Evangelización y misión

View Categories

Evangelización y misión

Discurso de clausura de los actos de la XXVII Semana Española de Misionología, celebrada en Burgos del 5 al 9 de agosto de 1974. El arzobispo de Toledo representó en dicha clausura al Prefecto de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Cardenal A. Rossi. Texto reproducido en la revista Nuestro Tiempo, núm. 224, octubre de 1974, pp. 261-280.

Considero que es para mí un alto honor y un privilegio estar entre ustedes esta tarde. En primer lugar, por traer la representación personal de Su Eminencia el Cardenal Rossi, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, a quien su viaje a Japón ha impedido venir a Burgos. En segundo lugar, por el hecho de poder sumarme, aunque sólo sea con esta modesta intervención, a los actos de la XXVII Semana Española de Misionología que ahora va a ser clausurada. Burgos, con sus Semanas Misionales, tiene una gloria y un servicio más que añadir a los muchos que ha ofrecido esta diócesis a la Iglesia universal a lo largo de los siglos.

Les pido perdón anticipadamente porque es casi seguro que voy a repetir ideas que habrán sido expuestas aquí estos días con mucha más competencia y brillantez que las que pueda tener yo. La ventaja que de esta reiteración podrá derivarse es que ello contribuirá, sin duda, a una mayor fijación de conceptos fundamentales sobre el problema de la evangelización, clavado hoy en el corazón de la Iglesia, tanto para ser estímulo y motor de sus anhelos apostólicos como para recibir de su propia sangre pura el riego que esa evangelización necesita para ser auténticamente eclesial.

El próximo Sínodo de Obispos se ocupará ampliamente de este tema, la evangelización del mundo. Por todas partes, del seno de diversas instituciones de la Iglesia, van surgiendo conversaciones, escritos, coloquios, asambleas, etc., que tratan de la evangelización. Dios quiera que acertemos a señalar bien sus exigencias. La palabra tiene resonancias muy hermosas, y es de las pocas que quedan todavía capaces de despertar amor en un alma cristiana. Ojalá no se impurifique el concepto. Ojalá, más todavía, los espíritus que acogen esa palabra santa sepan alimentarse, para vivirla, del mismo Cristo, ¡evangelizador único del mundo!

Evangelización en sentido genérico y evangelización misionera #

La evangelización es el anuncio activo de esa “buena nueva” o evangelio de Jesús, que debe ser proclamado a todos los hombres. Es un deber que el mismo Cristo ha confiado a la Iglesia (Mc 13, 10; Hch 5, 42; 13, 32). En la introducción (núm. 4) del documento-proyecto sobre la “Evangelización en el mundo contemporáneo”, que ha preparado la Secretaría del Sínodo como base para la futura asamblea, se explican las diferentes acepciones de la palabra evangelización. En su sentido genérico señala toda actividad apostólica y pastoral propia de la Iglesia, con la cual mantiene entre los hombres viva y operante la fe en Cristo, y procura apacentar y guiar la comunidad eclesial según los designios del mismo Cristo. La evangelización misionera queda restringida al primer anuncio de Cristo y su Evangelio, hecho a los no-cristianos, con el cual se suscita la fe y conversión a Cristo, y se forma una nueva Iglesia. En los documentos conciliares, como veremos, aparecen esas diferencias que caracterizan los diversos sentidos de la evangelización (por ejemplo, PO 4; SC 9b).

El vocabulario bíblico reserva prevalentemente para el primer anuncio misionero el verbo κηρύσσειv (“anunciar”) (Mc 16, 15; 1Cor 1, 23; Gal 2, 2; Hch 8, 5; 9, 20, etc., hasta 61 veces en el Nuevo Testamento); el verbo ευαγγελίζεσθαι (“evangelizar”) (Lc 16, 16; Hch 8, 35; 10, 36; Gal 1, 8-9; 1Cor 1, 17, etc.). El mismo Nuevo Testamento señala la fe como el fruto inmediato de la evangelización misionera (Rm 10, 14-15; 1Cor 1, 21), y como su consecuencia, colocar el cimiento de ese nuevo “edificio” que es la Iglesia o plantar la simiente de ese nuevo árbol (1Cor 3, 9ss.; Ef 2, 20; cf. LG 6cd). La evangelización en general, bajo la forma de instrucción (Hch 5, 42) o de exhortación (Hb 13, 22), viene descrita con los verbos διδάσκeiν (“enseñar”, 95 veces en el Nuevo Testamento) o de “instruir” (Gal 6, 6; Hch 18, 25), “hablar”, etc., y tiene como fin la profundización en los misterios de la fe, sacando sus últimas consecuencias1.

Estos diversos sentidos de la evangelización responden a diversas actividades, con las que la Iglesia cumple su misión. Así, encontramos en la Iglesia una actividad pastoral genérica, otra más específica ecuménica y la propiamente misionera. El mismo Cristo se presentó como el Buen Pastor que “apacienta sus ovejas”, y que tiene otras ovejas “que no son aún de su redil y es preciso que las traiga y se haga un rebaño” (Jn 10, 16). En la primitiva Iglesia el Espíritu Santo repartía diversos carismas; unos, como el propio de los Apóstoles, estaban directamente ordenados a la evangelización misionera; otros, como los doctores o los que interpretaban las lenguas, miraban más bien a mantener viva la fe dentro de la comunidad eclesial. Entre los diferentes ministerios, recuerda San Pablo su ministerio misionero ‘‘dando el testimonio a judíos y griegos sobre la conversión y fe, predicando el “kerigma” (κήρυγμα), que distingue del ministerio de aquellos que “tenían que mirar por el rebaño, sobre el cual el Espíritu los había constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios” (Hch 20, 21-28). Esta doctrina la recoge el Concilio al hablar de la vocación específicamente misionera (AG 23a).

La misión de la Iglesia, una e idéntica #

Las diferencias entre la evangelización en su sentido general y el específicamente misionero, no hay que buscarlas dentro del concepto mismo de misión de la Iglesia, como si la Iglesia tuviese una misión distinta en el tercer mundo o en los países subdesarrollados o entre los grupos no-cristianos y otra misión entre los cristianos. Su misión es única e idéntica: llevar los hombres a Dios; “la misión propia que Cristo confió a su Iglesia es… de orden religioso” (GS 42b); “la misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, que hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia” (AA 6a); “recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos” (LG 5b). Esta única misión se realiza de diversas formas, y las diferencias comienzan a aparecer cuando las condiciones religiosas de aquéllos entre los que se lleva a cabo la misión son diversas, o los métodos y los fines inmediatos que se pretenden son diferentes.

El Concilio ha querido subrayar esta doctrina para evitar el peligro de creer que la misión de la Iglesia puede cambiar según las circunstancias, y en unos territorios sea, por ejemplo, de tipo social y en otros de tipo religioso; o que en unas circunstancias pueda usar de medios meramente humanos y en otras de sólo espirituales. “Este deber [o misión] del que está encargado el Orden de los Obispos, presidido por el sucesor de Pedro, con la oración y cooperación de toda la Iglesia, es único e idéntico en todas partes y en toda situación, si bien no se ejerce del mismo modo según las circunstancias. Por consiguiente, las diferencias que en esta actividad [misionera] de la Iglesia hay que reconocer, no provienen de la naturaleza íntima de su misión, sino de las condiciones en que tal misión se cumple… Se hace patente que la actividad misionera fluye de la misma naturaleza íntima de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica perfecciona dilatándola…, cuya santidad testifica, difunde y promueve. De este modo, la actividad misionera entre los infieles difiere de la actividad pastoral que hay que realizar con los fieles y de las iniciativas para la unidad de los cristianos…” (AG 6a, d). Doctrina que el Papa nos ha vuelto a recordar. ‘‘Con frecuencia, al subrayar algunos grandes problemas internos de la Iglesia, se corre el peligro de identificarlos con la misión de la Iglesia, mientras no son más que aspectos de la única, y más grande misión de la misma. Hay que convencerse que toda específica, personal, local misión, toda obra de apostolado, cualquiera que sea, debe desarrollarse siempre en orden al grande y esencial deber de la Iglesia: la evangelización del mundo. Sin esta conexión fundamental, ninguna iniciativa apostólica, aunque sea noble y urgente, tendría sentido pleno y justo”2.

Razones teológicas, pastorales y espirituales de la distinción que hacemos #

Supuesta esta doctrina fundamental, podemos seguir adelante. La razón de hacer esta distinción entre evangelización genérica y propiamente misionera se funda en diversos hechos reales. Desde un punto de vista teológico, es importante mantener la distinción, porque la evangelización misionera no puede faltar en la vida y actividad de la Iglesia, que tiene la obligación explícita de ir a todos los hombres, llevando el anuncio de Cristo y haciéndolos sus discípulos. Por tanto, la evangelización misionera debe distinguirse y destacarse entre otras actividades de la Iglesia. Si la Iglesia pensase que cumple su misión porque no abandona a sus hijos, pero olvida a los que “están aún lejos”, se equivocaría. ¿Qué tiene de católica una Iglesia que sólo se preocupase de los asuntos internos de su propia casa? Ya durante el Concilio Vaticano II, Monseñor de Souza, arzobispo de Bhopal (India), recordaba en el aula conciliar que apenas si llega al 5% (quizá el 3%) del total de la actividad de la Iglesia en el mundo, el esfuerzo dedicado a la evangelización misionera de “razas y lenguas, pueblos y naciones” donde la Iglesia aún no vive como realidad viva; e insistía en el daño que hacen a la causa misionera eslóganes confusos que hablan, por ejemplo, de Francia como país de misión, y ese vocabulario impreciso que aplica las categorías de la evangelización misionera a cualquier actividad de la Iglesia3.

Todos los miembros de la Iglesia tienen –a distinto nivel– que sentir su propia responsabilidad en favor de la evangelización misionera, ya que se trata de una obra esencial de la Iglesia, impuesta por el mismo Cristo. En concreto, los obispos no pueden creer que cumplen su vocación eclesial ejercitando el oficio de “pastor” en la propia diócesis, porque “han sido consagrados no sólo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo. A ellos con Pedro y bajo Pedro afecta primaria e inmediatamente el mandato de Cristo de predicar a todo el mundo” (AG 38a). Es verdad que su “poder pastoral” lo ejercen sólo en una diócesis, pero están obligados a una responsabilidad por la evangelización misionera. Los sacerdotes no podrán nunca contentarse con una actividad dentro de los límites de una parroquia u otra comunidad eclesial, ya que la ordenación sacerdotal “no destina a los sacerdotes a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de la salvación hasta el confín de la tierra” (PO 10a; 2d). Los fieles cristianos no deberán vivir tranquilos porque guardan la fe y practican cierta caridad, si se desentienden en sus oraciones, preocupaciones y actividades de la evangelización misionera, pues ellos también están “obligados a cooperar a la extensión y progreso del Reino de Dios en todo el mundo” (LG 35). Distinguir y destacar la evangelización misionera dentro de las actividades de la Iglesia es favorecer el cumplimiento de un deber eclesial, teológicamente indiscutible.

Desde un punto de vista pastoral, es muy interesante mantener la distinción para poder planificar el método concreto de evangelizar. No se puede anunciar del mismo modo el mensaje de Cristo a los que nunca han oído hablar de Él, que a los que un día le aceptaron, y ya le conocen, aunque en la vida no le sigan fielmente. La capacidad de recepción en ambos casos es diversa. No se puede proceder de la misma manera cuando se comienza a formar una Iglesia particular desde sus cimientos que cuando se trata de fortalecer sus muros o defenderla. El trabajo del sembrador es distinto del que cuida la planta o recoge el fruto; todos pretenden lo mismo, pero cada trabajo exige una época, su ritmo, su forma de proceder y, desde luego, el más fundamental es el de sembrar la semilla y plantar.

En el campo de la espiritualidad, la evangelización misionera lleva consigo unas notas peculiares. El misionero vivirá en una actitud de completa confianza en las fuerzas sobrenaturales, ya que apenas si encontrará ayudas en el ambiente y en los medios con que cuenta, completamente desproporcionados con el fin que pretende. Ha de vivir en plena disponibilidad, sabiendo disminuir y desaparecer para que la joven Iglesia crezca. Apenas si verá el fruto de sus sudores, ya que vive la espiritualidad del grano de trigo que cae en tierra y muere, dejando a otros recoger las espigas.

Mutua relación de las diversas actividades de la Iglesia #

Estas actividades eclesiales que por razones teológicas, pastorales y espirituales se diferencian como formas concretas de realizar la única misión de la Iglesia, están entre sí íntimamente unidas y entrelazadas como recuerda el Concilio (AG 6d). No se pueden separar unas de otras. El auténtico “pastor”, mientras guarda sus ovejas, no pierde de vista las “otras que no son del redil”. El verdadero miembro de la comunidad eclesial sabe que su vida y sus trabajos, aunque limitados en el tiempo y en el espacio, tienen repercusión en la obra de evangelización misionera que realizan otros hermanos de la comunidad en sitios lejanos. No se trata sólo de experiencias espirituales. En realidad, existe una mutua interrelación y mutuo influjo entre todas las actividades de la Iglesia. Los sudores y sacrificios de los misioneros repercuten en toda la Iglesia, y todo trabajo pastoral, cuando es verdadero, fructifica también en las misiones. Por otra parte, cualquier preocupación y trabajo para ayudar a la evangelización misionera, se traduce en gracias y frutos en favor de la pastoral dentro del propio campo.

La raíz teológica de este mutuo influjo soteriológico está en el hecho de que el sujeto de todas estas actividades es una y la misma Iglesia de Jesucristo. No existe verdadera evangelización si no procede de la Iglesia y se mantiene unida a la Iglesia. La Iglesia es la continuadora de la obra evangelizadora de Jesucristo, y por eso sólo ella puede enviar misioneros y puede sostener todos los otros esfuerzos en favor de las almas. Y cualquier trabajo evangelizador tiene su repercusión a través de la Iglesia en aquellos que, unidos a ella, trabajan por realizar su misión. Otra explicación de esta interrelación entre las diversas formas de evangelización la encontramos en la naturaleza de los carismas y ministerios en la Iglesia. El que trabaja en una actividad eclesial ha recibido para ello una gracia o carisma, pero estas gracias no se dan sólo a beneficio de un individuo o una comunidad exclusivamente, sino que vienen conferidas “para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1Cor 12, 7)” (LG 12b).

Características de la evangelización misionera #

Si la evangelización misionera responde a una actividad específica de la Iglesia, ¿cuáles son sus características que la distinguen de otras actividades, como la evangelización genérica? El Concilio, a la hora de hacer una descripción de la actividad misionera, toma como punto de partida dos ausencias: la de la fe (nondum credentes) y la de la Iglesia como organismo visible (nondum radicata), para llegar como término a través de la evangelización misionera a dos presencias: la de la fe en Cristo y la de la Iglesia (AG 6a). Suscitar esa fe en Cristo y comenzar la formación de una Iglesia particular (actividad descrita con los verbos “plantar, implantar, edificar, congregar”) son los fines inmediatos de la evangelización misionera. Descendiendo al campo concreto, ¿en qué consiste la evangelización misionera?

La Palabra de Dios #

La evangelización misionera consiste en el anuncio explícito de Jesucristo por medio del ministerio de la palabra. La palabra suscita la fe y congrega la Iglesia. La palabra no puede ser substituida por otras obras de tipo social o religioso. Recordaba un día el Papa, “el acento sobre las necesidades materiales de los pueblos tan necesitados amenaza oscurecer un poco, en algunos, lo que para la Iglesia permanece primordial: la Palabra de Dios que transmitir, el mensaje de salvación que comunicar, en una palabra: la evangelización”4.

En el número 4 del decreto conciliar sobre el ministerio de los sacerdotes se analiza el dato teológico de la necesidad de la palabra, y se señalan a la vez las diferencias entre la evangelización misionera y la evangelización en general. En el contexto se subraya que el “primer deber de los sacerdotes es anunciar a todos el Evangelio”.

“Porque por la palabra de salvación se suscita en el corazón de los que no creen y se nutre en el corazón de los fieles la fe, por la que empieza y se acrecienta la congregación de los fieles, según aquello del Apóstol: La fe viene de la audición, la audición, empero, por la palabra de Cristo (Rm 10, 17) … Ora, pues, con su buena conducta entre los gentiles los induzcan a glorificar a Dios, ora predicando públicamente el misterio de Cristo a los que no creen, ora enseñen la catequesis cristiana o expliquen la doctrina de la Iglesia, ora se esfuercen en estudiar las cuestiones de su tiempo a la luz de Cristo, su misión es siempre no enseñar su propia sabiduría, sino la Palabra de Cristo… Así el ministerio de la palabra se ejerce de forma múltiple según las varias necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o sectores no cristianos, por la predicación evangélica son atraídos los hombres a la fe y a los sacramentos; en la comunidad, empero, de los cristianos, la predicación de la palabra se requiere para el ministerio mismo de los sacramentos…” (PO 4ab; cf. SC 96).

Según esta exposición, la evangelización misionera consiste en el anuncio público de Cristo, se realiza en regiones o sectores no cristianos, tiene como fruto suscitar la fe en el corazón de los que aún no creen, atrayendo a los hombres a los sacramentos, en concreto al bautismo, puerta de la Iglesia. ‘‘Predicando el Evangelio –recuerda la Lumen Gentium en un texto misionero– [la Iglesia] atrae a los oyentes a la fe y los prepara al bautismo” (LG 17). La evangelización en general, por el contrario, se realiza dentro de una comunidad más o menos cristiana, nutre la fe ya presente en el corazón de los fieles, y consiste en la enseñanza orgánica de la doctrina de la Iglesia, que ha recibido de Cristo, y de penetrar y vivir cada vez más su misterio insondable. Está especialmente vinculada a la vida sacramental, en concreto a la Eucaristía, y la misma Misa contiene una liturgia de la palabra.

La Persona de Cristo #

Pasemos ahora a examinar el contenido característico de la evangelización misionera. El tema central de esta evangelización es la Persona de Cristo, epifanía del amor de Dios y salvador de los hombres. ‘‘La evangelización debe asegurar o buscar un anuncio explícito de Jesucristo”5. El cristianismo no es un sistema filosófico ni es tampoco primariamente un conjunto de creencias o prácticas cultuales, es, ante todo, una Persona, Cristo, que comunica la salvación a los que le aceptan por la fe. La evangelización misionera conduce a ese primer encuentro decisivo entre Cristo y el hombre aún infiel. Un encuentro personal, con repercusión en toda la vida. El kerigma de los Apóstoles estaba centrado en la persona de Cristo. Basta recordar la primera predicación de San Pedro a los gentiles en Cesárea (Hch 10, 34-43); ver otros tipos de kerigma de Pedro (Ib 2, 22-26; 2, 12-26); San Pablo se gloriaba de anunciar sólo a Cristo y Cristo como Redentor (1Cor 1,23; 2, 1-2), y anunciaba (κηρύσσειv) a Jesucristo, el Señor (2Cor 4, 4-5).

El no-cristiano que todavía no tiene fe necesita de Cristo. Su vida está llena de interrogantes profundos (NAe 2; GS 10). Más que cualquier hombre experimenta “una sublime vocación y a la vez una profunda miseria”, sintiendo en sí una lucha dramática entre el bien y el mal, y viendo cada día su incapacidad “hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas” (GS 13bc). Y añade el Concilio, hablando explícitamente de los no-cristianos, “con mucha frecuencia engañados por el Maligno se envilecieron y trocaron la verdad de Dios en mentira…, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación eterna. Por lo cual la Iglesia, acordándose del Señor, que dijo: Predicad el Evangelio a toda creatura (Mc 16, 15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos” (LG 16).

La Iglesia sabe que a la “humanidad no ha sido dado otro Nombre en el que es necesario salvarse” (GS 10b). “Señor Jesús –exclamaba el Papa en Bogotá–, Tú eres necesario, Tú eres suficiente para nuestra salvación”6. Por esta necesidad de Jesucristo, concluye el Concilio, “es necesario que todos se conviertan a Él, conocido por la predicación de la Iglesia, y por el bautismo sean incorporados a Él y a la Iglesia” (AG 7a). En esa vocación e incapacidad a la vez del hombre para salvarse, y en esa necesidad de conocer a Cristo anunciado por la predicación, radica la importancia de la evangelización misionera, y se explican sus características. Es un mensaje centrado en Jesucristo, único salvador de todos.

Así pues, la sacramentalización es un elemento integrante de la evangelización, a partir de una primera noticia del Evangelio y de su aceptación. Nadie cree en Jesucristo sino por la acción de Cristo mismo, que difunde su vida a través de los cauces privilegiados de los sacramentos. La sacramentalización no es mera culminación de la obra evangelizadora, sino elemento esencial de la misma. Dado que el cristianismo no es una ideología, sino, ante todo, vida en Cristo, no existe mejor evangelizador que el mismo Cristo a través de sus sacramentos. Y esto sin entrar en la cuestión de los sacramentos como vehículos de pedagogía eclesial de la fe. Por tanto, hablar de evangelización implica, al menos cuando ya se ha hecho un primer anuncio del Evangelio y ha sido aceptado en alguna medida, crear las condiciones más adecuadas para la frecuencia de sacramentos (predicación, catequesis, visita de enfermos, etcétera).

Pienso que la menor tensión evangelizadora de nuestros días obedece, en buena parte, a que en la práctica pastoral hemos descuidado la administración de sacramentos y toda la serie de exigencias que ella impone en el orden sobrenatural. Así resulta que hemos querido lanzar al mundo, con pretensiones de evangelización, a personas vacías de vida (a veces este vacío nos afecta a nosotros mismos), incapaces de comunicarla y fáciles presas de otras ideologías. La ruina lamentable de muchas organizaciones de apostolado ha venido por este camino.

Audacia evangélica #

A pesar de esta urgencia y necesidad, el anuncio de Jesucristo a los no cristianos está lleno de dificultades. Casi siempre superiores a las que puede encontrar la pastoral en un mundo más o menos cristianizado. Parece que el kerigma de Cristo va contra corriente, y que al mundo pagano no le interesa su verdadero mensaje. Busca otro mensaje más inmediato y práctico. Los análisis socioculturales realizados hoy en las misiones confirman esta impresión. Debemos añadir que esta experiencia no es nueva. Ya los Apóstoles la tuvieron. Humanamente les parecería imposible introducir a Cristo en el mundo que les rodeaba. No perdieron el ánimo, sabiendo que contaban con una fuerza superior, la del Espíritu, para superar las dificultades. Y por esta razón el Nuevo Testamento une constantemente a la evangelización misionera el término griego parresía (παρρησία), que significa anunciar a Cristo con audacia en medio de las dificultades, con libertad, con fe en el triunfo, con valentía: Fueron llenos del Espíritu Santo y hablaban la palabra de Dios con audacia (Hch 4, 31, véase v. 13); Pablo, en Damasco había predicado valientemente el nombre de Jesús (Hch 9, 27ss.; 26, 26; 28, 31; 1Ts 2, 2, etc.). Esta audacia para el anuncio misionero era objeto de las oraciones de la primitiva Iglesia: Orad para que cuando predique me sean dadas palabras para dar a conocer con audacia el misterio del Evangelio, repetía San Pablo a los efesios (Ef 6, 19). Concede, Señor –oraba la comunidad de Jerusalén–, a tus siervos hablar con toda libertad tu palabra (Hch 4, 29). Esta valentía o fe o audacia sobrenatural es una característica de la evangelización misionera. No hay que olvidar que la predicación de Cristo tiene un carácter público, no se trata de una transmisión secreta, como era propio de algunas sectas gnósticas. Cristo mandó predicar en las casas, o sea, a las familias, en las plazas (Lc 10, 5-10) y desde los tejados (Mt 10, 27); todas estas imágenes exigen una actitud de audacia y libertad en el evangelizador. Podemos concluir con San Juan Crisóstomo: “El kerigma hay que anunciarlo con parresía, y sin parresía no hay verdadero kerigma” (PG 62, 666). Estas enseñanzas están recogidas en varios textos del decreto conciliar sobre las misiones: “Donde quiera que Dios abre la puerta de la palabra para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres confiada y constantemente, hay que anunciarlo…” (AG 13a). “El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de Cristo, cuyo legado es, de forma que se atreva a hablar de Él como conviene, sin avergonzarse…” (AG 24b). El término “con confianza” traduce el latino fiducia, fiducialiter, que según las referencias bíblicas que acompañan al texto conciliar, es la traducción de la parresía.

Fidelidad #

La parresía es también necesaria, porque el misionero ha de tener el coraje de anunciar fielmente a Cristo y su evangelio, sin cambiarlo ni quitar sus exigencias radicales. Siempre es una tentación a la hora del anuncio dejarse seducir de la sabiduría de este mundo o de las tradiciones de los hombres (Col 2, 4-8; 1Cor 1, 18). Los Apóstoles fueron siempre misioneros fieles, repudiando los disimulos vergonzantes, no procediendo con astucia ni falsificando la palabra de Dios, sino manifestando la verdad…, pues no nos predicamos (κηρύσσειv) a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor (2Cor 4, 2-5). La fidelidad al mensaje recibido es otra nota característica de la evangelización misionera. No se tratá de inventar un mensaje nuevo, sino de transmitir fielmente lo que nos ha enseñado el Señor. San Pablo une la noción de kerigma con la parádoxis o transmisión fiel (1Cor 15, 1ss., 4; Gal 1, 9-12). “Lo que ha sido una vez predicado por el Señor… debe ser proclamado y difundido hasta los confines de la tierra” (AG 3c). Es verdad que esta fidelidad en la proclamación de Jesús y su Evangelio afecta también a la evangelización en general, pero ésta se caracteriza sobre todo por su sensus Ecclesiae, fidelidad en transmitir y explicar el mensaje de Cristo tal como lo interpreta y lo enseña hoy su Esposa fiel, la Iglesia, con su Magisteriocontinuo (LG 25; DV 10). El sensus fidei propio de la comunidad debe estar guiado por el Magisterio auténtico (LG 12a) de la Iglesia, que procura aplicar el Evangelio a los problemas concretos de la vida.

Testimonio #

La evangelización misionera tiene otras notas características propias. Notas que no faltan a la evangelización en general, pero delinean con tal relieve la evangelización misionera que la distinguen de cualquier otra forma de evangelización. Debe ser un anuncio acompañado del testimonio: (Cristo) nos mandó predicar (κηρύσσειv) y testimoniar al pueblo que Él ha sido constituido juez de vivos y muertos; de Él hablan los profetas, que quien cree en Él recibirá el perdón de los pecados (Hch 10, 42-42; Mt 24, 14). ¿En qué consiste este testimonio que acompaña la evangelización misionera? Se manifiesta, primero, en la vida, en una serie de signos (desde la pobreza y austeridad hasta las manifestaciones más exquisitas de la caridad), signos por medio de los cuales Dios habla y se revela (DV 2); “Cristo, el gran profeta, proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con la fuerza de la palabra” (LG 35). Esta clase de testimonio es en sí una revelación, prepara el terreno para la aceptación de la palabra, y la confirma. Pero el testimonio misionero se manifiesta también en la convicción personal con la que el evangelizador anuncia a Cristo, de quien ha tenido una experiencia inconfundible. Para los Apóstoles esta experiencia fue, además, histórica, física, material, ya que anunciamos y testificamos… lo que hemos visto, tocado y palpado (1Jn 1, 1-3); vosotros daréis testimonio porque desde el principio estáis conmigo (Jn 15, 27; Mc 3, 14); seréis mis testigos, dijo Cristo en el mandato misionero (Hch 1, 8). Para el misionero actual esta experiencia es exclusivamente espiritual, anunciando al que ha contemplado y visto en su vida de oración. De aquí el valor y la necesidad de la contemplación para la vida misionera. Sin esta experiencia personal de Cristo en la oración no se pueden anunciar a Cristo con esa convicción que exige el testimonio. El testimonio misionero, por tanto, no se reduce sólo a la vida o a los signos que ha de dar, sino que es inseparable de la palabra, del anuncio, y por eso se llama testimonio kerigmático. Es una forma de predicar a Cristo, propia de quien ha tenido una profunda experiencia de Él. En el libro de los Hechos encontramos diversos ejemplos de este testimonio dado con las palabras: Pedro testimoniaba con muchas palabras, diciendo: Salvaos de esta generación perversa… (Hch 2, 40); Pablo confesaba que predicaba dando testimonio a judíos y gentiles sobre la fe en Cristo (Ib. 20, 20-21; véase 26, 10-18; 28, 23; 1Ts 1, 10).

Plantación de la Iglesia #

La evangelización misionera no sólo se ordena a suscitar la fe en Cristo, anunciado y testificado, sino que, como vimos, tiene también como fin propio la formación de una nueva Iglesia, la creación de una Iglesia particular o según la expresión consagrada del Concilio, “plantar la Iglesia” (AG 6).

Este fin propio que caracteriza la evangelización misionera aparece constante en los documentos del Magisterio de la Iglesia. “Las misiones deben tender como a su objetivo primordial (ad supremum efficiendum propositum) a constituir la Iglesia en las nuevas tierras”; esta definición de Pío XII en la Evangelii Praecones7 ha sido constantemente repetida por sus sucesores. Pablo VI ha recordado este fin propio de la misión en varios de sus mensajes para el Domund, por ejemplo, en el del 1969: define como auténticos misioneros aquellos “que, imitando a los Apóstoles, predican la palabra de verdad y engendran las Iglesias”8. En el mensaje al Congreso Internacional de Misiones, celebrado apenas hace dos años en Lyon, el Papa volvía a recordar que “la actividad misionera… mira como fin propio (garde comme fin propre) la evangelización y la implantación de la Iglesia”9.

Hoy, no pocas tendencias dentro del campo de la Misionología no quieren admitir este fin propio de la evangelización misionera. Ciertamente, la Iglesia no tiene razón de fin último, sino que ha sido instituida por Cristo con una función de mediación, pero necesaria, de salvación. “Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, la Iglesia” (LG 9ab; AG 2b). El fundamento último de la función de la Iglesia se halla en la voluntad de Dios. Ya antes hemos hablado de Cristo como único Salvador, y según la doctrina del Concilio “el único Salvador y camino de salvación, Cristo, se hace presente a todos los hombres en su Cuerpo, que es la Iglesia” (LG 14a; 8a).

¿Cómo la evangelización misionera forma una Iglesia? “El Pueblo de Dios se congrega primeramente por la palabra de Dios vivo” (PO 4a), así comienza el capítulo II del decreto sobre el ministerio de los presbíteros. Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los hombres a la fe, los prepara al bautismo y los incorpora a Cristo-Iglesia (LG 17). ¿Por qué la palabra de la evangelización congrega una comunidad eclesial y forma una nueva Iglesia? Para contestar a esta pregunta podemos recordar algunas ideas. Si la fe es el primer fruto de la palabra, no debemos olvidar que la fe tiene una dimensión eclesial. La Iglesia es una “comunidad de fe” (LG 8a; DV 10), y se hace comunidad a través de la fe. Un elemento esencial para que exista verdadera “comunión” eclesial o Iglesia es la profesión de una misma fe (UR 2; CD 11). La palabra comunica el Espíritu Santo, como recuerda San Pablo hablando de su predicación misionera: Vosotros habéis oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, habéis creído, habéis sido sellados con el Espíritu Santo (Ef 1, 13). Sólo quiero saber de vosotros esto: ¿habéis recibido el Espíritu por las obras de la ley o por la predicación de la fe? ¿Os da Dios el Espíritu… por las obras de la ley o por la predicación de la fe? (Gal 3, 2-5). Los primeros gentiles, a los que se dirigió San Pedro, mientras oían la palabra, descendió sobre ellos el Espíritu, les fue dada la gracia del Espíritu (Hch 11,40-45). Ahora bien, el Espíritu Santo que se comunica por la evangelización misionera es el verdadero “principio de comunión” de la Iglesia (LG 13a), “el Espíritu Santo… realiza esa admirable unión de los fieles, y tan estrechamente une a todos en Cristo que es el principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2b). Sin el Espíritu Santo no existe la Iglesia, ya que Él es como el “alma” de este Cuerpo (LG 7fg), y donde está presente el Espíritu ya tenemos el “principio” que formará la Iglesia a través de unos elementos visibles, como son los pastores y los sacramentos.

La evangelización en general más que la plantación o formación desde la raíz de una nueva Iglesia, mira a la vitalidad de una comunidad ya en edad madura o de crecimiento. Constantes crisis, de desgaste, peligros internos y externos, afectan a cualquier comunidad eclesial. La evangelización, en general, procura defenderla y renovar constantemente la Iglesia para que refleje más fielmente la imagen que Cristo nos ha dejado de ella (GS 21e; 43f). La renovación es lo propio de la evangelización en general, pero sin olvidar que “toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación… La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta perenne reforma, de la que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita permanentemente” (UR 6a). La pastoral no es un trabajo de defensa, sino de renovación positiva.

A la hora de plantar o formar una nueva Iglesia, el misionero no debe pensar que se trata de crear una comunidad a su capricho o según unos esquemas completamente nuevos. Iglesia sólo existe una, la de Cristo. Y las nuevas Iglesias particulares deben ser “formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales, y a base de las cuales, se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23a). La Iglesia de Dios está presente en la Iglesia particular –la Iglesia de Dios que está en Corinto, decía San Pablo (1Cor 1, 2; 1Ts 2, 14)–, y ésta debe reproducir la imagen de la Iglesia universal, que es una y única. No se trata de una imagen externa, debe guardar una auténtica comunión con la Iglesia universal, participando de su misma fe, de su misma Eucaristía y bajo su mismo Supremo Pastor. Por esto recuerda el Concilio a las iglesias nuevas de las misiones que, “imbuidas más y más del sentir de Cristo y de la Iglesia, sientan y vivan con la Iglesia universal. Manténganse la íntima comunión de las iglesias jóvenes con toda la Iglesia…, cultívense los elementos teológicos, psicológicos y humanos que puedan servir para fomentar este sentido de comunión con la Iglesia universal” (AG 19c). De hecho, todo el valor de la Iglesia nueva está en una profunda definición que nos ofrece el Concilio: en las Iglesias particulares “se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica” (CD 11a). Por esta razón las nuevas Iglesias son sacramento de salvación, Pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo.

A esta comunión de la Iglesia nueva con la Iglesia universal no se opone la diversidad propia de cada lugar, la configuración específica de cada comunidad eclesial. Mas aún, las nuevas Iglesias que se van formando gracias a la evangelización misionera enriquecen la Iglesia universal (AG 9b; 11b). La Iglesia no es sólo el “Pueblo de Dios”, es también una sociedad visible, terrestre porque se realiza en la tierra, y por esto “a semejanza de la economía de la encarnación, las iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el fundamento de los Apóstoles, asumen en admirable intercambio todas las riquezas de las naciones que han sido dadas a Cristo en herencia. Dichas iglesias reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo lo que pueda servir para confesar la gloria del Creador, para ensalzar la gracia del Salvador, para ordenar debidamente la vida cristiana” (AG 22a; sobre el modo de encarnación, GS 22b).

* * *

Voy a terminar. Sé muy bien que más allá de estos conceptos que aquí, con tranquilidad académica, tratamos de fijar, está la realidad viva y angustiosa del mundo de las misiones. Es tan dura y tan agobiante que resultaría ofensiva cualquier postura nuestra que pareciera querer dar lecciones a los misioneros. No se trata de eso. Pero unos y otros, los que trabajamos en Iglesias ya formadas o en las que están llamadasa nacer, somos discípulos del único Maestro, Jesucristo. Él es quien nos da a todos la suprema lección.

Hace treinta años nada más, aún no terminada la guerra mundial, no podíamos sospechar que tan pronto iban a alcanzar la independencia tantos y tantos países de Asia y África. Como tampoco sospechamos ahora el grado de desarrollo, relativo por supuesto, que han de alcanzar en los próximos cincuenta años; pero, sin duda, ha de ser notable. Sería la mayor desventura para la Iglesia de Cristo que lo poco que somos capaces de dar, no porque tengamos poco, sino porque somos poco generosos, lo diéramos tan mezclado con las impurezas de ideologías equivocadas que, al final, no se supiera qué era Jesucristo, qué son los sacramentos, o qué es el Reino de Dios. En ese caso, la Iglesia habría cumplido con una misión de asistencia social, digna de gratitud, pero no con su misión. El secularismo pervertido es el gran peligro de esta hora. Y la mayor tentación que sacude a muchas almas generosas es dejarse arrastrar por la fascinación de un inmediatismo de logros puramente terrestres, con el pretexto de que el Reino de Dios empieza en la tierra y de que hay muchas injusticias que deben ser eliminadas.

Comprendemos perfectamente que los métodos y las actividades de evangelización deban ser distintas, según las circunstancias, y que incluso deba haber etapas de pre-evangelización cuando sea necesario. Pero esto es lo que han hecho siempre los misioneros prudentes y aun los párrocos de viejas cristiandades que han sabido actuar como buenos pastores. Lo que no hicieron fue elevar a la categoría de tópicos cerrados y excluyentes, repetidos con un dogmatismo obsesivo, esas frases de la liberación, la violencia necesaria, el pecado social, la reforma de las estructuras, los tres niveles, etc. Lo que hay de verdad y de aliento evangélico en estos conceptos es conocido y vivido desde siempre por todos los que han tenido fe y amor auténtico al hombre. Pero no necesitaron, para vivirlo, desdibujar el rostro de Cristo y de la Iglesia. Ellos sabían que, evangelizando, humanizaban, y no consintieron en que la evangelización se quedara en mero humanismo.

Alguien ha observado sagazmente, a propósito de cuanto se dice sobre la reforma de las estructuras, que en el país europeo en que éstas han sufrido más violenta transformación, la Rusia de la revolución de 1917, la cosa empezó porque antes unos cuantos hombres –Lenin, Trotski y sus camaradas de lucha– habían cambiado su corazón. Se habían llenado de un espíritu que dio sus frutos.

Jesús, con su programa evangélico de las bienaventuranzas, con sus sacramentos, con su ofrecimiento del don de Dios a los hombres, pidió también, antes de nada, la reforma del corazón y del alma. ¿Qué injusticias podrán ser eliminadas de la tierra si los corazones de los hombres no son justos?

1 Cf. Mario Conti,L’evangelizzazione nella Sacra Scrittura,dentro del volumenL’evangelizzazione nel mondo contemporaneo,Roma, 1974, 11-78.

2 PabloVI, alocución a las Obras Pontificias Misioneras, 10 de mayo de 1968: apud Insegnamenti di Paolo VI, VI, 194.

3 Véase el texto íntegro en Discours au Concite Vatican II, París, 1964, 299-300, edición de Y. Congar.

4 Véase AAS 58 (1966) 481.

5 Véase AAS 64 (1972) 732.

6 Véase AAS 60 (1968) 614.

7 Pío XII, enc. Evangelii Praecones: AAS 43 (1951) 507-508.

8 Véase AAS 61 (1969) 732.

9 Véase AAS 64 (1972) 732.