Homilía pronunciada el 14 de noviembre de 1984, en la Misa celebrada en la catedral de Toledo para la comunidad educativa del Colegio de Infantes. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, diciembre 1984, 695-700.
Os saludo a todos con sumo gusto, queridos sacerdotes y profesores del Colegio de Infantes, a los padres de familia de este Centro, a todos los alumnos del mismo y a cuantos formáis esta comunidad educativa.
Mi obligada estancia en Roma durante casi todo el mes de octubre, me ha impedido celebrar este acto en fecha más oportuna y más cercana al comienzo del curso. Pero no quería que pasara este primer trimestre sin veros reunidos aquí, a todos juntos, con vuestro Obispo, en torno al altar. Por eso os digo sincerísimamente que esta tarde os recibo con inmenso gozo y, conmigo, el cabildo y los sacerdotes de esta catedral, a la cual vosotros tenéis más derecho que nadie a venir y a pedir que celebremos juntos este acto. Sí, la catedral recibe al Colegio de Infantes, de noble tradición cristiana en su labor educativa a lo largo, no de los años, sino de los siglos, desde que lo fundó un antecesor mío, el Cardenal Silíceo, en el siglo XVI. ¡Hermosa obra, hermosos frutos los que ha ido dando a lo largo del tiempo este colegio!
Yo, además, tengo que saludar de modo especial a dos grupos de alumnos a los que puedo llamar verdaderamente amigos míos: a los que forman parte del acolitado de esta catedral, y a los de la escolanía de la Virgen del Sagrario. ¡Ojalá pudiera veros siempre así, con esa delicadeza con que procedéis, con esa ejemplaridad, con esa espléndida dignidad con que sabéis ser ministros del altar o del coro! Tanto es así, que dudo pueda contarse con elementos semejantes en otras catedrales de España.
El Colegio de Infantes, forja de hombres #
Valoro, en primer lugar, lo que es la educación, porque este colegio, como cualquier centro educativo bien organizado y bien llevado, no trata únicamente de enseñar unas cuantas disciplinas para que la mente de los alumnos adquiera determinados conocimientos. En este colegio se busca la educación de la persona humana. Todos los esfuerzos convergen hacia eso: a formar auténticos hombres y mujeres. Pienso que no puede haber en la vida una tarea más importante que ésta. Hay otras muchas que brillan más, que son más remuneradas, que tienen éxito social, otras tareas en las cuales los hombres se afanan; no diré que por motivos menos nobles. También en esas diversas tareas hay, sin duda alguna, hombres y mujeres que se entregan a ellas con excelsa vocación; pero en ninguna como ésta de educar a un ser humano, aparece con tanta dignidad lo que puede ser el trabajo de un hombre en beneficio de sus semejantes. Esto vir –decían los antiguos–, sé hombre. A esto tiende la educación; y está comprobado por la experiencia que de lo que se siembra ahora en un colegio, durante los años de labor educacional, depende el futuro que ha de recogerse en un próximo mañana.
Estáis formando a los hombres y mujeres del futuro de España y, en este sentido, todos vuestros esfuerzos merecen la más profunda estimación de cuantos vivimos en la sociedad de hoy, trabajando también para el mañana.
La tarea de la educación es dura, es admirable, exige muchos sacrificios, pero es muy hermosa; no os limitéis nunca, como os decía, a ofrecer determinados conocimientos que pueden adquirirse con lecturas y repeticiones, con reflexiones meramente intelectuales. Vosotros, educadores, tenéis en las manos un ser humano, y sobre él tenéis que poner un sello que marcará su futuro, orientándole hacia los diversos destinos que pueda asumir en la vida.
Un colegio debe esforzarse, a través de todos los componentes de la comunidad educativa, incluidos los alumnos que no son sujetos meramente pasivos, por ofrecer educación intelectual, moral, sexual, social, religiosa. Religiosa también, porque un hombre no es completo si le falta la dimensión del trato con el Ser Supremo que le ha dado la vida, y la relación con el destino eterno hacia el cual va caminando, en virtud de lo que es la naturaleza humana anhelosa de inmortalidad.
El Colegio de Infantes, colegio de la Iglesia #
Pero no es mi intención fijarme únicamente en este aspecto ético de la labor educativa. Hay algo todavía más importante: el Colegio de Nuestra Señora de los Infantes es un colegio católico, un colegio de la Iglesia, un centro de formación con una vida de siglos, que ha dado como fruto una pléyade inmensa de hombres católicos de verdad, que encontramos por las calles de Toledo y en los más diversos lugares de España, y recuerdan con nostalgia lo mucho que recibieron en este su querido Colegio de Infantes. La Iglesia lo hizo, la Iglesia lo ha mantenido hasta que le ha sido posible; porque hoy, infinitamente más pobres que antaño, se lo ha confiado a los padres de familia, al no poder asumir la tarea de contribuir directamente a levantar y conservar las nuevas instalaciones que se han ido logrando.
La Iglesia ahora sólo os pide una cosa: que mantengáis el Ideario del Centro, que mantengáis su identidad, que no renunciéis jamás a su fisonomía interna, a su alma, a su espíritu, a lo que le ha dado vida. Es un colegio de la Iglesia. Siendo así, tengo que recordaros lo que este concepto nos pide a todos. La Iglesia, dice el Vaticano II en su declaración sobre la educación cristiana de la juventud, no solamente tiene derecho a dirigir escuelas, como sociedad humana que es, constituida por hombres competentes, sino que tiene el deber de predicar el mensaje de salvación y de llevarlo al corazón de todos los hombres. Y esto lo hace de múltiples maneras: predicando la Palabra de Dios, celebrándola en la liturgia, ayudando a vivirla en la catequesis, ofreciendo los sacramentos, presentando de un modo o de otro la imagen de Cristo Redentor. Y lo hace también a través de las escuelas y de los centros educativos de todas las categorías, desde los más elementales y primarios hasta las más altas y prestigiosas universidades.
Y esto, ¿por qué? Porque al exponer el mensaje de la salvación sabe que la fe ha de encontrarse con la cultura, y ese encuentro no ha de ser para un mutuo rechazo, sino para ir logrando una síntesis armoniosa entre lo que la fe nos pide y lo que la ciencia y el progreso cultural van descubriendo. Entonces, la Iglesia que ama al hombre y, sobre todo, se preocupa por sus hijos, los acompaña en su reflexión y, a través de la enseñanza en sus colegios y en sus diversos centros docentes, busca el modo de ayudarles, para hacer una síntesis constructiva, para superar las dificultades que la fe podría encontrar en el raciocinio, para iluminar con la luz del Evangelio los frutos del esfuerzo de la mente humana en los diversos campos del saber. He ahí por qué la enseñanza no es nunca ajena a la misión de la Iglesia; y por donde ha ido ésta con sus misioneros, hoy en países de Asia y África, antaño en el nuevo continente descubierto por Colón, apenas pasado medio siglo de generosa heroica evangelización, surgen en aquellas dilatadas regiones las primeras universidades, por obra de la Iglesia de España. Siempre ha sido así.
La Iglesia no invade terreno ajeno cuando se preocupa de la enseñanza. Lo que busca es llevar el misterio de Cristo a los hombres. Quiere que las gentes sepan y reconozcan que Cristo es el primer educador de la humanidad. Él enseñó a los Apóstoles, a los niños y a los jóvenes que se le acercaron, a las familias y al pueblo. Quiere hacer presente en el mundo a Jesucristo, el Maestro, el único Maestro que tiene derecho a ser llamado así por todos los hombres.
Los inalienables derechos de los padres #
¿Cómo no van a querer nuestros padres de familia que se acerquen sus hijos a ese Divino Maestro, que aprendan y conozcan los diez mandamientos, que se les expliquen los principios fundamentales del orden moral, acomodándose en cada momento a su capacidad? ¿Cómo no van a querer que se les enseñe el Padrenuestro, que aprendan y vivan la devoción a la Virgen María, que se les eduque en torno al misterio de la Eucaristía? ¿Cómo no van a querer que, aunque sus hijos crezcan, y precisamente por eso, vayan madurando en su fe y afianzando sus convicciones, y vayan logrando ser cristianos de pies a cabeza, auténticos y eficaces hijos de la Iglesia, al mismo tiempo que van desarrollando y enriqueciendo su personalidad y haciendo suyos los legítimos progresos de las ciencias y de la vida social?
Es, por tanto, evidente que los padres de familia, como dice el Concilio en el documento Gravissimum educationis (n. 7 y 8), son “los primeros y principales educadores de sus hijos”, y cuya “primera e intransferible obligación y derecho es educar a sus hijos” en conformidad con el dictado de su conciencia, “gocen de absoluta libertad en la elección de las escuelas”, de los centros escolares y académicos en donde crean pueden encontrar una educación conveniente para llevar a sus hijos por el camino del bien, que es el camino del Evangelio. Sofocar esta facultad o anularla con impedimentos de diversa índole, supone una ineludible discriminación social; es más, provoca en el seno de los hogares una permanente frustración, al violentar lo más íntimo y lo más hondo de la función que corresponde a los padres de familia.
En efecto, éstos, no solamente traen sus hijos a la vida, sino que quieren que sus hijos sepan vivir. Un hombre y una mujer dignos, que se han unido en santo matrimonio para bendecir su amor y, como fruto de ese amor, pueden contemplar el rostro hermoso de sus hijos, no piden para éstos una vida exclusivamente biológica; quieren que sepan vivir. Y saber vivir es tener un ideario que explique lo que es el ser humano, el misterio de la persona y el de su libertad y sus límites; los derechos de Dios, el destino eterno de cada hombre y de cada mujer, que viene a este mundo. No se comprende por qué han de gastarse tantas energías como estamos gastando ahora en España, para algo tan obvio y elemental como es el derecho efectivo, no teórico, de los padres a elegir los centros en que mejor pueden lograr su ideal, en materia de educación de sus hijos.
Dice el Concilio: “El poder público, a quien corresponde amparar y defender las libertades de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar distribuir los subsidios públicos de modo que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos” (GE 6). Cierto que el Estado, “teniendo en cuenta el principio de la función subsidiaria, y excluyendo cualquier monopolio escolar, que sería contrario a los derechos naturales de la persona humana”, puede exigir determinadas condiciones para que la escuela realice su propia misión. Pero no puede impedir que tenga su específico Ideario, cuando ese ideario ha sido establecido y aprobado por la Iglesia, y querido y aceptado por los padres de familia.
Debo insistir todavía en una reflexión: Tratándose de padres católicos, éstos, cuando buscan tales centros, no solamente lo hacen para satisfacer un deseo legítimo de su patria potestad, sino para cumplir una obligación que tienen como cristianos, porque bautizaron a sus hijos, los educaron cristianamente en su hogar y buscan seguir cumpliendo –¡ay si no lo hicieran!– con la obligación que tienen de seguir, en cuanto de ellos depende, procurándoles una educación cristiana en los años en que van creciendo; una educación que para hacerse efectiva, necesariamente ha de contar con la protección y la ayuda del Estado, lo mismo si se trata de un centro privado, sea o no de la Iglesia, que de un centro estrictamente estatal.
¡Ojalá estos principios se tengan en cuenta! Y en estos días, precisamente, en que está más agitado este problema como consecuencia de las acciones de unos y otros, ¡ojalá pueda llegarse a ese pacto escolar tan necesario, con el fin de que todos, según las diversas ideologías que caben dentro de un legítimo pluralismo, podamos seguir contribuyendo al bien de nuestra juventud y nuestra patria! Dentro de esas ideologías, los que la tengan conforme a su fe no deben abdicar de ella; tienen que defenderla; tienen que proclamarla; tienen que decir: no ofendemos a nadie por manifestarnos tal como somos, al desear esto o aquello; buscamos, simplemente, ser coherentes; buscamos una regulación jurídica que es necesaria, tratándose de función pública como ésta, que se armonice con el sentimiento y la convicción que llenan nuestra conciencia de creyentes.
Obrar así, en conformidad con la fe y con lo que pide el sentido cristiano de la vida, es servir también a la libertad. ¡Ojalá pueda conseguirse todo en paz y en concordia absolutas, para que unos y otros sigamos trabajando por el bien de la juventud!; aquí, concretamente, por el bien de estos muchachos y muchachas de nuestro querido Colegio de Infantes. Se lo vamos a pedir así al Señor.
Conclusión #
Voy a invocar al Espíritu Santo en esta Misa, para que nos dé luz y fuerza a todos: a vosotros, los sacerdotes que trabajáis en este centro realizando una labor tan benemérita; a los profesores seglares que secundáis con entusiasmo esa labor, prestando así un espléndido servicio a la Iglesia; a los alumnos todos, particularmente al grupo de acólitos y a los que formáis la escolanía, a los padres y madres de estos chicos y chicas, que sois el alma de estas buenas familias de Toledo, tan fieles siempre a su fe y a su impecable tradición cristiana.
No se ha interrumpido nunca ese proceso educacional, forjador de hombres y de católicos a toda prueba, llevado a cabo durante varios siglos aquí por los arzobispos, sacerdotes, profesores y padres de familia que nos han precedido. Tampoco ahora se interrumpirá, por la voluntad decidida y el celo pastoral que alienta en vosotros el Espíritu Santo, en todos los que integráis la comunidad educadora de este Colegio de Nuestra Señora de los Infantes.