El sacerdote y el sacrificio de Cristo

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El sacerdote y el sacrificio de Cristo

Conferencia pronunciada en la santa iglesia catedral de Madrid, dentro del ciclo dedicado a La figura del sacerdote hoy. Cuaresma de 1971, 31 de marzo. Se reproduce el texto publicado por Editorial Bruño, Madrid 1971. Se mantiene la sentida dedicatoria que el entonces arzobispo de Barcelona antepuso en memoria del recién fallecido arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, don Casimiro Morcillo Herrera.

En memoria de un sacerdote bueno… #

Don Casimiro Morcillo… tenía tanta templanza como fortaleza. Era recto y profundo y, debajo de su aparente frialdad, se escondía un corazón sacerdotal lleno de amor y comprensión.

Edificaban su piedad y su fe. Todo en él fue celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas, sin concesiones a la galería, sin exhibicionismos, con la perenne modernidad de quien tiene fijas sus raíces en la verdad de Dios y de la Iglesia.

Don Casimiro ha sido un espléndido sacerdote del Señor. Ha sido, además, un mártir de muchas cosas. Quizá estos mártires sean los que, de veras, contribuyan a la auténtica renovación de la vida de la Iglesia española.

Revisionismo inconsistente #

Creo no faltar en nada al respeto que debo a mi propia condición y a mis hermanos sacerdotes, si digo que gran parte de la crisis sacerdotal que actualmente padecemos en la Iglesia la hemos provocado nosotros mismos.

Porque hemos sido víctimas de una tentación: la del revisionismo sistemático, que con sus gritos y gestos desmesurados ha apagado las voces de la serenidad y el equilibrio. Revisionismo he dicho, no revisión. Porque ésta sí que estaba justificada. La pedían la vida y los cambios de hoy, y la pedía también la Iglesia, para la cual el empeño no era nuevo. Está muy acostumbrada al examen humilde de sí misma y nunca han faltado, en medio de todos los egoísmos y torpezas nuestras, ni la voz orientadora del Magisterio, ni el suave, pero irresistible, impulso del Espíritu Santo, que han movido en cada época y en cada circunstancia a la reflexión fecunda y provechosa. Y fruto de esa orientación y esas mociones ha sido la aparición ininterrumpida y frecuente, en el campo de lo sacerdotal, de hombres y actitudes, de organizaciones y esfuerzos visibles, que han aportado al mundo aquello que la Iglesia está destinada a ofrecer: la radical novedad de los frutos de la redención.

Como ejemplo de orientación venida del Magisterio, ahí está la olvidada figura de Pío XI, bien reciente todavía, que supo despertar la preocupación misionera de la Iglesia, impulsó el apostolado seglar como nadie lo había hecho, dio nuevo vigor a la alta cultura eclesiástica con la reorganización de los centros de estudios superiores, y marcó directrices inolvidables en la doctrina social: podría decirse que de él y de su esfuerzo está viviendo en gran parte la Iglesia de hoy.

Y mociones del Espíritu, creadoras de vida renovada en el corazón de los laicos, de los institutos religiosos, de los sacerdotes, se han dado siempre, sin que dejase de aparecer nunca el resultado espléndido de una acción silenciosa que transformaba los ambientes y estructuras. Un San Carlos Borromeo y un San Juan de Ávila son sacerdotes renovadores de tiempos lejanos. Pero un San Juan Bosco o un San Pío X lo son de ayer. Y el padre Foucauld o un padre Rubio lo son de nuestros días. Como lo han sido el padre Nevares, don Ángel Sargamínaga, don Zacarías de Vizcarra y tantos otros. Son hombres que supieron hacer revisión, pero no cayeron en la tentación del revisionismo, que lleva siempre consigo una carga antievangélica de petulancia, agresividad y contemplación narcisista de sí mismos.

Pues bien, el Concilio Vaticano II ha sido, a la vez, moción del Espíritu y orientación del supremo Magisterio, y bajo ese doble impulso nos ha convocado a una revisión que era necesario hacer. ¡Bendita sea, puesto que ha de ser para bien de la Iglesia! Y benditos los esfuerzos heroicos de Pablo VI –este mártir de la extraña paciencia– por facilitar los caminos de esa revisión, también en todo lo referente al ministerio sacerdotal, en nuestro mundo de hoy.

Pero no es posible encontrar justificación para la algarabía chillona que se ha despertado en torno a un propósito tan noble, ni para el olvido insensato de los valores inalterables del sacerdocio, ni mucho menos para la petulancia de tantos nuevos doctores que abominan de toda enseñanza recibida, mientras quieren imponer dictatorialmente las suyas. Todo lo que tenemos que revisar puede hacerse con caridad y con respeto, con humildad y con fe, con un íntimo temblor de espíritu ante el riesgo de profanar algo que no es nuestro y que nos ha sido dado para mantenerlo libre de toda contaminación extraña.

El sacrificio de Cristo y nuestro sacerdocio #

No es posible entender nada de nuestro sacerdocio si apartamos nuestra vista del gran misterio del sacrificio de Cristo. Todo está contenido ahí, y ahí es donde se encuentra la fuerza para todas las renovaciones necesarias y el veto frente a todas las excentricidades abusivas. El dramatismo y la peligrosidad de la crisis sacerdotal de hoy no está en que nos preguntemos con ansiedad: ¿qué significa ser sacerdote?; o bien, ¿cómo hemos de ejercer nuestro sacerdocio hoy? Estas preguntas estarán justificadas desde el momento en que se acepte que el sacrificio de Cristo es un misterio, y no es lícito deducir de ellas una actitud de culpable desconocimiento de lo que la tradición de veinte siglos nos ha enseñado sobre el sacerdocio católico. Veinte, y mil siglos de historia no desvelarán nunca del todo el secreto fascinante de nuestro Señor Jesucristo, sacerdote eterno en la tierra y en el cielo.

Sacerdocio y mundo #

Quienes se decidan a reflexionar o hablar del sacerdote de hoy, plantearán cuestiones y formularán sugerencias que nacen legítimamente de la contemplación del mundo de hoy o de las previsiones sobre el mundo de mañana. Interrogarse sobre la relación que ha de existir entre el sacerdote y ese mundo, no sólo es lícito, es obligado, porque el sacerdote es para los hombres concretos de su tiempo.

El vacío se produciría cuando la reflexión se limitase a la consideración de esos aspectos, puesto que, de ese modo, inevitablemente, se construiría un sacerdocio meramente circunstancial, histórico, sociológico, y la realidad íntima y sagrada del mismo, más o menos tarde, quedaría fatal e inevitablemente evaporada. Las preguntas, pues, sobre el significado y el ejercicio del sacerdocio hoy, exigen ser hechas tomando como punto de referencia el misterio del sacrificio de Cristo Sacerdote, tal como nos lo ofrecen la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica de la Iglesia. De ahí hay que arrancar siempre, sin alterar ni un ápice su contenido esencial, en la seguridad de que se encuentra respuesta. Preguntémonos sin cesar, pero que las preguntas sean confiadas, amorosas, limpias, no atormentadas ni angustiosas, no transidas de escepticismo y amargura, no nacidas del método de la catástrofe previa. De las ruinas no saldrán más que ruinas y tormentas incesantes que terminarían por devorarnos a todos. A Jesucristo podemos preguntarle también los sacerdotes, como preguntaron a su precursor: Tú, ¿quién eres? (Jn 1, 19). Pero yendo por delante con la seguridad de que oiremos sus respuestas y podremos decir en cada diálogo con Él, los sacerdotes de Madrid y Barcelona, los de Europa y los de África, lo mismo que dijo San Pablo: Sé de quién me he fiado (2Tim 1, 12).

La esencial misión del sacerdote #

El obispo, antes de imponer las manos a aquel a quien se va a ordenar, y de recitar el gran prefacio consecratorio, le señala la magna función que habrá de realizar: “El sacerdote –le dice– debe ofrecer el sacrificio, bendecir, presidir, predicar, bautizar”. Es el triple ministerio que la Iglesia confía a aquel hombre a quien ella ha llamado. Predicar la palabra de Dios, es decir, el ministerio profético que consiste en revelar, anunciar incesantemente, ser eco vivo de las enseñanzas de Dios y de la Iglesia; presidir, o sea, la función del gobierno pastoral, que dirige al pueblo y le conduce en su marcha en el tiempo hacia el Reino eterno; ofrecer el sacrificio, el ministerio del culto, de la relación con Dios, Padre, Redentor y Juez de los hombres, el ministerio de santificación por excelencia porque consiste en un culto, no mágico y externo, sino vivo e interno a Dios por el Dios hombre, pues no es otra cosa que el sacrificio de Cristo que el sacerdote hace presente. Es la Eucaristía, la Misa, que establece una relación interior entre los hombres y Dios, de tal manera que ni puede ser indiferente Dios mismo a ese culto, ni nada que pertenezca a la vida del hombre escapa al lazo de unión que allí se forma entre la humanidad y Dios.

Para todo eso es ordenado sacerdote el hombre elegido. Para predicar la palabra de Dios que no se extingue; para conducir al pueblo, porque el sacerdote es pastor, no camarada en el camino; para la Eucaristía, los sacramentos y la oración, porque Dios ama al hombre y se entregó a la muerte por nosotros, para darnos una vida nueva, de hijos suyos, la cual hay que adquirir sepultándonos en Él y resucitando con Él, por medio de los sacramentos y el sacrificio eucarístico.

La vida sacerdotal, acto sacrificial #

Esta Misa, este sacrificio continuamente renovado es la cumbre más alta del ministerio sacerdotal y hacia él convergen o de él brotan los demás ministerios que el sacerdote realiza. Hay entre ellos una unidad intrínseca y obligada, de tal manera que la palabra no tiene otra misión que preparar el alma del que la escucha para recibir los sacramentos y, en último término, para conseguir que libre y conscientemente el cristiano evangelizado se ofrezca en unión con Jesucristo en el acto supremo del sacrificio. Por eso Santo Tomás de Aquino pudo escribir esta frase tan admirable como sencilla. Entre nosotros, “el lugar del sacrificio es el mismo que el de la enseñanza de la fe”1. El Concilio Vaticano II no ha dicho, no podía decir, otra cosa:

“El ministerio de los presbíteros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna a su pueblo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza” (PO 2).

“Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo. Por lo cual la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son, poco a poco, introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan, por la recepción de la Eucaristía, plenamente en el Cuerpo de Cristo” (PO 5).

“En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención” (PO 13).

La Eucaristía, cumbre del ministerio sacerdotal #

Ahora bien, admitida la unidad intrínseca entre los diversos ministerios sacerdotales y la culminación suprema que logran en la celebración de la Eucaristía, es necesario preguntarse: ¿Qué encierra ese sacrificio eucarístico, esa Misa que es la cumbre a la que se dirige con todos sus esfuerzos el sacerdote caminante, es decir, el apóstol? ¿Qué hay en ella que justifique una proclamación tan absoluta? ¿Es que buscamos una coronación del edificio, añadida para dar el último toque de belleza religiosa a toda acción sacerdotal? ¿Es el postrer eslabón de una cadena de acciones ministeriales yuxtapuestas o que se suceden unas a otras en virtud de una lógica interna, pero nada más? No, hay algo mucho más hondo y profundo.

Al decir que la Eucaristía es la cumbre de los ministerios sacerdotales, no se trata de disminuir en nada la originalidad y la grandeza de las restantes funciones. El sacerdote misionero, el predicador incansable que consume sus días predicando, bautizando, perdonando los pecados, atendiendo a los moribundos, aconsejando a los jóvenes, evangelizando en una palabra y sacramentalizando al pueblo cristiano, son también imagen de Cristo y en nombre de Él actúan. Pero a su acción todavía le falta algo para cumplir la voluntad sagrada de Cristo al establecer la religión cristiana.

En efecto, la Misa no es sólo el sacrificio de Cristo. La voluntad del Señor y su deseo al celebrar la nueva Pascua es que los hombres se unan con Él en espíritu y en verdad, de tal manera que sea el sacrificio de todos los cristianos e intencionalmente de toda la humanidad. Transformado el hombre por la predicación de la palabra, libre de pecado por el bautismo y los demás sacramentos, hecho miembro activo del pueblo de Dios al introducirle el sacerdote en la comunidad; el proceso de la formación de un hombre nuevo a imagen de Cristo, sólo se completa cuando el hombre redimido se ofrece para gloria del Padre en unión con Jesucristo: el hombre, con su pensamiento y su libertad, con su trabajo y sus proyectos, con su alegría y sus penas, con su amor a la tierra y al mundo del que forma parte y su esperanza en el cielo, con su familia y su ciudad, con su cuerpo y su alma. Este ofrecimiento consciente, nacido de la fe y del amor, es el acto supremo a que puede llegar un hombre en este mundo, supuesta la enseñanza de la fe que nos habla de un Dios que nos creó, que nos redimió del pecado y nos espera siempre.

Testimonios #

¿Queréis oír la voz de Jesucristo? Escuchad su oración sacerdotal antes de ir a la pasión:Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mi, para que sean perfectamente uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mi. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y éstos conocieron que tú me has enviado, y yo les di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos(Jn 17, 20-26).

¿Queréis escuchar a los apóstoles? Oíd a San Pablo:Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional. Que no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta(Rm 12, 1-2).

¿Queréis saber qué ha dicho el Concilio? Meditad lo que nos dice la Lumen Gentium: Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, de su nuevo pueblo, hizo…, un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1P 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios y den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos” (LG 10).

Consecuencias #

De la exposición anterior brotan fácilmente reflexiones que en esa doctrina encuentran su apoyo, y que nos sirven para comprender la crisis de hoy y para no desorbitarla. La palabra “crisis” es empleada en el doble sentido que tiene: juicio que se hace sobre algo, y cambio que experimenta esa realidad que se juzga. He aquí algunas precisiones que sirven para centrar el problema, abriendo el camino a la sana revisión, pero cerrándolo a la vez a los revisionismos locos.

Un solo sacerdocio #

No hay más que un sacerdocio en la religión cristiana: el de Jesús, llamado Cristo, ungido por el Espíritu Santo y enviado por el Padre a los hombres. El nuestro es el suyo también. Nosotros, los sacerdotes de la nueva alianza, somos ungidos por el Espíritu Santo con el sacramento del orden, y enviados por la autoridad de la Iglesia, a través de los obispos, sucesores de los apóstoles, al mundo de los hombres. Nuestra misión fundamental es realizar el acto supremo del culto, la Eucaristía, no como un rito mágico e ininteligible, sino como expresión acabada y completa de las relaciones máximas que pueden establecerse entre Dios y los hombres, al modo como Jesucristo las estableció. Así se salva el hombre y adquiere sentido último la realidad terrestre, no rechazable, no neutral, no indiferente a Dios, sino necesitada, no obstante su autonomía que la honra y configura, de una destinación suprema y definitiva en su ser, en su obrar, en su dinamismo perfectivo, en su búsqueda de una finalidad ultimísima –escatológica, dicen ahora– que libere a la creación del ciego designio de estar dando vueltas locas sin más ni más.

Toda la vida es Cristo #

En el sacrificio del Señor se ofrece Cristo, es decir, lo humano y lo divino, su vida íntegra, desde la encarnación a la resurrección, porque toda ella es sacerdotal, vida de mediador, con sus palabras y sus ejemplos, con sus milagros de misericordia y de amor, con su interés por el hombre pecador para transformarle en hombre limpio de corazón, con su muerte en la cruz y sus bienaventuranzas del sermón de la montaña. Y toda la intención de Cristo, que era y es salvar, purificar, penetrarlo todo de justicia y de amor, pero incorporando a los hombres para que fuesen sujetos activos y colaboradores con Él de ese propósito: Sed perfectos como mi Padre celestial lo es (Mt 5, 48). Ahora comprenderéis por qué buscamos una liturgia eucarística inteligible, comunitaria, viva, y el porqué de las reformas conciliares. No puede quedar perdido entre las tinieblas de lo mágico y esotérico algo que exige tal cantidad de incorporación viva y consciente por parte de los que tienen fe. Pero tampoco puede profanarse, con el pretexto de que hay que acercar el misterio a la vida de los hombres, porque la Eucaristía es una acción sagrada, de Cristo y, como tal, hay que rodear su celebración del respeto y el amor delicadísimo que la Iglesia, como esposa de Cristo, testimonia a su Señor.

Oblación personal del sacerdote #

El primero que ha de ofrecerse en unión con Cristo es el sacerdote, ministro suyo, y por eso su vida ha de ser santa y limpia, aunque no dependa de su virtud personal la eficacia del sacrificio. Se ofrecerá el sacerdote con toda su vida, porque se es sacerdote para siempre y con todas las dimensiones personales de la existencia. Ofrecerá su conducta, su modo de vivir, su disponibilidad u obediencia al orden superior que regula su status propio, su servicio de los sacramentos, todo cuanto sea, haga y desee hacer. Se comprende, pues, que el sacerdote sea segregado, algo o alguien aparte, porque está marcado y enviado para algo que sólo él puede hacer, ya que sin él ni siquiera el mismo Cristo puede renovar y hacer presente en el mundo su oblación; luego esa separación no es falta de humanidad, sino garantía de servicio a los hombres. Se comprende también que luche y se afane por hacerse cercano a los hombres, porque Cristo también vivió próximo a ellos, y se pregunte sobre los modos de asegurar esa proximidad, necesaria para que la oblación de los creyentes siga haciéndose. Se comprende que haga un esfuerzo de imaginación para que en las grandes ciudades del mundo moderno (no sólo en las tierras de misión, no sólo en los pueblos pequeños en que su influjo educador es más fácil), en estas grandes ciudades, que son lo más parecido a los grandes desiertos, se escuche su palabra, se despierten las conciencias adormecidas, se libere a los hombres de la sed de las esclavitudes organizadas. La equivocación está en querer hacer esto anárquicamente, fiando a la improvisación personal algo tan serio como la transmisión de la fe, cayendo en acusaciones fáciles y bobas contra la jerarquía, o bien desacralizándose para hacerse más atractivo al mundo, que está harto de secularismos y lo que necesita es toparse con la belleza del misterio; o renegando de una tradición sapientísima; o llenándose la cabeza de problematismos y cerrando los oídos a una doctrina y unas normas sabias, que la Iglesia, madre y maestra, ha ido elaborando a lo largo de los siglos frente a todas las situaciones y coyunturas históricas.

La misa de cada día y los demás ministerios #

Se comprende que, siendo esto así, en la vida de un sacerdote de Cristo no deba haber anhelo más grande, ni más vivo afán que la celebración de una Misa, porque es lo que da sentido a todo su ser y a su trabajo de pastor, y lo que le permite unir con la mayor verdad y realismo su vida personal y la vida del mundo con la vida de Jesucristo, sin caer en misticismos averiados y sensibleros, ni en actitudes puramente devotas inspiradas en una mera piedad personal, nunca despreciable, por otra parte. Aquí las palabras de Pablo VI, en su encíclica Mysterium Fidei, relativas a la Misa diaria del sacerdote: “Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende acerca de la naturaleza pública y social de toda Misa. Porque toda Misa, aun la celebrada privadamente por un sacerdote, no es privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la cruz. Pues cada Misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos, sino también por la salvación de todo el mundo. De donde se sigue que, si bien a la celebración de la Misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no por eso se ha de desaprobar, sino antes bien aprobar la Misa celebrada privadamente, según las prescripciones y tradiciones de la Iglesia, por un sacerdote con solo el ministro que le ayuda y le responde; porque de esta Misa se deriva gran abundancia de gracias especiales, para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de toda la Iglesia y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión.”

“Por tanto, paternalmente y con insistencia, recomendamos a los sacerdotes –los cuales de modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor– que, recordando la potestad que recibieron del obispo que los consagró para ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar Misas, tanto por los vivos como por los difuntos, en nombre del Señor, celebren cada día la Misa digna y devotamente, de suerte que ellos mismos y los demás cristianos puedan gozar en abundancia de la aplicación de los frutos que brotan del sacrificio de la cruz. Así también, contribuirán en grado sumo a la salvación del género humano”2.

Ahora bien, no se puede llevar la vida de los hombres y del mundo a la Misa, al sacrificio de la alabanza y de la expiación, de un golpe y súbitamente. En el acercamiento progresivo a Dios de las conciencias libres y de las realidades humanas que nacen de las manos de los hombres (cultura, economía, orden social y político, trabajo, riqueza y bienestar, progreso, enfermedad, muerte, etc.) se dan fases diversas. Hay que hacer tanteos, descubrir poco a poco lo que se intenta, establecer círculos de aproximación, exponer, invitar a creer, ayudar a creer, sostener para seguir creyendo. Hay que disipar sombras espesas de recelos, de hostilidad, de prejuicios. Hay que romper muros tan gruesos, de obstinación y de olvido, de desengaño y de penas, que se comprende también que el esfuerzo del sacerdote, siendo uno y único en su intención, pueda y deba diversificarse, según su vocación y según la misión que se le confía, y que, por consiguiente, unos insistan más, en su trabajo pastoral, sobre la dimensión profética de la predicación de la palabra en las mil formas en que puede ser hecha, otros en la del testimonio, aquél en la de la oración contemplativa, éste en la de la acción arriesgada y difícil. Esto explica la aparición de tanta literatura religiosa sobre el sacerdote en el mundo de hoy, con frecuencia pagano y cerrado a la presencia de Cristo, y junto a lo que se escribe, los gestos que se realizan por parte de muchos sacerdotes, las acciones de descubierta emprendidas, tantas veces desafortunadas, aunque llenas de generosa intención, o acertadas y fecundas que abren nuevos caminos, y también, ¿por quéno decirlo?, con mucha frecuencia estériles por frívolas, por el vanidoso personalismo y la vaciedad doctrinal y espiritual de que van acompañadas.

Audacia apostólica y vida interior #

¡Qué hermosa es la aventura de un San Francisco Javier que se lanza a mundos desconocidos! Pero, ¡qué cantidad de San Francisco Javier hay que llevar en el alma para surcar esos mares remotos! Sacerdotes en el trabajo, religiosos, seminaristas que quieren pasar sus vacaciones en la mina, en la bodega de un barco, al volante de un camión en la soledad de la noche, o bien, quienes, a fin de que su decisión de consagrarse algún día sea más libre yplena, excluyen toda cautela de su comportamiento y se ponen en contacto con un mundo manchado que, dicen, y dicen bien, hay que purificar, o los que, afanosos de conciliar las dos culturas, la sagrada y la profana, o simplemente de acercar a los cristianos separados, devoran sin digerir los escritos de la indiferencia y del ateísmo, las polémicas, las acusaciones contra los siglos y los hombres, confundiendo con éstos a la Iglesia de Cristo en el tiempo. ¡Cuánta hermosa generosidad y cuánta petulancia creativa! ¡Cuánto esfuerzo frustrado, por no haber querido mantener un asidero yuna luz encendida! La Misa diaria, la oración a que Cristo se entregaba asiduamente, la caridad humilde que sabe esperar, el amor a la Iglesia en su misterio santo, único capaz de superar los desamores que pueden surgir de la consideración de lo humano que hay en ella.

Revisión, sí. Pero el revisionismo ciego que sigue sin parar, saltando obstáculos, atropellando logros poseídos, dudando de todo, nunca admitiendo la paciente espera de que nos ha dado pruebas el Señor, hace que el sacerdote se olvide de la evangelización y acabe en líder político y sindical, y afanoso de tender puentes entre las dos culturas, sin fijación sólida en la suya, se convierta en un escéptico, uno más que presumirá de superioridad y de elegancia intelectual; y el que quería el contacto con el mundo para vivir encarnado en una realidad auténtica y no perderse en evasiones alienadoras, termine tan metido de lleno en ese mismo mundo que abandone toda conexión y todo lazo con la Iglesia- institución. Después, ¡oh, después ya es tarde! –mas, para justificarse se dará la vuelta a las cosas– y se hablará de celibato inútil y opresor que impide la realización de la persona humana, de cristianismo subyacente y cósmico en el que cabe todo, de los héroes nuevos de la sinceridad y de la lucha, como el “Che” Guevara o Martín Lutero King, como si nadie antes que ellos, en el mundo y en las filas sacerdotales de la Iglesia, se hubiese preguntado, ante la figura de un niño hambriento con su vientre hinchado: “¿por qué tienen que ocurrir estas cosas?”, de los errores de los católicos y de su intolerancia frente a los bondadosísimos e inocentes secuaces de las demás confesiones, etc., etc.

El sacerdocio de los laicos #

Se comprende, por fin, que, de acuerdo con esta voluntad santa de Cristo, y según lo que nos enseña la Sagrada Escritura, la Iglesia entera sea Iglesia sacerdotal, pueblo de Dios, como lo era Israel, que prefiguraba la Iglesia. Linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en posesión por Dios para que pregonéis las magnificencias del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable (1P 2, 9).

Es la Iglesia de los bautizados, que son también ungidos y enviados: ungidos en cuanto que por el bautismo reciben la marca o carácter que les configura a Cristo y les hace participar de su sacerdocio para ofrecerse también al Padre en sacrificio de gloria y de alabanza; enviadosen cuanto que por ese mismo bautismo todo cristiano entra a formar parte de la familia de la fe, tal como Cristo quiso que la viviéramos, a saber, una fe que ha de propagarse, misionera, viva y operante, que actúe a impulsos de la caridad teologal, al servicio y en beneficio del mundo “para que todos sean uno”, “para que desde donde sale el sol hasta el ocaso” se dé gloria a Dios y reinen el bien y la virtud, porque el Señor “tiene otras ovejas que aún no están en el redil y es necesario que haya un solo rebaño y un solo pastor”. Se comprende, pues, que se hable del sacerdocio de los fieles y se produzca, por reacción contra el silencio excesivo de antes, una exaltación del laicado, y se busque una participación más activa de los seglares en la vida de los diversos círculos concéntricos de la Iglesia-institución. Ha de ser así porque, en efecto, la Iglesia de Cristo no es una Iglesia clerical.

Pero lo que no es lícito es borrar diferencias y caminar atropelladamente al asalto, que viene a ser destrucción, de las líneas constitutivas del otro sacerdocio, el ministerial, querido e instituido por Cristo, esencialmente distinto del de los fieles, el sacerdocio de los Doce llamados por el Señor y de sus sucesores, sin el cual el otro, el del pueblo de Dios, se disgregaría y dejaría de existir. Ni es lícito, bajo el pretexto de una valoración del sacerdocio de los laicos, desguarnecer el sacerdocio ministerial de aquellas formas de vida y naturales exigencias de su status propio que lo protegen y son armónica envoltura, ambientación y defensa de lo que encierra, no precisamente para hacer de nosotros una casta, sino para asegurar mejor el servicio indefectible al pueblo cristiano.

El sacerdote es hombre para los demás; pero, ante todo, para Cristo, porque sólo así se asegura el ser para los demás y, por consiguiente, ha de estar de algún modo separado, y es la Iglesia jerárquica la que ha de marcar esa separación. La Iglesia somos todos, porque todos hemos sido ungidos y enviados, sí; pero de manera distinta unos de otros y con facultades y obligaciones distintas, porque lo que el Señor dijo a Pedro, o a los Doce, no se lo dijo a Zaqueo o a la muchedumbre que le escuchaba a la orilla del lago.

Sacerdote para todos #

Pequeñas comunidades, grupos más activos y conscientes que actúen como fermento activador de la masa, de acuerdo con su condición de cristianos militantes, sí; pero sin dejar de atender a la masa cristiana, al pueblo sencillo y grande que no sabe de teologías ni de concilios, pero que reza, espera, cree, sufre, es humilde y ama a Dios y a la santísima Virgen, y se encomienda a los santos, porque todo él es también pueblo sacerdotal, y Cristo murió por todos, no por un pequeño grupo. Edificación de la comunidad cristiana y responsable, mirando al futuro exigente de la ciudad secularizada, sí; pero sin despreciar el pasado ni abominar del trabajo de tantos sacerdotes que nos han precedido, tan santos y tan sabios y tan evangélicos como nosotros, que cultivaron la fe del pueblo, que nosotros no tenemos derecho alguno a dilapidar, o a dejar que se muera entre las risas y sarcasmos de nuestros descubrimientos, como no tenemos derecho, con tanto hablar del mundo secularizado, a secularizarle más con nuestras retiradas y claudicaciones, empezando por dejar los signos religiosos para después decir que ya no existen, ni a hacer aspavientos con disgusto y malestar profundo cuando se habla de catolicismo español, por ejemplo, y después no nos cansamos de decir –a propósito de la liturgia, por ejemplo– que cada pueblo tiene su estilo, su carácter, sus medios de expresarse, como no se cansan los obispos franceses de hablar de la Iglesia de Francia, o el primado de Holanda del catolicismo holandés y de los trabajos de su Iglesia en el mundo de hoy.

La Misa, como asamblea de la comunidad, banquete y ágape del pueblo que se da las manos y el corazón para significar ante el mundo paganizado el testimonio de la fraternidad, sí, a pesar de la retórica que hay en tantas de sus expresiones, pero también y más, sacrificio de Cristo que celebra el sacerdote ministro y en que el pueblo participa, con el fin de dar gracias a Dios, de adorarle en su divina majestad ofendida, de aplacarle por los pecados de los vivos y los muertos; de obtener de Él las invisibles pero reales gracias de su misericordia y de su protección. El sacerdote, encarnado y testigo de los sufrimientos del pueblo para ayudarle a vivir la gloria de su libertad de hijos de Dios, sí; pero no tanto que su sacerdocio se confunda con el común y genérico de todos los cristianos, y termine haciendo las tareas de los laicos, con lo cual daría origen a un clericalismo larvado e insufrible y dejaría de prestar al pueblo el servicio que éste necesita y reclama, el servicio del culto, la plegaria, los sacramentos del perdón y del amor, en una palabra, todo lo relacionado directamente con el misterio trascendente del que él es expresión irrenunciable.

1 Suma de teología 1-2, q,102, a.4, ad.3.

2 Encíclica Mysterium Fidei, 276-277.