Tres homilías sobre el sacerdocio

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Tres homilías sobre el sacerdocio

Se reúnen aquí tres homilías pronunciadas en 1971, en Madrid y Barcelona, con motivo de sendas ordenaciones sacerdotales. Su contenido constituye un pequeño tratado sobre el sacerdocio hoy, con fiel reflejo del momento y con doctrina permanente y estimuladora. Cada homilía lleva al pie la nota correspondiente. Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de octubre de 1971, 599-610.

Actitudes y convicciones sacerdotales #

En la ordenación sacerdotal de 29 sacerdotes del Opus Dei,
en la basílica pontificia de San Miguel, en Madrid, 15 de agosto de 1971

Permitidme que, ante todo, mi primer saludo de congratulación y de gozo se dirija a la Santa Madre Iglesia, representada por cuantos estamos aquí: obispo, sacerdotes y fieles y, más allá de estos muros, por todos cuantos, invisibles a nuestros ojos, comulgan con nuestra fe y participan de nuestros sentimientos.

Litúrgicamente hoy se celebra la festividad de la Asunción de la Santísima Virgen María a los cielos. Ocasionalmente, por lo que a nosotros se refiere, nos hemos reunido para conferir la sagrada ordenación sacerdotal a estos veintinueve sacerdotes del Opus Dei. Son dos motivos profundos y serios de alegría que justifican mi felicitación. Que se alegre la Iglesia hoy, al contemplar a la que es Madre suya purísima asunta a los cielos, llena de luz y de gloria, canal de gracia, trono de misericordia. Que se alegre con la ordenación sacerdotal de estos veintinueve hijos suyos, árboles plantados, como dice el salmo, junto a la corriente de muchos ríos, y destinados a dar frutos a su tiempo. Ya han empezado a darlos. Aunque su vida se extinguiera hoy mismo, nadie impediría ya la realidad lograda de su participación en el sacerdocio de Cristo. Y los darán muy abundantes en lo sucesivo, porque entran en el sacerdocio con amor, con hondas convicciones, con justo y evangélico realismo.

Amor, ante todo #

La pregunta del Señor a San Pedro, antes de conferirle el Primado: Pedro, ¿me amas más que éstos?, la hace también a cada sacerdote, porque le llama a participar en la rica intimidad de un misterio reservado y exclusivo, que es patrimonio suyo. O se entra y se persevera en él con amor, o no hay nada que hacer.

Las diferencias, las limitaciones, los fracasos, las rebeldías, las incapacidades existían ya en el Colegio Apostólico. Era una Iglesia naciente, y era ya una Iglesia turbada. Pero, en tanto en cuanto predominó el amor, los obstáculos no fueron impedimento sino acicate y estímulo para seguir trabajando, porque se seguía amando. Todo lo tengo por pérdida en comparación del sublime conocimiento de mi Señor Jesús, por cuyo amor he perdido todas las cosas, y las miro como basura por ganar a Cristo (Fil 3, 8). Yo, Pablo, preso por amor de Jesucristo (Ef 3, 1).

Nuestro sacerdocio merece ser amado por lo que es en sí, sin que sea lícito establecer arbitrarias distinciones entre lo que es y el para lo que es, según esas ideologías que se complacen en considerar como únicamente digno de amor en el sacerdocio lo que tiene –dicen– de servicio al hombre en su peregrinación por la tierra. El sacerdocio de Cristo, en sí mismo, es sacerdocio para Dios y para los hombres, todo a la vez. Mutilarlo y tener presente únicamente una determinada aplicación del mismo, con menosprecio de lo que es en su propia entidad, es cegarlo y cegarse para poder contemplar su luz y su belleza inefables. Entonces es fácil dejar de amarlo y convertir una existencia sacerdotal en un tormento.

Amadlo siempre, queridos sacerdotes, en su misterio incomprensible, pero capaz de dejarse ver cada día más al que lo ama. Hablo de un amor serio y real, no iluso, no emotivo, no temperamental. Un amor que es, a la vez, elección de la voluntad, preferencia de corazón, orientación del sentimiento, luz de la razón, actitud de fe, fruto de la reflexión y la oración.

Con hondas convicciones #

Los que hoy habéis llegado hasta aquí, venís de muy lejos. Respondisteis hace tiempo a una llamada que os pedía ofrecer vuestras vidas a una obra –la del Opus Dei– que Dios y la Iglesia han bendecido. Habéis hecho vuestras carreras civiles, las habéis ejercido. Habéis estado inmersos en ese mundo de las realidades terrestres, moldeándolas con vuestras manos de artífices del tiempo y de la historia humana en que los hombres se realizan. Habéis obedecido y habéis sufrido. Habéis cultivado vuestra fe en Dios y en la Iglesia, con la oración, con la ascética diaria, con el alimento sacramental, con la esperanza de aproximaros cada vez más a una meta siempre presente en el propósito: mayor perfección cristiana. Y, por fin, ayudados por quien puede decíroslo, dais un último paso que os sitúa dentro de un nuevo círculo de la montaña. Entráis con convicción profunda que, si es ante todo un fruto de la gracia, nace también de una actitud humana de equilibrio, de madurez, de decisión inquebrantable en cuanto un hombre puede responder de sí mismo, que es mucho siempre, no obstante nuestras deficiencias.

Esforzaos por mantener esas convicciones y presentaros con ellas ante el mundo, con humildad siempre, pero siempre con firmeza. ¿Cómo es posible carecer de esa convicción si se tiene conocimiento de Jesucristo y su enseñanza, y fe en su misión divina? He aquí algunas convicciones que deberán acompañarnos siempre:

a)Elegidos por Dios para ser sacerdotes y apóstoles suyos. Elegidos, claro que sí. ¿No dice San Pablo en su carta a los Gálatas: Cuando plugo al Señor que me destinó desde el vientre de mi madre y me llamó con su gracia…? (Gal 1, 15). Hoy existe la tendencia a no ver en estos grandes hechos más que el resultado de una determinación libre de la voluntad de cada uno. Es otra forma de desplazar a Dios del campo de las decisiones humanas. Libres, sí, libres sois para caminar hasta aquí, pero es Dios el que os marcó el camino y os llevó de su mano, porque vosotros quisisteis darle la vuestra.

b) Con plena seguridad en cuanto a la misión que habéis de desempeñar, la de dar culto a Dios, la de enseñar y la de conducir a los hombres por los caminos de la salvación. Sacerdote que no posea esta seguridad interior, mejor es que no entre en el sacerdocio. Esa misión triple está garantizada, señalada, más aún, exigida por el mismo Cristo. De manera que hacer de ella un problema y convertir la triple misión en una actitud radical de dudas, contingencias, incertidumbres, es traicionar al Señor y traicionar a los hombres en cuyo servicio ha sido establecida. Se dice que la fe es un riesgo, y nos olvidamos de que es también una adhesión firme a la doctrina revelada por la autoridad de Dios que revela. Que nos hace caminar entre sombras y enigmas, así es; pero son sombras que no conducen al precipicio, sino que fomentan la humildad y la necesidad de la oración para ir viendo más luz cada día, como en San Pablo, que es quien habló de los enigmas de ahora y quien afirmó con más rotunda seguridad que nada ni nadie podría separarle de Cristo. Que los cambios del mundo de hoy someten todo a un interrogante implacable y, por consiguiente, es señal de incultura y de falta de respeto a la realidad creada presentarnos como dueños de una certeza que es casi un desafío; pero se olvidan, los que así hablan de que la certeza que llevamos no es nuestra, sino de Dios que ha previsto los cambios y mutaciones, que ha creado y redimido al hombre de hoy igual que al de ayer, que ha ofrecido un Evangelio cuando llegó la plenitud de los tiempos y para todos los tiempos.

c) Y separados y aparte, ésta es otra convicción que no debe fallar. Se trata de una separación no afectiva, no psicológica, no humana, ¿cómo va a ser así, si somos del mundo de los hombres, hombres iguales que los que en el mundo viven? Es una separación buscada, consentida, porque es reclamada por el Señor, elaborada en la zona más alta de nuestro espíritu, transida de motivaciones sobrenaturales, identificada con lo que el mismo Cristo vivió y proclamó para sí, en cuanto enviado del Padre, como una exigencia ineludible de la singularidad de su unión hipostática y de su ministerio de redención. ¿Quién que sea honesto en sus juicios podrá decir que esto es constituir una casta, buscar un privilegio, huir del combate, refugiarse en una espiritualidad monástica? Por el contrario, velar por esta separación es fidelidad al Evangelio, es servicio al mundo en lo que nosotros podemos ofrecerle, es evitar la corriente de secularización profana que termina por ahogar lo sagrado bajo el pretexto de facilitarlo.

Con justo y evangélico realismo #

Creo que es ésta otra de las actitudes fundamentales con que hoy y siempre han de entrar en el sacerdocio los que se disponen a servir a Jesucristo por ese camino. Realismo no quiere decir carencia de esa ilusión y ese entusiasmo que se observa –no obstante la diferencia de carácter– en los escritos de tres apóstoles tan distintos entre sí como San Pablo, San Pedro y San Juan, por citar aquellos de quienes conservamos más abundantes testimonios. Son tres hombres entusiasmados con su misión y con el don recibido. Pero conocen el mundo al que se dirigen, el del judaísmo y la gentilidad. Experimentan las resistencias que nacen del fanatismo de la ley, de la cultura grecolatina, de la oposición de las potestades de la tierra, del vicio y la concupiscencia, del pecado y del demonio. Y las vencen con su fe, con su oración, con su docilidad a los dones del Espíritu Santo. Aceptan los fracasos, los agravios y la cruz. No se conforman a este mundo, le superan con su esperanza. Pero no esperan más de lo que se puede esperar en el Señor. Trabajan como buenos soldados de Cristo. No protestan, no caen en la amargura, no sueñan con ideologías, no se les ocurre presentar como fuerza de redención más que a Jesucristo crucificado, muerto y resucitado. Esto es lo que yo llamo realismo justo y evangélico. Se apoya sobre la realidad del hombre y de Dios. Es justo, porque no va más allá de lo que Dios quiere, y se distingue tanto por su paciencia como por su fortaleza; es evangélico, porque no pierde nunca el optimismo de la fe, a pesar de los fracasos, y pone su confianza en Dios, no en los hombres, ni en las estructuras, y mucho menos en reclamaciones y reformismos arbitrarios, todos ellos condenados al más lamentable fracaso, si nos olvidamos de la oración, de la mortificación, la obediencia, la administración de los sacramentos de la gracia.

Quiera el Señor disponer así vuestras almas en esta mañana inolvidable ya para siempre en vuestras vidas. Y puesto que habéis recibido el sacerdocio del Hijo, pongamos nuestra confianza en su Madre bendita. Virgen María, asunta a los cielos, flor la más pura de la tierra, vida, dulzura y esperanza nuestra. ¡Acompáñales siempre, guía sus pasos con tu silencio que pertenece a la entraña de la Iglesia, con tu amor, con tu valimiento! Tú, ¡oh Virgen María! eres la renovación, la seguridad, la fuerza, el amor y la piedad, todo junto. Tú sabes mirar a los sacerdotes y a la Iglesia, con la experiencia de las madres, con el sosiego de quien es Mediadora y Corredentora. Tu nombre es capaz de suscitar las esperanzas de un pueblo y de la Iglesia entera, como acaba de suceder ahora en Yugoslavia. Facilita en ellos, ¡oh Madre!, los caminos del Espíritu Santo, igual que les ayudaste a encontrar los de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué Dios os bendiga!

Yo, por mi parte, también lo hago, y desearía poder particularizar mi bendición con alguno de vosotros encontrándole en Barcelona, si allí fuese a trabajar con los demás sacerdotes del Opus Dei, que en la gran ciudad de Cataluña realizan magnífica labor. Estoy contento de ella, la agradezco, ojalá se multiplique. ¡Cuánto bien se hace en esa iglesia de Montealegre, y en esas residencias de Cambrils, Castelldaura y de otros lugares de la diócesis! Uníos cada vez más, sin perder lo que os caracteriza, con los obispos, con el clero diocesano, con las órdenes religiosas, con todos. No tengo motivos más que para agradecer, en nombre de la Iglesia, lo que estáis haciendo, y así lo manifiesto. Ni necesitáis ditirambos, ni merecéis reticencias.

La fe del sacerdote en su ministerio #

En la ordenación sacerdotal de siete religiosos de la Compañía de Jesús,
en Santa María del Mar, Barcelona, 10 de septiembre de 1971

Una vez más nos es permitido a todos tomar parte, de un modo o de otro, en esta hermosa jornada en que nos reunimos para la ordenación sacerdotal de un grupo de jóvenes a quienes el Señor ha llamado a ser ministros suyos. Impondremos las manos, invocaremos al Espíritu Santo, entregaremos los signos de una potestad espiritual que arranca de aquella santa noche de la última cena, en que Cristo quiso instituirla para memorial de su pasión, su muerte y su resurrección. Se trata hoy de estos siete jóvenes pertenecientes a la Compañía de Jesús, a los cuales acogemos con gozo para transmitirles, en nombre de la Iglesia, la herencia del Señor.

Cuando tal oportunidad se presenta, el alma del obispo que ofrece el sacramento se hace toda ella palabra y pensamiento, de tan fuertes como son las urgencias espirituales que la mueven para alabar al Señor, proclamar su fidelidad a Cristo, bendecir a la Iglesia y comunicar a los hermanos que se ordenan algo de lo que lleva dentro.

Mi reflexión es muy sencilla, aunque se siente acompañada por todas las voces que le han dado cauce a lo largo de los siglos, para exponer la verdad que encierra. Estáis aquí porque Dios os llamó un día lejano, y recibís el Espíritu Santo porque Cristo quiere enviaros como apóstoles suyos. Así os insertaréis en el sacerdocio de Jesucristo, el de la Nueva Alianza, con todo lo que él tiene de misterio, de humanidad, de gozo y de paradoja. Como mi Padre me envió, así os envío a vosotros… Recibid el Espíritu Santo, quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes se los perdonareis, y quedan retenidos a los que se los retuviereis (Jn 20, 21-22).

Ungidos por el Espíritu Santo en esa zona interna de la voluntad libre y de la personalidad humana –sea cual sea lo que esta frase comprenda–, donde trabajan la fe, la esperanza y la caridad teologal; y enviados por el Señor Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo de María, Salvador y Redentor nuestro, que nos libró del pecado y del demonio con su muerte y resurrección, e instituyó los sacramentos de la gracia para hacer a los hombres hijos de Dios.

La densidad de realidades y conceptos que en estas sencillas palabras se encierra ha sido suficiente a través de los siglos para suscitar determinaciones generosas, para iluminar las más profundas y religiosas meditaciones, para construir una teología mentis et cordis sobre el sacerdocio, y una ascética y una mística, que sirvieron para despertar amor y esperanza, para trabajar por los hombres en toda la plenitud de la palabra, para promover anhelos de santidad, para propagar la fe y sus ocultas virtualidades, que laten dentro de ella como gérmenes invisibles y son capaces de vencer al mal, de consolar a un moribundo, de elevar a todo un pueblo, de hacer celebrar un concilio o de enseñar a rezar el Padre Nuestro. El Evangelio del Señor es fecundo; las palabras del Señor son eficaces; el sacerdocio instituido por el Señor es fecundo, eficaz, grande y digno de ser amado. Gracias al sacerdocio de Cristo, el mismo que vais a recibir, vosotros podréis decir, y como vosotros los que os sucedan, a los hombres todos de la tierra, cuando les llaméis para ofrecerlos los misterios de Dios de que seréis dispensadores:Ya no sois extraños, ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y domésticos de Dios, pues estáis edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es la principal piedra angular sobre quien, trabado todo el edificio, se alza para ser un templo del Señor. Por Él entráis también vosotros a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios por medio del Espíritu Santo(Ef 2, 19-22).

¡Morada de Dios por medio del Espíritu Santo! Esto lo pudo escribir San Pablo y convertirlo en realidad en aquellos cristianos de Éfeso a quienes escribía. Esto podréis decirlo vosotros y hacerlo realidad en todos los hombres a los que ha de llegar vuestro ministerio.

Hoy es un día en que entre nosotros sólo debe aparecer la alegría como un don del Espíritu Santo. Por lo cual no es conveniente nada que pueda turbarnos. Pero, precisamente como exigencia de esa misma alegría santa, para que se consolide y nos acompañe siempre, sí que son obligadas ciertas referencias a hechos y fenómenos que estamos viviendo.

¿Por qué tantas dudas cuando tenemos tanta capacidad de afirmación? ¿Por qué tanta acritud y tanto enojo sueltos y desencadenados en nuestras comunidades presbiterales del clero diocesano o religioso? ¿Qué ha ocurrido para que en tan poco tiempo la crítica pueda más que la caridad, la estadística intente suplantar a los criterios determinantes de verdad, la disciplina haya dejado de considerarse como un testimonio de la fe y de la convicción interior, pasando a ser como una equivalencia de poquedad, de empequeñecimiento, de falta de libertad interior? ¿Qué nos está ocurriendo a los sacerdotes en la Iglesia de hoy? La referencia, digo, es obligada porque los hechos nos salen al paso apenas trasponemos el umbral de este templo en que nos encontramos. Pero yo no debo consumir el tiempo que me ofrecéis en análisis de situaciones problematizadas, cuando aquí estamos, por gracia de Dios y dicha nuestra, celebrando y siendo testigos de actitudes positivas. Si hago estas preguntas es porque creo en las respuestas que puedan darse.

Mi ministerio episcopal, y más en una ciudad como Barcelona, me obliga a meditar mucho. Leo, escucho, observo y me detengo con respeto ante las explicaciones que pretenden dar. Lo que aparentemente es más válido suele ofrecerse en términos parecidos a éstos: es que estamos viviendo una época de transformación acelerada del mundo, los cambios se multiplican, las exigencias del hombre en esta era científica y tecnológica no se sacian con nuestras habituales explicaciones y comportamientos, el mensaje cristiano ha de presentarse más adaptado al mundo de hoy para no llegar tarde, etc. No acaba de convencerme. En esa respuesta van mezcladas observaciones justas y otras muy superficiales. Porque los cambios se han estado dando siempre, y según era la intensidad de los mismos, así aparecían los intentos de solución. La mayor intensidad cuantitativa con que hoy se producen podría originar conmoción y un cierto vértigo humano en el esfuerzo por comprenderlos, pero no otra cosa; la diferencia cualitativa de esos cambios, con relación a la de otros tiempos, no lo es tanto como para que no sigan siendo válidas hoy las soluciones eternas del Evangelio.

“Es vano –decía el Papa en su mensaje sobre las vocaciones en 1970– buscar explicaciones únicamente humanas de la actual crisis de vocaciones. Esto no es sino un aspecto de la crisis de fe que hoy padece el mundo. No es, por tanto, haciendo más fácil el sacerdocio –liberándolo, por ejemplo, de aquello que la Iglesia latina, desde siglos, considera su gran honor: el celibato– como se volverá más deseado el acceso al mismo sacerdocio. Los jóvenes se sentirían atraídos todavía menos por un ideal de vida sacerdotal menos generosa. No es en este sentido en el que debemos orientarnos”1.

Y, más recientemente, en el discurso al clero romano de febrero de este año, decía así: “La duda acosa: ¿está justificada la existencia de un sacerdocio en la intención primitiva del cristianismo? ¿De un sacerdocio tal como ha sido fijado en el perfil canónico? La duda se hace crítica, bajo otros aspectos, psicológica y sociológica: ¿Es útil? ¿Es posible? ¿Puede galvanizar todavía una vocación lírica y heroica? ¿Puede constituir todavía un género de vida que no sea enajenador o frustrado? Esta problemática agresiva los jóvenes la intuyen, y muchos quedan desanimados ante ella: ¡Cuántas vocaciones agostadas por este vendaval siniestro! Y la sienten, a veces, como un tormento interior inquietante, incluso aquellos que están ya comprometidos en el sacerdocio; y para algunos se convierte en miedo, que se hace valiente en algunos, ¡ay! solamente para la huida, para la defección: Entonces los discípulos…, abandonándolo, huyeron; la hora de Getsemaní (Mt 26, 56).

“Pero, desgraciadamente (la problemática sacerdotal) puede también convertirse en destructora si se atribuye más valor del que corresponde a lugares comunes, hoy divulgados con gran facilidad, sobre la crisis, que se desearía fatal, del sacerdocio, tanto por la novedad de estudios bíblicos tendenciosos, como por la autoridad de fenómenossociológicos, estudiados a modo de encuestas estadísticas o de matices de fenómenos psicológicos y morales. Datos interesantísimos, si queréis, merecedores de seria consideración en lugares competentes y responsables, pero jamás hasta el punto que sean capaces de sacudir nuestro concepto sobre la identidad del sacerdocio, si ésta coincide con su autenticidad, tal como la palabra de Cristo y la precedente y demostrada tradición de la Iglesia transmiten intacta, más aún, profundizada, después del Concilio, a nuestra generación”2.

Si invoco estas palabras y las repito es porque en ellas creo encontrar los cálidos acentos del ruego, el saludo, la norma, el consejo, el grito, si queréis, con que hoy puedo dirigirme a estos jóvenes.

Tened fe y cultivadla en el silencio interior de vosotros mismos. Fe en que Cristo es el resucitado que os envía, y que os manda que prediquéis y testifiquéis que Él es el que está constituido por Dios, Juez de vivos y muertos. Y que el que cree en Él recibe, en virtud de su nombre –es decir, en virtud de su ser, de su influjo real–, el perdón de los pecados. Llevad la paz del reino de los cielos.

Id como obreros en busca de la mies. Celo apostólico, convicción honda, humilde firmeza.

Y luego, amor, mucho amor a la Iglesia. No merece la Iglesia los agravios y escarnios que está recibiendo de muchos de sus hijos, con sus críticas demoledoras, sus petulancias, sus estrategias operativas, como si todo dependiere de sus cálculos humanos, ¡ay, tan humanos!

Hoy se está produciendo un fenómeno curioso: En muchas actitudes apostólicas sacerdotales se está dando, como motivo determinante, un amor al mundo como criatura de Dios, como gloria de la creación, como término en su propia realidad y estímulo para sucesivas transformaciones en favor de los hombres, que justifica una nueva postura –dicen– de compromiso, de estimación, de alabanza y esfuerzo sostenido en una actitud espiritual entusiasta y lírica. Muchos de los que así actúan, gritan constantemente, como los hombres de Colón, al descubrir los perfiles de la costa nueva: ¡tierra, tierra!, y lo hacen con alegría desbordada.

A pesar del pecado, de la miseria, del delito constante, de tantas y tantas fealdades, aman, aman al mundo para trabajar en él, lo cual es bueno, y a veces para detenerse en él, lo cual ya no es tan bueno. ¿Por qué, al menos, no amar siquiera así a la Iglesia, para hacerla mejor, pero partiendo de lo que tiene, con sus jerarquías y todos los hermanos, con su oración y los sacramentos, con su disciplina como testimonio de la fe, con su pobreza y sus vicisitudes, con su cruz y su gloria? Creo que alguien, no tardando mucho, podrá decir, al juzgar esta época, refiriéndose a bastantes sacerdotes: tuvisteis más comprensión y amor para el mundo que para con la Iglesia, de cuyos pechos os alimentabais precisamente para poder amar mejor al mundo.

Quiera el Señor bendeciros, jóvenes, y que su gracia logre de vosotros esta tarde la de seguir siempre de su mano para permanecer gozosos al servicio de la Iglesia y el mundo, en la Compañía, con amor, con humildad, con fe, con paciencia, con fortaleza, con oración, con inmensa caridad fraterna, con plena comunión eclesial, con realismo, con modestia, con paz.

Riqueza y pobreza del sacerdocio #

En la ordenación de cuatro alumnos de la Casa de Santiago,
en Santa María de Gracia, Barcelona, 25 de septiembre de 1971

Vuestra ordenación sacerdotal, queridos alumnos de la Casa de Santiago, constituye para todos un motivo de alegría que nos invita a dar gracias a Dios y refuerza la indefectible esperanza que nos guía en nuestra misión de servicio a la Iglesia. No hablo solamente de la esperanza mía, como obispo de la diócesis, sino de la de todos cuantos os conocen y, por conoceros, os aman, bien sea en Barcelona o en los diversos lugares de España y de países extranjeros, donde la obra de la Casa de Santiago ha empezado a dar sus frutos.

Os acercáis a recibir la imposición de las manos con humildad, con gozo sereno, con serios y firmes propósitos, con plena disponibilidad para el trabajo apostólico, para la obediencia activa y responsable, para la caridad fraterna, para el universalismo del servicio pastoral que no conoce límites ni fronteras en el espacio o en el tiempo. Actitudes, éstas, que no son nuevas ni originales, sino propias de los sacerdotes de todos los tiempos que, con clara conciencia de lo que significa su determinación libre, han dado el paso hacia el altar con confianza en el Señor, al que se consagran y del que van a ser ministros.

La Iglesia que os recibe, para daros más de lo que vosotros podéis dar a ella, se encuentra hoy agitada y excesivamente movida en su interior, desgarrada casi por el deseo de permanecer fiel a Jesucristo, siendo fiel también a las obligaciones que tiene contraídas con el mundo. Estas crisis son pasajeras, pero dolorosas, porque lo que se somete a revisión no es algo abstracto e impersonal, sino un conjunto de ideas vivas que han encarnado en hechos, han marcado a fuego la existencia de muchos hombres, han alimentado la intimidad del pensamiento y el corazón de los creyentes, dando lugar a manifestaciones vitales y ardientes de esos valores del espíritu cristiano que llamamos fe, piedad, esperanza, concepto y orientación de la vida, lucha, sacrificio silencioso, plegaria, virtud, huida del pecado, reconciliación, paz y alegría. Cuando de todo esto se habla y se escribe en la forma en que se hace hoy, es la misma existencia humana y cristiana la que se siente sacudida en sus cimientos. La crisis pasará, sin duda alguna. Y nos dejará, en medio de tantas ruinas que –esto es lo más trágico– hubieran podido evitarse, el camino abierto para seguir a nuestro Señor Jesucristo por donde Él llama a sus discípulos.

Y no hay duda que tanto más pronto pasará esa crisis generalizada de la Iglesia, cuanto más rápidamente se supere la crisis sacerdotal. Tenemos a la vista el próximo Sínodo, en que el sacerdocio va a ser tema central para la reflexión y las determinaciones que hayan de venir. Esperemos su apertura y desarrollo, y asistamos a él desde lejos con nuestras plegarias y nuestra confianza.

Aparte el Sínodo, en todos los lugares donde el clero se congrega: en seminarios y casas religiosas, en asambleas más o menos numerosas, en libros, periódicos y revistas donde la comunicación social ofrece instrumentos aptos para ello, se habla y se insiste sin cesar sobre los mismos problemas, y apenas se tocan unos surgen otros que dan lugar a nuevos planteamientos y a nuevas inquietudes. ¿Puede resistir mucho tiempo un hombre y una clase de hombres, la sacerdotal, este estado de cosas? Creemos que no. Es hora de avanzar decididamente con lo que tenemos, que es suficientemente rico para hacernos fuertes y suficientemente pobre para sentirnos humildes.

Riqueza del sacerdocio #

La riqueza del sacerdocio nace de él mismo, tal como fue instituido por Jesucristo, y de sus normales exigencias. Deberíamos esforzarnos más por contemplarlo en su propia entidad. Antes que llevar nuestras propias preocupaciones al interior de la institución sacerdotal, habría que dejarlas en el umbral del examen que hagamos, meditar mucho y siempre en el sacerdocio de Cristo, tal como nos lo ofrecen la Revelación y el Magisterio de la Iglesia, y después sí, recoger esas inquietudes y pasarlas a través de la contemplación realizada. Así lo han hecho los santos sacerdotes del clero diocesano o religioso que, en las diversas épocas de la historia, han asistido a crisis semejantes a la nuestra y las han superado.

Nuestro sacerdocio es rico, capaz siempre de iluminar y fortalecer, de darnos paz y alegría, de capacitarnos para amar y servir, de hacernos generosos y comprometidos en el sentido evangélico de la palabra. En él se encuentra a Jesucristo, con su palabra, con su sacrificio santificador, con su caridad pastoral. Por él quedamos ungidos y consagrados, configurados a Cristo Cabeza, enviados a los hombres todos. Él nos pide segregación, no para aislarnos egoístamente del mundo, sino para mejor santificarle y conducirle a su fin último. Él pone en nuestras manos los sacramentos que transforman el mundo, porque transforman las conciencias, y sobre todo la Eucaristía, que llama a los hombres a la oblación de sí mismos y de todo lo creado, para imprimir a la realidad terrestre el ritmo de un destino nuevo. Él nos coloca insoslayablemente en la obligación de orar, con la oración pública de la Iglesia, certeza, gracia divina, para perseverar y seguir siempre. En el sacerdocio de Cristo hay autoridad que nos sitúa con fijeza en nuestro puesto; hay obediencia que nos libra de caer en la tentación de querer dominar a los demás; hay doctrina y hechos de vida inagotables que nos permiten ofrecer a manos llenas luces de esperanza a los hombres y estímulos para el bien; hay cruz, santa y bendita cruz, que nos enseña a ser mortificados y a aceptar privaciones y sufrimientos, fracasos y oprobios, la muerte incluso, sin que por eso tengan que aparecer la frustración y la amargura; hay resurrección realizada ya y prometida para después, que nos comunica entusiasmo, fortaleza invencible, seguridad. Hay más, mucho más, que yo no puedo examinar aquí esta tarde.

Pobreza del sacerdocio #

Quiero decir con ello que, aunque los teólogos investiguen, aunque las asambleas discutan, aunque haya que revisar mucho, tenemos algo en el sacerdocio que es claro, transparente, fijo, capaz de alimentarnos en nuestra vida y ministerio sin turbaciones, ni congojas, ni divisiones deplorables. Avancemos desde aquí y luego recojamos nuestras preocupaciones para examinarlas a esa luz. Entonces la riqueza del sacerdocio no se destruye y nos nutre y alimenta al mundo. Entonces la pobreza de nosotros, sacerdotes, se contempla con serenidad y se convierte también en una nueva riqueza. La pobreza es nuestra, no del sacerdocio.

Y se manifiesta en nuestra propia condición humana, siempre limitada y deficiente; en nuestras pasiones no dominadas; en nuestras torpezas y cansancios ante un combate tan duro como el que tenemos que reñir; en nuestra organización y metodología pastoral; en nuestra inadecuación entre lo que el mundo necesita y lo que, muchas veces, le ofrecemos; en nuestra falta de celo para abrir nuevos campos de trabajo; en nuestro orgullo personal, que nos separa en lugar de unirnos y nos hace confiar sólo en nuestras propias soluciones. Entonces la pobreza se traslada de la persona que vive el sacerdocio al sacerdocio vivido, y surgen las dudas, los anhelos de reformas imprudentes y temerarias, la indiscriminada acusación contra las estructuras, el enfrentamiento incomprensible entre obispos y sacerdotes, etcétera.

No, no. Esto no tendría que darse nunca. Estas pobrezas nuestras lo único que deberían traer como resultado de su existencia es un aumento de nuestra humildad interior, con lo cual cambia todo, porque entonces sucedería que pensamos, discutimos, analizamos, revisamos, por humildad, no por descontento ni por agresiva reivindicación contra nada ni contra nadie. Y en cuanto se introduce ese factor determinante de actitudes, la humildad, la crisis está en vías de solución y la pobreza nos hace ricos ante Dios y ante los hombres, y nos capacita para hallar los términos exactos de la verdadera reforma. Siendo humildes no dejaremos de ser perspicaces e inteligentes y seguiremos amando a la iglesia y a nuestro ministerio, lo cual nos salvará.

Es esto lo que quería decir el Santo Padre con aquellas hermosas palabras: “El sacerdote no es un ser solitario, es miembro de un cuerpo organizado: la Iglesia universal, la diócesis y, en el caso típico, superlativo diremos, su parroquia. Es la Iglesia toda la que debe adaptarse a las nuevas necesidades del mundo; la Iglesia, celebrado el Concilio, se encuentra empeñada en esa renovación espiritual y de organización. Ayudémosla con nuestra colaboración, con nuestra adhesión, con nuestra paciencia. Hermanos e hijos carísimos: ¡tened confianza en la Iglesia! ¡Amadla mucho! Es ella el término directo del amor de Cristo: dilexit Ecclesiam (Ef 5, 25). Amadla también con sus límites y defectos. No, en verdad, por razón de los límites y defectos, y quizá también de sus culpas, sino porque sólo amándola podremos hacerlos desaparecer y contribuir más al esplendor de su belleza de esposa de Cristo. Es la Iglesia la que salvará al mundo, la Iglesia, que es la misma hoy como ayer, como lo será mañana, y que encuentra siempre, guiada por el Espíritu y por la colaboración de todos sus hijos, fuerza para renovarse, para rejuvenecerse y para dar una respuesta nueva a las nuevas necesidades”3.

Para ayudarnos en esta tarea venís vosotros hoy. Yo os acojo con el abrazo y la bendición de la Iglesia. Permaneced firmes, humildes, obedientes, alegres, pobres, esforzados. Sed, en una palabra, sacerdotes del Señor, de, la misma manera que habéis sido hasta aquí seminaristas ejemplares.

1 Pablo VI, Mensaje en la VII jornada Mundial de las Vocaciones, 15 de marzo de 1970: apud: Insegnamenti di Paolo VI, 1970, 192.

2 Pablo VI, Exhortación al clero romano, 20 de febrero de 1971: apud: Insegnamenti di Paolo VI, 1971, 121-122.

3 Pablo VI, Mensaje a los sacerdotes al finalizar el Año de la Fe, 30 de junio de 1968: apud: Insegnamenli di Paolo VI, 1968, 316.