a partir del siglo XIV.
En la prehistoria de la formación del Rosario, propiamente dicho, encontramos, durante el siglo XII, la «corona cisterciense» o crinale, compuesto de 50 «rosas espirituales», es decir, 50 bellas estrofas, que empiezan con el saludo «ave» (Ave María, Ave Mater, Ave Virgo, Ave Domina…); y ya en el siglo XIII con un esbozo del Rosario actual, propuesto por el abad cisterciense de Sallai (Inglaterra), conteniendo quince meditaciones de los principales misterios de la vida de Jesús, intercalándose un Avemaría glosada. Con todo, fueron los dominicos (Santo Domingo de Guzmán, el B. Alano delle Roche y San Pío V) quienes, respectivamente, en los siglos XIII, XV y XVI, contribuyeron más a la difusión y arraigo del Rosario, en su forma actual.
El nombre «rosario» se adoptó en el siglo XVI. Antes era conocido acertadamente como Salterio de la Virgen, porque –nos recuerda Pablo VI– «la serie continuada de las Avemarías… y su número en la forma típica y plenaria de 150 presenta cierta analogía con el Salterio»14.
Serían interminables las citas de Romanos Pontífices, santos y personalidades diversas laudatorias del Rosario. Para Pablo VI, «el Rosario es ponderado e implorante en la oración dominical, lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías, contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios, adorante en la doxología», y le considera «una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar»15. Para Pío IX y Pío X, es «de todas las oraciones la más bella, la más rica en gracias y la más agradable a la Santísima Virgen», llamándole Pío IX «el mismo Evangelio compendiado».
Los Santos de los últimos cinco siglos no se cansan de encomiar el Rosario; pero sabemos que Tomás de Aquino rezaba ya el incipiente rosario de su época. Suárez llegó a decir que consideraba divinamente inspirada la composición de esta plegaria. Pero no son menos interesantes los elogios de hombres de Estado, como Carlos V, Felipe II, García Moreno, O’Connell; de artistas, como Miguel Ángel o Haydn; de científicos, como Pasteur, de pensadores, como Unamuno. He aquí una significativa página del Diario íntimo de don Miguel: «Perdí la fe, pensando mucho en el Credo y tratando de racionalizar los misterios…; hoy, a medida que más pienso, más claros se me aparecen los dogmas y su armonía… La oración es la posible fuente de la comprensión del Misterio. ¡El Rosario! ¡Admirable creación! ¡Rezar meditando los misterios…! Meditarlos de rodillas y rezando: éste es el camino».
Y este camino lo han ignorado todos los que han combatido y combaten el Rosario. Lutero luchó para desarraigar el rezo del Rosario y el Avemaría en el pueblo alemán, porque constituía un auténtico valladar al avance de la Reforma. Los jansenistas, en los siglos XVII y XVIII,y con resonancias en el XIX, combatieron sutil o descaradamente la devoción a la Virgen y singularmente el Rosario dentro de la Iglesia católica. No se piensen los actuales debeladores de la devoción mariana que son originales; podríamos citar testimonios –incluso de Pastores de la Iglesia– de esos siglos más estridentes aún que los que ellos suelen patrocinar. Hace más de cuatro siglos que el infierno lucha contra el Rosario. Las especiosas razones de entonces suelen ser las mismas que las de hoy: en definitiva, se trata de una teología o de una pastoral que racionaliza el Misterio.
El cristianismo no es un sistema de verdades abstractas, susceptibles de malabarismos hermenéuticos intelectuales o ensayos sociológicos. Es más bien la vida resultante del gozoso encuentro del amor creador y del amor creado, que se abrazan libremente. Un misterio que sólo se comprende rezando.
De todas las aprobaciones del Rosario, la más significativa es la de la Virgen misma: Lourdes (1858), Portmain (1871), y, sobre todo, Fátima (1917), donde la aparición se autointituló «Nuestra Señora del Rosario». Y dos cosas, sobre todo, ha recomendado: luchar contra el pecado y rezar… el Rosario.
Recemos nosotros, queridos sacerdotes, y exhortemos a nuestros fieles a rezar el Rosario, sobre todo, en familia. Se acercan días, si no han llegado ya, en que se multiplicarán los factores desintegrantes de la familia. El conocido slogan «familia que reza unida permanecerá unida» resulta más actual que nunca.
2ª El Ángelus #
Sobre el Ángelus (o el Regina coeli) nos hace el Papa una «simple, pero viva exhortación a mantener su rezo acostumbrado donde y cuando sea posible»16.
Hay datos de que en el siglo XIII el pueblo fiel de algunas regiones de Europa acostumbraba a saludar a María cuando escuchaba el toque vespertino de las campanas. Así, en 1263, el Capítulo General de los Franciscanos, celebrado en Pisa, bajo el generalato de San Buenaventura, dispone que «los hermanos exhorten al pueblo a recitar la salutación angélica al toque de la campana después de completas, porque se piensa que en esta hora fue saludada María por el Arcángel»17.
La primera intervención pontificia en favor del Ángelus vespertino se debe a Juan XXII, en una carta del 4 de octubre de 1318.
En cuanto al Ángelus de la mañana, el testimonio más antiguo es de 1317: En la Chronica Parmensis se narra que en la ciudad de Parma el obispo exhortaba a todos a rezar tres Padrenuestros y Avemarías al toque matutino, que la autoridad civil consideraba como inicio oficial de los trabajos.
Todavía es más tardío el origen del Ángelus del mediodía. Parece que comenzó en Francia a mediados del siglo XV.Consta de un legado de 1460, fundado en Le Puy «ut ter in die pulsaretur maior campana, ad cuius sonitum salutatio angelica recitaretur; quae consuetudo nondum forte alibi erat recepta»: «que se tocara tres veces al día la campana, a cuyo toque se rezara la salutación angélica; costumbre ésta quizá no generalizada en otras partes».
Lentamente, a través del tiempo, la piedad filial de los cristianos ha ido suscitando estas prácticas como medios para hacer presente en nuestras vidas, trabajos y fatigas diarias a la Madre del Cielo. Sólo la insensatez o la impiedad puede manifestar desprecio por estos frutos del alma popular y del Espíritu de Dios.
Hoy vivimos tiempos de secularización. Hay una secularización razonable, que es el justo reconocimiento de la autonomía de las realidades terrenas, puesto de relieve por el Concilio: y otra irrazonable que consiste en el olvido de Dios y su ley, en desconocer la «religación» profunda que las mismas realidades autónomas terrenas mantienen con Dios y su Cristo.
Pues bien, qué duda cabe que el rezo del Ángelus o del Regina coeli, que cualquiera puede aprender, en esas tres horas del día, viene a ser una especie de consagración de fatigas y trabajos a la Reina del Universo volviendo a «religar» lo que la impiedad desliga. Lo que puede realizarse en cualquier sitio: en el coche, el tren o el avión, en la oficina o el taller, en la calle o el bar. Basta un minuto de silencio y reflexión. Todavía impresiona, en su sencilla solemnidad, la escena de los campesinos orantes del famoso lienzo El Ángelus, de Millet.
3ª La práctica de las tres Avemarías #
Al conceder en 1975, con mi bendición, el Imprimatur del libro Los asombrosos frutos de una sencilla devoción, que el Secretariado Nacional de la «Cruzada de las Tres Avemarías» pone a disposición de cuantos lo soliciten, escribía que, en él, «junto a una sana doctrina mariana…, se registran una serie de hechos maravillosos y recientes, todos fidedignos, que prueban la eficacia de esta ya antigua devoción en honor a la Santísima Virgen y de la Augusta Trinidad».
Así es, y así lo comprobará quien lo lea y quien se decida a probar en sí y en los demás esta fácil y eficaz práctica mariana.
Tal vez haya sido el capuchino de Blois, P. Juan Bautista, el apóstol más señalado de esta devoción en nuestro siglo. Al exponerla el año 1900 en el Congreso Mariano de Lyon, pudo comprobarse que no era demasiado conocida por el pueblo. Sin embargo, sólo tres años más tarde en el Congreso de Friburgo, pudo constatarse su amplia difusión por Francia, Canadá, Bélgica, España, Alemania, Italia, Suiza. ¿A qué se debía ese éxito?
Quizá la explicación la dio el benemérito capuchino en el Congreso Mariano de Einsiedeln el año 1906, cuando se hacía eco de la gran acogida que había dado el pueblo a sus campañas de difusión; que, «si a ciertos intelectuales puede parecerles desproporcionado este medio tan fácil con el fin que se pretende con él alcanzar, tendrán que habérselas con la Santísima Virgen, que ha querido enriquecerlo con sus promesas, o mejor aún, con el mismo Dios, que le ha otorgado tal poder. Y, por otra parte, ¿no parece ser ya una constante del Señor el obrar las más grandes maravillas con medios que nos parecen los más simples y desproporcionados?»
La costumbre de rezar tres Avemarías diariamente a la Virgen para conservar la pureza de la mente, del corazón y del cuerpo arranca tal vez de San Antonio de Padua (1195-1231), quien, aparte de su actividad misionera, fue uno de los más notables mariólogos del siglo XIII. Poco después, Santa Matilde (1241-1281) tenía una aparición, en la que la Señora le inculcaba el rezo diario de tres Avemarías, «dando gracias en la primera al Padre por el Poder que me otorgó, en la segunda al Hijo por la Sabiduría que me comunicó y en la tercera al Espíritu Santo por el Amor con que me colmó», prometiendo a quien lo hiciere la gracia de una buena muerte.
Apóstoles insignes de esta práctica mariana fueron el célebre misionero San Leonardo de Porto Mauricio (1675-1751) y el teólogo mariólogo y fundador de los Redentoristas, San Alfonso María de Ligorio, cuyo conocido libro Las Glorias de María ha tenido más de 900 ediciones, con centenares de miles de ejemplares.
Se diría hoy que esta práctica ha sido pensada para nuestro tiempo de agitación y prisa. Muchas y agobiantes pueden ser las ocupaciones de una persona, pero, aun así, ¿quién no puede dedicar, de los 1.440 minutos que tiene el día, menos de uno a honrar a la Virgen en su relación con la Trinidad, sabiendo que Ella «es tan generosa y magnífica que acostumbra a recompensar con grandes favores los más pequeños servicios»? (San Andrés Cretense).
¡Cuánto bien harían los padres y educadores si enseñaran a los niños, ya desde la cuna, a rezar las tres Avemarías cada noche, y los confesores, si tomaran la costumbre de recomendar esa práctica a sus penitentes!
Reflexión final #
Siempre ha sido propicio el mes de mayo para hacer una revisión de nuestro espíritu mariano: del puesto que ocupa la Virgen en nuestra espiritualidad sacerdotal y en nuestra actividad pastoral.
Me he referido concretamente a tres formas devocionales, aparte del ejercicio del mes de mayo. Podría sugerir también otras: los primeros sábados del mes, el Escapulario o Medalla, la actualización con sano criterio pastoral de Novenas, Cofradías y Asociaciones marianas y, singularmente, para nosotros sacerdotes, la profundización por el estudio y la oración de todo el misterio mariano, que podrá ayudarnos a vivir en gozosa plenitud nuestro sacerdocio.
Nuestra pastoral debe encaminarse a crear cristianos comprometidos, fíeles a Cristo y a su época, de fe firme y lúcida, que arrimen el hombro con sus hermanos los hombres, creyentes o no, en la construcción de un mundo más justo y mejor, sin dejar de ser siempre «testigos de Cristo Resucitado» ante los hombres de hoy. Pero a la hora de formar los cristianos «de vanguardia», más comprometidos, que siempre serán minoría, no olvidemos la gran masa de creyentes, más o menos comprometidos también en su cotidiano vivir, que nunca entrarán por ciertos métodos apostólicos más exigentes; pero a los que tenemos que enseñar a orar, para que su vida, su trabajo y ocio, sus aspiraciones no se desliguen totalmente de la fe y de Dios. Como tenemos que enseñar a rezar a los primeros para que su compromiso y testimonio sean plenamente cristianos, y no simplemente humanos, sociales o políticos.
Y convenzámonos, por último, que todas nuestras técnicas y esfuerzos pastorales y todos los medios humanos resultarán siempre insuficientes y hasta, en ocasiones, inadecuados en la lucha contra el «príncipe de este mundo», ya que nuestro combate no es contra la sangre y la carne (contra hombres), sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos (Ef 6, 12).
Mas es precisamente María la gran debeladora de ese genio del mal, que afirma su terrible poder en el mundo, humillándonos, confundiéndonos, engañándonos y manchándonos con la baba del pecado, a pesar de todo el movimiento pastoral de la Iglesia. La teología y la historia demuestran cómo teme a la Virgen María el príncipe de las tinieblas.
Así, pues, ayudar a los hombres a descubrir a María es ayudarles a descubrir su plena autorrelación, su definitiva salvación.
Os pido, sacerdotes, que en vuestras parroquias, ahora durante el mes de mayo, y siempre con la oportunidad que nos viene dada por el año litúrgico y la devoción del pueblo, os esforcéis por encontrar, con saludable iniciativa, formas aptas para el cultivo de la piedad mariana en vuestras comunidades parroquiales. Enseñad al pueblo a honrar a María, a invocarla, a meditar en sus virtudes y ejemplos, a orar ante Ella suplicando su intercesión maternal.
Sin exageraciones –por eso estamos tratando de reformar los estatutos y prácticas religiosas de las Cofradías–, pero también sin complejos ni exigencias extemporáneas; atentos a las orientaciones mariológicas del Concilio Vaticano II y de la Marialis Cultus de Su Santidad Pablo VI.
Os pido a los colegios de la Iglesia y, en su medida, a los educadores católicos de todos los centros docentes que no desaprovechéis la ocasión que tenéis en vuestras manos de llevar al corazón de vuestros alumnos y alumnas el ejemplo de vuestra piedad mariana, la orientación doctrinal para su mejor educación en la fe en la Virgen María, el impulso eficaz que les ayude a recibir la gracia de Dios para vencer las tentaciones y la tiranía del pecado. Sois responsables, educadores, y de manera especial los religiosos y religiosas. Ofreced ahora todo lo que la Iglesia os pide que ofrezcáis, con fidelidad, con delicadeza, con amor, con inquebrantable adhesión al Magisterio de la Santa Iglesia de Dios. Mañana será tarde.
1 Cf.Divinae institutiones,I, 20.
2 Discurso, del 21 de noviembre de 1964, sobre María, Madre de la Iglesia. Véase Concilio Vaticano II. Constituciones, decretos, declaraciones, BAC 252, Madrid8 1975, 1071s.
3 San Agustín,Sobre la sagrada virginidad,6 en:Obras completas,vol. 12, Madrid2 1973, BAC 121, 128.
4 Comentarios a San Juan, 1, 6: PG 14, 32.
5 Adversus Haereses, 4, 33, 11: PG 7, 1080.
6 Sobre la sagrada virginidad, 6: PL 40, 339. Véase la nota 3.
7 Ad pacem, en la Misa de la Asunción de la Virgen, en: Ferotin, LS, 594.
8 Completuria,enOracional Visigótico,Madrid 1956, 223.
9 Bula Gloriosae Dominae, 27 de septiembre de 1748.
10 Pablo VI, Homilía al pueblo de Cerdeña, congregado en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria, 24 de abril de 1970.
11 Exhortación apostólica Marialis cultus, 2 de febrero de 1974, n. 24.
12 Mansi,Coll. Concil.XXII, 881.
13 Ibíd., 1108.
14 Marialis cultus, n. 49, c.
15 Ibíd., 50 y 54.
16 Marialis cultus,n. 41.
17 Chronica XXIV Gener., en Analecta Franciscana,3, 329.