La educación de los hijos, responsabilidad de los padres

View Categories

La educación de los hijos, responsabilidad de los padres

Conferencia pronunciada, el 9 de abril de 1981, en la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, de Madrid, en la clausura del ciclo sobre “La familia hoy”, organizado por la Asociación de Universitarias Españolas. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, abril 1981, 157-169.

La familia está en el centro de la reflexión que la Iglesia hizo sobre sí misma en el Concilio Vaticano II, y en el mensaje que, fruto de esta reflexión, ofreció al mundo. Ha sido el tema de un Sínodo reciente. Es también uno de los temas centrales del Papa Juan Pablo II en sus homilías, y en su evangelización y catequesis a todas las naciones a que se ha desplazado. Ya es opinión común que el Papa quedará para siempre como el “Papa de la familia cristiana”. Es tarea urgente “ayudar a la familia moderna a volver a encontrar el sentido verdadero de la vida y de la historia… Llevar a las familias la verdad tal y como ha sido revelada por Cristo y como la enseña la Iglesia. No os dejéis alterar por el fragor de tantas ideologías insistentes que confunden y deprimen”1.

La familia, corazón de la sociedad #

Para que una sociedad vaya bien, la familia tiene que ir a la cabeza de los poderes educativos, porque realmente el corazón de la sociedad es la familia. Lo que el corazón es al cuerpo humano, es la familia a la sociedad: mientras funciona el corazón hay vida; un corazón fuerte y vigoroso es la mejor esperanza de vida. La fuerza o la debilidad de la sociedad tiene, en última instancia, su origen en la familia. Las familias no son un mero transmisor de vida, costumbres, ideas, pobreza o riqueza; pueden ser un verdadero generador de valores sociales, éticos y religiosos, de amor y confianza mutua, de sentimientos nobles y anhelos eficaces de progreso y paz. No es que vaya a atribuir o a hacer culpable de todo el bien y el mal de la sociedad a la familia. No, rotundamente no. Hay tipos de sociedades materialistas, amorales, consumistas, tiránicas, violadoras de derechos que ocasionan daños incalculables en la familia. A la familia se la puede desgastar, debilitar, herir, deshacer desde fuera y desde dentro. Pero ahí está “la cuestión palpitante”, la pescadilla que se muerde la cola, dice el lenguaje popular: cuando el mal es grave en la sociedad, la que está enferma es la familia. Y si la familia está enferma el que peligra de muerte es “el ser humano”, que es el que hace la sociedad.

La Iglesia, al defender la fidelidad de los compromisos adquiridos de los esposos entre sí y con los hijos, defiende lo genuinamente humano contra lo que tiende a destruirlo. El amor y la ayuda, para que sean realmente auténticos, deben serlo en el sacrificio y en el bienestar, en el éxito y en el fracaso, en la salud y en la enfermedad. Amor y reconciliación van entrelazados en la condición de nuestra vida. Hay en todo amor una exigencia de perdón mutuo, de comprensión y de estímulo. El bien de los esposos y de los hijos reclama mutuo esfuerzo, mutuo respeto. La verdadera “común unión” humana y espiritual exige un clima de hogar, seguridad y perdurabilidad. Saber que, a pesar de todas las miserias y trágicos destinos, se van a acoger siempre con amor y voluntad de encuentro y de unión. Precisamente esta voluntad de unidad sagrada va a mantener y transfigurar su comunidad de vida. El esfuerzo por conseguir este clima es mayor y se logra mejor en aquellos que saben que no puede romperse el vínculo familiar.

Desde el punto de vista de relación interpersonal, la vida interna de la familia, su dinámica, lleva a la exigencia de la indisolubilidad, ya que es el clima apropiado para la madurez y desarrollo personal. Y también la familia indisoluble es el mejor marco para el logro de las realidades sociales: favorece el equilibrio y las aptitudes de sociabilidad de las personas, la responsabilidad y exigencia en el trabajo, la generosidad y el sacrificio, los sentimientos de mutua confianza, el esfuerzo para el logro de un bienestar constante y sereno. La disolución del matrimonio y de la familia arroja como resultado una sociedad inestable, sin fundamentos sólidos; tipo de hombres resentidos, decepcionados de lo que realmente tiene valor en la vida y por lo que vale la pena luchar; hombres inadaptados, delincuentes, permisivos y débiles en todo orden de cosas.

Rof Carballo, en su libro Urdimbre afectiva y enfermedad, dice que pese a la importancia extraordinaria que tienen todos los progresos que el hombre ha conseguido en el siglo XX, a la trascendencia arrolladora de todos ellos en su conjunto, acaso, pasados los siglos, quedará como característico y definitivo de nuestra época “la paulatina conciencia que el hombre va adquiriendo, con extraordinaria lentitud, de su gran error de creer en la realidad absoluta del individuo, es decir, de pensar que el hombre está perfectamente delimitado por las fronteras de lo que llama su personalidad”2.

La vida humana requiere y pide calor de hogar, permanencia, estabilidad, serenidad. La fuerza pedagógica de la indisolubilidad lleva a una mayor conciencia, responsabilidad y reflexión personal antes de contraer el matrimonio, y a una confianza compartida de que esa unión no se puede romper. Todos los resortes afectivos, morales, religiosos y culturales han de ser puestos sobre la perennidad del amor mutuo de los esposos y de los hijos, cuando los haya. La influencia es tanto más necesaria cuanto más dura, violenta, inhumana y masificadora es la sociedad, y cuantos más factores deseducativos y destructivos pueden encontrar los hijos fuera del hogar. El equilibrio de la emotividad y afectividad, la realidad y eficacia de los valores y de su jerarquía necesitan del “caldo de cultivo” de la familia para desarrollarse.

Pero yo debo centrarme en el punto de la educación de los hijos como responsabilidad ineludible de los padres. Quiero decir ideas sencillas y concretas que son las que necesitamos en nuestra vida cotidiana. Y el primer punto es:

No pueden los padres abdicar de su responsabilidad #

De ninguna forma pueden los padres ceder su responsabilidad de educadores de sus hijos. Tienen que servirse, desde luego, de otras ayudas, pero “la maternidad” y “la paternidad” son “las profesiones” más influyentes del mundo, sea por presencia, sea por ausencia. Están presentes el padre y la madre que acompañaron y vivieron con los hijos su proceso de maduración, la elección de estado, sus éxitos y fracasos, sus enfermedades, sus fechas decisivas y sus días monótonos. El padre y la madre, que faltaron porque Dios se los llevó consigo, están también presentes gracias al amor que los hizo “una sola carne”. Y el padre o la madre que se alejan voluntariamente dejan “su forma de presencia”.

Ciertamente, su influencia es radical, aun de forma inconsciente, porque están en el plasma biológico y espiritual del ser humano. Los antropólogos y los médicos señalan que, frecuentemente, lo más importante de lo que nos acaece no es lo que vemos, aquello de lo que nos damos cuenta con nitidez y ante lo que conscientemente reaccionamos, sino ese acontecer subterráneo que, al estar profundamente adherido a nuestra vida, no podemos delimitar claramente. Desde el momento de la concepción, el padre y la madre son una realidad biológica y espiritual integrante del nuevo ser humano. Asumir la responsabilidad de la educación de los hijos, cederla, ignorarla, eludirla, vivirla trivialmente, proporcionarles solamente bienes materiales, todo son posturas que, día a día, lentamente, van penetrando en los hijos.

Educadores naturales #

Los padres son los educadores naturales, son fuente de vida y, por ósmosis, dan a sus hijos sus convicciones y sus inseguridades, sus fortalezas y debilidades, sus fidelidades e infidelidades, sus logros y sus fallos. El ser humano no puede olvidar jamás, ni prescindir del padre y de la madre que le dio el ser; el hecho del olvido, del menosprecio o del desprecio es una forma de vacío o de carencia de una realidad vital. ¡Qué fuerte y densa narración literaria la publicada por el doctor Cruz y Hermida en Los domingos de ABC, el 15 de febrero de este mismo año! “Autobiografía” se titulaba. Ha obtenido el premio Tribuna Médica, y por cortesía de dicha publicación la ofreció el dominical de ABC. Es el caso “inhumano” de los niños probeta: “Mi autobiografía, señor juez, no es sólo mi confesión expresa de quitarme la vida voluntariamente, cuando termine el último renglón de este relato, es también mi enérgica protesta, quizá inútil, a ese mundo artificial que dejo. Me voy cansado, pero tranquilo y sereno, si bien con una terrible añoranza hacia los seres que nacieron del amor natural de unos padres… Una probeta es de cristal, y el cristal es frío y hiela la sangre, aunque la sangre sea la de un pobre y ridículo embrión, como fue Charles Wooley”.

Dice Louis Levelle que la soledad más dolorosa es la que sigue a la comunicación frustrada3. En la comunicación estable –aunque pase, obviamente, por altibajos– de esposos e hijos, que se expresan sin reserva, que se hallan libres de todo artificio, pero llenos de respeto y comprensión, se produce en su “comunión” un estado de fecundidad único para sí y para los demás. Suponen una sacudida para un muchacho o una chica de hoy, que no viven un hogar familiar, pero que añoran encontrar un hogar cristiano en el que hay verdadero amor que irradia alegría y firmeza. La vida de la familia cristiana es ya una de las realidades que más distingue a los verdaderos cristianos del mundo que les rodea.

Como ha dicho el Concilio y lo hemos repetido insistentemente, el hogar cristiano arguye al mundo su pecado y proclama en voz muy alta las presentes virtudes del Reino de Dios. Virtudes presentes que son el ciento por uno en esta vida y después la vida eterna. Familias cristianas que son, en medio de las dificultades, enfermedades, carencias económicas, oasis de amor, de esfuerzo y ayuda, de serenidad, de superación en común. Son testigos de la fe y del amor de Cristo vivido a través del trabajo diario, del enfoque de sus vidas, de la oración juntos, de la solución de sus problemas a la luz de la palabra de Cristo.

Los hijos pertenecen, ante todo, a los padres. Sobre su educación deben decidir los padres; sólo después, y de acuerdo con ellos, los poderes públicos. Los padres tienen que saber que en sus hijos hay un destino humano que les está confiado, y se han de esforzar por darles la formación de conciencia y la configuración de vida que pueda servirles. Esto supone, ciertamente, una realidad, una forma de vida en la que hay mucho más que una aventura erótica, una ordenación jurídica o una unión temporal más o menos larga. Hay una decisión inquebrantable, un modo de ser fundado sobre la fidelidad y la unión de vida. La familia nunca educará como necesita el ser humano, si el núcleo familia se disgrega y queda a merced de cualquier cansancio, dificultad, deseo o circunstancia de la índole que sea. No educará si es un ambiente en el que cada uno hace lo que “le viene en gana”. La familia tiene que ser portadora viva del deseo de fidelidad, de vinculación segura, de configuración viva de lo que los hombres llamamos “nuestra casa”, y como tal la necesitamos. Hay que prepararse para un tipo de familia así, y seguir siempre en este esfuerzo, en esta firmeza en la responsabilidad de lo elegido, y en la fidelidad y respeto a la comunidad de matrimonio y de hijos.

La ayuda del Estado #

Los padres tienen derecho a recibir del Estado la ayuda que requieren para educar a sus hijos, y si no la reciben, la obligación de pedirla. El hecho de que en nuestra época la ciencia, en todos sus campos, y el arte hayan llegado a ser como la conciencia del mundo, pone de relieve mucho más este derecho. No puede ser un privilegio. Y no puede ser un privilegio de unas clases, o a costa de sacrificios heroicos, como ocurre en muchas familias, el poder llevar a sus hijos a centros en los que hay un ideario confesional. No habrá verdadera libertad de enseñanza mientras no esté resuelto el problema de la financiación; y no la habrá, sobre todo, para las clases económicas más débiles. Si la financiación fuera real y los padres, todos los padres –los ricos, los de clase media y los de clase baja económicamente– pudieran llevar a sus hijos al centro que quisieran, éstos seimpondrían por la calidad de enseñanza, la calidad de educación. ¡Qué triste manipulación la que se está haciendo con la libertad de enseñanza! Se quiere hacer creer que esta libertad de enseñanza que para todos piden la Iglesia, los padres católicos, la Federación Española de Religiosos de Enseñanza, los colegios promovidos por entidades católicas, va en perjuicio de los centros estatales; algo así, y quizá dicho crudamente, como que los que no pueden paguen un privilegio caprichoso de los que pueden. No es esto, de ninguna manera.

Hay muchas familias que llevan a sus hijos a centros estatales que tienen una posición más fuerte que familias que llevan a sus hijos a centros privados. Muy bien; están en su derecho, pero el mismo derecho tienen las otras familias a que el Estado les financie la educación de sus hijos a un nivel igualmente digno, sin elitismos ni caprichos de ninguna clase. Pedimos honradez en la exposición y en la interpretación de lo que se está pidiendo por un gran sector de la sociedad española.

Los centros educativos son auxiliares de los padres, nunca deben pretender sustituirlos. En una buena sociedad, el colegio y la familia colaboran en íntima relación. La labor del mejor centro educativo no es lo eficaz que podría ser si no se apoya en la formación, que va penetrando por todos los poros de su ser, que recibe en el hogar. La familia no se “sustituye”, se “complementa” con el centro educativo. La jerarquía de valores que, de hecho –no de palabra–, tiene vigencia en la familia, las relaciones interpersonales, la base de respeto y de trabajo que se vive, la religión que nutre la vida y la forma eficaz con que se practica, penetran en todos los miembros de la familia.

La autoridad como ayuda y como servicio, como fidelidad y respeto #

Lo que padres y educadores pueden dar –en realidad toda persona, pero es obvio que es más fuerte en el campo educativo–, depende de lo que sean capaces de conquistar espiritualmente. Buytendijk4lo dice de la madre: lo que ella pueda dar como educadora, depende de lo que sea capaz de conquistar espiritualmente. El que conoce las exigencias de su propia persona, y es capaz de hacerles frente, es autoridad para sí mismo y su autoridad sirve de ayuda a los demás. Una educación sin guía y sin ayuda es un contrasentido. La autoridad siempre ha de ser entendida como ayuda y como servicio; es un deber. Para los cristianos esto es una exigencia de Cristo: la autoridad como servicio. Es la manera de actuar de Cristo: Ejemplo os he dado. Amaos como yo os he amado; su amor fue un servicio al hombre. Fue también su testamento el día de Jueves Santo. Me apoyo en el libro de Gabriel Marcel para traer aquí esta idea. “Ser y tener”. Se “es” padre mucho más que “se tienen” hijos. ¡Cuántas veces, en situaciones de sacrificio y dificultades, exclaman un hombre y una mujer, desde lo más profundo y sincero de su ser: “somos padres”! No es una autoridad como poder, o en tal caso es el poder del amor, pero no de la propia satisfacción.

Y además de la ayuda y el servicio, la autoridad supone fidelidad y respeto. Fidelidad aquí significa permanecer firme en una responsabilidad, a pesar de todo. Lo que ha de ayudar a sustentar la autoridad ha de ser la entrega de lo mejor de uno mismo, no para poseer y dominar, sino para ayudar a los hijos a ser quienes ellos mismos han de ser. La fidelidad supera cambios, daños y amenazas de la vida partiendo de la fuerza de la conciencia. Hay una fuerza en la autoridad de los padres, más allá del temor y la debilidad: la fidelidad. Ahora bien, sólo de Dios viene la fidelidad al mundo. Podemos ser fieles sólo porque Él es fiel, y porque nos ha dispuesto como imágenes suyas para la fidelidad.

La existencia de Dios y la fe en Él son esenciales para que sea posible una auténtica autoridad de los padres. La autoridad natural de los padres es tal, si sigue viva la conciencia de que son responsables ante Dios de su misión. La familia no es sólo la previa condición biológico- sociológica para que nazcan los niños y sean cuidados. A medida que desaparece la fe en Dios, la relación con Él percibida de modo viviente, se deshacen la autoridad y la fidelidad. Y en su lugar aparecen formas debilitadas de relaciones que se van convirtiendo cada vez más en funciones inmediatas y pragmáticas. Desaparecen las ideas de responsabilidad, respeto y deber. Si se debilita la experiencia religiosa, se debilitan todos los lazos serios y permanentes. Y el padre y la madre no pueden oponer nada al creciente escepticismo de la juventud. La experiencia muestra que los hijos, cada vez más, pierden la digna actitud humana del respeto y se inclinan a considerar a los padres y a la familia como un conjunto de funciones de utilidad, ante la cual ellos tienen el derecho a una mayor independencia.

La fidelidad no es inmovilismo y coerción. Sino que los padres reciban su misión de modo consciente y se sientan obligados por ella. Se puede describir como una fuerza que supera el tiempo, es decir, la transformación y la pérdida, pero no como la dureza de una piedra, sino creciendo y creando de modo vivo; recibiendo una y otra vez al hijo. Porque “vivir” significa que la persona crece y cambia. Y llega un momento en que los padres parecen no conocer ya a los hijos. También es el momento de la autoridad como firmeza que supera y dura más allá del cambio. La fidelidad de Dios hace algo incomprensible: toma sobre Sí mismo la responsabilidad por la culpa del hombre, entra en la historia mediante la Encarnación y recibe de ella un destino. La vida de Jesús es única en fidelidad y en autoridad: Oísteis que se dijo, pero Yo os digo.

Decía que la autoridad supone respeto. La autoridad de los padres renuncia a tomar posesión y servirse de ella para su propio provecho. Lo que impone respeto son, sobre todo, las cualidades propias de lo humano: libertad, dignidad. Cuando los padres y los hijos se vuelven ásperos, y ya no se sienten cobijados unos en otros, hay motivos para suponer que se han tratado peor que se trata a los muebles, porque los muebles cuestan dinero… El respeto surge entre los espíritus bien formados; es base para la conciencia de lo que es importante y valioso. Sin respeto, la vida es irrespirable, porque el respeto es la garantía de que las relaciones entre los hombres conservan su dignidad. En nuestros días, cuando la desvergüenza, la grosería, el impudor inundan las calles, las relaciones, el lenguaje, es bueno que padres e hijos, juntos, penséis y habléis sobre el respeto.

Este clima de autoridad como amor, servicio y ayuda, de fidelidad y respeto, es la atmósfera adecuada para llegar al centro personal de los hijos y de los padres. En este clima ha de surgir un diálogo que sea comunicación por ambas partes, preguntas y respuestas mediante las cuales se entregan y confían unos a otros. ¿A qué situación de incomunicación se llega cuando los padres y los hijos no dialogan sobre sus cosas más íntimas: religión, moral, amor, amistad, fallos? En la relación padres e hijos tendría que ofrecerse lo que se tiene de más subjetivo, personal y auténtico. Las personas adquirimos conciencia de nosotros mismos a medida que nos abrimos más a la comunicación plena en el encuentro con el otro. No hay verdadero respeto cuando los padres y los hijos no se atreven a hablarse y a preguntarse sobre los puntos más personales, es carencia de amor y comunicación. La familia es insustituible en la educación de la fe y de la moral. ¡Cuánto hablamos de comprensión! Pero no se debe identificar comprensión con debilidad, con “dejar hacer”. El comienzo de la comprensión reside en que el uno conceda al otro lo que es; que no le considere con los ojos del egoísmo, que, por interés, le prescriba lo que ha de hacer y cómo debe ser. Sencillamente, saber cómo se es y por qué. La verdadera comprensión sería aquella en que los hijos y los padres se encontrasen a sí mismos auténticamente en el saber unos de otros. Verse en la mirada del padre, o en la de la madre, tal como él ha de llegar a ser. Igual que pasa cuando hay verdadero amor entre un hombre y una mujer: sentir que en la mirada del otro es donde se alcanza el pleno ser. El amor siempre ve las posibilidades que todavía duermen en el otro.

La mirada, la palabra, la acción de autoridad de los padres tiene que llevar comprensión, respeto, fidelidad, firmeza. La autoridad viene exigida por la responsabilidad y el amor. No significa sujeción, puesto que la meta es la autorrealización de los hijos. La autoridad de los padres emana, naturalmente, de su misión. En el camino de la vida, los hijos “no son autoridades para sí mismos’’ y, mientras lo logren, necesitan de la de los padres.

La educación de los hijos requiere un ambiente familiar en el que la conciencia moral y religiosa sea activa #

Cada familia tiene un estilo propio de convivencia, reconocido y seguido por sus miembros –aunque sea de forma inconsciente–, estilo en el que se expresan los valores que allí rigen. Son los contenidos en relación a los cuales la familia actúa. ¿Cuáles son estos “poderes morales’’ que realmente mandan? ¿Preceptos religiosos, morales, sociales, políticos, dinero, placer, utilidad? Esta es una tarea de análisis sincero que cada familia tiene que hacer de ella misma.

Hay una definición –conocida en el campo de la psicología y pedagogía– de Eduard Spranger, representante de la psicología filosófica alemana: “Educación es la voluntad despertada en el alma del otro por un amor generoso, de desenvolver desde dentro su total receptividad para los valores, y su total capacidad formadora de valores”5. Sí, la educación es un proceso de alumbramiento, de ayuda a la realización de uno mismo, que requiere del amor generoso. El espíritu de la educación vive en el clima del amor; y todo auténtico amor tiene ya en sí mismo una dimensión educativa, porque el amor siempre promueve a la realización de lo mejor de uno mismo y actúa como palanca para sacar las posibilidades que tiene la persona. La realización de uno mismo sólo es posible donde la conciencia moral y religiosa es activa; por eso la educación de los hijos requiere un ambiente familiar en el que la conciencia moral y religiosa sea activa. Antes de lograr la meta de la madurez, de “saber hacer justicia” a todos los valores, de poner cada uno en el lugar que le corresponde, los hijos necesitan ser ayudados.

Habla Spranger de “la total receptividad para los valores y de la total capacidad formadora de valores’’. La persona es receptiva y también fuente de actividad. Sólo un ambiente impregnado de rectitud ética es capaz de elevar. La fuerza moral de cada persona, su jerarquía de valores, no surge sola –y menos hoy, con la “contaminación’’ que hay–. Recordemos que ya Sócrates comparaba a los supuestos pedagogos que rechazan toda formación de hábitos, y que quieren ganarse a la juventud predicando la teoría de dejarse llevar de sus impulsos, con el confitero que delante de un tribunal de niños quiere acusar en justicia al médico: este hombre, niños, os hace mucho daño. Os obliga a tomar medicinas amargas, os prohíbe comer golosinas, os corta, os quema, os hace estar quietos. Es evidente que la mayoría de los niños, dice Sócrates, condenarán al médico. Siempre hay “confiteros modernos” aclamados por una gran masa; y la moral auténtica es condenada cuando los confiteros hacen valer sus argumentos. La educación moral y religiosa, la formación integral, implica formación de la voluntad lograda con el desarrollo de las energías interiores.

Los padres tienen que ayudar a los hijos en el despertar de la receptividad para los valores y en su capacidad de discernimiento sobre lo que es una jerarquía de valores. Habría que hablar de la educación religiosa y moral en las diferentes fases, pero esta precisión sale fuera de mi objetivo. Todos sabemos que la educación religiosa, moral y de la conciencia comienza en la cuna. H. Hetzer demostró de una manera convincente que la educación moral y la de la conciencia comienzan en la cuna. Su estudio podría suministrar buenos argumentos contra los representantes del psicoanálisis que van a favor de “una falta completa de normas de conducta en el niño”6.

La educación no es una especie de conformismo, ni de simple desarrollo de las facultades. No puede dejar indiferentes a los padres la aceptación de la cultura y costumbres dadas, la elección de los valores dominantes. Un síntoma de formación y madurez, hemos dicho, que es el saber el lugar que corresponde a los valores. Si creo en Jesucristo como Camino, Verdad y Vida, tengo que afirmar, pese a todo, que los valores cristianos están en cabeza. Lo importante es que lo afirmemos con la vida. Hay que dar a los hijos pautas firmes, principios de orientación que les guíen cada vez que juzgan que una cosa puede servir para su realización propia. Los jóvenes necesitan dar por sí mismos respuesta a su vida, y hacer cosas en las que se pueden afirmar a sí mismos, pero tienen que aprender que la “libertad de” –hacer, decidir, pensar, etc.– es siempre “libertad para” llegar a ser plenamente hombres, y en nuestro caso concreto, hombres cristianos. Todo derecho descansa sobre un valor que lo fundamenta y protege; sin ese valor no hay tal derecho. Y esto es así en todos los casos concretos de la vida. Si el valor sobre el que se esgrime el derecho exigido no se percibe, el derecho pierde su credibilidad. Estamos olvidando la aclaración y consolidación del “fundamento” en que todo descansa, incluso la práctica: por ejemplo, en relaciones matrimoniales, derecho a la vida, respeto al sexo opuesto, pudor, deberes de los hijos para con los padres, y viceversa, etc.

La libertad realmente se tiene como capacidad, pero sólo se logra al final de un proceso de esfuerzo y de superación. “Todo joven debe aprender, según Martin Buber, que la libertad, en cuanto responsabilidad, no se lleva como escarapela, sino como una cruz. Porque el que se justifica y justifica su vida, crea, por el hecho mismo, lazos que le obligan”7. La libertad no es el derecho a la despreocupación, ni a la arbitrariedad de opinión. Se desarrolla en relación con la ética. Hay que hablar y plantearse la “ética de la libertad” porque es lo único que la hace posible. No es limitarse a enseñar “principios” la tarea de los padres; es obvio. Y tampoco se trata de la “sumisión”. P. Ricoeur, filósofo francés, observa muy bien que “la auténtica obediencia es aquella que es consentida, es decir, que suscita razones para obedecer”8.

Pensaréis en la situación de aquellos padres que, con abnegación y sacrificio, se entregan a sus hijos y, sin embargo, se encuentran con tremendos problemas y situaciones dolorosas, tanto más dolorosas cuanto más conscientes y responsables son los padres. Hay muchas “santas Mónicas” en madres y padres. Dios quiere que haya después muchos “San Agustín”. También ocurre que hay hijos que son una llamada de gracia de Dios a los padres. Todo padre y toda madre católica tiene que recurrir, sobre todo, a la gracia como ayuda en la educación religiosa y moral. Esto no es una “receta” –no hay recetas, ni soluciones concretas y fáciles– ni un subterfugio. No puede serlo para el cristiano: sólo fe en la ayuda de la gracia. Sólo la fe logra todo con Dios; la fe es la única actitud que tenemos en nuestras relaciones con Dios. Fe en la ayuda de la gracia, a pesar de todo; aunque estemos ya “en la tercera caída del Vía Crucis” aún nos falta el Calvario. Fe en la ayuda de la gracia, porque por la gracia somos hombres que se benefician de la clemencia de Dios y participan de su vida.

Los hombres no somos capaces de dar, por nuestras propias fuerzas, respuesta total al gran interrogante de nuestra vida. Esto nos ha sido revelado por Dios en la persona de Cristo. El cristianismo es mucho más que el sentimiento religioso general que corresponde a la necesidad religiosa del hombre. Sin la revelación no sabría que es hijo de Dios. La fe se dirige siempre al Dios que salva; es una convicción personal que implica la aceptación de las consecuencias que entraña. El papel de la educación es, precisamente, ayudar a conseguir esta actitud vital. J. Pieper caracteriza al cristiano que encarna esta actitud del modo siguiente: “es el hombre que cree en la realidad de la Trinidad; se entrega, lleno de esperanza, en vista del cumplimiento final de su ser en la vida eterna; ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, por amor de Dios; es objetivo en sus juicios y en su manera de vivir; celoso por la justicia, hace que reine la verdad en sus relaciones con los demás; es valiente y, si hace falta, está presto a dar su vida por la verdad y la justicia; dueño de sí, puede poner por obra, de una manera ordenada, todas sus potencialidades”9.

1 Juan Pablo II, Discurso a la Unión de Superiores Mayores de Italia, 11 de octubre de 1980: apud Enseñanzas al Pueblo de Dios, Madrid 1982, julio-diciembre (Il-b), 700.

2 J. Rof Carballo, Urdimbre afectiva y enfermedad,Barcelona 1980, 98.

3 Louis Levelle, La conscience de soi, París 1976, 97.

4 B. Buytendijk,La génesis psicológica del espíritu maternal,enEstudios filosóficos,1960, n. 4.

5 E. Spranger,Formas de vida, Buenos Aires 1966, 394.

6 A. Kriekemans,Pedagogía general, Barcelona 1973, 54.

7 Ibíd. 446.

8 P. Ricoeur, Philosophie de la volonté,París 1950, 77.

9 Véase la obra citada en la nota 6, 112.