Artículo publicado en L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de octubre de 1982, 1 y 12.
De seguir las cosas a este ritmo, dentro de pocos años no habrá ningún país de la tierra que no pueda gloriarse de haber recibido la visita del Papa. Todas las naciones podrán decir: también estuvo aquí, con nosotros.
Ahora le va a tocar el turno a España, nuestra vieja patria española, de tan fuerte tradición católica desde hace muchos siglos. No se puede entender la historia de España en su totalidad sin tener en cuenta la presencia del factor religioso –concretamente cristiano y católico– en las principales manifestaciones de su vida colectiva. Todo el país está como impregnado de la savia de una civilización y una cultura que se han desarrollado desde y entorno al catolicismo.
La Iglesia universal tiene que complacerse en la existencia de estos pueblos católicos que, a pesar de sus fallos, revelan lo que ha dado de sí la evangelización constante en medio de dificultades y luchas sin cuento. Gracias a ese esfuerzo, al Evangelio no le han faltado nunca servidores abnegados y espléndidos testimonios de fidelidad en tales naciones.
La visita de Juan Pablo II a España es esperada con ardiente anhelo y, si se me pregunta por qué, no vacilo en afirmar que la razón principal de esta expectación está en que España tiene clara conciencia de que la necesita. La gozosa espera no se debe única ni principalmente a un explicable sentimiento de júbilo por lo extraordinario del acontecimiento, ni al señalado honor que supone para una nación recibir al Vicario de Cristo, ni a la posibilidad de exteriorizar clamorosamente los sentimientos de un pueblo que tantas veces ha gritado ¡viva el Papa!, sino a ese otro motivo tan profundo y tan noble como es el reconocimiento de una necesidad del espíritu.
Quedan ya muy lejos los siglos de prepotencia y esplendor católico en España. En la pasada centuria y en lo que va de ésta, próxima a su fin, España ha sufrido mucho: revoluciones, guerras civiles, decadencia política y económica, etc. La Iglesia se ha visto implicada en estos dolorosos procesos y también tuvo que sufrir, sobre todo, por la división irreconciliable de sus hijos.
Los años siguientes al Concilio han sido extraordinariamente agitados en el interior de la Iglesia. Todo ha sido sometido a revisión y frecuentemente con temeraria imprudencia. La hermosa palabra, tantas veces repetida, “renovación” ha sido en muchos casos sinónimo de desorden y anarquía. Se dijo que era debido ese desorden a la dificultad de asimilación del Concilio, al aislamiento en que vivíamos los españoles, a la falta de preparación adecuada para comprender los nuevos rumbos de la teología y de la acción pastoral necesaria. Pero no era ésta la explicación exacta. La prueba está en que los desórdenes se han producido igualmente en otros países que aparecieron como promotores de lo nuevo, los cuales ahora también sufren. Muchos hijos de la Iglesia en España se han preguntado con dolor: ¿era necesario todo lo que se ha hecho o se ha omitido para la renovación que pedía el Concilio? ¿Éramos acaso tan incapaces de aceptar la nueva psicología de la Iglesia, de que había hablado Pablo VI, o más bien era una Iglesia nueva la que se nos quería imponer? Y se volvían los ojos al Papa como el gran servidor del ministerio de la unidad.
En esta situación va a llegar Juan Pablo II a España el próximo mes de octubre.
La primera significación de su visita va a ser, sin duda, el encuentro directo con lo que él mismo ha llamado, en conversación de la que puedo atestiguar, “el alma católica de España”. Esta es una expresión muy amplia, pero fundada, que no debe ser rechazada por el hecho de que hayan existido deficiencias que los españoles somos los primeros en reconocer. En España hay un alma católica. No es sólo una cultura, sino un sentimiento, en muchos casos una convicción, un sentido de la vida, un gran amor a lo que significan los valores propios de la religión católica. Lo cual no quiere decir que no haya hostilidad a los mismos o indiferencia por parte de muchos. Pero, aun así, las raíces de la existencia y comportamiento de los más se nutren de un difuso modo de sentir que de un modo o de otro se manifiesta en clave católica. El Papa sabe que esto es así y nuestro pueblo necesita que el Vicario de Cristo se refiera a ello para reconocerlo y ponderarlo. Porque con tanto hablar de pluralismo, de modernidad, de libertad humana, etc., se está consiguiendo que estas expresiones vengan a significar fines en sí mismas más que señalamiento de realidades sociológicas o simples situaciones de hecho que hay que respetar.
Hace falta que nuestro viejo pueblo español oiga una voz autorizada, la de más autoridad en la tierra, que venga a decirle que no tiene que ruborizarse de poseer esa alma católica; que, por el contrario, debe estimarla en todo lo que vale, no sólo por respeto a una tradición que la ha configurado así, sino por amor consciente y responsable a lo que en el momento actual puede significar para el mundo contemporáneo la profesión abierta de una fe en la cual se cree y se quiere seguir creyendo. Hace falta que nuestro pueblo se dé cuenta de que una cosa es el pluralismo, como hecho sociológico, con el cual hay que convivir respetuosamente en el orden religioso, político, cultural…, y otra muy distinta la abdicación y el indiferentismo.
Por supuesto que hace falta también otra cosa. Del fondo de esa realidad tradicional hay que extraer todo el impulso vital que encierra para aplicarlo al conjunto social de la vida española tal como es hoy, no tal como fue ayer. Esto es, en síntesis, lo que queremos decir cuando nos referimos al hecho del Concilio Vaticano II y a su asimilación práctica. Las enseñanzas y orientaciones conciliares, los nuevos horizontes que ha abierto el Concilio, no han roto con la tradición. Han tenido en cuenta, sencillamente, la situación del mundo actual en relación con la fe y el misterio de la salvación en Cristo, y han tratado de expresar en lenguaje más inteligible y cercano lo que la Iglesia de Cristo puede ofrecer a los hombres de hoy para saciar el hambre de Dios, que muchos experimentan aun sin saberlo.
La cultura moderna, el cambio social, los justos derechos humanos, el orden político en que ha irrumpido con fuerza ciclónica la consagración de la libertad como valor casi absoluto, las nuevas exigencias del orden internacional llaman –¿cómo no?– igual al corazón de España que al de otras naciones, y esperan de su tradición que demuestre con actitudes y con hechos –relaciones y presencia– sus capacidades de servicio a la tierra sin que por ello tenga que perderse lo mas característico del Reino de Dios.
Este esfuerzo que se nos pide es difícil, y aquí radica una de las causas del “malestar social” que padecen hoy el cristianismo y todas las religiones. O sirven también para las necesidades del hombre, o se las considera inútiles. Y en cuanto a la religión de Jesús y los hombres que la profesan ¿no dijo Él que habríamos de ser sal de la tierra? El Papa, en sus viajes apostólicos, insiste en que el mundo de hoy abra las puertas a Cristo, porque sabe que su rostro es capaz de atraer todas las miradas. También en España es necesario hacer lo mismo.
Nuestro Papa no es un hombre evadido ni alejado de la realidad. Camina con los pies en la tierra. Y aquí también tendrá que sacudir las conciencias de los españoles para que entendamos de una vez en qué consiste la renovación tan invocada. Porque una cosa es la confesionalidad de los Estados y otra muy distinta el que los hombres católicos trabajen con sumo empeño por impregnar de sentido cristiano el orden social. Esto último sigue siendo del todo necesario.
He dicho antes que existe en España un alma católica, pero en gran parte está dormida y como sofocada por mil complejos extraños y turbada por demasiadas interpretaciones erróneas. La visita de Juan Pablo II no servirá para atizar el fuego de ninguna polémica inconveniente, que él mismo es el primero en evitar; pero al fortalecernos y confirmarnos en la fe nos hará ver cuánto podemos hacer todavía, desde esa fe precisamente, por nuestro propio bien y en favor de los hombres nuestros hermanos.
Tampoco podemos olvidar que la ocasión inmediata de la visita del Papa a España es el IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, que él clausurará en la ciudad de Ávila. Difícilmente podemos encontrar otro nombre más apto que el de esta mujer insigne para expresar las necesarias actitudes de servicio, fidelidad y renovación que la Iglesia pide hoy a sus hijos de España. Ella contribuyó no sólo a la reforma de una orden religiosa y, por imitación, de otras, sino al incremento y purificación interior de la vida católica. Santa Teresa nos demuestra con hechos que, cuando hay humildad en el sentido en que ella lo definió –andar en verdad–, se logra la armonía entre carisma y jerarquía, entre libertad evangélica y obediencia, entre vida interior del espíritu y comportamiento externo e influjo social de la institución religiosa para el bien del pueblo. ¿No es esto acaso lo que está necesitando hoy la Iglesia española para no perder la creatividad de los ríos de agua viva que nacen de los que creen en Él y mantener al mismo tiempo la seguridad de que esos ríos no se convertirán en corrientes contaminadas?
La atención a la vida interior del cristiano, la observancia fiel de la ley de Dios, la estimación profunda y popular de nuestros santos, el culto y la devoción a Cristo crucificado, a la Sagrada Eucaristía y a María Santísima, el ardor místico de nuestra raza de que un día habló Pablo VI con encendido elogio, sirvieron eficazmente para hacer sentir a todo el pueblo la causa del Evangelio. La España misionera que ha evangelizado medio mundo ha brotado de ahí: ¿por qué perder esas energías si hoy son todavía más necesarias que ayer?
El Papa actual, Juan Pablo II, ha llamado también a España pueblo de santos, y más intensamente que ningún otro Pontífice ha podido comprobar la siembra evangélica que nuestros misioneros han podido efectuar y siguen realizando en América, en Filipinas, en África. Todavía hoy en el continente americano de lengua española trabajan más de 17.000 sacerdotes y religiosos compatriotas nuestros. Lo que significa que cuando se mantiene encendida esa llama del espíritu interior, el amor a la Iglesia universal y el deseo de propagar la fe en Cristo “para que todos los hombres se salven”, surgen con ímpetu irresistible.
Por eso Santa Teresa, a la vez que se adentra como nadie en los caminos de la perfección y la unión con Dios, se consume de celo misionero y desea ver a la Iglesia extendida por el ancho mundo, no despreciada ni perseguida, sino honrada y amada.
La Santa de Ávila no fue una estrella solitaria en el firmamento español. Con ella brillaron otros muchos siervos de Dios que han prestado al mundo y a la Iglesia los servicios de su santidad y su doctrina, bien conocidos. Y en el siglo XIX, cuando la decadencia y la fatiga se acusan en la vida nacional, siguieron apareciendo sacerdotes insignes y fundadores de congregaciones religiosas, dignos sucesores de los antiguos. A todos ellos, los de antaño y los más recientes, rendirá el tributo de su reconocimiento el Santo Padre cuando visite Loyola, cuna de San Ignacio.
Tantos empeños generosos, tantos esfuerzos de unos y otros en la tarea de evangelizar a los de casa y a los de otras latitudes, han tenido continuadores en el siglo XX, en nuestro tiempo. Incluso ha sido derramada mucha sangre de mártires. Todo sigue presente y todo ha de dar su fruto. La palabra del Papa será una interpelación que se nos hace a todos desde el Evangelio eterno, del cual es el primer servidor.
Nuestros seminarios, nuestros noviciados y casas de formación, nuestros sacerdotes jóvenes y mayores, nuestros grupos y movimientos apostólicos laicales, nuestras familias, nuestras instituciones culturales y de enseñanza, y nosotros también, los obispos de España, necesitamos oír esa voz que nos llama a la unidad en la verdad, no en el abandono y las fáciles complacencias; a la caridad y reconciliación con todos, no a la confusión y a la retirada cobarde y vergonzosa; a la catequesis y la predicación fiel e íntegra del mensaje de Cristo, no al disimulo y ocultación del misterio de la cruz; al celo pastoral incansable y vigilante para que el pecado no se adueñe silenciosamente de las conciencias siempre débiles de nuestros hermanos.
Por delante de nosotros, y envolviéndonos en sus redes, están todos los desafíos del mundo moderno, a los cuales también hemos de dar la respuesta que tenemos, la del Evangelio de la salvación. Está el mundo del trabajo y las justas reivindicaciones sociales, el del progreso científico y el desarrollo cultural necesario para que el hombre sea más hombre, el del hambre y la miseria que padecen tantos sectores de la humanidad, el de los armamentos, con su carrera insensata y suicida; el de las relaciones internacionales, el de la paz tan necesaria y urgente, sin la cual todo es precariedad y congoja.
Somos un pequeño país de Europa, pero tenemos manos de sembradores y podemos sembrar. La semilla está ahí. La va a arrojar el Papa a manos llenas. Tendremos que cuidarla para que fructifique, y seguir sembrando después. Le hace falta a España recobrar el entusiasmo perdido para vivir y comunicar la fe en Jesucristo. La visita del Papa puede significar un gran paso hacia adelante.