Amaos los unos a los otros

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Amaos los unos a los otros

Comunicación pastoral dirigida el 12 de enero de 1972 a la diócesis de Barcelona, con motivo del traslado a la sede primada de Toledo. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de enero de 1972, 35-38.

Palabras de despedida #

Queridos diocesanos:

Después de casi seis años de permanencia entre vosotros en cumplimiento de la voluntad del Santo Padre, me llega el momento de deciros adiós. En lo que tiene de despedida esta palabra, va incluido también lo que significa de obediencia y de servicio. La Iglesia Santa es la que un día llama a un hombre para ofrecerle el bautismo en virtud de la fe que la anima, y la que puede seguir llamándole para la Eucaristía, para la ordenación sacerdotal o episcopal, para los ministerios pastorales o apostólicos. Ella llama siempre con voz propia y audible, que no se confunde nunca con la de ningún humano griterío.

Escuchar esa llamada y atenderla es, más que un honor, el obsequio que un cristiano puede hacer a Dios de su libertad.

Este tiempo nuestro #

Los años que hemos vivido juntos serán ya para siempre nuestros. Desaparecen en el calendario del tiempo, pero quedan incorporados al núcleo de nuestra personal y común actividad. Porque somos, a la vez que el resultado del tiempo y de la vida, sus agentes y protagonistas. De todos juntos serán la responsabilidad, y también la esperanza que hayamos contribuido a levantar, así como el gozo o el dolor por lo que se ha logrado o por lo que no se consiguió. A las dificultades normales de un empeño tan complejo como el de la renovación que busca la Iglesia en el mundo de hoy se han añadido otras, nacidas de la pobre condición humana. Enojarnos por ello sería demasiado ingenuo; desconocerlo sería pecar de insinceros. Ojalá todo sea más fácil a partir de ahora. Así lo espero.

Doy gracias a Dios, queridos obispos auxiliares, sacerdotes, comunidades religiosas y fieles diocesanos, por haber podido trabajar con vosotros estos años al servicio de la Santa Iglesia de Dios en Barcelona.

Este es el único sentimiento que queda en mi alma al salir ahora hacia Toledo. La vida de un sacerdote, presbítero u obispo, cuando Dios le permite el gozo de una continuidad perseverante, va enriqueciéndose constantemente. Aquí he aprendido mucho de vosotros, al igual que en otros lugares de España y en otros momentos de la vida de la Iglesia. Nos completamos unos a otros y mutuamente nos compensamos en nuestras deficiencias. Me he esforzado por predicar incesantemente el Evangelio y por ofrecer los medios de santificación que la Iglesia ha ofrecido siempre, doble tarea que forma parte esencial de la misión de un obispo. Para regir la diócesis llamé a colaborar a todos, bien lo sabéis, a todos, porque era mi deber ser obispo de todos. ¡Cuántas demostraciones de confianza que hubiera deseado ver mejor correspondidas! Lo que naturalmente no podía ni debía era ceder a la presión de determinados grupos tan sorprendentemente persuadidos de poseer en exclusiva la verdad en su visión de la Iglesia o en su interpretación de lo que es Barcelona y el pueblo catalán. Por eso muchas veces, dentro de lo que la caridad y la prudencia me aconsejaban, me opuse a ciertos intentos o confié al silencio la respuesta que yo podía dar ante exigencias inaceptables, cuyo sentido más tarde el tiempo aclararía.

Por lo demás, lo confieso con gusto, las realizaciones pastorales que se han logrado en estos años no son mías, sino de todos. Los medios de comunicación social propenden a simplificar demasiado cuando al hacer balance de un pontificado hablan de lo que ha hecho un obispo, cuando en realidad debieran hablar de lo que se ha hecho en el tiempo en que ese obispo vivió en la diócesis. Muchas de las obras pastorales que me son atribuidas se deben fundamentalmente a la iniciativa y al esfuerzo de los demás. En cambio, sí que quiero referirme, seguro de que no es una impertinencia desear públicamente que se le siga prestando atención, a un sector olvidado, en favor del cual he hecho gestiones múltiples y he escrito diversos documentos pastorales: el de los ancianos y enfermos, el de los subnormales, el de los dementes de San Baudilio, el de los presos y el Patronato de la Merced. ¡Estos sí que son pobres, que no tienen voz! También lo son otros, desde luego. Y ahí está el inmenso campo de las responsabilidades sociales en el mundo del trabajo en el que hubiéramos podido hacer más, siempre con la modestia que nos corresponde, de no haber consumido tantas horas en conflictos innecesarios. Los obreros y también los empresarios, en los justos derechos y las obligaciones de unos y otros, necesitan la voz orientadora de la Iglesia, no el grito del halago o la incomprensión.

Barcelona y la vida religiosa #

Al contemplar ahora a Barcelona, ya con la serena perspectiva que da la conciencia de la separación, veo una ciudad llena de vida, de inquietud, de anhelos de progreso. Barcelona es camino abierto a la ciencia y a la técnica, a las corrientes ideológicas, estéticas y culturales que hacen fecundo el momento actual. Es rica en bienes, en esfuerzos, en ansia irreprimible de superación. A Barcelona hay que quererla necesariamente. El hombre de 1972 tiene hambre de horizontes universales y Barcelona es cosmopolita. Tiene capacidad en sí misma para un sano y profundo pluralismo, para una rica y creadora libertad, dones preciosos para la realización humana. Y esta Barcelona tiene planteado un problema grave, como toda ciudad del mundo abierta al progreso, el de ser dueña de sí misma para no verse devorada por sus propias conquistas materiales. No puede encerrarse en los estrechos límites de un materialismo que estrangularía sus aspiraciones y sus ideales más íntimos. Para seguir creciendo se necesita siempre un “más allá”. Sólo la apertura a la trascendencia, a la Verdad de Dios, y a la propia capacidad de interiorización, permiten el progreso continuo.

Barcelona necesita, por su mismo crecimiento, de la reflexión y la vida interior, de silencio, no como factor paralizante, sino como condición previa a la explosión fecunda. Necesita una mayor quietud de espíritu, profundidad, adensamiento, en una palabra, silencio interior, que permita aunar esfuerzos para hacer una auténtica “comunidad” de fe y de esperanza.

He aquí, oportunísimo y urgente, el papel del sacerdote y de las personas consagradas a Dios en la Barcelona de hoy. No hay auténtico progreso de calidad humana si no es toda la persona la que crece. Sin Cristo no hay plenitud, no hay madurez, no hay realización seria. Seguid dando a Cristo a Barcelona en toda la integridad de la fe y del amor cristiano. No queráis sustituirlo con los sucedáneos de un Cristo social y humanista, falsamente liberador, que deja el corazón vacío precisamente por llenarlo de reivindicaciones insaciables.

Barcelona necesita de vuestra espiritualidad, sacerdotes, de vuestra oración, de vuestros sacrificios silenciosos, de vuestros confesonarios, de vuestros juicios y palabras serenas. La familia barcelonesa, el amor que une a esta familia, necesita del testimonio cristiano de las comunidades religiosas, de las mutuas aceptaciones y reconocimientos de sus miembros, de su fidelidad y su constancia, de su ascética y su mística. Que nadie cause daño a la religiosidad honda, la generosidad, la nobleza profunda, la amistad sólida y constante de que es capaz el alma catalana. Que nadie trate de aprovecharla para fines pequeños y menos dignos. No os dejéis seducir por falsos espejismos, por palabras vanas, por doctrinas y enseñanzas morales que parecen nuevas y son tan viejas como los flecos que cuelgan de los errores antiguos de la historia de la Iglesia. Barcelona tiene un corazón y un sentimiento impresionantes. ¡Desgraciado el que contribuya a endurecerlo o desviarlo! Las tremendas fuerzas sociales, culturales, artísticas, económicas, que gravitan hoy sobre una ciudad como Barcelona, pueden disipar como por encanto la religiosidad de vuestra vida si no hay una fuerte reacción cristiana con muy sólida instrucción catequística y un vigoroso fortalecimiento de los resortes morales de la conciencia, reeducada en el santo temor de Dios y en el aprecio de la gracia santificante.

La época más sencilla del gran Torres y Bages pasó para siempre. Y ya entonces avisó él con palabras que tienen valor perenne. ¡Cuánto más necesarias hoy, con decenas de miles de estudiantes universitarios, con una infiltración evidente de las ideologías marxistas a nivel mucho más alto que el de las clases obreras, con un erotismo devastador, con un sentido naturalista de la vida y una idolatría de todas las libertades que expone a los hombres a la más atroz indiferencia de unos hacia otros!

Amaos unos a otros #

Estas son las últimas palabras que os escribo, repetición de las que el Señor dirigió a sus discípulos en su mandamiento nuevo. Basta ya de grupos que se excluyen, de suficiencias entumecidas y solitarias, de radicalismos pastorales sin amor, de ligeras adivinaciones de futuro que prescinden de la humilde y diaria colaboración con la providencia de Dios. Uníos fuertemente con vuestro nuevo obispo. Le conocéis bien y le apreciáis. Yo le saludo desde aquí con la antigua amistad que nos unió en los tiempos de estudiantes en Comillas y con los sentimientos de renovada fraternidad en los días del Concilio y de noble colaboración en estos años. Se os abre un porvenir que no estará exento de dificultades, pero que puede dar muchas satisfacciones a la Iglesia en Barcelona. Ayudadle con toda vuestra generosidad cristiana.

Os pido perdón por mis deficiencias y mis fallos. Os recordaré siempre con mi mejor afecto. ¡Qué poco sabe de Barcelona el que la deja sin dolor, sin nostalgia de volver a gustar de su amistad, de su nobleza, de su amor a lo bello; el que no haya sentido y comprendido la fuerza de que es capaz! Os agradezco las manifestaciones que me habéis hecho llegar de vuestra adhesión y vuestro cariño, tan singularmente concretadas en el nombramiento de Hijo Adoptivo de la Ciudad, que me ha sido ofrecido por el Excelentísimo Ayuntamiento.

Confío en vuestra oración, también en la de aquellos cuyos sentimientos personales son distintos de los que acabo de reflejar. No vivo engañado. Pero ha sido y es misión mía ser factor de unidad, y pensar más en lo que acerca a los hombres que en lo que les separa.

Seguiremos encontrándonos en el camino de la lucha apostólica por esa Iglesia renovada que nos espera, nunca tan nueva que deje de ser la misma que Jesucristo instituyó. Y nos encontraremos definitivamente ante el Señor, cuando venga a juzgar nuestras vidas.

Os bendigo a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.