Ponencia leída el 13 de septiembre de 1977 en las Jornadas Nacionales de Delegados Diocesanos del Clero, celebradas en Madrid. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, diciembre 1977, 464-485.
Comienzo la exposición de esta ponencia haciendo una afirmación fundamental, cuyo contenido se ha apoderado de mí cada vez más, a medida que he ido leyendo y discurriendo, mientras preparaba este trabajo. La afirmación es ésta: en la Iglesia de Cristo se va a producir, no tardando mucho, una serenación de la mente y del espíritu sacerdotal, que dará óptimos frutos y permitirá vivir con gozo lo que el Concilio Vaticano II y la doctrina de la Iglesia en nuestro tiempo han aportado sobre el sacerdocio católico.
Nos va a ayudar a ello la crisis que estamos pasando y que todavía requerirá muchos esfuerzos para ser superada. Estas jornadas que celebramos quieren ser uno de esos esfuerzos, dentro de la modesta misión que tenemos encomendada de ayudar a la reflexión y, de este modo, a la formación permanente del clero en nuestras diócesis.
Palabras del Papa a un grupo de obispos franceses: el celibato sacerdotal y las vocaciones al sacerdocio #
El 26 de marzo de este año fueron recibidos por el Papa los obispos de la región central de Francia, con motivo de su visita “ad limina”. Entre ellos estaba monseñor Riobé, obispo de Orleans, que había escrito recientemente una Instrucción pastoral replanteando otra vez el tema de la ordenación de hombres casados. El Santo Padre quiso aprovechar la ocasión para dar respuesta a esta inoportuna insistencia, y dijo lo siguiente:
“Comprendemos que os preocupe cada vez más el relevo sacerdotal. El problema debe preocuparnos seriamente, pero no hasta el punto de paralizaros ni llevaros a concentrar vuestras miradas y vuestras esperanzas en soluciones imposibles o ilusorias. Gracias a Dios, esta dificultad no es universal en toda la Iglesia, y conviene más bien considerarla como temporal y superable. Es necesario, pues, buscar todo aquello que es posible hacer para desblocar la situación, de acuerdo con los caminos establecidos para el conjunto de la Iglesia.”
“La hipótesis de recurrir a la ordenación de los hombres casados en la Iglesia latina no ha sido juzgada oportuna, como sabéis, por las más altas instancias de la Iglesia, y con nuestra aprobación, hace apenas seis años. La Iglesia pensó que podía contar con la gracia del Espíritu Santo y con la preparación de las almas, para suscitar hombres totalmente consagrados al Reino de Dios. En este sentido, es necesario que trabajemos todos. ¿Medís los riesgos de dudas, de titubeos paralizantes, de abandonos que pueden producir o aumentar el volver a poner sobre el tapete, públicamente, la cuestión del celibato, incluso simplemente como un deseo? ¿Creéis de veras que sería esa la solución?”
“El problema crucial, el que destruye los gérmenes de vocación, ¿no es, ante todo, el de una crisis de fe, y, más todavía, el miedo a un compromiso definitivo, muy extendido entre los jóvenes? Ahora bien, ¿no veis que dicho problema se ha hecho más agudo por la falta de cohesión, de claridad, de firmeza, sobre la identidad del sacerdote de mañana, ya que esta última ni ha cambiado ni puede cambiar? Los jóvenes –es normal– quieren saber a dónde van y qué género de vida será el suyo. Pensad en la perspectiva espiritual en que se ha preparado para el sacerdocio vuestra generación, o incluso la posterior a la vuestra. Recordáis los textos tonificantes que las alentaban, como la carta del venerado Cardenal Suhard sobre El sacerdote en la ciudad. El Concilio Vaticano II ha podido completar esta perspectiva; no la ha abolido. Proponer la misión del sacerdote en toda su grandeza y su urgencia, con todas sus exigencias, he ahí, a nuestro parecer, el problema primordial.” “Os proponemos algunas sugerencias, sin dudar en absoluto de que vosotros habéis comenzado la exploración de las mismas. A nivel diocesano y a nivel interdiocesano, ¿no es posible pensar en una distribución de las fuerzas sacerdotales, diocesanas o religiosas, aún mejor? Las posibilidades del diaconado, ¿han sido puestas realmente en práctica, en lo que se refiere a la selección de los candidatos y a su preparación más esmerada? ¿No puede lanzarse un llamamiento más vigoroso, más asiduo, para las vocaciones sacerdotales de adultos, y también de adolescentes, e incluso de niños? ¿Pensamos en todos esos grupos de jóvenes preocupados por la búsqueda espiritual y la participación en alguna responsabilidad de la Iglesia? ¿O es que son insensibles ante tales llamamientos?”
“Vosotros mismos, obispos, que estáis mucho más en contacto con los jóvenes que antes, no tengáis miedo de exponerles amenudo el problema del relevo sacerdotal, con el tacto y el entusiasmo convenientes. Y que vuestros equipos de sacerdotes, incluso en los sectores difíciles, irradien la alegría de su sacerdocio, la de trabajar y sembrar para el Señor, sin ver aún la cosecha, a veces ni siquiera la germinación, impulsados por esa esperanza invencible que nace de una vida interior profunda”1.
En estas palabras del Papa hay dos notas muy importantes. Primera, la afirmación doctrinal de que la identidad sacerdotal –la del sacerdote de mañana– ni ha cambiado, ni puede cambiar. Segunda, la advertencia a los obispos, muy delicada, pero muy firme, de que para resolver el problema de las vocaciones sacerdotales los caminos son otros, muy distintos de los que se pretenden señalar inventando un tipo de identidad sacerdotal nuevo y extraño a la tradición de la Iglesia; les anima a que hagan esfuerzos para encontrar esos caminos, dentro de lo que una acción pastoral inteligente y viva puede sugerir, en lugar de dejarse llevar por la fascinación de planteamientos novedosos. De paso, indica, como lo ha hecho ya varias veces, que el problema crucial, el que destruye los gérmenes de vocación es, ante todo, “el de una crisis de fe y, más aún, el miedo a un compromiso definitivo, muy extendido entre los jóvenes”.
Bien. El magisterio de Pablo VI sobre el sacerdocio es inmenso y riquísimo. Está pidiendo ya que se elabore un estudio que recoja ordenadamente todo cuando ha dicho y escrito sobre el tema; y me gustaría que nuestra Comisión del Clero, nosotros o los que nos sucedan, pudiera hacerlo. Veríamos cómo, en la misma línea de lo que promulgó el Concilio Vaticano II, tanto en el sínodo de 1971 como en las innumerables ocasiones en que ha hablado, el Papa no ha vacilado en señalar la verdadera doctrina: ha puesto luz en la oscuridad, ha alentado la reflexión teológica y bíblica sobre el tema, sin admitir desviaciones, ha confirmado la fe de sus hermanos, ha defendido intrépidamente las posiciones sustantivas de la doctrina de la Iglesia.
Si yo he citado ahora, de manera particular, esta breve alocución, es por la especial significación que tiene, atendidas las circunstancias en que se produce: va dirigida a un grupo de obispos con ocasión de la visita “ad limina”; entre ellos, alguno ha vuelto a plantear cuestiones que afectan a la identidad sacerdotal; y el Papa advierte claramente que no es ése el camino; son obispos de un país en el que se han divulgado más que en ningún otro las experiencias pastorales y las reflexiones doctrinales; y teniéndolo presente y aun estimándolo, el Papa advierte claramente que la identidad sacerdotal ni ha cambiado ni puede cambiar.
El ministerio #
Si ahora tuviera yo que concretar en una frase breve y sencilla qué es lo que, en medio de todas las crisis y discusiones actuales, subyace, de cuya aceptación o rechazo depende la solución del problema, diría simplemente esto: se trata de afirmar o negar que el sacerdote sea, ante todo y sobre todo, un hombre para el ministerio, tal como lo ha entendido la tradición viva de la Iglesia.
La Iglesia, en su enseñanza magisterial, no duda, lo afirma reiterada y decididamente, y de esa afirmación hace brotar toda la acción pastoral específica del sacerdote. En cambio, bastantes teólogos, escrituristas e historiadores –no puedo decir en qué proporción– viven entregados desde hace años –mucho antes del Concilio Vaticano II– a una tarea de investigación y reflexión y, ¿por qué no decirlo?, de interacción de las dos teologías, la protestante y la católica, y muchos presentan, como fruto de sus estudios, conclusiones que no son compatibles con la enseñanza del Magisterio sobre este punto. En esta fase nos encontramos. Esos estudios y conclusiones se divulgan y llegan a todas partes. Pienso que, a la larga, han de contribuir, como pasa siempre, a una mayor riqueza y precisión de conceptos, pero de momento generan, en muchos sacerdotes, tremendas perturbaciones en el pensamiento y, como consecuencia inevitable, en su acción pastoral.
Los datos neo-testamentarios #
Sin duda, es conveniente ofrecer, aunque sea muy resumidamente, los datos bíblicos en que se fundamenta la afirmación de que el sacerdote es un hombre para el ministerio.
Me dejo guiar por dos estudios muy recientes, que tienen la ventaja de estar hechos teniendo a la vista toda la literatura que, sobre el tema, ha ido apareciendo estos años. El primero es una Exposición sobre el sacramento del Orden, elaborada por profesores de la Facultad de Teología de Burgos, por encargo de nuestra Comisión del Clero. Es en esta Facultad española donde más se ha trabajado sobre el tema en estos años. El segundo es un doble estudio del decano de la Facultad de Teología de Valencia, Ramón Arnau, titulado uno Ministerio sacerdotal y sucesión apostólica, de este año; otro, El diaconado como carisma y ministerio, aparecido en la revista Anales Valentinos, en su último número, correspondiente al primer semestre de este año también.
Cristo no tuvo sucesores como Sacerdote de la Nueva Alianza. Él mismo está presente en su Iglesia hasta el fin de los siglos. Pero tiene ministros, que actúan en su nombre, en el Nuevo Testamento. Ministro es el que desempeña un oficio de servicio a los demás en nombre de Cristo, y con la autoridad de Cristo, para conseguir los fines asignados a la Iglesia por su Fundador.
Toda la Iglesia constituye un pueblo sacerdotal, pero es un pueblo jerárquicamente estructurado por voluntad de Cristo. Solamente a algunos encargó Él del ministerio pastoral. Solamente los Doce estuvieron con Él y a ellos les encomendó funciones especiales (Mc 3, 13-16): anunciar el Evangelio al mundo entero y hacer discípulos de Cristo a todas las gentes (Mt 28, 19; Mc 16, 16); consagrar la Eucaristía (Lc 22, 19; 1Cor 2, 24); perdonar los pecados (Jn 20, 21-23); atar y desatar, es decir, gobernar, juzgar y enseñar autorizadamente (Mt 16, 19; 18, 18). Les encomendó la misma misión que había recibido del Padre (Jn 17, 18; 20, 21), de suerte que quien los escucha, escucha a Cristo (Lc 16, 16).
En los comienzos de la Iglesia hay una conciencia muy viva de que Cristo es la autoridad, el único “obispo” (cf. 1P 2, 25), el Señor de la Iglesia, el centro de su unidad. Hasta el punto de que San Pablo urge la unidad entre los cristianos porque Cristo no puede estar dividido (cf. 1Cor 1, 13).
Las autoridades visibles existen, como se comprueba en los Hechos y en las Cartas; desempeñan una “diaconía”, un servicio: no apetecen los primeros puestos (cf. Lc 22, 24-27), razón por la que no siempre destaca su autoridad en forma socialmente notable, puesto que se trata de comunidades pequeñas en las que la unidad, tan recomendada por Cristo, se mantiene mediante el “vínculo de la paz” (Ef 4, 3), ya que los fieles tenía un único corazón y alma (Hch 4, 32). Así se explica que las fuentes sean relativamente parcas al hablarnos del orden reflejado en el ejercicio de los ministerios pastorales durante la primera generación cristiana.
Mientras viven los Apóstoles, ellos, como columnas de la Iglesia, ejercen una autoridad personal e inmediata sobre las Iglesias, como fundadores de las mismas, en virtud de la misión que Cristo les había confiado. Son conscientes de que no actúan en nombre propio, sino por delegación divina: son colaboradores de Dios (1Cor 3, 9).
Ya en vida de los Apóstoles, el Nuevo Testamento menciona oficios desempeñados de manera estable por otros cristianos, que actúan con cierta autoridad. Así los “obispos-presbíteros” (Hch 11, 30; 14, 22; 15, 2; 16, 4; 20, 17; 1 Tm 5, 17; Fil 1, 1; Tt 1, 7-9, etc.) y los diáconos (a partir de Hch 6, 1-6; Fil 1, 1; 1Tm 3, 8). Bajo la autoridad de los Apóstoles hay también “proistámenoi” (= los que presiden), “directores”, “pastores”, “apóstoles” (= enviados) de los mismos Apóstoles, etcétera.
Los “obispos-presbíteros” parece que actúan colegialmente y siempre se habla de ellos en plural: constituyen el “presbiterio” (cf. 1Tm 3, 8; 4, 14). No así los diáconos (cf. Hch 8). La autoridad suprema visible sigue siendo el apóstol fundador de cada iglesia, y resulta prácticamente imposible determinar con exactitud cuáles eran las funciones de los “obispos-presbíteros”, al menos como contra-distintos entre sí, según la terminología actual. En casos como los de Timoteo, Tito y algunos otros, cabe sospechar que ejercieran cierta autoridad monárquica, delegada por el Apóstol. En cualquier caso, es peligroso proyectar esquemas de hoy sobre el pasado para suplir la falta de datos ciertos. Sabemos que ejercían el régimen de las comunidades, oficios de presidencia y de culto. También se nos da un retrato moral del “obispo-presbítero” (cf. 1Tm 3, 15) y del diácono (ibíd. 3, 8-13), así como algunas normas de acción pastoral (cf. 1Tm 5, 3-8; Tt 2, 1-15; 2 Tm 2, 22-26; 4, 1-8). Todo ello ayuda a vislumbrar cuál era su “servicio”, pero no son posibles muchas precisiones.
Los Apóstoles tienen sucesores. No en cuanto a su condición de testigos personales de la vida, muerte y resurrección de Cristo, ni en cuanto a algunas prerrogativas especiales, sino en cuanto a la misión de predicar el Evangelio, santificar y regir autorizadamente la Iglesia.
No es propio de este lugar entrar en la justificación apologética del hecho, en el que la teología católica presenta notables discrepancias con el protestantismo clásico y con cuantos niegan que la visibilidad jerárquica de la Iglesia se debe a institución divina.
Esta sucesión tuvo lugar mediante la “jeirotonía”. En Hch 6, 6 se nos da cuenta de la constitución de los primeros diáconos, consagrados por los Apóstoles, mediante la oración y la imposición de manos, para que desempeñaran una misión de caridad, bautizaran y predicaran. Tal como actúan, parecen ser auxiliares y representantes de los Apóstoles en algunas funciones, que poco después aparecen más perfiladas y clarificadas, puesto que, de momento, acaso engloben también la potestad de los “obispos-presbíteros”.
A partir de Hch 14, 23, nos consta también la existencia de “presbíteros”, instituidos en cada iglesia por los Apóstoles como jefes de cada comunidad cristiana: son los Apóstoles quienes les imponen las manos, no la comunidad. Jeirotonein, que en alguna ocasión significa mera bendición o aquiescencia de los miembros de la comunidad (cf. Hch 13, 3), implica, en casi todos los textos en que se utiliza, conferir jefaturas mediante una consagración (cf. 1Tm 4, 14; 5, 22; 2Tm 1, 6). Los así constituidos son designados unas veces como “presbíteros” y otras como “obispos”, con una misión pastoral respaldada por el Espíritu Santo.
Así pues, la Iglesia aparece constituida desde el principio con un Orden sagrado que tiene una misión de pastoreo eclesial (de evangelización, de régimen y de magisterio), y cuyos grados jerárquicos van diversificándose. La constitución de cada candidato en un grado del Orden tiene lugar mediante la imposición de manos para un oficio concreto y para siempre2.
Ministerios y carismas #
La Iglesia, en tiempo de los Apóstoles, era ya una Iglesia institucionalizada, en la que existían ministerios diversos dotados de una potestad sagrada para el servicio a la comunidad. Sin embargo, por influjo de la concepción protestante de la Iglesia no jerarquizada, se ha intentado resucitar la teoría bultmaniana, según la cual la primitiva Iglesia había estado guiada por los carismáticos, es decir, por profetas transmisores de los logia del Señor, de suerte que la creación de autoridades institucionalizadas, como los obispos presbíteros, sería una innovación posterior, ajena a la voluntad de Cristo. H. Küng admite el hecho para las iglesias paulinas, al menos para la de Corinto, donde la comunidad “vivía únicamente de la aparición espontánea de los carismas en su seno”. Con esto se intenta justificar un “a priori”: la Iglesia fundada por Cristo habría sido un movimiento espiritual no institucionalizado, que habría sido falseado en su naturaleza por los mismos Apóstoles. Es una afirmación muy grave, desmentida rotundamente por los hechos.
San Pablo, en 1Cor 12, 1-13, habla de “carismas”, “ministerios” y “operaciones”, pero en modo alguno contrapone carisma a ministerios; unos y otros son diversos, pero todos tienen referencia a un mismo Señor.
El profetismo del Nuevo Testamento está vinculado, ante todo, al apostolado. Los Apóstoles son, indudablemente, los principales profetas, pero la función profética y la de régimen son distintas, coexisten en armonía y para ello aquélla está siempre supeditada a ésta; por eso, cuando los “profetas” dirigen la comunidad o actúan en su seno, lo hacen bajo el régimen de los Apóstoles.
No existe, pues, un doble orden, el carismático y el pastoral jerárquico. La autoridad en la Iglesia es única, escalonada en grados, y refleja externamente las exigencias internas del Cuerpo Místico, cuya proyección externa es el Pueblo de Dios.
No hay indicios serios de una Iglesia regida por mociones incontrolables del Espíritu. Esta hipótesis tiene todos los visos de responder a posiciones preconcebidas que, al ser proyectadas sobre la documentación primitiva, la falsean3.
Naturaleza de la misión apostólica #
Si precisamos bien el concepto de apóstol, tendremos el camino expedito para entender cómo el sacerdote es el hombre para el ministerio.
“A tenor de los datos aportados por el libro de los Hechos, el Apóstol es el testigo de la Resurrección del Señor (Hch 1, 21). Pero se trata de un testigo en sentido específico, cuya categoría se alcanza no por el mero hecho de haber visto al Señor resucitado, sino por una misión particular. Cuando se relata la elección de Matías, dice San Pedro (5, 21): conviene que de todos los varones que nos han acompañado todo el tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús…, uno de ellos sea testigo con nosotros de su Resurrección. Pedro, en su alocución, se dirigía a un grupo de ciento veinte personas, todos los cuales, sin duda, habían comprobado la Resurrección del Señor. Pero sólo uno es elegido y constituido en testigo. Lo mismo puede deducirse del texto de San Pablo en 1Cor 15, 6, en que habla de la aparición a más de quinientos hermanos, lo cual, sin embargo, no les constituye en testigos en el sentido propuesto por San Pedro. Los Apóstoles son testigos de la Resurrección, pero no todo el que ha visto al Resucitado es apóstol”4.
Según los datos que nos ofrece el Nuevo Testamento, el Apóstol queda constituido por la elección gratuita de Cristo que, al inicio de su predicación, llamó a los que Él quiso, y después de resucitado los envió (Mc 3, 13-19; Jn 20, 22). La elección y la misión constituyen al Apóstol que, en su calidad de enviado, no se legaliza desde sí mismo, sino desde el mitente. Jesucristo, el Apóstol del Padre (cf. Hb 3, 1; Jn 20, 21), envió a quienes, al hacerlos partícipes de su misión y potestad, habían de continuar su obra de salvación entre los hombres. El Apostolado, los Doce, como institución histórica, terminó con la muerte del último Apóstol; pero no desapareció su ministerio, ya que la obra de salvación encomendada a los Apóstoles estaba destinada a todos los hombres de todos los tiempos. La conciencia en los Apóstoles del ministerio a ellos entregado por Cristo les urgió a preparar cooperadores que les siguiesen en el cumplimiento del ministerio apostólico.
Los protestantes admiten la necesidad de la sucesión apostólica, pero afirman que se da exclusivamente en la medida en que los creyentes aceptan con fidelidad la Palabra de Cristo en la Sagrada Escritura (sucesión material, según su terminología), sin que medie un ministerio transmitido por ordenación (sucesión formal)5.
“Lutero niega que Cristo instituyera el sacramento del Orden; toda jerarquía eclesiástica de derecho divino cae por su base. No hay más sacerdocio que el de Cristo y éste es imparticipable. Admite la institución de ministros, que actúan por delegación de la comunidad y que, por tanto, pueden serlo “ad tempus”. La ordenación no tiene otra finalidad que dedicar oficialmente a un sujeto al ejercicio del ministerio, que se reduce a la proclamación de la palabra de Dios y a la administración de los verdaderos Sacramentos: el Bautismo y la Cena.”
“Todos los protestantes clásicos, tras algunas vacilaciones terminológicas, niegan el sacramento del Orden propiamente dicho, e. d., tal como lo había entendido la Iglesia Católica. Si alguna vez Melanchthon, Calvino e incluso el mismo Lutero hablan del sacramento del orden, lo entienden no como una consagración para la celebración del sacrificio, sino como una dedicación al ministerio de la palabra evangélica. El que no predica deja de ser sacerdote. El ministerio no tiene relación con el sacrificio. Por tanto, el Papa, los obispos y el clero romano son ministros de Satanás. Ya se comprende que carece de todo valor la legislación eclesiástica referente a los clérigos. Estas posiciones concuerdan, como es natural, con la concepción eclesiológica del protestantismo (Iglesia exclusivamente interna, igualdad absoluta de todos los cristianos), condicionada, a su vez, por la doctrina de la ‘Scriptura-sola’ y por la de justificación mediante la sola fe-confianza”6.
No es mi propósito, no puede serlo, estudiar ahora esta doctrina protestante y la respuesta que a la misma dio el Concilio de Trento. Son páginas dolorosas y, a la vez, llenas de gloria en la historia de la Iglesia. En Trento se refutaron los errores protestantes; se afirmó la existencia de una jerarquía integrada por obispos, presbíteros y ministros, “divina ordinatione institutam”, y la existencia de un sacerdocio visible con potestad para consagrar la Eucaristía y perdonar los pecados; la existencia de otras órdenes mayores y menores que culminan en el sacerdocio; la sacramentalidad del Orden, que confiere el Espíritu Santo e imprime carácter; la superioridad de los obispos respecto a los presbíteros, la legitimidad de los obispos elegidos por el Papa y no por el pueblo (DS 1763-1778).
“En Trento no se pretendió hacer una exposición sistemática de la doctrina sobre el Orden. No era esa su misión, sino la de salir al paso de los errores a la luz de la fe de la Iglesia. Para ello se sirvió de las aportaciones firmes de la teología de su tiempo, con sus ventajas y también con sus limitaciones. La clave de la doctrina de Trento es la Eucaristía, sacramento y sacrificio al que está ordenado el sacerdocio, cuya nota específica es la cultual. Distingue dos grados en el sacerdocio, pero no por razón de su referencia a la Eucaristía, sino por otras razones que quedan oscurecidas al admitir de algún modo la identificación entre potestad de orden y potestad cultual. Todos los grados del Orden tienen mayor o menor dignidad según que disten más o menos de la cumbre: el sacerdocio no es episcopado en cuanto tal”7.
Trento tenía tras de sí la tradición de la Iglesia, lentamente fijada y establecida a través de los siglos desde los escritos de los Padres Apostólicos, y no como afirmó Lutero, desde el pseudo-Dionisio, en el siglo VI. Todo había ido precisándose en medio del claroscuro natural de las reflexiones sucesivamente elaboradas, porque lo que Cristo no ofreció nunca a sus Apóstoles, ni éstos a sus sucesores, fue un tratado de teología, sino una vida y una constitución de la Iglesia. La teología iría haciéndose después y por partes, según la alumbraban la reflexión espontánea de los que se dedicaban a enseñar, o la necesidad de dar respuesta a los ataques que sufría la fe o la disciplina.
Estaban también los datos bíblicos del Nuevo Testamento. Para comprenderlos bien, me parecen muy interesantes las observaciones que hace Ramón Arnáu en su citado trabajo Ministerio Sacerdotal y Sucesión Apostólica, página 15.
“Desde el punto de vista histórico –escribe– el Nuevo Testamento ofrece los datos suficientes para poder rastrear la sucesión en el ministerio. Una verificación de los hechos permitirá llegar a una conclusión. Pero con el fin de que la verificación a realizar aporte la debida claridad, habrá que aplicar a la misma determinadas normas hermenéuticas:
1ª. En los escritos del Nuevo Testamento hay que buscar el desarrollo de la estructura de la Iglesia que, partiendo de la misión-autoridad, conferida por Cristo a los Apóstoles, llega al ministerio eclesial de los obispos-presbíteros.
2ª. Los distintos escritos del Nuevo Testamento reflejan momentos distintos de este proceso de evolución en la Iglesia; por ello, el estudio de los mismos tendrá que hacerse atendiendo al momento de su redacción para, de esta forma, poder verificar la evolución en la Iglesia.
3ª En el estudio de este tema en el Nuevo Testamento –y lo mismo habría que hacer en el estudio de la Patrística– hay que evitar el querer ver, en un momento dado, reflejado en un texto determinado la norma de valor absoluto.
4ª. Si el afán positivista de fijar determinados momentos deforma la auténtica realidad de la vida de la Iglesia, el anacronismo que proyecta sobre el ayer el calco de la realidad actual, además de ser históricamente falso, corre el riesgo de identificar con el derecho divino determinadas concreciones humanas.
5ª. Para soslayar toda dificultad en el estudio histórico de la estructura de la Iglesia y, sobre todo, para superar el relativismo, habrá que buscar los principios fundamentales de derecho divino para, desde los mismos, legalizar las concreciones a las cuales ha llegado la Iglesia en fidelidad a la institución divina.”
Continúa, después, el mismo autor diciendo: “De los tres momentos históricos a distinguir en el Nuevo Testamento, se ofrecen nítidamente distinguibles el primero y el tercero. En el primero, el Apóstol se siente responsable de las comunidades por él formadas; y, en el tercero, habiendo ya desaparecido o, por lo menos, en trance de desaparecer los Apóstoles, aparecen al frente de las comunidades los obispos-presbíteros, que si es cierto que, en determinados pasajes del Nuevo Testamento, se habla de ellos como ministerio único y ejercido colegialmente en la Iglesia particular, también es cierto que en las cartas pastorales se insinúa ya la estructura monárquica del mismo, con la consiguiente desmembración entre obispos y presbíteros.”
El momento que se impone analizar es, precisamente, el que sirve de engarce entre el primero y el tercero, aquel en el cual los Apóstoles incorporan a otros a su ministerio apostólico. San Pablo, en sus cartas, ofrece datos abundantes para comprobar la incorporación de auxiliares a su ministerio. Tito, Tíquico, Epafras, Arquipo y Epafrodito fueron incorporados por San Pablo en el ministerio apostólico. Analizando los distintos textos se llega a la conclusión de que todos ellos son “ministros” y que, como aparece claramente en el caso de Arquipo, quizá un tanto reticente en el cumplimiento de su ministerio, este ministerio lo han recibido del Señor.
Cabe preguntarse: ¿En virtud de qué han sido incorporados a participar en el ministerio? o, ¿se trata de un carisma, al que correspondían con una respuesta personal y espontánea? No parece ser así, ya que en cada uno de los casos aducidos aparece, junto con el servicio eclesial, la misión que le ha sido encomendada por el Apóstol.
Cuantos afirman que estos servicios eclesiales eran meramente carismáticos y que se mantenían al margen de cualquier género de institucionalidad, se apoyan en que San Pablo no hace ninguna referencia a algún tipo de ordenación previa. Intentemos responder a la objeción. ¿Acaso la misión verbal transmitida por un Apóstol no podía constituir en enviado a quien la recibía? Cristo envió a los Apóstoles por su palabra, sin que mediase ningún otro rito. ¿No podían hacer lo mismo los Apóstoles? Desde un punto de visto teológico no existe ninguna dificultad, ya que ni la renovada imposición de manos, ni la antigua “traditio instrumentorum” pertenecen a la sustancia del Sacramento del Orden. ¿No se podría afirmar que la “substantia sacramenti” de la ordenación consiste en la misión? Y signo adecuado para la expresión de la misma puede ser el lenguaje oral. En este sentido, el hecho de que no aparezca un rito peculiar no quiere decir que no exista una transmisión de misión y poder, equivalente a lo que en terminología litúrgico-dogmática se denomina ordenación.
Es cierto que muy pronto apareció en la Iglesia el uso de la imposición de manos como rito de incorporación al ministerio. No se comprueba en la elección de Matías, que quedó incorporado a los once Apóstoles por la suerte que recayó sobre él, pero está ya vigente en la constitución de los “Siete”. El rito de la imposición de manos era de ascendencia judía y, por ello, y porque no se tenía conciencia de que fuese fundamental para constituir a un ministro, pudo no ser empleado por San Pablo en ambientes gentiles, tan recelosos como eran de la influencia judaizante.
Al margen de estas sugerencias, cuyo alcance puede ser valorado en más o en menos, hay que ratificar el hecho de que San Pablo asoció colaboradores a los que encargó determinados ministerios, sin que aparezca en esta dedicación ministerial ninguna limitación a un período determinado, sino por el contrario, una total permanencia.
Prescindiendo de referencias concretas, y atendiendo a la estructura de las comunidades tal y como aparecen en las cartas paulinas, hay que admitir que San Pablo, desde el primer momento, habla del don de la presidencia o gobierno, y dirigiéndose a los tesalonicenses les pide acatamiento para los que trabajan presidiendo en el Señor y amonestando. La presidencia, en este caso último, no puede ser entendida como meramente honorífica, ya que el cometido de la misma es ejercer la amonestación con los que la merezcan.
En este momento, intermedio entre el institucional del Apostolado y la situación de la Iglesia reflejada en las Pastorales, se percibe el desarrollo de la estructura eclesial que, vinculada al Apóstol, avanza hacia un régimen jerárquico sucesor de la autoridad de los Apóstoles. Es cierto que en este momento los perfiles no están todavía diseñados, ni el léxico ha sido todavía fijado, pero lo que sí aparece claro es que el Apóstol hace partícipes a otros de la misión recibida para la edificación de la Iglesia. El saludo de la Carta a los Filipenses y las cartas pastorales testifican una comunidad estructurada, a cuya cabeza se encuentran los “obispos-presbíteros”.
Cuestión aparte, en la que no entramos aquí, es el grado y el sentido en que los obispos y los presbíteros son, unos y otros, sucesores de los Apóstoles. Pero el hecho es que en esa sucesión es donde se encuentra la razón de que el sacerdote sea el hombre para el ministerio.
“Con la elección y misión de los Apóstoles, Cristo instituyó el sacramento del Orden, al consagrarlos haciéndolos partícipes de la misión que Él mismo había recibido del Padre… La misión única por la que quedaron constituidos los Apóstoles es la que será participada por quienes, como sucesores de los mismos, son incorporados al ministerio apostólico. El Apóstol quedó constituido como tal en virtud de la misión inmediata de Cristo; el sucesor de los Apóstoles –obispos y presbíteros– lo fue tal en virtud de la sucesión mediata recibida de los Apóstoles”8.
El sacerdocio ministerial fue instituido por Cristo, no en un momento determinado, sino a lo largo de toda su vida pública. Él llamó a los Apóstoles, les envió y les dio facultades para predicar, bautizar, perdonar los pecados, celebrar el misterio de su Cuerpo y de su Sangre, apacentar a su grey, tipificando, poco a poco, la triple potestad de enseñar, santificar y regir. Esto es el ministerio: misión con potestad.
Cristo, al instituir el ministerio en los Apóstoles, no precisó el rito ni el modo de transmitirlo. Instituyó el sacramento, según el lenguaje teológico.
Los Apóstoles, al enviar a sus sucesores, transmitieron la misión y la potestad.
“En la medida en que quede claro que toda participación en el sacerdocio comporta una participación en la sucesión apostólica, el sacerdote podrá comprender cuál es su razón de ser en la Iglesia, atendiendo a la economía instituida por Cristo. Ser sacerdote, por su naturaleza, es participar en la sucesión que, arrancando de Cristo, ha de pervivir a lo largo de la historia de los hombres para pregonar la Palabra de Dios, ser ministro de su sacramento y, estando al frente de la comunidad cristiana, señalar el camino escatológico hacia el Padre”9.
La crisis #
Durante siglos, a partir de Trento, hemos vivido y repetido sin cesar la doctrina que allí se estableció. No era todo lo que se podía decir sobre el sacerdocio, porque los presupuestos bajo los cuales se deliberó allí estaban condicionados por la herejía protestante, a la cual había que dar respuesta adecuada.
Por eso las dos afirmaciones fundamentales de Trento fueron: que el sacerdocio era para la celebración del sacrificio, y que este sacerdocio jerárquico era de institución divina. Muchas otras cuestiones quedaron en penumbra. Sin embargo, los resultados de aquel Concilio, en conjunto, fueron espléndidos para la Iglesia, y donde se aplicaron sus enseñanzas dogmáticas y sus preceptos disciplinares relacionados con obispos, presbíteros, seminarios, etc., aparecieron pronto consecuencias provechosas. No se dudó de la identidad sacerdotal ni de lo específico del ministerio, aunque hubiera aspectos que seguían pidiendo una mayor aclaración. Florecieron las diversas escuelas de espiritualidad sacerdotal, abundaron los sínodos diocesanos y concilios provinciales, no faltaron los sacerdotes ejemplo de santidad y celo apostólico; y se llegó hasta el siglo XX, en que los escritos del Cardenal Mercier y las grandes encíclicas sacerdotales de los últimos Papas representaron, para la inmensa mayoría del clero católico, luminosos y fortalecedores estímulos para la conciencia de su ser y su misión.
El Concilio Vaticano II ha representado un clarísimo avance en la reflexión de la Iglesia sobre el sacerdocio ministerial. Fiel al método seguido, de considerar a la Iglesia como un cuerpo orgánico en su conjunto, y descendiendo desde el episcopado a los demás grados del orden –presbíteros y diáconos–, ha hecho ver la armonía de esta divina institución. Hay verdadero sacramento en los tres grados; hay una función de capitalidad para el gobierno pastoral en el episcopado que no se da en el presbiterado, aunque uno y otro, en cuanto sacerdotes, actúen en nombre de Cristo Cabeza; y ese Orden recibido capacita por sí mismo tanto para el ministerio cultual, cuya cumbre es el sacrificio eucarístico, como para toda la restante actuación pastoral salvífica. Las delimitaciones de la diversa potestad de unos y otros en la común misión, tienen su origen no en una arbitraria determinación ni en una praxis histórica evolutiva, según las circunstancias, sino en la voluntad de la Iglesia desde el principio, que, al transmitir el único Sacerdocio de Cristo para la salvación de los hombres en el espíritu de la sucesión apostólica –de Colegio de obispos o Colegio de Apóstoles–, va limitando el grado de participación porque tiene conciencia de poder hacerlo.
Apenas terminado el Concilio, y al amparo del espíritu de renovación fomentado y pedido por el mismo, hizo explosión el movimiento revisionista del sacerdocio que, aunque ya había tenido manifestaciones anteriores, se manifestó ahora con toda crudeza y con auténtica violencia. Creo que era inevitable, al menos en gran parte. Digo sólo en parte, aunque grande, porque de hecho nunca ha faltado la voz del Romano Pontífice que señalaba la orientación certera. Y es triste comprobar con qué frivolidad –y a veces insolencia– ha sido desoída. Ya en el año 1966 decía él: “El sacerdote, ante todo, ha sido ordenado para la celebración del sacrificio eucarístico, en el cual él in persona Christi et nomine Ecclesiae, ofrece a Dios sacramentalmente la pasión y muerte de nuestro Redentor y, al mismo tiempo, hace de ellos alimento de vida sobrenatural para sí y para los fieles, a quienes con todas sus fuerzas ha de procurar distribuirlo amplia y dignamente; el ministerio de la palabra y el de la caridad pastoral han de converger en el de la oración y en el de la acción sacramental, y en ellas han de encontrar inspiración y fuerza. Para nada servirían las reformas exteriores sin esta continua renovación interior, este afán por modelar nuestra mentalidad de acuerdo con la de Cristo, en conformidad con la interpretación que la Iglesia nos ofrece. El sensus Ecclesiae y el amor a la Iglesia son las fuentes de su perenne juventud. A veces, nos parece que algunos hablan de reforma sin esta cordial y constructiva adhesión a la Iglesia, a sus leyes, a sus tradiciones, a sus aspiraciones. Creer que se puede conquistar el mundo y tener influjo cristiano sobre él, empleando nosotros, los sacerdotes, su manera de pensar y de vivir, sería una ilusión, sería privar de su esencia reactiva nuestra presencia entre los hombres”10.
Este revisionismo, tan audaz e inmoderado, ha tenido sus causas y sus efectos.
Causas #
a)Psicológicas, que podríamos concretar en una actitud muy generalizada de la necesidad de cambio, para evangelizar mejor al mundo en que vivimos, actitud que ha llevado a revisar y modificar comportamientos pastorales y, como consecuencia, para justificarlos, el modificar doctrinas sobre el ser mismo del sacerdocio; de ahí la crisis de identidad.
b)Sociológicas otras, que tienen su origen en la presión del ambiente social y cultural del entorno en que se vive, tales como: el afán de igualitarismo que tiende a borrar diferencias en la sociedad actual; los criterios y juicios de los hombres de hoy sobre lo que desean y piden al sacerdote, criterios que, al no tener en cuenta la doctrina revelada, desnaturalizan la misión del sacerdote y la reducen a una acción intramundana; la influencia de los mass media, incluidos los nuestros, los eclesiásticos, que han dado vueltas y vueltas sin cesar a los puntos discutidos, a los que no están claros, dejando de hablar de las certidumbres adquiridas y llevando al ánimo de tantos –sacerdotes, religiosos, religiosas– la convicción de que sobre el tema del sacerdocio lo único que se puede decir es lo que no se sabe bien, como si ya no existiera lo que se sabe.
c)Teológicas, como la necesidad de completar la doctrina expuesta por Trento y la fácil tentación de exponer con ligereza las nuevas aportaciones del Vaticano II sobre sacerdocio de los laicos y sacerdocio ministerial, sobre unidad de vida y ministerio, sobre segregación, pero no separación del sacerdote respecto al mundo; la tendencia desacralizadora que ha sumido en la penumbra las realidades sobrenaturales de que el sacerdote es portador, dejándole reducido al papel de animador de la vida social de los hombres en el mundo; y el desprecio práctico de las orientaciones del Magisterio, sustituido en los escritos de muchos por las reflexiones de ciertos teólogos, mucho más gratas a la mentalidad innovadora y aparentemente creativa que se ha ido extendiendo.
c)Ecuménicas algunas, que podríamos concretar en el deseo, noble en su origen, de suprimir barreras de separación, pero que, tratado abusivamente, da lugar a una sobreestimación de la teología protestante sobre la Iglesia como congregación de los creyentes no jerárquica, ministerios como delegación de la comunidad, interpretación personal de la Palabra de Dios, rechazo de lo que no diga abiertamente la Biblia, exégesis de los datos neo-testamentarios conforme a normas de interpretación que no quieren admitir lo que la Tradición de la Iglesia vio en los mismos desde el principio; acusación a esta Iglesia de haber añadido, inventándolos, nuevos conceptos y estructuras que no deben ser tenidos en cuenta de ahora en adelante, una vez que no constan con claridad en la Escritura, con olvido de que la Iglesia es la única intérprete fiel de la Revelación.
d)Pastorales, por último. No sabría decir si los nuevos planteamientos doctrinales son los que han provocado actitudes pastorales nuevas en relación con el ministerio, o al revés; si el distinto enfoque de la acción pastoral en el ejercicio del sacerdocio es el que, para justificarse, ha exigido buscar a todo trance formulaciones nuevas de la doctrina, muchas de las cuales se ve que no pueden sostenerse. El hecho es que, a cada paso, se nos ha venido hablando, de manera indiscriminada, de la necesidad de adaptación a las exigencias del mundo moderno; se ha desplazado el acento desde la consagración, palabra poco grata hoy, hacia la misión, eludiendo el ser del sacerdote para fijarse en el obrar; con el fin de hacer una Iglesia más viva y operante, se ha dado una intervención desmesurada a pequeños grupos y comunidades, con olvido de lo que el Concilio dice de los sacerdotes –que son rectores del Pueblo de Dios– permitiéndoles, esto es lo grave, que introduzcan y defiendan criterios de fe y de moral incompatibles con la doctrina revelada; y sobre todo, se ha acentuado tanto, tanto, la dimensión profética y caritativa del ministerio sacerdotal en relación con las injusticias de este mundo, para combatirlas y eliminarlas, que se ha deformado la mentalidad y la conciencia de muchos, incapacitados ya para mantener el necesario equilibrio, sobre lo cual una parte del pueblo de Dios ha de estar interrogándose siempre. Dice el padre Rahner:
“Por supuesto, no se trata de mantener un tradicionalismo reaccionario, de restaurar lo de otros tiempos, constituyéndolos en norma de la forma y duración de nuestra oración, el trabajo, el tiempo libre. Pero hay algo que no podemos ignorar: épocas de profundos cambios, como la nuestra, en las que hay que andar caminos nuevos, palpando lentamente hasta dar, de algún modo, con lo que conviene en la Iglesia, la teología, la cura de almas, la vida espiritual, corren siempre el peligro de abandonar elementos antiguos y específicos del cristianismo que no deben perderse. El espíritu del cristianismo debe, sin duda, conformarse siempre de nuevo y de forma distinta en cada época, incorporándose al estilo de pensar, hablar y vivir que corresponde, insoslayablemente, a cada generación.”
“Nos cumple, pues, la tarea de descubrir nuevas formas. Ahora bien, forma y contenido no están en relación puramente externa e intrascendente, sino que se penetran mutuamente, hasta el punto de ser inseparables. No puede introducirse sin más el vino nuevo en odres viejos. En tiempos de cambios radicales hemos de tener cuidado de no cambiar inadvertidamente nuevas formas con nuevos contenidos, y de no echar por la borda, con las formas antiguas, lo que constituye parte del patrimonio inalienable del cristianismo; su pérdida implicaría, en el mejor de los casos, un empobrecimiento que algún día podría vengarse amargamente.”
“Que tal peligro es posible no sólo en teoría, lo muestra precisamente la norma fáctica de nivelación –lo más o menos justo, no lo generoso–, la mediocridad que aparece, no raramente, en clero y religiosos. Hay allí mucha teoría y poca acción, mucha organización y poca vida radiante. ¿Dónde están hoy, entre nosotros, las santas locuras? Los padres espirituales, ¿tienen que frenar a su gente para que no las cometan? ¿Dónde hay todavía ideas iluminadoras, encarnadas? ¿Dónde están los sacerdotes que quieren vivir pobres en medio del mundo? ¿Dónde están los voluntarios para el frente del reino de Dios?”11.
‘‘Si tuviéramos que sintetizar estos peligros –a los que estamos expuestos– en dos palabras, diríamos: llevamos muy poca vida espiritual, practicamos muy poca ascética”12.
Y añade, a propósito de lo carismático: ‘‘Hemos de convencernos, asimismo, que los impulsos carismáticos auténticos, que nunca significan testarudez y afán de novedades, van constantemente unidos a sacrificio, renuncia, penitencia, amor y obediencia humilde a la Iglesia oficial en su orden jerárquico. La Iglesia necesita lo carismático e indeducible. Dios no renuncia a ello en favor de la administración eclesiástica, ni siquiera en favor de una dirección garantizada por el Espíritu Santo, propia de los altos y altísimos jerarcas de la Iglesia. Él es el Espíritu que sopla donde quiere, que desciende sobre niños y necios, pobres y sencillos, sobre las mujeres y, acaso también, sobre tal o cual estudioso de teología. Pero todo lo carismático y pentecostal tiene que quedar en la Iglesia; en la Iglesia de la constitución, de la ley, de la autoridad. Únicamente donde el carisma acepta todo esto y la administración encauza, juzgándolo, el carisma, la vida eclesiástica es lo que debe ser”13.
Consecuencias #
Debemos distinguir entre los efectos positivos y negativos de este revisionismo.
Efectos positivos #
El primero, la misma revisión, que era necesaria. Y luego, como frutos evidentes, un concepto menos escolástico del ministerio sacerdotal, mucho más enraizado en las fundamentaciones bíblicas, litúrgicas, patrísticas; una visión más realista y vital de nuestras tareas sacerdotales; una encarnación mayor, no sólo en cuanto a los problemas que piden nuestro servicio, sino en el entramado visible de la Iglesia misma, como derivación de tantos esfuerzos de comunicación, de examen en común, de asambleas y coloquios, de reuniones de obispos con sus sacerdotes, etc. Hoy nos enteramos con facilidad, y en su medida los hacemos nuestros, de los documentos de Medellín, por ejemplo, o de una determinada postura de los obispos y sacerdotes de África del Sur, de una carta pastoral de los de Alemania o Francia… Todo esto enriquece y ayuda a ser ministros de la Iglesia, tal cual ella es en la época histórica en que vivimos. Son efectos provechosos de la nueva situación.
Efectos negativos #
Pero, a la vez, se producen otros muy negativos. Enumero los siguientes:
a)Confusión doctrinal: Al hacer caso omiso del Magisterio, prestando atención, en cambio, a las reflexiones de éstos o aquéllos, cambiantes, desacordes entre sí, expuestas a tantas rectificaciones posteriores, inevitablemente surge la confusión paralizadora y esterilizante. Negación práctica de los hechos dogmáticos, por ejemplo; el olvido casi sistemático de la doctrina sobre el carácter indeleble del sacramento del Orden, con toda la riqueza espiritual que esto lleva consigo cuando se entiende bien. Reducido esto al silencio, o negado en la práctica, la puerta queda abierta para defender el sacerdocio ad tempus. Impugnación que continúa, pese a todas las declaraciones del Magisterio, de la disciplina sobre el celibato, a la que se considera origen de represiones e impedimento para el contacto con la vida real.
b)Desilusión y rutina en el ejercicio del ministerio: Se ha extendido de manera alarmante esta actitud, en unos porque no quieren problemas, en otros porque se atienen a fórmulas simplistas para resolverlos, y en bastantes porque todo les da igual ante tanta incertidumbre y tan dispares planteamientos.
c)Falta de iniciativas personales y de grupos, en contraste con lo que sucedía hace unos años: efectivamente, hay iniciativas, pero casi todas van en una misma dirección, la del revisionismo y la crítica sobre la Iglesia y sus estructuras, y la de las llamadas denuncias proféticas sobre injusticias intramundanas, tan ligera y parcialmente hechas, a veces, que da pena. Parece que hay una actitud de descontento permanente que nos restringe a la contemplación de nosotros mismos, y, a lo sumo, a ese sector de los hechos sociales denunciables. La mayor parte de los artículos que se escriben en la prensa y las revistas, por parte de eclesiásticos y de laicos aficionados al tema religioso, van en esa dirección. Todo esto, a la larga, deja de constituir el verdadero alimento de la fe para el ejercicio del ministerio, y produce un efecto engañoso: el de creer que se está prestando un gran servicio al mundo, hasta que viene la desilusión y el cansancio. Y, ciertamente, no es que no haya que prestar ese servicio incansablemente, sino que hay que hacerlo desde dentro de las exigencias de nuestra identificación con Cristo, no desde las reclamaciones puramente externas de las circunstancias en que vivimos.
d)Falta de promoción de vocaciones sacerdotales. Antes había un empeño constante, por parte de cada sacerdote, en procurar que niños y jóvenes fueran al seminario. Ahora esto ha desaparecido en gran parte, como consecuencia lógica de haberse extendido la crisis de la identidad sacerdotal a la institución del seminario. Si no se contesta con claridad a la pregunta: “Sacerdotes, ¿para qué?”, inevitablemente surge otro interrogante: “Seminarios, ¿para qué?”.
e)Las tentaciones temporalistas en unos, y de frivolidad en otros, o de espiritualismo ásperamente desencarnado en algunos, como también esa especie de profesionalización del sacerdocio en el ejercicio del ministerio a sus horas, a sus días, etc., actitudes, todas ellas, que enervan y privan del gozo interior indispensable para mantener con humildad la conciencia de nuestra fecundidad sacerdotal.
f) La falta de disponibilidad para formas de ministerio no “institucionalizados” (predicación, confesiones, visita a enfermos, atención a religiosas, cofradías, asociaciones, labor de consiliarías, etcétera).
Retorno #
En coherencia con los motivos que aquí nos han reunido, atentos a la situación actual de nuestro clero en España y en la Iglesia en general, estimo que es del todo necesario reafirmar con profunda convicción y serenidad, con plena adhesión interna a los datos del Nuevo Testamento y a las enseñanzas de la Tradición y del Magisterio, las afirmaciones fundamentales de la Iglesia, en que siempre se ha apoyado y seguirá apoyándose nuestro concepto del sacerdocio ministerial y el de nuestra identidad como ministros al servicio de la Nueva Alianza. Las principales afirmaciones que yo quiero recordar aquí, como conclusión de mis reflexiones anteriores, son las siguientes:
1ª. Me adhiero a la afirmación del profesor Von Balthasar, quien, en un comentario al Sínodo de 1971, escribía que nosotros mismos, los sacerdotes, somos “el evidente horno de la crisis de la Iglesia”. Sólo en ese año habían dejado el sacerdocio 4.039 sacerdotes14.
2ª. Esta crisis sólo puede superarse cuando en lo dogmático mantengamos, sin ningún género de duda, nuestra identidad, como nos la señala la Iglesia misma, y en lo ascético vivamos la espiritualidad sacerdotal como lo exige nuestro ministerio.
3ª. Esta identidad consiste en que el sacerdocio ministerial, a diferencia del común, se liga al sacerdocio de Cristo en cuanto Cabeza y Esposo de la Iglesia, a través del sacerdocio de los Apóstoles, los cuales, por voluntad de Cristo que los eligió, lo ejercieron en forma específica ut ministri Christi et dispensatores mysteriorum Dei. Ellos recibieron de Cristo especiales poderes, correspondientes a la especial misión, y una especial consagración del Espíritu Santo –accípite Spiritum Sanctum–, que les capacitó para ser profetas, pontífices y pastores. Y para ellos, como para Cristo, el centro, la culminación de un sacerdocio, está en el ministerio de santificar, a lo que se ordenan los restantes poderes-servicios.
De los Apóstoles, cuya existencia física estaba limitada por el tiempo, pasaron estos poderes, excepto las prerrogativas personales, a aquellos que, a partir de un momento histórico determinado, son llamados obispos, y a otros que son llamados presbíteros. Unos y otros, en diverso grado de intensidad, participan del sacerdocio de los Apóstoles, que es el de Cristo.
De tal manera que podemos decir que es Cristo mismo en la Iglesia quien, a través de los Apóstoles y los sucesores de éstos, sigue llamando y eligiendo, para conferir el triple ministerio correspondiente a unos determinados poderes que se dan mediante una misión incluida en una consagración o unción del Espíritu Santo, la cual se obtiene mediante el rito sacramental de la imposición de las manos. Es el carisma interior del que ya San Pablo dice a Timoteo que est in te per impositionem manuum mearum.
4ª. Son muy de estimar los estudios de investigación que se han hecho estos últimos años sobre los datos neo-testamentarios. Pero, o porque se han elevado a conclusiones definitivas lo que no son más que hipótesis de trabajo, o porque se ha pretendido, contra toda lógica evangélica, que lo que los Apóstoles escribieron o transmitieron tenía que coincidir con nuestras expresiones posteriores, como si ellos hubieran debido legarnos un trabajo teológico; o porque se ha olvidado que la luz posterior de la Tradición viva aclara los silencios anteriores sobre la específica sobrenaturalidad del sacerdocio ministerial, el hecho es que se ha abusado, con muy grave daño para muchos, de esos silencios, más o menos reales, y se ha intentado desvalorizar la fuerza de la Tradición con afirmaciones como las de que en esos escritos del Nuevo Testamento no aparece un vocabulario cultual o sacral, especialmente el término sacerdos; que, en cambio, abundan las relativas al ministerio de la palabra; que se dejaban guiar por los carismas indiscriminadamente; que en virtud de la relación con el mundo pagano, y a imitación de sus organizaciones sociales y jurídicas, fue produciéndose una apropiación indebida, por parte de algunos, de lo que corresponde a toda la comunidad, etcétera.
5ª. Esta Tradición viva sobre el tema, desde los Apóstoles y los Padres Apostólicos hasta nuestros días, se ha manifestado abundantemente. Es necesario dejarnos guiar por la luz del Magisterio, que no inventa nada, sino que explícita el contenido de esa Tradición en conformidad con los datos de la Escritura Santa. En nuestros días este Magisterio ha tenido expresión culminante en el Concilio Vaticano II, y de él se ha hecho eco, con su proporcional autoridad para aclarar y fijar, el Sínodo de 1971 y los discursos innumerables de Pablo VI. Entre éstos yo citaría el que pronunció en 1969, con motivo de la canonización del Beato Ávila; el dirigido a los Cuaresmeros de Roma en 1972; antes, el de 1966 ya aludido; y el del 29 de junio de 1975. No se pueden olvidar, tampoco, otros documentos, como la Encíclica Sacerdotalis celibatus, la Instrucción Mysterium Ecclesiae (1973), en que se reafirma la doctrina sobre el carácter sacerdotal; la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, y tantos otros sobre el ministerio sacerdotal y la promoción de la justicia en el mundo, así como el documento sobre Formación teológica de los futuros sacerdotes, de la Congregación para la Educación Católica, de 1976. A la luz de este Magisterio pueden disiparse las dudas que surgen en la investigación porque “la Revelación divina, nos enseña el Vaticano II, se transmite por la legítima sucesión de los obispos y, en especial, por el cuidado del Obispo de Roma” (LG 25). De modo que quien garantiza la pureza y la integridad de la fe –dice el Cardenal Höffner– es la Cátedra de Pedro, y no la cátedra del profesor. La historia de la Iglesia nos enseña que cuando junto a la Cátedra de Pedro se erige “otra cátedra” (Optato de Mileto), una cátedra adúltera (San Cipriano), aparecen siempre las divisiones.
No es raro que se objete hoy contra la existencia de una Cátedra única y estable, arguyendo que, en una sociedad como la nuestra, caracterizada por el progreso y no por la conservación, tampoco la fe y su exposición deberían ser estáticas, sino, por el contrario, dinámicas y progresivas. A esto respondo que, según la concepción católica, no es lícito considerar el progreso científico como última instancia, por encima de la cátedra, sin hablar de que cuando se trata del sentido último del hombre y del mundo –que es lo que principalmente incumbe a la fe–, la ciencia moderna no puede ofrecer más que una cantidad de interpretaciones confusas y contradictorias. Amén de que la misma idea de progreso es confusa y equívoca.
El Nuevo Testamento emplea el término prokope, el cual, en realidad, no significa cualquier progreso, sino el que se realiza con dificultad, como el avanzar de un barco a fuerza de remos, y esto en dos sentidos: en primer lugar, significa el progreso en la fe y en el seguimiento de Cristo (1Tm 4, 15; Fil 1, 25), lo que equivale al progreso del Evangelio (Fil 1, 12); en segundo lugar, designa el progreso de la herejía que avanza y se expande como un tumor canceroso (2Tm 2, 16-17; 3, 13).
Por lo tanto, cuando se habla de “progreso” se debe considerar qué es lo que se sacrifica en el avance y qué es lo que con él se gana. Así, los discípulos abandonaros sus redes y siguieron a Jesús (Mt 4, 20; 19, 27), pero el hombre puede también abandonar al Señor e irse tras dioses extraños (Dt 11, 16; Jos 22, 16; Jc 2, 12; Is 1, 4) y avanzar cada vez más en la lejanía de Dios (2Tm 2, 16).
El progreso y la conservación no se excluyen entre sí, sino que son dos realidades fundamentales de importancia vital para el hombre. No todo lo antiguo merece ser conservado, pero sí aquello que permanece siempre válido, independientemente del tiempo, ante todo la Palabra del Señor, confiada a la Iglesia, Palabra que permanece para siempre (1P 1, 25), y a cuyo servicio está la Cátedra de Pedro. Se hace aquí necesario un constante retorno a las fuentes, una conversión a la Palabra. “Cuando bebes, ten en cuenta a la fuente”, reza un proverbio, y “quien busca la fuente tiene que nadar contra la corriente”, como escribe el poeta polaco Jercy Lee15.
6ª. Creo que, en las circunstancias actuales de la vida de la Iglesia en España, nuestra Comisión Episcopal para el Clero ha de tener como objetivo primordial ayudar a la formación permanente de los sacerdotes, empeñándose con toda decisión en presentar la doctrina recta, a la luz del Magisterio. Lo hemos intentado hacer así en estos años, con los temas sobre cristología, eclesiología y sacramentos. Quedan todos los demás programas sobre tantas y tantas cuestiones a las que debe llegar el ministerio sacerdotal actuando en el mundo de hoy. De ello habla el papa en un discurso de 1972. Pero debo decir dos cosas: primera, que hay que empezar por tener claro todo lo relativo a nuestra identidad de hombres para el ministerio, porque si no es así lo demás o no se asimila o se deforma. Y segunda, que nosotros, como comisión, no podemos hacerlo, porque nos convertiríamos en un organismo monstruo que asumiría todo lo que pertenece a las demás comisiones, ya que todo, de alguna manera, toca al sacerdote: la fe y la moral, la liturgia y nuevos ministerios, la catequesis, la acción pastoral, la ayuda al apostolado seglar. Para éstos existen otras comisiones.
Sois vosotros, los delegados del clero en las diócesis, o los responsables de la formación permanente, o los que se ocupen, con sus obispos, de estas cuestiones, sea cual sea su nombre, los que podéis hacer más. Nos jugamos mucho en ello. Estoy por decir que nos lo jugamos todo. Si no restauramos la vieja e imprescindible arquitectura de la identidad sacerdotal, el edificio se vendrá abajo. Pero si se restablece con solidez en sus bases constitutivas fundamentales, tal como viene siendo determinado por el Magisterio de la Iglesia, siempre, y precisamente en nuestros días, en medio de la crisis, pronto aparecerán, generalizadas y esplendentes, actitudes sacerdotales verdaderamente liberadoras, tales como el conocimiento y aprecio del ministerio desde la fe, el ejercicio y progreso en el mismo, capaz de extraer todas las riquezas que contiene, la unidad de vida sacerdotal, centrada precisamente en la consagración para el ministerio, sin obstáculos para la entrega a las diversas y plurales formas del mismo a que se han referido el Concilio Vaticano II y el Sínodo de 1971, y por último, el gozo interior y la fecundidad evangélica. Estas actitudes son necesarias y repercutirán enseguida sobre los seminarios. De ellas podrían derivarse: una mayor y provechosa relativización de otros quehaceres que, a veces, oscurecen la conciencia de servicio al ministerio: un afán de promoción de nuevas vocaciones, a lo que nos llevaría el amor a nuestra misión bien identificada; una más fácil superación de nuestras antinomias y tensiones, frecuentemente originadas por conceptos radicalmente distintos de nuestro ser y obrar sacerdotal; una más viva fecundidad evangelizadora en todos los campos; una más verdadera pacificación y unidad en nuestras comunidades; una clarificación provechosa de los otros ministerios, carismas y funciones en la Iglesia, y una más recta ordenación orientadora del apostolado seglar.
7ª. Me queda una última idea por exponer, aunque debo hacerlo con brevedad, porque espero sea tratada con amplitud en alguna de las otras ponencias. Y es que esta conciencia de ser hombres para el ministerio no sólo hay que vivirla en lo dogmático, como eje de nuestras convicciones y fundamento de nuestra identidad, sino también en lo ascético, como clave de nuestra espiritualidad. Analicémoslo brevemente.
Quizá el capítulo más olvidado de la Lumen Gentium es el quinto, en que se nos habla de la vocación a la santidad, de manera que ésta es una realidad vocacional, un don gratuito, una llamada de Dios. Y Dios nos llama a la santidad situándonos en una determinada relación con Él. No hay por un lado vocación y por otro santidad, como si ésta fuera un añadido que hay que superponer a la realización concreta e histórica de la vocación de cada uno. Si se es cristiano, hay vocación a la santidad de cristiano. Y ésta no consiste en otra cosa más que en la incorporación a Cristo muerto y resucitado, por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en la historia del mundo. Las vocaciones se diversifican al encarnarse en la persona concreta, pero todas mueven a la persona que sea, a una incorporación progresiva a Cristo, armonizándose todas ellas para crear la unidad del Cuerpo del Señor. Por eso la santidad de cada persona, a la que tiende toda vocación, no es nunca algo individualístico, sino realización de comunión eclesial.
Pues bien, si el sacerdocio es una vocación, no puede ser más que una vocación a la santidad. Pero la vocación al sacerdocio se caracteriza por ser una vocación ministerial. La afirmación del Vaticano II (PO 13) es clara: Los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad, ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo. ¿Qué ministerios? El concilio ha dado al término ministerio sacerdotal un sentido más amplio que el que antes se solía dar. No es sólo lo que tiene un contenido litúrgico –cultual– sacramental. Es también la evangelización, la caridad, la piedad, todo el compromiso personal del sacerdote. El sacerdote es ministro de Cristo y, por serlo, es ministro de la Iglesia y de los hombres para su salvación. Ahí encuentra el camino de su santificación.
Pero se trata, naturalmente, de un ministerio interiorizado, no degradado y reducido a una mecánica sucesión de actos ministeriales, lo cual sería una deformación hipócrita. Tiene que vivirse al modo como decía San Pablo: No soy yo quien vivo, sino Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20). Exige un encuentro continuado con Cristo en la experiencia de la fe y de la amistad con Él (PO 12.14). Es el crecimiento en el amor a Jesús que reclama y promueve virtudes fundamentales, como la humildad y la obediencia, a imitación del que fue Siervo.
Y esta misma actitud teologal, de fe y de caridad, se le presentará al sacerdote como indispensable para su otra connotación ministerial, la de ser ministro de la Iglesia. Tendrá que creer en ella y amarla, y amar todo lo que ella ama, desear su crecimiento, su purificación, la santidad de todos sus miembros. Amarla como Jesús la amó, precisamente en su ministerio de mediación salvífica.
Lo mismo como ministro de los hombres. La evangelización, con todo lo que abarca para llegar a ser liberación total del hombre, salvación, colocará al sacerdote en una tensión de caridad inextinguible frente al pecado y los pecados, dotándole de una actitud de misericordia continua, inspiradora de todas las otras actitudes: paciencia, esperanza, fortaleza, pureza de vida, desprendimiento, es decir, todo lo que hace del ministro un hombre disponible que acepta la cruz de los fracasos y vive del gozo de servir, como Jesús.
Así, en el ministerio encontrará el itinerario ascético que le santifica interiormente. Como la oración. No sólo la que el propio ministerio exige en las acciones litúrgicas, que podría también convertirse en rutina odiosa, sino la misma oración personal, indispensable. Porque de un ministerio interiorizado, sinceramente vivido, ¿cómo no va a surgir el reconocimiento de la necesidad de buscar encuentros personales con Cristo, momentos de contemplación de su Persona, su palabra, sus acciones salvíficas? Entre el ministerio y la oración hay una relación estrechísima, insoslayable, que llevará a las más fuertes experiencias espirituales.
Planteadas así las cosas, se comprende mucho mejor todo: el celibato, la segregación respecto del mundo, el estilo de vida propio, el trato con los hombres, el respeto y el amor a la Iglesia y a sus disposiciones. El ministerio bien vivido nos asegura en lo que somos y nos santifica por medio de lo que obramos.
1 Texto original francés en Insegnamenti di Paolo VI, 1977, 277-278.
2 Véase la Exposición sobre el sacramento del Orden, elaborada por los profesores de la Facultad de Teología de Burgos, por encargo de la Comisión Episcopal Española del Clero, 1977.
3 Ibíd.
4 R. Arnau,Ministerio sacerdotal y sucesión apostólica,en la revistaAnales Valentinos,enero-junio 1977.
5 Ibíd.
6 Véase la obra citada en la nota 2.
7 Ibíd.
8 Véase el artículo citado en la nota 4, 19-20.
9 Ibíd. 46-47.
10 Pablo VI, Exhortación a los párrocos y cuaresmeros de Roma,21 de febrero de 1966: apudInsegnamentl di Paolo VI,1966, 90-91.
11 K. Rahner, Meditaciones sobre los Ejercicios de San Ignacio,Barcelona, 1971, 67-69.
12 Ibíd., 69.
13 Ibíd., 162-163.
14 Citado por el Cardenal Joseph Höffner en la revista Mikael. Espiritualidad sacerdotal, n. 11, 16.
15 Citado por el Cardenal Joseph Höffner en el artículo recogido en la nota anterior. Véase también Pablo vi, Exhortación a los párrocos y cuaresmeros de Roma, 17 de febrero de 1972: apud Insegnamenti di Paoto VI, 1972, 157-168.