Conferencia a la Asociación de Padres de Familia de Talavera de la Reina, organizada por el Consejo Diocesano de la Educación Católica, 10 de febrero de 1984. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, julio-agosto 1984, 398-409.
Hace poco más de un año que el Papa Juan Pablo II se despedía de España y emprendía el vuelo desde Santiago de Compostela a Roma. Dejaba tras de sí la siembra generosa de su palabra y de su esfuerzo apostólico tan sacrificado y ejemplar. Dos semanas más tarde, convocados los cardenales de la Iglesia a una reunión en Roma, nos invitó a cenar con él una noche a los tres españoles.
Quería recordar y comentar, con la efusión calurosa que nace de impresiones todavía no apagadas, los múltiples detalles del viaje. En la conversación, espontánea y suelta, yo me refería a lo que me había sucedido, hacía muy pocos días, con ocasión de mi visita al hogar de ancianos de las Hermanitas de los Pobres, de Talavera de la Reina. Fue en esa semana que medió entre su salida de España y nuestro inmediato viaje a Roma para asistir a la reunión del Colegio Cardenalicio. Al acercarme a saludar a un grupo de las residentes, me dijo una de ellas, anciana desvalida: ¿Se sabe si ha llegado bien el Papa a Roma? ¡Pobrecico! (expresión de ternura). ¡Cuánta compañía nos ha hecho a nosotras, que no tenemos a nadie en el mundo…! ¡Claro, como tiene a Dios consigo, nos decía las cosas de Dios…! Noté que el Papa se sentía conmovido al escuchar la referencia. Lo impresionante de aquella reflexión, que brotaba de unos labios incapaces ya de dibujar una sonrisa, fueron esas palabras: Como tiene a Dios consigo, nos dice las cosas de Dios.
Me ha venido a la memoria esta anécdota, porque al hablaros yo esta tarde del tema que me habéis señalado, Matrimonio y evangelización, pienso también que no puedo decir más que las cosas de Dios. Y no es poco.
Matrimonio y sacramento #
Me sitúo desde el principio dentro de las enseñanzas que la Iglesia ofrece a sus hijos partiendo de la Revelación. Éstas, fundamentalmente, son las siguientes: Dios es el autor de la vida. Creó al hombre y a la mujer dotados de igual dignidad y de diferente sexo. Los creó para que, mediante su unión, una e indivisible, se ayudaran mutuamente con su amor y propagasen la vida. Por eso, desde el principio, la unión del hombre y la mujer tiene un carácter sagrado y responde a un plan divino. Llegada la plenitud de los tiempos, vino al mundo Jesús, el hijo de María, Cristo, nuestro Salvador. Y esa unión del hombre y la mujer, que ya era algo sagrado, la elevó a la condición de sacramento para los que estuvieran bautizados en Él. ¿Por qué? ¿Por qué, si el matrimonio como institución natural ya era algo sagrado y religioso desde el Paraíso, quiso elevarlo el Señor a la condición de sacramento, vinculándolo tan estrechamente a Él como dispensador de la gracia y de la vida divina de la que habían de vivir los que creyeran en Él y quisieran ser sus discípulos? La razón es muy profunda y la expone con exactitud no superada el Catecismo del Concilio de Trento. Cristo, con su muerte y resurrección, redime a los hombres, y no sólo viene a librarles del pecado y de la muerte, sino a enriquecerles con una vida radicalmente nueva, la que les corresponde como miembros de su Cuerpo Místico, como sarmientos de su vid, como hijos del Padre. Sitúa a los hombres en otro plano distinto del meramente natural. Y empieza por llamar a apóstoles y discípulos que terminarán creyendo en Él y bautizándose en el agua y la sangre de la redención, alentados por esa fuerza misteriosa que es el Espíritu Santo. La nueva vida que Cristo ofrece a esos discípulos ha de ir propagándose, por voluntad suya, y progresivamente a unos y a otros. Id por todo el mundo, predicad el Evangelio. Seréis mis testigos, luz del mundo… Atención a esto, porque estamos ya viendo el mandato de evangelizar, de propagar el Evangelio, mandato que se da a todos, a todos los bautizados, en el que los Apóstoles insistirán tanto cuando prediquen y escriban sus cartas.
Los discípulos tendrán que evangelizar con su palabra, con su esperanza, con su ejemplo, con su modo de amar, con su perdón, con su caridad, con sus bienes terrenos, con su conducta política y social, con su cruz, con su muerte, con todo. Será toda su vida la que deba ser testimonio de una fe nueva y de un amor nuevo.
Y ahora viene lo del Catecismo del Concilio de Trento. Como quiera que la unión del hombre y la mujer en el plan de Dios es para propagar la vida; y siendo voluntad de Cristo unir con la suya la vida de los redimidos, se entiende que quisiera elevar a la dignidad de sacramento la unión de una mujer y un hombre bautizados, que es precisamente lo que sirve para hacer brotar la vida. El que quiso que, a partir de su redención, tuviésemos una nueva vida, la vida cristiana, quiso también que fuera cristiana la unión del hombre y la mujer, que es precisamente por donde la vida se engendra, nace y se desarrolla.
Elevada a sacramento, esa unión es como la actualización de la presencia santificadora de Cristo en el matrimonio, que tiene como fin hacer nacer la vida misma. Así es como la Redención podía abarcarlo todo, no sólo la palabra y el ejemplo, la esperanza y el dolor, el sufrimiento y la muerte, el trabajo y el progreso social, sino también la vida misma desde sus comienzos, al marcarla en su origen con el destino que los padres cristianos han de imprimir en ella. Por eso San Pablo decía después, con palabras que parecen una exageración oriental, pero no lo son, que el matrimonio entre bautizados es como el símbolo de la unión de Cristo y de su Iglesia.
Llamada de la Iglesia ante la situación actual #
Esta es la síntesis de la doctrina revelada que hay que tener en cuenta para entender la teología del matrimonio cristiano. De ahí arranca todo cuanto la Iglesia ha enseñado a través de los siglos sobre el matrimonio y la familia cristiana. Es el fundamento de todo cuanto la Iglesia viene reafirmando e impulsando en los tiempos modernos, desde la encíclica Casti Connubii, de Pío XI, los discursos de Pío XII en las audiencias a los recién casados que se hicieron tan célebres (todavía guardo con el mayor interés el libro que editó la Acción Católica de entonces, Pío XII a los recién casados), las instrucciones paternales, pero enérgicas, de Juan XXIII, la doctrina tan firme y luminosa de Pablo VI, la del Concilio Vaticano II, la de Juan Pablo II en nuestros días con sus libros, con su predicación en tantos lugares de la tierra, con su exhortación apostólica Familiaris Consortio, con su discurso a las familias en el Paseo de la Castellana, en Madrid.
En esa doctrina y esa visión del matrimonio se han apoyado los movimientos familiares cristianos de diverso nombre, que fueron surgiendo en Francia, Bélgica, Canadá, Estados Unidos, España, Chile, Argentina, etc., en los últimos cuarenta años.
Si la llamada de la Iglesia se ha hecho en este siglo cada vez más apremiante, es porque nunca el ataque a la institución del matrimonio y la familia cristiana ha sido tan sistemático, tan feroz y tan universal. Concurren muchos factores a la vez para hacer que el ataque sea devastador.
A) El paganismo ambiental de una sociedad olvidada de Dios, lo mismo en los países de occidente que en los regímenes marxistas y, por definición, ateos, del este de Europa, con legislaciones anticristianas en materia de matrimonio y de familia.
B) La tendencia cada vez menos reprimida a gozar y consumir, sea como sea, que ha invadido lo mismo a las familias que profesan la fe católica que a las que viven alejadas de ella.
C) El pervertido concepto de la modernidad que relativiza los valores permanentes de la fe y de la moral y entroniza como absolutos ante los que un hombre de hoy tiene que rendirse si quiere aparecer culto, los de libertad, de independencia personal, de realización propia, de sexualidad cerrada en sí misma, etc.
D) El tipo de vida social, económica y profesional que hemos creado en las grandes ciudades, sin sosiego ni serenidad, sin silencio ni meditación, sin convivencia provechosa y alentadora en el seno del hogar; un tipo de vida que es más bien propio de locos, aunque no queramos reconocerlo así, y que favorece el desgaste rápido de las ilusiones fecundas, a las que sustituye con impresiones de los sentidos, pasajeras y fugaces, como entretenimiento liberador del “stress” y la fatiga.
E) La crisis general de la Iglesia, cuyo afán legítimo y obligado de acercamiento al mundo moderno, para comprenderle y valorarle mejor, ha dado origen, en contra de su voluntad, al vaciamiento de los espíritus y la descalcificación de las conciencias. Es como si un avión tuviera que volar de un continente a otro y, para realizar el vuelo con más rapidez, fuese arrojando la carga según atraviesa los cielos: llegaría antes, sin duda, pero llegaría vacío.
F) Por último, aparece con caracteres siniestros, como dificultad para el mantenimiento de la esperanza y la alegría familia, el problema trágico del porvenir de los hijos, más oscuro que nunca a pesar de los esfuerzos abnegados de los padres.
Todo ello, la falta de fe y de robustez moral, el ateísmo práctico, la desvalorización de la vida como don divino, hace que aumenten los divorcios, el aborto, las infidelidades conyugales, las uniones libres y a prueba; y que llegue a cuestionarse el hecho mismo de la institución familiar como una expresión de convivencia humana que ya pasó –dicen– a la historia de los recuerdos propios de una época que se va extinguiendo.
Mas no todo está perdido, ni mucho menos. La Iglesia sigue llamando cada vez con más fuerza y, como el que llama es Dios a través de ella, su voz no será desoída. Es necesario evangelizar. Hay que salir del círculo asfixiante del secularismo y de las visiones a ras de tierra y emprender la marcha, otra vez, hacia la meta de una nueva sociedad cristiana. Esta llamada se formula hoy con esas palabras tan repetidas de Juan Pablo II:¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas al Redentor! ¡Familia, sé lo que eres!
Es necesario evangelizar, vuelvo a decir.
Matrimonio, familia y evangelización #
Aun reconociendo esas dificultades, la Iglesia llama a las familias, y espera y pide que resurja con fuerza en los hombres y mujeres de nuestro tiempo una actitud de fe que ayude a superarlas y a proclamar con gozo las afirmaciones del Concilio Vaticano II.
“En este quehacer –de evangelización– es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un sacramento especial, es decir, la vida matrimonial y familiar. En ella se encuentra un ejercicio y una escuela magnífica para el apostolado de los laicos y, a través de ella, la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí tienen los cónyuges su propia vocación, de modo que sean testigos de la fe y del amor de Cristo, mutuamente entre sí y para sus hijos. La familia cristiana proclama en alta voz, tanto las virtudes presentes del reino de Dios, como la esperanza de la vida bienaventurada. De esta forma, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad” (LG 35).
Y en la Gaudium et Spes se afirma:
“La familia comunicará sus riquezas espirituales generosamente con las otras familias. Por tanto, la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y su Iglesia, hará patente a todos, la presencia viva del Salvador en el mundo y la genuina naturaleza de la Iglesia, tanto por el amor de los cónyuges, por su generosa fecundidad, por su unidad y fidelidad, como por la cooperación amorosa de todos los miembros” (GS 48).
Esto no es retórica religiosa, sino enseñanza doctrinal coherente con lo que decíamos al principio sobre el plan de Dios al elevar a sacramento el matrimonio, la unión del hombre y la mujer cristianos.
El designio de Dios sobre el matrimonio y la familia #
El amor. Si Cristo exige el amor como la señal de los cristianos, ¿cuál será la exigencia de un sacramento basado en la mutua y total donación del hombre y de la mujer?
El amor revelado por Cristo es como un río viviente que viene de Dios y vuelve a Él después de haber pasado por los hombres. El matrimonio es forma viviente de este amor que viene de Dios, y une a un hombre y una mujer para volver a Él. Romper la cadena de este amor es romper la célula viva de la sociedad. “La naturaleza ha hecho de la familia la primera de las sociedades, dice Aristóteles, iluminado por su razón natural; el ser humano nace en ella y a ella tiende constantemente.”
Todo amor es educativo de suyo, y por naturaleza hace surgir lo mejor de uno mismo. El amor en el matrimonio y en la familia fomenta el perfeccionamiento y desarrollo de la dignidad humana, del respeto, de los deberes y derechos, del sentido del trabajo, del esfuerzo, del sacrificio, de la lealtad. La familia es la cuna del amor y la vida, las dos dimensiones sagradas sobre las que se construye toda sociedad que quiera ser humana, justa y en la que se dé un verdadero progreso para el hombre.
Testigos de la fe y del amor de Cristo, mutuamente entre sí y para sus hijos. Son los hombres verdaderamente libres los que ajustan su comportamiento a su vocación, liberados de esclavitudes y condicionamientos. Carácter sagrado del amor humano en una época en que todo se desvirtúa y prostituye. Un matrimonio, una familia degradada en su moral es un cáncer en la sociedad.
Cristo revela la verdad original del matrimonio; liberando al hombre de la dureza del corazón le hace capaz de realizarlo plenamente. El amor de los esposos, por el sacramento del matrimonio, es recuerdo permanente del amor de Cristo por su Iglesia. El matrimonio cristiano es la lenta transformación de ambos, operada al contacto de la experiencia de Cristo. El resultado es una fidelidad profunda y un corazón animoso, que se abre y entrega a esta unidad sagrada que mantiene y transfigura la vida de cada uno en una comunidad de vida, a pesar de todas las miserias humanas.
Y así es como la familia se hace capaz de cumplir con la misión de evangelizar que la Iglesia le señala. “¡Familia, sé lo que eres! Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable que define, a la vez, su dignidad y su responsabilidad: ¡familia, sé lo que eres!” (Familiaris consortio 17).
Y el Papa nos vuelve a presentar los cuatro cometidos generales de la familia señalados por el Sínodo: formación de una comunidad de personas, servicio a la vida, participación en el desarrollo de la sociedad, participación en la vida y misión de la Iglesia. Quiero centrarme en el punto que ya señaló Pablo VI y que Juan Pablo II vuelve a recoger: “La familia, al igual que la Iglesia, es espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. En los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende, incluso, impedir la educación de la fe, o donde ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar imposible prácticamente una verdadera creencia religiosa, la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis”.
La familia está en el centro mismo de la Iglesia. La primera forma de apostolado de los laicos la ejercen en la construcción de la familia cristiana, definida como ese ambiente en que la religión penetra toda la organización de la vida (Concilio Vaticano II).
El Concilio ha asignado, y el Papa lo recuerda, como tarea principal al apostolado de los seglares “la organización de la vida toda penetrada por la presencia de Cristo”. El Señor, visiblemente presente en el hogar. Presencia de Dios testimoniada por la oración en común, la fe profesada en común, hechos y situaciones iluminados a la luz del Evangelio. Un hogar cristiano que, con su ejemplo y su testimonio, ilumina a los que buscan la verdad, hace presente a Cristo. El Concilio nos dice que, con su testimonio y ejemplo, el hogar cristiano arguye al mundo de pecado. El hogar cristiano es una luz de Dios, una especie de juicio de Dios que pone de manifiesto dónde está la verdad y el error, la felicidad y la desdicha, la verdadera vida y dónde, por el contrario, la caricatura. Los hogares que viven el amor cristiano ponen ante los ojos la realidad de Cristo y enseñan el sentido auténtico de la vida del hombre.
“La misión de los hogares cristianos es constituir ambientes en cuyo seno se viva el mensaje de Cristo, irradien amor, bondad, paz, sentido del trabajo, ambientes inspirados en los valores cristianos en puntos tan candentes como los bienes materiales, la sexualidad, la fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia.”
El Papa recomienda, muy especialmente, la Eucaristía como fuente misma del matrimonio y familia, y el sacramento de la conversión y reconciliación. “La parte esencial y permanente del cometido de santificación de la familia cristiana es la acogida de la llamada a la conversión…, al arrepentimiento y perdón mutuo… La celebración de este sacramento tiene un significado especial…, reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar” (Familiaris consortio 58).
Esperanzas #
Para terminar, quiero hacerme una pregunta que, sin duda, os haréis vosotros también cuando observéis el panorama, frecuentemente desolador, que descubrís en torno. ¿Qué esperanza hay de que en el matrimonio y la familia de hoy se viva esa mística de evangelización que pide la Iglesia de nuestro tiempo?
Muchas, muchas sin duda. Y lo digo no por buscar un efecto optimista y animoso al final de una conferencia como ésta. Lo digo porque estoy persuadido de que es así. Y debemos proclamarlo abiertamente para no ser víctimas de una de las estrategias de la guerra subversiva que estamos padeciendo en el orden religioso moral, que es la de hacernos creer y repetir que todo está perdido.
1º. Hay muchas familias, millones de familias cristianas en el mundo, que viven con gozo y con orgullo lo que su fe les pide, lo mismo en las zonas rurales que en los núcleos urbanos e industrializados. Pero lo viven en silencio y no hacen manifestaciones callejeras como los colectivos feministas que ahora se han puesto de moda en España. Hay millares de familias que no tienen como objetivo único de sus vidas el poseer y disfrutar, sino sencillamente el de vivir con dignidad. Son matrimonios y familias ante cuya conducta resplandece, por contraste, el dramático fracaso que revelan las palabras no hace mucho tiempo pronunciadas por Cristina Onassis, la hija del célebre armador griego: “la tragedia de mi vida ha sido no poder desear nada, porque lo tenía todo”.
2º. Estos comportamientos dignos responden, es cierto, en muchas ocasiones a una ética puramente natural, no se nutren de impulsos evangelizadores. Habrá que ayudarles a que den ese paso que les falta, sobre todo en países de tradición católica en donde pueden aparecer, cuando menos se piensa, agentes de evangelización que hacen ver la otra dignidad, la de ser colaboradores de la Iglesia de Cristo.
Pero, insisto, los valores naturales del matrimonio y la familia, por sí mismos, son un capital riquísimo que no se ha dilapidado y están ahí. Trabajo, sacrificio compartido, unión en el amor, fidelidad fundamental y básica, abnegación por los hijos, etc., son hoy, como ayer, pilares fundamentales de la sociedad. La familia como institución no está en crisis, porque no puede estarlo; padece una crisis, que es distinto, provocada por ideologías diversas y sostenida por fuerzas ocultas políticas y mercantiles, que quieren destruirla.
3º. El paso a la familia evangelizadora, al matrimonio consciente de lo que el sacramento pide, tiene que darse, y ya se está dando, en muchas partes mediante la participación de los esposos y de los núcleos familiares íntegros (padres e hijos) en una catequesis plena y continua, pasiva unas veces, para recibir el mensaje eterno del Señor tal como lo difunde la Iglesia; y activa siempre, con la oración en común, la vida litúrgica familiar, la reflexión seria y sistemática sobre el contenido y las exigencias de la fe, los cursillos y coloquios prematrimoniales, los ejercicios espirituales de cada año que repongan las fuerzas quebrantadas, la práctica de los sacramentos hecha con esmero y buscando la reconciliación con Dios y entre los miembros de la familia, fijando ideas claras sobre la sexualidad, el fabuloso valor del trabajo de la mujer en el hogar, la realización personal a la luz del plan de Dios y de la esperanza de la vida eterna, la educación de los hijos a pesar de los fracasos, etcétera.
Esta tarea de la catequesis bien entendida, que es muy distinta de la enseñanza y la cultura religiosa, ha de llegar a ser algo normal en los matrimonios y familias católicas, tan normal como la higiene y el cuidado de la salud corporal; y así es como se logrará que la familia sea esa iglesia doméstica de la que hablaba el Concilio con palabras de los Santos Padres.
Y seguirá habiendo, por supuesto, pecados, infidelidades, adulterios, divorcios, rupturas, cansancios que ahogan todas las ilusiones de los días felices. Ese es el tributo que pagamos a las flaquezas de la carne y del espíritu. Lo ha habido siempre. Y no es argumento válido para acusar de hipocresía a la familia católica, ni para sostener que el ideal es inalcanzable. Una cosa es el pecado, del que el hombre y la mujer que creen en Jesucristo se levantan y buscan el perdón de Dios haciéndose capaces de perdonar ellos también, y otra muy distinta tratar de que se convierta todo en pura sociología y desarrollo progresivo de las costumbres a través de etapas históricas en que vamos llegando a un más completo concepto de la libertad humana. No se llega por ese camino a una mejor libertad, sino al nihilismo que lo arrasa todo.
Aun con infidelidades y pecados, las familias cristianas son, en sí mismas, una alta cumbre de virtud y sacrificio que ennoblece la condición humana, y una aportación caudalosa y constante a la sociedad de esfuerzos pacificadores y creadores de honestidad, de rectitud y de alegría.
El trabajo que se hará, cada vez más, para que las familias sean agentes vivos de evangelización en el mundo moderno, mediante el cultivo de las virtudes naturales y sobrenaturales, que se logrará con una adecuada catequesis, ha de ser un medio eficacísimo para defender el sentido cristiano de la vida en una sociedad secularizada, y para propagarlo. Hay momentos, como sucede ahora en España, en que es necesario organizarse para impedir por todos los medios lícitos que se impongan leyes injustas como las que tienden a anular la libertad de los padres para escoger la enseñanza que quieren dar a sus hijos, o las que atentan contra la transmisión de la vida.
Al ponderar estos motivos de esperanza a los que me refiero, no desconozco la fuerza de los obstáculos que existen y la hacen difícil. Antes he anunciado algunas de las causas que actúan contra la familia. Hay, además, otra: las leyes que pueden promulgarse, y el sello que se va imprimiendo a una cultura en que el permisivismo moral, el desprecio de la ley de Dios y la confusión atroz de las ideas lo llena todo de tinieblas. La vida cristiana de la sociedad, también en España, se queda a la intemperie, sin protección política, ni legal, ni sociológica. Aceptémoslo como un hecho con el que hay que contar. La familia sufre más que ninguna otra institución, por la delicadeza de su estructura y de sus fines, las consecuencias de estos embates; es cierto. Y a juzgar por las estadísticas y los efectos que se derivan de tantos divorcios y simples separaciones judiciales, de los abortos y de lo que ya se empieza a decir sobre la eutanasia, de la despenalización de las drogas, de las uniones de hombres y mujeres sin compromiso de estabilidad, etc., las grietas que se han abierto en la institución familiar y que se irán abriendo, también dentro del mundo católico, son muy alarmantes.
Pero, aun así, yo tengo confianza en la fuerza del Evangelio si, en respuesta a la llamada que la Iglesia está haciendo a los matrimonios y las familias, va penetrando en las conciencias esta hermosa convicción de que cada hogar cristiano debe ser un núcleo evangelizador vivo y consciente.
Y penetrará cada vez más merced a un hecho de importancia trascendental: la superación de la crisis interna de la propia Iglesia. Hemos pasado muchos años debatiéndonos en un mar de dudas y de ambigüedades sobre todos los puntos fundamentales de la fe y la moral católicas, con el pretexto de la renovación que era evidentemente necesaria. A la familia ha llegado el oleaje turbador de esta crisis interna de la Iglesia, porque en la sociedad cristiana o, si queréis, en el Cuerpo Místico de Cristo, cuando se falla en la coherencia entre la fe y la vida, cuando se ponen en duda los valores permanentes e inalterables del depósito de la fe y de las exigencias que lleva consigo el seguimiento de Cristo, los fallos repercuten después en todo.
La crisis está superándose. El esfuerzo de clarificación del Vicario de Cristo, de Pablo VI antes, y ahora de Juan Pablo II, misionero de todos los continentes, está dando resultados. Y son las familias y los matrimonios los que, más sensibles que nadie porque están situados en la encrucijada de las luchas y los sufrimientos, acuden y acudirán a él como a una fuente de vida.
Brotará en la Iglesia de los próximos años un poderoso movimiento de espiritualidad profunda que vaya a las raíces del ser cristiano; y, sin mengua de la preocupación legítima por el bienestar de la tierra, se va a aceptar mejor la tarea de evangelizar, y las familias se darán cuenta de la enorme misión que tienen, como dijo el Papa a Henri Frossard en sus diálogos con el escritor francés, cuando éste le citaba unas palabras de Chesterton a propósito de que la familia es una célula de resistencia a la opresión.
Pienso que sí, pero eso no basta. Si la familia cristiana se limita simplemente a resistir, corre el peligro de disolverse. La familia cristiana ha de convertirse en agente de evangelización y de positiva influencia cristiana sobre la sociedad de nuestros días.
La enseñanza y educación de vuestros hijos #
Y antes de terminar, permitidme que añada unas palabras insistiendo, concretamente, sobre una cuestión de actualidad y trascendencia manifiestas: la cuestión de la enseñanza y educación de vuestros hijos, en la que tenéis los derechos que os da el ser sus padres.
Al engendrarles y traerles al mundo no queréis únicamente darles la vida corporal, meramente física, sino una educación de su alma, es decir, de su pensamiento y de su libertad, que es lo que distingue a un ser humano. Como cristianos que sois e hijos de la Iglesia, queréis darles, además, una fe, un sentido de la existencia, una orientación moral en su condición de seres libres pero responsables ante Dios y ante la sociedad. Queréis darles una esperanza que ilumine su paso por la vida, una respuesta ante el hecho del dolor y de la muerte, una visión elevada del amor, una preocupación justa por el progreso y el bienestar social de todos, una fe en Cristo Redentor, una piedad que facilite a su espíritu poder rezar el Padre Nuestro y desear que el nombre de Dios sea santificado en la tierra.
Por lo mismo, no es lícito que una mal entendida libertad de cátedra se convierta en una agresión injusta de vuestras creencias, y rompa en mil pedazos el sereno equilibrio de un alma infantil o adolescente que no puede defenderse adecuadamente de lo que una ideología apasionada, en el orden moral o religioso, puede lanzar sobre su rostro.
Tenéis derecho a elegir centros en que sea respetada y ayudada a manifestarse y desarrollarse cultural y educacionalmente una filosofía de la vida que esté de acuerdo con vuestra fe y vuestras convicciones, y si ese es vuestro derecho, surge el correlativo deber del Estado de amparar la creación y facilitar el desarrollo de esos centros, sean estatales o de otras instituciones distintas del Estado.
Pensar así y reclamar que así se haga, no es oposición a la justa libertad de cátedra, porque lo que hacéis es optar libremente, tan libremente como el que más, por una determinada cátedra, la de la cultura y educación cristiana, y libremente la defendéis en nombre de vuestra fe y vuestra condición de bautizados, y libremente la aceptáis en lo que tiene de fijeza, no de inmovilismo ni de oposición, que no existe, al verdadero progreso.
La fijeza se debe a que no es lícito jugar con lo que Dios nos ha revelado, tal como nos lo expone el Magisterio de una Iglesia que nos guía hacia lo que Cristo nos ofrece como verdad y vida. La fijeza se debe a que no hay contradicción ninguna entre la verdadera ciencia y la religión bien explicada y entendida. La fijeza se debe a que no queréis que, en nombre de la libertad docente, se entronice, en su lugar, la audacia irreverente, que es distinto. La fijeza se debe, en fin, a que no podemos consentir que se tome a los niños y adolescentes como objeto de experimentación o de manipulación de su pensamiento, frente a lo que desean sus padres, puestos que ellos no pueden discernir las razones de la posible divergencia de conceptos y modos de pensar.
Por eso, desearíamos que en el proyecto de la LODE se estableciera bien claramente la respetabilidad del ideario, y no aparecieran ambigüedades que puedan ponerlo en peligro; ni se fomenten, a través de los consejos escolares, obstáculos que en el orden práctico puedan hacer inviable el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con su fe.
La Iglesia no desea guerra escolar ni guerra de los catecismos, ni ninguna clase de guerras. Lo único que desea es respeto y su misión y libertad efectiva para ejercerla. Ella, como institución que ha recibido de Dios el mandato de enseñar, tiene derecho a ofrecer esa enseñanza, a todos los niveles en que pueda hacerlo, para formar al hombre, procurando encarnar el mensaje revelado en todas las culturas.
Y los padres de familia que se declaran creyentes y piden para sus hijos enseñanza religiosa y educación cristiana en coherencia con su fe, lo mismo si son el 90% que el 20 o el 30, tienen derecho a que se respete su opción libre, y no se promulguen leyes o reglamentos que introduzcan orientaciones perturbadoras de la paz escolar. Los alumnos de los centros son hijos de sus padres antes que discípulos de sus profesores. Tienen derecho a encontrar centros aptos para lograr la educación que buscan; profesores que enseñen de acuerdo con los criterios propios de un ideario cristiano, si esto es lo que desean recibir; una dirección que, contando con la debida participación de la comunidad escolar, verdaderamente dirija y no sea anulada por un intervencionismo de unos y otros que la hace quedar a merced de los vaivenes originados por presiones extrañas. Y como consecuencia, naturalmente, estos centros tienen derecho a poder recibir las justas aportaciones económicas, en la forma y bajo el control necesarios, aportaciones que hace la sociedad a través del Estado, y no el Estado a través de la sociedad.