Responsabilidad de la familia cristiana hoy

View Categories

Responsabilidad de la familia cristiana hoy

Estudio publicado en el volumen Escritos de homenaje a S.S. Juan Pablo II, promovido y editado por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 1982,41-64.

Introducción #

En el homenaje que la Academia de Ciencias Morales y Políticas ofrece a Su Santidad Juan Pablo II, con ocasión de su venida a España, la primera que un Papa hace a nuestra nación, deseo reflexionar sobre uno de los puntos más importantes de su extenso magisterio: el de la familia cristiana. Tema difícil, si se pretende tratarlo con alguna plenitud, o decir algo nuevo, ya que lo ha agotado Juan Pablo II, sobre todo, en su Exhortación Apostólica Familiaris consortio, pero fácil si nos limitamos a poner de relieve algún aspecto concreto y determinado.

Voy a hablar sobre la responsabilidad de la familia cristiana hoy. Responsabilidad ante Dios, es decir, la respuesta que, bajo su responsabilidad, debe dar a Dios la pareja matrimonial, ante las exigencias de la ley divina, natural o positiva. Es claro que Dios impone a los esposos unas obligaciones mutuas; y unas obligaciones para con los hijos, y también para con la Iglesia católica, en cuyo seno viven los esposos cristianos; por fin, obligaciones, para con la sociedad civil, en concreto, entre nosotros, para con la patria española, a la que sentimos el orgullo de pertenecer. He ahí el cuadro de las responsabilidades de la familia cristiana que me propongo, brevemente, exponer.

Si hablo de “obligaciones”, concepto y palabra hoy día impopulares, no pretendo hacer hincapié en lo que pueden aparentar de restrictivo, sino al contrario, en lo que tienen de liberador para el individuo y para la sociedad, según la sabia disposición de la Divina Providencia acerca de las relaciones familiares. Por lo demás, “responsabilidad” y “obligación” son conceptos correlativos: no hay responsabilidad donde no hay obligación.

Todavía una observación más. Estimo necesario aclarar algunas ideassobre la autoridad del Magisterio pontificio porque, inexplicablemente, hay profesores de moral que no ven claro en este punto. Su moral es pura ética natural, cuya fuente es únicamente la razón humana. Como el Magisterio eclesiástico, dicen, tiene por misión transmitirnos la Revelación contenida en la Sagrada Escritura, y en ésta no se dan soluciones a nuestros problemas morales, las enseñanzas pontificias tienen sólo el valor que tengan las razones en que se apoyan: son ética. Por tanto no constituyen, por sí mismas, normas obligatorias. Son líneas de pensamiento para los que no lo tienen propio. Estos harán bien en seguirlas. Los otros pueden confrontar las propias razones con las del Magisterio eclesiástico. Y no sólo teólogos, sino también toda persona que, por su talento y sus estudios, esté capacitada para formarse una opinión personal.

¡Extraño!, pero así es. Estos profesores olvidan verdades dogmáticas fundamentales. Las enseñanzas del Magisterio no provienen de la fuente de la razón humana. No prescinden de la razón, claro está; pero el Magisterio y los teólogos católicos la emplean para comprender el sentido de la Revelación, explicarla, deducir consecuencias y sistematizar la doctrina; no para elaborar sistemas puramente racionales, al margen y tal vez en contra de la Revelación.

La fuente de las enseñanzas pontificias, en materia de fe y de moral, es la Revelación, interpretada auténticamente gracias a la asistencia del Espíritu Santo. Aunque las razones filosóficas de sus doctrinas fallaran, las doctrinas no fallan, porque están basadas en una fuente superior de conocimiento, y ésta no falla.

Es verdad que no toda enseñanza pontificia es infalible; sólo lo es en las condiciones sabidas por todos. Pero siempre esas enseñanzas son auténticas y los fieles deben adherirse a ellas con religioso respeto. “Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ‘ex cathedra’; de tal manera que se reconozca con reverencia su Magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo” (LG 25).

La Revelación cristiana no consta únicamente en la Sagrada Escritura: “La Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza acerca de todo lo revelado” (DV 9). Esto también lo parecen olvidar los teólogos eticistas.

La obligación que Cristo puso a su Iglesia, de ser la guía de las almas para conseguir la vida eterna incluye necesariamente un Magisterio acerca de la ley natural, sin cuya observancia es imposible alcanzar la felicidad eterna.

A propósito del matrimonio se debaten hoy cuestiones y se aceptan posiciones nuevas, no conformes con la moral tradicional en la Iglesia católica: por ejemplo, sobre los fines del matrimonio y la posible licitud de la exclusión del fin procreativo; sobre la indisolubilidad del matrimonio o posibilidad de divorcio con acceso a nuevas nupcias. Los amigos de novedades se protegen con la afirmación de que el Magisterio eclesiástico no ha intervenido, o por lo menos no ha intervenido resolutoriamente.

Creemos que el documento Familiaris consortio, al que constantemente nos vamos a referir, ha quitado todo valor a esas excusas. Las cuestiones hasta ahora debatidas las aborda el Papa y las resuelve conforme a la doctrina tradicional de la Iglesia. Las opiniones contrarias no son ya de libre circulación, como dijo Pío XII en la Humani generis.

Es cierto que ni la Humanae vitae ni la Familiaris consortio son definiciones dogmáticas; pero ahí está el Concilio Vaticano II, que proclama la obligación del asenso religioso a la enseñanza pontificia auténtica, aunque no revista la forma suprema de definición infalible. Quedará, pues, la absoluta posibilidad del disenso; pero con la responsabilidad de que sea solamente por la clara existencia de razones graves, con el debido respeto, y limitando la expresión del desacuerdo a los órganos especializados, de manera que se evite el escándalo y desorientación de los fieles; y por supuesto, con la disposición sincera de atenerse a posibles definiciones resolutorias del Magisterio.

Responsabilidades mutuas de los esposos #

Las primeras responsabilidades a que da origen la familia cristiana son las matrimoniales, es decir, las que se refieren a las relaciones de los cónyuges entre sí.

Es verdad, el fin primario del matrimonio es la procreación; pero antes, en los seres humanos, deben proceder vínculos afectivos, morales y jurídicos.

El amor de los esposos no es solamente una inclinación de la naturaleza, o una ley de la psicología humana; es también, más todavía que lo anterior, una ley moral, un mandamiento divino. Si el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gn 2, 24), es claro que no se trata de destruir los naturales lazos afectivos de la familia en que se nace, sino de reconstruirlos, de dilatarlos y prolongarlos en nuevos seres y más allá de las limitaciones espacio-temporales de los individuos.

El mandamiento divino del amor fluye de los dos fines más importantes del matrimonio: la procreación y la mutua ayuda. Los hijos necesitarán toda la vida, pero sobre todo, hasta llegar a la plenitud humana, de los dos amores, hechos uno, del padre y de la madre. Y es claro que la mutua ayuda que deben darse los esposos no puede reducirse al mero cumplimiento exterior de ciertas exigencias, sino que debe estar fundada e impregnada del amor: ese amor profundo de los esposos entre sí, uno de los más fuertes que Dios ha impreso en la naturaleza humana.

Amor que, como toda vida, va creciendo en los esposos sin conocer ocaso.

Puede, no obstante, suceder que un amor surgido en la lejanía forzada y romántica del noviazgo, se encuentre contrastado y combatido más tarde en la cercanía de la vida diaria matrimonial, en la que se manifiestan inevitablemente las limitaciones y defectos de los cónyuges: limitaciones de inteligencia, diversidad de ideas y pareceres, gustos distintos y aun opuestos, caracteres irascibles, temperamentos excesivamente ardorosos o menos expresivos de lo conveniente, tentaciones de otros amores, que se presentan más risueños y más satisfactorios.

Efectivamente, es normal que todo matrimonio se contraiga a impulsos de un amor sincero; pero aunque así sea de ordinario, en ese amor sincero pueden darse buenas dosis de egoísmo, de sensualidad, de intereses económicos. Surgirán, más o menos pronto, las diferencias que los egoísmos van agrandando. Es un fuego que, al principio, se puede apagar con facilidad; pero que, fácilmente, esas diferencias no lo apagarán, sino al contrario, lo atizarán, hasta convertirse en un gran incendio de disgustos, de incomprensiones y de rencores, que devorarán la felicidad familiar.

El amor sincero y vigilante dictaría para los esposos la norma práctica de no buscar en el matrimonio tanto la propia felicidad como la del cónyuge: así los dos se harían felices con el amor del otro. Pero el egoísmo, que muchas veces domina, prefiere la norma práctica contraria: la de buscar por encima de todo la propia felicidad, pese a quien pese. Así se hace infeliz al cónyuge; y éste, a su vez, respondiendo con el mismo egoísmo, hace también al otro desgraciado. Todo tendría fácil solución, abriendo los dos esposos el corazón a un auténtico amor, amor sin mezcla de egoísmos y pronto a aceptar los sacrificios que ello importa como precio, pequeño sin duda, de la felicidad familiar. Cosa que no parece demasiado difícil, pues el corazón humano necesita dar y recibir amor, y encontrar en esa mutua donación la fuente de la verdadera felicidad.

Estas consideraciones se elevan a un plano sobrenatural en el matrimonio cristiano, cuyo modelo sublime es Cristo y la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia no hay, no puede haber, disgustos ni conflictos. Cristo amó a su Iglesia, y se entregó por ella, para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra (bautismo), a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino santa e intachable(Ef 5, 25-27).El gran misterio de la institución natural-divina del matrimonio, San Pablo lo explica refiriéndolo a Cristo y a la Iglesia (Ibíd. 32). Y añade:Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y Salvador de su Cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos, en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres… Ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo, y la mujer reverencie a su marido (Ibíd.22-24. 33).Sublimado, y con las diferencias debidas en el esposo divino, Cristo, este ejemplo ideal, realiza el consejo o norma práctica que, en lo natural, dábamos antes para conseguir la felicidad de los matrimonios: que cada uno busque no tanto su propia felicidad como la del cónyuge.

Se ha hablado y escrito mucho sobre la complementariedad de los dos sexos, exagerando hasta afirmar que el hombre completo es sólo hombre y mujer. Falsedad evidente, pero que tiene una gran parte de verdad.

Las cualidades humanas no se dan en todos los individuos en sus grados más elevados: se dan, en unos, unas; en otros, otras. Las mujeres y los hombres tienen sus diferencias, no sólo sexuales, sino también psíquicas: talento, afectividad, fantasía, intuición o deducción, etc. Sin intentar siquiera una tipología masculina y femenina, es claro que en el varón prevalece la inteligencia sobre la afectividad, mientras que lo contrario pasa en la mujer; el hombre es fuerte, la mujer débil y delicada. En conformidad con estas cualidades, el varón cultiva la ciencia, desarrolla la técnica, es creador de arte, hace la guerra. Las cualidades masculinas solas crearían un mundo bronco, poco habitable en medio de las comodidades de la técnica. Tiene que ser la mujer, con sus dotes de corazón, la que ponga paz y dulzura en las relaciones entre los sexos, en el matrimonio, en la familia, en la vida social. No olviden esto los partidarios de la igualdad absoluta de los sexos, los feministas a ultranza. Incurrirían en una responsabilidad contra la naturaleza, contra Dios, queriendo eliminar las cualidades complementarias, que dan a la vida su pleno valor y satisfacción.

Si se salvan las dificultades matrimoniales que fácilmente surgen, dada la fragilidad humana, en el matrimonio, éste será una fuente perenne y copiosa de felicidad, felicidad cada vez mayor. Si la ilusión juvenil hizo feliz a la pareja a los principios, hay que reconocer que en ella había una fuerte aleación de otros metales, que no eran el oro puro del amor: satisfacción sexual, ventajas económicas, solución de los problemas de la vida, etc. Andando los años, el amor se depura cada vez más, liberándose de los egoísmos menos nobles: los problemas económicos ya no acucian tanto, el instinto sexual se va apagando y queda el oro puro del amor: la fusión de corazones y voluntades.

Afortunadamente, el matrimonio en España, bajo el influjo, sin duda, de la religiosidad y moral católica, es, generalmente, como debe ser: el puerto de paz y descanso, después de las tormentas juveniles. La inmensa mayoría de los matrimonios españoles disfrutan de la felicidad familiar. Una propaganda imprudente y apriorística, fundada en ideas progresistas y deseos de cambio, tal propaganda, digo, a favor de la ley de divorcio civil, llevada a cabo aun entre católicos, ha puesto muy de relieve los conflictos matrimoniales, exagerándolos cualitativamente y cuantitativamente. Se ha afirmado que eran numerosísimas las parejas en que era imposible la convivencia, habiéndose llegado al límite de la resistencia posible. Era absolutamente necesaria la separación, con la posibilidad de rehacer la felicidad familiar en un nuevo matrimonio; aun a pesar de los males evidentes del divorcio. Se reconocía que el divorcio no remedia ningún mal del matrimonio; pero se afirmaba que sí remedia el mal de la felicidad conyugal destruida, y que, gracias a él, se puede restaurar. En tal situación se decía que había medio millón de matrimonios españoles.

El tiempo de vigencia de la ley de divorcio civil ha demostrado la falsedad de estas previsiones. El número de las demandas de divorcio ante los tribunales especiales constituidos, es prácticamente insignificante. Es decir, que las razones de hecho para la ley de divorcio no eran objetivas, no existían.

En todo caso, sigue siendo cierto que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio cristiano; y que la autorización civil para contraer nuevo matrimonio no comporta la autorización de la Iglesia y de Dios. El cristiano que contrae nuevo matrimonio civil no vive de acuerdo con la voluntad de Dios.

Es incomprensible que autores católicos, que reconocían esta norma moral, defendieran la licitud de una ley de divorcio civil, con posibilidad de contraer un nuevo matrimonio, que… no es tal.

La Familiaris consortio reafirma otra vez enérgicamente la doctrina de la indisolubilidad.

“Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza –como han hecho los padres del Sínodo– la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio. A cuantos, en nuestros días, consideran difícil e incluso imposible, vincularse a una persona para toda la vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (Fam. cons. 20).

Juan Pablo II fundamenta la indisolubilidad del matrimonio en “la donación personal y total de los cónyuges”, y “en lo que exige el bien de los hijos”, y “en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia” (Ibíd.).

Adviértase que no habla sólo Juan Pablo II de la indisolubilidad del matrimonio cristiano, “signo y exigencia del amor absolutamente fiel…, que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia”, sino del matrimonio natural, “signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene hacia el hombre”.

Hoy dicen algunos teólogos que la indisolubilidad es un “ideal” al que debe tender el cristiano; pero no obligatorio desde el principio; quedando así margen para una posible disolución matrimonial dentro de la moral. Es lo que llaman “ley de la gradualidad”.

Juan Pablo II rechaza tajantemente tal doctrina. Los esposos “no pueden mirar la ley como un mero ideal, que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo, Señor, a superar con valentía las dificultades. Por ello, la llamada ‘ley de gradualidad’ o camino gradual no puede identificarse con la ‘gradualidad de la ley’, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones” (Fam. cons. 34).

Y lo mismo vale para el ejercicio de la sexualidad, en conformidad con la doctrina de la Humanae Vitae. “En la misma línea, es propio de la pedagogía de la Iglesia que los esposos reconozcan, ante todo, claramente, la doctrina de la Humanae Vitae, como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal norma” (Ibíd.).

La ley de la gradualidad, aplicada a la conducta humana, no significa, pues, la excepción de la ley o su aplicación sólo en ciertos casos, el de los perfectos; sino el progreso en la respuesta del alma a la voluntad de Dios, que llama a la santidad al cristiano: vocación que realiza gradualmente, en la medida en que la persona se encuentra en condiciones de responder al llamamiento divino, supuesto el cumplimiento fundamental de la ley, que evita el pecado mortal.

La responsabilidad de los padres para con los hijos #

Es de manifiesta evidencia, aunque ciertos prejuicios se lo obscurezcan a algunos, que la naturaleza, es decir, Dios, ha creado los sexos y los ha ordenado a la procreación. Como el estómago está destinado a digerir los alimentos, y los ojos a ver, etc., y no precisamente para que el hombre disfrute con su actuación, aunque esto sea lícito en el uso normal de esos órganos, así los órganos sexuales están destinados por la naturaleza a procrear. Como en los demás casos, hay en ello un placer honesto; pero no es precisamente para eso para lo que la naturaleza se los ha dado al hombre. Dios no ha querido la reproducción humana partenogenética. Si dio a Adán su esposa, Eva, como “adiutorium simile sibi”, como auxiliar semejante a él; y si este auxilio de la mujer tiene un campo amplio de acción, como indicábamos al hablar de la complementariedad de los sexos, es claro que el auxilio fundamental que presta la mujer al varón es la posibilidad de reproducirse y perpetuarse: para eso es el sexo femenino, en su identidad de tal, dentro de la especie humana, y sin merma de los fines trascendentes de ésta. Y precisamente de la diferencia del sexo se derivan las características de la psicología femenina, con todas sus posibilidades de complementación del hombre.

Se deduce, pues, que el fin primario de la sexualidad matrimonial es la difusión de la vida. Legítimos son, sin duda, otros fines: no sólo el del mutuo auxilio o complementariedad –el fin unitivo–, sino incluso el de constituir un campo acotado para una satisfacción, racional y regulada, del fortísimo instinto del placer sexual. Dios ha puesto ese instinto de la procreación, y lo ha dotado, por razones diversas, de un intenso placer y satisfacción en su ejercicio; sobre todo, como compensación a las cargas, también fortísimas, que impone a los esposos, como autores de la nueva vida.

La psicología sana de la naturaleza humana, como aparece en la actualidad, y sobre todo, como se manifestaba en otros tiempos, lleva al deseo de la reproducción: deseo en sí mismo nobilísimo y plenamente justificado por el fruto de la nueva vida que produce. Se hacen así, hombre y mujer, cooperadores de Dios. Él es el Creador. En Él está la vida. Él la da a quien quiere. Y al hombre le da una vida espiritual, racional. Pero esta vida espiritual requiere un despliegue mayor del poder infinito de Dios. Es necesario su poder creador para que empiece una nueva vida racional, un alma espiritual. Sólo Dios tiene y puede ejercer ese poder.

Pero, destinada el alma humana, por su propia esencia, a ser “forma del cuerpo”, a constituir con él ese misterio que es el hombre, ser material y espiritual al mismo tiempo, no tiene posibilidad de acceso a la existencia sino cuando existe una porción de materia apta para ser informada por ella y constituir con ella el ser humano. Y esa es la misión de los progenitores: poner la materia en las condiciones de poder ser informada por el alma. Puesta en estas condiciones, la materia reclama la presencia del alma, de la fuerza espiritual que presida su evolución y toda su vida posterior. Por eso, Dios pone su poder divino al servicio del poder generativo de los hombres y crea infaliblemente el alma, siempre que la materia está en las debidas disposiciones.

Estas reflexiones nos hacen comprender la excelsitud del ejercicio del matrimonio cristiano y de todo matrimonio, y de la sexualidad puesta al servicio del ser racional. Hombre y mujer son cooperadores del Dios creador. Y no para dar origen a una nueva materia, sino a un ser espiritual, el alma, a un ser mezcla de espíritu y materia, cuyo misterio no han podido revelar todavía del todo la ciencia y la filosofía a través de milenios de historia y de investigaciones.

¿Se dan cuenta las parejas humanas, esos humildes recién casados, de lo que son, de lo que pueden, de lo que van a traer al mundo, de las tremendas responsabilidades que contraen?

Es fácil comprender que, destinada esencialmente por Dios la sexualidad a fines tan nobles y elevados, sea inaceptable el reducirla artificialmente a la satisfacción de otros fines, por aceptables que estos pudieran ser. Pretendidos los fines de mutua ayuda y sedación del instinto junto con el de difusión de la vida, son nobles y aceptables; pero pretendidos con exclusión del fin principal, pierden su razón de ser y su justificación en una conducta moral.

Así lo enseña la Iglesia católica, a quien Dios ha puesto en el mundo como Madre y Maestra para guiar a los hombres por los caminos que conducen a su eterna salvación. Y lo ha enseñado a través de veinte siglos de existencia, por la voz autorizada de sus pastores y de los sabios cristianos. Así lo han aprendido los aspirantes al sacerdocio, como doctrina segura y moralmente obligatoria, según la cual habían de dirigir a las almas en la predicación y en el confesonario. Hasta hace unos cincuenta años, todos los libros de moral enseñaban unánimes la misma doctrina.

Pero en estos últimos años muchos escritores católicos y sacerdotes, y aun obispos, fuertemente impresionados por las dificultades de todo tipo en que se debatían las familias cristianas, creyeron necesario revisar esta doctrina moral y abrieron amplio cauce a la vida sexual matrimonial al margen de la procreación. No sólo aprovechando los días inhábiles para la fecundidad que proporciona el ritmo de la sexualidad femenina, sino también declarando lícita la disociación de los fines secundarios del matrimonio –unitivos– del fin principal o procreativo. Permitían así el libre ejercicio de la sexualidad sin relación alguna a la procreación.

Otra vez la Iglesia, Madre y Maestra, se vio en la necesidad de enseñar autoritativamente la ley moral. Pablo VI invitó a toda la Iglesia: Pastores, teólogos, moralistas, pastoralistas, a una reflexión sobre tema tan grave y tan actual. Interesó, incluso, las ciencias profanas linderas con la cuestión: médicos, psicólogos, antropólogos, ecologistas, biólogos, etc. De todos ellos formó una Comisión especial que le diera su opinión responsable. Por fin, pidió oraciones a todos los católicos para reclamar la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia. Durante varios años, él mismo se entregó a la oración, a la reflexión y al estudio personal del tema. Por fin, consciente de su responsabilidad ante Dios y ante la humanidad, por la decisión y el magisterio que adoptara, declaró, en la famosa encíclica Humanae Vitae, que todo acto matrimonial que, positivamente, se apartara del fin procreativo del matrimonio, era, por su naturaleza, inmoral.

Juan Pablo II hace suya esta doctrina en la encíclicaFamiliaris consortiocon esta palabras:“Es precisamente partiendo de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo material y terrena, sino también sobrenatural y eterna (Hum. vit. 7) por lo que Pablo VI afirmó que la doctrina de la Iglesiaestá fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador (Ibíd. 12). Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta,toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (Ibíd.14)(Fam. cons.32).

No fue una definición dogmática; porque expresamente Pablo VI dice en la encíclica que no tiene intención de hacerla. Pero, fuera de eso, todas las condiciones del Magisterio infalible parecen verificarse en esta decisión de Pablo VI. Lo cual indica que, aunque formalmente, por falta de intención, no se trate de una definición dogmática, prácticamente la Iglesia, los moralistas y los confesores no deben dudar en asimilar esa doctrina y llevarla a la práctica como cierta en su ministerio.

A pesar de esto, no pocos han seguido manteniendo la postura contraria.

Pero, últimamente, el Sínodo de los Obispos –y con ellos Juan Pablo II, como hemos visto– ratificó la doctrina de la Humanae Vitae: “Este sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe con el sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (GS 50) y después en la encíclica Humanae Vitae; y, en concreto, que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida” (Fam. cons. 29, nota).

Recuérdese que, también aplicada a esta materia, la ley de la gradualidad fue rechazada por la Familiaris consortio (Fam. cons. 34).

Si la familia cristiana debe aceptar generosamente la responsabilidad de cooperar con Dios al nacimiento de una nueva vida, mucho mayor es su responsabilidad en la conservación de una vida humana que ya ha empezado. El aborto es la gravísima inmoralidad contra la conservación de la vida.

Supuesta la existencia de un nuevo ser humano, su destrucción es la violación de derecho fundamental a vivir, es un verdadero homicidio. Pero el homicidio más odioso que se puede imaginar: el de unos padres que traen un nuevo ser a la existencia, y a continuación se la quitan por comodidad u otras razones, igualmente repudiables; ser al que se deben totalmente con un amor que la naturaleza ha hecho el más fuerte de los amores, y ellos convierten en odio mortal; ser absolutamente indefenso al que, villanamente, arrancan la posibilidad de vivir.

Es totalmente inaceptable el tratar de disculpar tan horrible proceder con las discusiones sobre el momento de la animación del feto: antes de la cual no existiría el nuevo ser ni, por tanto, su derecho a la vida. La ciencia biológica se va poniendo de acuerdo en que hay nueva vida, específicamente humana, desde el momento de la unión de las dos células masculina y femenina. Pero aunque no se diera aún certeza científica de la realidad de esa vida humana, es ya cierta su probabilidad. Ahora bien, es un principio moral, aceptado por todos, que no se puede realizar una acción que, probablemente, va a destruir una vida humana. Ponen por ejemplo el cazador que ve movimiento en unos matorrales, movimiento que puede ser de un animal, pero probablemente también de una persona humana. El cazador, en conciencia, no puede disparar, porque probablemente va a destruir una vida humana. Igualmente, el aborto es, por lo menos probablemente, un asesinato; lo que es inadmisible.

Es verdaderamente horrible que tantos padres y madres no se sientan estremecidos ante la muerte de sus niños inocentes. Y más horrible aún que tales prácticas hayan sido legitimadas civilmente por la legislación de no pocas naciones. Verdadera vergüenza de una pretendida civilización que se cotiza más por el progreso material y las comodidades que proporciona que por los valores morales. ¿Con qué razones pueden las leyes castigar otros crímenes contra la vida, que no sean aplicables a la vida que comienza? ¿Y qué excusa razonable puede haber para no considerar delictiva su eliminación? ¿La inconsciencia del feto? También un niño de un año es inconsciente. ¿Se puede justificar su eliminación?

La Iglesia católica, junto con el más elemental sentido moral de la humanidad, no tienemás remedio que reprobar esta práctica inhumana.

Responsabilidades sociales de la familia cristiana #

La misión de los padres no se agota con traer hijos al mundo. Es, además, velar por su subsistencia y por su preparación hasta que, llegada la mayoría de edad, sean ellos, a su vez, hombres y mujeres según el plan de Dios. En otras palabras, los padres deben alimentar a sus hijos y darles educación física, intelectual, moral y religiosa.

Tratándose de la educación religiosa, la Iglesia, representante de Dios en el mundo, llega a reconocer la primacía de los padres aun en este terreno: están en su derecho, dado por el Autor de la naturaleza, de dar a sus hijos las ideas religiosas en las que crean, con persuasión responsable.

Y si se trata de padres católicos, la Iglesia les reconoce que son los primeros sujetos de derechos y deberes respecto de la educación religiosa de sus hijos, si bien es evidente que tanto los padres como los hijos deben reconocer a la Iglesia como maestra de la fe y de la moral, y atenerse a sus enseñanzas. El aprendizaje de las verdades de la fe, de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y de la práctica de la confesión y comunión, no lo deberían dejar los padres al cuidado exclusivo de los maestros en el colegio, ni siquiera a las instrucciones parroquiales. Son ellos, los padres, los primeros obligados. Nada como lo que reciben de ellos quedará tan profundamente impreso en las almas de los niños. Nada recordarán estos con tanto cariño, toda la vida, como lo que aprendieron en el regazo familiar.

No sólo la educación en la fe y en la moral; también la práctica o vivencia de la religión es obra preferente de los padres. La religiosidad y piedad doméstica, la práctica en familia de los deberes religiosos, la moralidad de la conducta, el amor a la Iglesia y a sus ministros, sobre todo, al Vicario de Cristo, todo eso lo deben ver reflejado los niños en la vida real de sus progenitores. Dice la Familiaris consortio: “La comunión en la plegaria es, a la vez, fruto y exigencia de esa comunión que deriva de los sacramentos del bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor Jesús promete su presencia: Os digo en verdad que si dos de vosotros conviniereis en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre, que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Fam. cons. 59).

“Además de las oraciones de la mañana y de la noche, hay que recomendar explícitamente –siguiendo también las indicaciones de los padres sinodales– la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la preparación de los sacramentos, la devoción y consagración al Corazón de Jesús, las varias formas de culto a la Virgen Santísima, la bendición de la mesa, las expresiones de la religiosidad popular” (Ibíd. 61).

Es verdad que hoy los padres de familia encuentran contrarrestada su educación por la acción positivamente deseducadora de la calle. Los malos ejemplos de otros niños y de los mayores, el libertinaje de las costumbres, las lecturas inmorales e irreligiosas, el cine, la radio, la televisión, hoy fuentes de corrupción para la juventud, las enseñanzas ateas o impías que oyen los niños, tal vez, ya a sus primeros maestros, y, sobre todo, en los estudios medios y universitarios, todo eso da a la juventud la persuasión de que esta es la vida real, lo vivo, lo interesante, y de que sus padres son unos pobres atrasados, anticuados e ignorantes, a quienes no hay que seguir, sino compadecer.

Por otro lado, muchos colegios de primera y segunda enseñanza, o prescinden de formar a los alumnos para la práctica y vida religiosa, o no lo hacen de manera conveniente y eficaz. La misma instrucción religiosa parece hoy muy abandonada en muchas escuelas, ya que abundan los profesores imbuidos de ideas antirreligiosas. ¡Y ojalá no sucediera que, aun en los colegios de la Iglesia, ideas progresistas y una falsa pedagogía les induzcan a menospreciar y descuidar la instrucción religiosa!

Es verdad que la inmensa mayoría de las familias españolas quieren que en los centros de enseñanza se de instrucción religiosa a sus hijos. Pero no parece hagan mucho más para que su deseo tenga efectividad.

Parece claro que a esta situación se ha llegado en España por la dejadez de las familias en cumplir su sagrado deber de educar religiosa y moralmente a sus hijos. Hoy quizá, ante ese ambiente, los padres tengan cierta razón al declararse impotentes para remediar las desviaciones que observan en ellos. El ambiente tiene más fuerza. Pero ese ambiente se ha formado, en gran parte, por la desidia de las propias familias. No se ha formado en un día. Si, al principio, al empezar las manifiestaciones sociales de impiedad e inmoralidad, las familias cristianas, que constituían la inmensa mayoría del país, hubieran reaccionado alertando a sus hijos y contrarrestando el deterioro del ambiente cristiano, no se hubiera llegado a formar esa situación que ahora parece insuperable.

Pero ahora que ya existe, ¿qué pueden hacer los padres? ¿Cuál es su responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia?

Por lo menos, orar por los hijos y por la sociedad. No olvidemos todos, pero especialmente los padres cristianos, la fuerza incontrastable de la oración. Si Dios quiere que éstos eduquen bien a sus hijos, es claro que oirá propicio sus oraciones por ellos.

No sólo orar; también actuar. No con polémicas, que más bien producirían el efecto contrario, sino exponiendo sencillamente y con convicción la verdad religiosa y moral; haciendo ver a sus hijos los frutos sociales de una vida religiosa y, por el contrario, los males que atrae a la sociedad una vida descreída y licenciosa; poniendo al alcance de los hijos buenos libros de instrucción y formación religiosa; aconsejando la consulta con sacerdotes bien preparados, haciendo ver, al mismo tiempo, a los hijos que en esto deben portarse como se portan en otras materias: que si en los demás terrenos, científicos, etc., se fían de los profesionales inteligentes y especializados, lo mismo deben hacer con los profesionales de la religión.

Junto a esa acción directa de los padres con los hijos, se habría de desarrollar una acción social de las familias. Las asociaciones de padres y madres católicos deberían multiplicarse y estar bien dirigidas, o por lo menos aconsejadas, por eclesiásticos de talento e influjo social. Esos padres y madres de familia, que quieren formación religiosa para sus hijos, si están aislados no podrán, prácticamente, nada. Pero, si están asociados alrededor de los centros docentes, lograrán hacer efectiva en ellos la enseñanza y aun la vida religiosa. En España, la asociación de padres de familia ha hecho una labor meritoria, pero insuficiente: podría potenciarse enormemente más. “Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia, junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso, la familia tiene necesidad de ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no deben olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial” (Fam. cons. 40).

En España y en la América española nos encontramos con un hecho paradójico y tristísimo. Una mayoría absoluta, casi la totalidad de católicos, en frente, otra realidad deplorable: partidos políticos y aun gobiernos que prescinden totalmente de la condición religiosa de los ciudadanos o, incluso, legislan y gobiernan en contra de ella. Y los que forman esos partidos son, no raras veces, católicos, hacen profesión de tales y, a su modo, practican el catolicismo en la vida privada.

Pero, ¿y en la vida pública? Esa la dejan a las disputas y a las ambiciones de unos y otros, sin ideas religiosas o morales, y que gobiernan no en busca del bien común, sino del propio, personal y partidista. ¿Es que Dios no tiene también derechos sobre las sociedades? ¿Y los católicos pueden desentenderse en la vida pública de la moral, o tener dos morales, como dos vestidos, uno para casa y otro para la calle? ¿Es que la sociedad no está también sujeta a normas morales? Posiblemente no tengan inconveniente en afirmarlo no pocos de los modernos demócratas. Pero entonces hay que reconocer que su moral ha descendido por debajo de la moral pagana. Porque es el precristiano, Marco Tulio Cicerón, quien en su libro De legibus afirma que, por encima de las leyes que se da a sí misma la mayoría del pueblo, por encima de la democracia y de la juridicidad, está la moralidad. Y añade: Si la mayoría dijera que se puede robar y asesinar, ¿no diríamos que nos habíamos vuelto locos en la sociedad? Y concluye: es evidente que por encima de las leyes voluntarias que, a sí mismos, se dan los hombres, hay una ley necesaria que nos obliga a todos, y con la que deben estar conformes las leyes humanas.

Si la Iglesia católica, de acuerdo con su divino Fundador, que mandó dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; si la Iglesia, repito, no tiene por qué intervenir en las ideas, movimientos e instituciones políticas, sí debe dar las normas morales, a las que se debe ajustar toda política. Exactamente, como la Iglesia no tiene por qué meterse en los principios o en la dinámica de cualesquiera otras profesiones: por ejemplo, médicos, abogados, artistas, etc.; pero no hay ninguna profesión donde no se pueda hacer el bien o el mal moral; no hay ninguna que pueda prescindir del valor supremo del hombre, del valor moral que liga al hombre con Dios. Y, menos que ninguna, la profesión de la política, ya que su trascendencia es, sin comparación, mayor que la de cualquier otra. Ahora bien, el campo propio de la moral, de las relaciones con Dios, es el campo propio de la Iglesia, en el cual ejerce con autoridad su derecho y su deber.

Pues bien, piénsese cuál debería ser la política de una nación que cuenta con una inmensa mayoría de familias católicas: una política que, sin forzar la libertad religiosa, diera facilidades para su recto ejercicio; una política que favoreciera la vida católica de la mayoría; y esto por dos razones: por ser la mayoría y por ser católica. La razón de “por ser la mayoría” la aceptarán todos los demócratas; pero insisto en que es válida también la razón “por ser católica”. Los gobiernos no pueden, y menos los gobiernos católicos, aunque su finalidad sea el bien temporal, no pueden, digo, ignorar las realidades objetivas de “Dios”, “alma”, “vida eterna”, etc., que tanto afectan a los ciudadanos; y menos todavía gobernar de manera que se obstaculice la consecución de los fines trascendentes. Es, pues, razonable que favorezcan especialmente aquellas instituciones religiosas que se basan en dichas realidades objetivas. Lo exigen los derechos de Dios, y también los derechos de los súbditos que quieren obedecer a Dios.

Las familias cristianas tienen aquí una enorme responsabilidad. Ellas deben dar a los hijos una recta formación político-religiosa; deben favorecer sólo aquellos partidos políticos que tengan un programa conforme a la verdad religiosa; deben exigir a los gobiernos una actuación que, por lo menos, no esté en contradicción con la verdad y la moral católica.

“La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado, no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido, las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada política familiar, y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad. De otro modo, las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a superar la ética individualista vale también para la familia como tal (GS 30)” (Fam. cons. 44).

Es triste constatar que, muchas veces, a través de los últimos siglos, los católicos españoles e hispanoamericanos no han tenido clara conciencia de sus deberes y responsabilidades en la vida pública. Han favorecido, han votado y aun han colaborado en partidos y programas, que combatían su religión y su moral familiar.

La familia cristiana, unida por el amor de los esposos, de los padres a los hijos y viceversa, de los hermanos entre sí; la familia cristiana, con la suave autoridad de los padres y la alegre sumisión y obediencia de los hijos; la familia cristiana que todos los días se postra ante Dios en la oración y obedece sus mandamientos; la familia cristiana hecha feliz por estas virtudes y la protección de Dios, sería un espléndido modelo y un fortísimo atractivo para todas las demás familias de la sociedad, que se sentirían animadas a buscar idéntica felicidad, por los caminos que tan eficazmente la promueven.

“Otro cometido de la familia es el de formar los hombres al amor y practicar el amor en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia los otros, consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad” (Fam. cons. 64).

“Así, la promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias, en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor. De este modo, como han recordado los padres sinodales, la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad; colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los valores. Como dice el Concilio Vaticano II, en la familialas distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social(GS 52)”(Fam. cons.43).

Los templos acogen, por lo menos semanalmente, a las familias católicas. ¡Qué felicidad la de la familia que acude unida a honrar a Cristo en la conmemoración de su Pasión y Muerte redentora, y juntamente recibir de Él el perdón y las gracias necesarias, y también el consuelo que siempre será necesario en el valle de lágrimas, que es este mundo en que vivimos!

De la iglesia parroquial vuelven los cristianos a la “iglesia doméstica”, a su casa, en la que las enseñanzas y virtudes que aprendieron en el templo se hacen realidad y vida constante.

En la familia consciente de tal don, como escribió Pablo VI, “todos los miembros evangelizan y son evangelizados” (Evangelii nuntiandil 71).“En virtud del ministerio de la educación, los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la palabra de Dios, e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo –eucarístico y eclesial– de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres, es decir, engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la cruz y resurrección de Cristo” (Fam. cons. 39).

¡Qué tiene de particular que de esta parcela privilegiada, que es la familia cristiana, broten flores hermosísimas de hijos e hijas sanos y vigorosos espiritual y corporalmente! Ciudadanos que constituirán nuevos hogares, según el modelo del suyo; que tendrán influencia social: en la ciencia, en el arte, en la política y en todas las manifestaciones de la cultura humana.

Y, sobre todo, de tales hogares brotarán espontáneamente las vocaciones sacerdotales, las religiosas y misioneras. Estos hijos serán, el día de mañana, partícipes del sacerdocio de Cristo y de su misión de enseñar la verdad religiosa al mundo; perdonarán a los hombres sus pecados; les alimentarán con la Eucaristía; les acompañarán en nombre de Cristo y de su Iglesia en todas las circunstancias y manifestaciones de la vida, y también en el momento supremo de la muerte. Los padres y hermanos de esa familia no podrán tener orgullo más legítimo ni satisfacción más profunda que recibir de sus hijos o hermanos las influencias sobrenaturales de los poderes con que Cristo, Sumo Sacerdote, los ha distinguido.

Algunos hijos podrán ser llamados por Dios a las misiones, a la dilatación del Evangelio, como si Cristo repitiera, para ellos, las palabras que dirigió a sus Apóstoles: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. “Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada, lanzada en Puebla, la futura evangelización depende en gran parte de la iglesia doméstica” (Fam. cons. 52).

Otros, por fin, consagrarán sus vidas a la contemplación o al apostolado en una orden o congregación religiosa, disfrutando de los medios especiales de santificación que Dios ha suscitado en su Iglesia. “Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primer y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios” (Fam. cons. 53).

Todos estos hijos e hijas, sacerdotes, religiosos, misioneros, son los frutos más preciosos de la familia cristiana. Y, al mismo tiempo, vínculos fortísimos que unirán para siempre a sus demás familiares, especialmente a sus padres, con Cristo y su Iglesia.