Conferencia pronunciada el 8 de marzo de 1968, viernes de la primera semana de Cuaresma.
Os hablaba el viernes último sobre la fe en Jesucristo Salvador. Demos hoy un paso más. Nuestra meditación hoy será sobre la fe en la Iglesia.
Palabras de vida eterna #
Recordemos ante todo un pasaje evangélico que nos sirva de introducción orientadora; nos lo narra el evangelista San Juan. Había instituido Jesucristo la Eucaristía, había pronunciado aquel discurso en el cual habló de que su cuerpo era verdadera comida y su sangre verdadera bebida, y dice el Evangelio que muchos de los que lo oyeron, después de este sermón del Señor, se apartaron de Él. ¡Les parecía tan duro lo que el Señor había dicho! Entonces Cristo se quedó con un pequeño grupo de apóstoles y les pregunta: ¿Vosotros también queréis iros? En nombre de todos ellos, respondió Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. He aquí la respuesta de un hombre humilde y religioso: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68-69). Es lo que cuenta, la humildad; porque no disimula Pedro, al contestar así, que lo que el Señor ha propuesto es misterioso.
La respuesta de Pedro no es una afirmación capaz de demostrar la verdad intrínseca de las cosas. Es como un reconocimiento de que todo es oscuro en la vida. Yo no sé a dónde ir, no lo sé; ¿a quién iremos, si nos apartamos de Ti? Yo no entiendo lo que Tú has dicho; no lo entiendo del todo, pero Tú tienes palabras de vida eterna, y yo me fío de Ti. Respuesta de la humildad y respuesta también propia de un hombre religioso que conoce las limitaciones de la mente humana y todas las deficiencias de la vida y las oscuridades que nos envuelven, y que ve en Jesucristo el enviado de Dios: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, Tútienes palabras de vida eterna, y aunque yo no lo entienda del todo, me basta; yo te seguiré. Las palabras del Señor: el espíritu y la vida de Jesús,porque en las palabras va siempre la vida, cuando el hombre que las pronuncia es sincero. Las palabras son un reflejo del alma del que habla. Las palabras de Jesús… ¡Cuántas veces hemos acudido a ellas los cristianos para encontrar, no el consuelo de un vano sentimentalismo, sino la certeza y la seguridad en un camino lleno de sombras! Pero ¿dónde están estas palabras? ¿Dónde se conservan? ¿Cómo podré estar seguro de que ese Cristo que es la palabra de Dios, el Verbo de Dios, sigue hablándonos hoy para poder decirle nosotros también que tiene palabras de vida eterna?
Y es en el Evangelio donde leemos una escena en la cual también actúa Simón Pedro, el Príncipe de los Apóstoles. Por aquí vamos a empezar a entender dónde se conservan las palabras del Señor. Leo ahora el evangelio de San Mateo, capítulo 16: Viniendo después Jesús al territorio de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y respondieron ellos: unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas. Y díceles Jesús: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre u hombre alguno, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en los cielos(Mt 16, 13-19).
He aquí la promesa del Señor, promesa hecha a Pedro que fue cumplida más tarde, porque, en efecto, Jesucristo fundó su Iglesia sobre esta roca que es Pedro; a él le confió la misión de confirmar en la fe a sus hermanos; a él le dio el encargo de apacentar a ovejas y corderos de su rebaño; a él le hizo centro visible de unidad de esta Iglesia, dentro de la cual Jesús quería que se congregasen los hombres para recibir las palabras del Señor. Esta promesa fue cumplida, y nosotros, cristianos, hijos de la Iglesia Católica, tenemos la certeza de que las palabras del Señor se conservan ahí en esta Iglesia que empezó a crecer entonces y que ha de continuar por los siglos de los siglos, cumpliendo la misión que Cristo le confió.
Es importante en relación con esto, que recordemos también la doctrina del Concilio Vaticano II, puesto que son estas luces conciliares las que tienen que iluminarnos hoy en unión con las luces antiguas. Y en relación con esto, permitidme que os lea estos fragmentos de la constitución sobre la Iglesia, promulgada por el Concilio Vaticano. Dice así en su número 18: “Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que Él fue enviado por el Padre, y quiso que los sucesores de aquéllos, los obispos, fuesen los pastores de su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión. Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa de Dios Vivo” (LG 18).
Puedo afirmar, sin temor a exageración ninguna, que este párrafo conciliar es el que adopta un estilo más solemne de todo el Concilio Vaticano II. Daos cuenta de la gravedad de sus afirmaciones. Lo señala como doctrina inconmovible, en la cual debemos todos los hijos de la Iglesia católica comulgar, sin la más mínima sombra de dudas. Esto nos abre el camino claramente para poder hablar de nuestra fe en la Iglesia, el lema sobre el cual yo os invito a meditar un poco hoy.
Sí, necesitamos pensar mucho en esta Iglesia santa, en la cual encontramos las palabras del Señor. Es imposible examinar todo el precioso legado que con la Iglesia nos ha sido ofrecido a sus hijos; imposible también que yo trate de dar cuenta aquí de todo cuanto nos dice el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia. Me fijaré en algunos puntos sobre los cuales creo que estamos particularmente necesitados hoy de reflexión, y de reflexión serena, humilde, aquietadora de nuestros espíritus tantas veces turbados.
En esta Iglesia santa, pueblo de Dios, todos tenemos una misión que cumplir, porque todos somos miembros activos de la misma. De ella recibimos las riquezas que nos ofrece, y ella se enriquece también con la aportación de nuestro esfuerzo personal que, unido con el de los demás miembros del cuerpo místico de Cristo, contribuye a que circule el torrente de vida espiritual que la Iglesia continuamente presenta a la consideración de los que la buscan. Nuestra fe en la Iglesia descansa sobre la fe en Jesucristo. Es a Él a quien oímos a través de la Iglesia; a Él aquien recibimos en los sacramentos que nos dan la vida de la gracia; con Él es con quien nos unimos cuando rezamos, amamos y obedecemos como la Iglesia nos manda rezar, amar y obedecer.
Al día siguiente de Pentecostés, Pedro y los demás Apóstoles empezaron a predicar la fe en la Iglesia y a unir a todos los que, obedientes al Espíritu Santo, creían; a unirles, digo, en una comunidad en que se rezaba, se amaba y se obedecía. Estos fieles evangelizaban. Nos dicen los Hechos de los Apóstoles, que iban evangelizando de casa en casa con la palabra de Dios. Tenían carismas, pero reconocían una autoridad en la Iglesia que discernía lo bueno de lo malo; y esta autoridad era ejercida desde el primer momento. Eran ya entonces el cuerpo místico de Cristo, la viña del Señor, el pueblo de Dios. Ya eran entonces el Pueblo de Dios: rezaban, amaban y obedecían. Había laicos, diáconos, presbíteros, obispos, personas consagradas a Dios con una singular donación de su vida, y se amaban entre sí, creían en la resurrección de Jesucristo, creían que no hay salvación fuera de Él, y buscaban con ardor espiritual que la buena nueva se propagase cada vez más.
Necesidad de lo inmutable #
Aquella Iglesia, como la de todos los tiempos, era a la vez visible e invisible; visible por las personas que la formaban, por sus estructuras, por sus ritos externos, por su jerarquía; visible también como dice el cardenal Journet en su libro Teología del Verbo Encarnado, por el fulgor espiritual de una religiosidad propia; es decir, visible incluso en su intimidad, que esto tiene de grande la Iglesia de Dios en el contacto con los hombres. Algo ha de saber también de su alma.
A la vez también era invisible como lo es también en cuanto a la acción interna que la anima y la fecunda, el Espíritu Santo, y en cuanto a las sagradas realidades y dones que Él daba y da continuamente. Esa Iglesia, fundada por Cristo, entonces como ahora, era una Iglesia santa, una, misionera, católica, apostólica. Pues bien, esta Iglesia no puede cambiar. Tenemos necesidad de lo inmutable, ésta es la frase con que yo anunciaba el sermón de esta tarde. Tenemos necesidad de lo inmutable al pensar en la fe en la Iglesia. Sí, esta Iglesia de Cristo no puede cambiar, porque es suya, no nuestra; porque es de Cristo, porque la ha fundado Él; porque es Él mismo que a través de ella se continúa; y la vida de Jesús no está expuesta ni sujeta a cambios en su propia vida. Es Él quien dijo: No me habéis elegido vosotros a mí: os he elegido yo a vosotros (Jn 15, 16). Es Él el que dijo: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos; id y enseñad todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 18-19). Si Cristo permanece con nosotros, si es lo que Él enseñó lo que tenemos que predicar y enseñar, no podemos cambiarlo. Está en juego el derecho de Dios mismo, y por eso la santa Iglesia en su constitución esencial es inalterable. Él, Él es el que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos; pero estará como Él quiso estar, no como nosotros podríamos empeñarnos en querer que estuviera. Se trata de Él, de sus palabras, de su vida, de sus preceptos, de las santas exigencias que Él formuló, porque tenía derecho a formularlas en su acción sobre los hombres a los que venía a salvar. Siendo esto así, se comprende que hayamos de tener un cuidado exquisito en todo momento cuando tratamos de la Iglesia y de sus misterios.
La doctrina que el Señor nos dio no puede cambiar; los medios objetivos de santificación que Él estableció, los sacramentos, son inalterables; los preceptos morales que se resumen según su doctrina en dos: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la voluntad, y al prójimo, como a nosotros mismos, explicitados después por la Iglesia, no pueden cambiar. La autoridad que en la Iglesia dirige, con la asistencia del Espíritu Santo, para asegurar y garantizar la fidelidad en la conservación de la enseñanza de Jesús, no puede cambiar. Y con esto lo único que hacemos al proclamar esta imposibilidad de cambio, de alteración, es servir. Esto no es una rigidez despótica del pensamiento; no es un totalitarismo que intente avasallar la inteligencia o la voluntad de los hombres: es servicio. La Iglesia al querer mantenerse en su pura integridad; al tener este empeño en permanecer fiel para que no se toque nada de lo que esencialmente ha querido Cristo que constituya su vida, la vida de la Iglesia, al hablar así, la Iglesia no se sirve a sí misma: sirve a los hombres, porque el mejor servicio que a los hombres se puede hacer es asegurar los caminos, para que llegue hasta ellos límpida y refulgente la luz del Señor, con su doctrina y con sus preceptos morales.
Si la Iglesia no lo asegurara, el servicio quedaría interrumpido y los hombres a quienes Cristo ha venido a salvar, serían traicionados en aquello a que más tienen derecho, la salvación que Cristo les ofrece. Por eso es necesario que nos demos cuenta de cómo en esta santa Iglesia de Dios, todos, absolutamente todos, hemos de tener el máximo empeño en que no se quebrante ni una sola cosa de las que la Iglesia considera que pertenecen a la esencia de su mensaje.
De aquí no se sigue que todo en la Iglesia merezca el mismo tratamiento, como si todo en la Iglesia fuera igualmente intangible. Esa realidad interna de la Iglesia tiene que presentarse a los hombres del modo más apto posible para que cumpla su función salvadora. Cambian las leyes psicológicas, los condicionamientos sociales, los aspectos administrativos y aun jurídicos en el hombre como persona, y en la sociedad; se necesita a veces que la doctrina sea iluminada mejor. Todo esto es necesario, y todo esto puede y debe hacerse sin cambios en lo sustancial. Cambiarán las mil formas accidentales de la vida, y, al producirse estos cambios en el tratamiento de los temas que la Iglesia ofrece al hombre como camino de salvación, los modos de exponer los caminos que tratan de introducir el mensaje, las adaptaciones, buscan también una acomodación más adecuada.
Esto es lo que ha intentado el Concilio Vaticano II, y por esto es un Concilio que va contra el inmovilismo. Ciertamente, el que no admita los cambios que el Concilio quiere introducir en la Iglesia de Dios, no sirve a la Iglesia; pero el que se empeñe en saltar por encima de estos cambios que el Concilio introduce, buscando modificaciones en lo sustancial, tampoco sirve a la Iglesia, sino que más bien la destruye; porque estamos en esta hora de adaptaciones no para perder nada del depósito esencial, sino para acumular lo mejor. Sufrimos y vivimos una hora de gran dolor en la Iglesia de Dios, dolor muchas veces innecesario y no siempre purificador, porque produce frecuentemente tensiones trastornantes que hacen que sucumban muchos espíritus, cuya vida tenía que ser protegida con caridad y con prudencia por parte de todos los que tenemos alguna responsabilidad. Es ésta de la Iglesia una hora dolorosa, repito; pero pienso que podríamos evitar muchos dolores si todos, con gran serenidad y docilidad de ánimo, atendiéramos a la voz del Concilio sin querer pedirle ni más ni menos que lo que él nos ha querido dar. Sufrimos, o porque damos valor esencial a mutaciones accidentales, o porque queremos convertir lo accidental en afirmaciones dogmáticas y vinculantes, que tampoco ha querido el Concilio. Por eso, es conveniente que, para vivificar nuestra fe en la Iglesia de Dios por encima de estos vaivenes pasajeros, levantemos de una vez nuestro ánimo y pongamos la atención del pensamiento en aquellas luces que nos están llegando, de las cuales todos tenemos la obligación de hacernos eco.
He dicho ya varias veces que, en este momento que vive la Iglesia, el Papa, Maestro supremo de la verdad, está realizando un magisterio continuo, está utilizando los medios de comunicación social, deliberadamente buscando ser oído y escuchado. Él no sólo permite, quiere que lleguen sus discursos, sus documentos escritos a todos los fieles del mundo. Habla en la Plaza de San Pedro, siempre que tiene ocasión, ante ese grupo de anónimos visitantes que llegan hasta él para unir sus oraciones con las suyas; les bendice, les predica, les habla del Concilio, les habla de la fe, de la Iglesia de Dios. Pues bien, todos nosotros, unidos con él, tenemos obligación de difundir estas enseñanzas del Papa y de repetirlas ante los fieles. Si siempre es así, hoy más que nunca, cuando son enseñanzas que versan sobre el Concilio y sobre los temas que están puestos a debate frente a tantas interpretaciones caprichosas, muchas de ellas nacidas de una tendenciosa pasión, sea de unos o de otros grupos extremos, porque no le faltan al Concilio extremismos de uno y otro género.
La obediencia, en la raíz de la fecundidad cristiana #
Frente a estas arbitrarias interpretaciones, tenemos la obligación de atender a la voz del Papa y los obispos por encima de todas las demás voces.
El Magisterio del Papa y los obispos necesita del concurso de los teólogos, de los estudiosos de la revelación cristiana; pero estos teólogos tienen que colaborar con debida sumisión al Magisterio que es el que tiene la garantía ofrecida por Cristo de mantener incólume la verdad que ha de transmitirse. Por esto digo que hoy, para que nuestra fe en la Iglesia se vivifique, deben reposarse en nosotros algunos criterios fundamentales, y el primero de todos al que quiero referirme aquí es éste: obediencia a aquellos que en la Iglesia están para conducir por servicio al mismo, al Pueblo de Dios. Esta obediencia no esclaviza; libera, fecunda, engrandece. La obediencia en la Iglesia no ha pasado de moda. También sobre esto está hablando el Papa continuamente, pero parece que existe hoy difundida en el ambiente una actitud según la cual esta obediencia es humillante e impide el desarrollo de la personalidad con todos sus derechos. Pues bien, los que así hablan, si lo hacen conscientemente, causan daño a la Iglesia de Dios. La obediencia que se nos pide es obediencia por amor, obediencia por servicio, obediencia a imitación de Cristo, el gran obediente.
No hay sociedad humana, más aún, no hay persona humana que no tenga que someterse a las leyes que presiden su desarrollo y mantienen su orden vital. Incluso una persona en su vida física, biológica, tiene que aceptar leyes que no destruyen; por el contrario, salvan la integridad de su organismo.
En el orden social sucede lo mismo también. En este orden de la sociedad religiosa que es la Iglesia católica, como lo que tenemos que asegurar es algo que no es nuestro, que es de Cristo, que es el depósito que Él nos ofreció, obedecer a aquellos a quienes ha puesto Él para garantizar la fidelidad a ese depósito, es liberarnos, es asegurarnos de que no van a caer sobre nosotros otros gravámenes ni otros impedimentos que nos arrastrarían fácilmente por el camino de las equivocaciones. Hay quienes hablan de que se puede y se debe obedecer en cuanto a las afirmaciones dogmáticas, las que promulga el Papa cuando hace una definición ex cátedra, las que enseña el Magisterio universal de la Iglesia ordinario o extraordinario; pero que con todo lo demás debemos ser mucho más indulgentes y, por consiguiente, se debe tolerar más fácilmente el que se hable con arreglo a la libertad personal de cada uno. Estas afirmaciones son gravísimas y dan lugar inevitablemente a errores prácticos en la vida de la Iglesia, de los cuales brotan después consecuencias funestas.
El cristiano que cree en la Iglesia, admite sus leyes, sus costumbres, sus ritos, aunque no sean preceptivos en el grado más solemne y supremo en que ella puede hacerlo, porque los admite por amor, porque sabe que detrás de esos ritos y de esas normas está Cristo, al que ve representado en aquellos que las promulgan. Sabe o debe saber que los que las formulan las han pensado también, han tenido en cuenta las razones que existen para formularlas y han tenido en cuenta algo de lo que se olvidan muchos de los que hablan así: la colectividad, la solidaridad social del conjunto de los hombres que forman esta sociedad cristiana. Si cada cual, en estos preceptos y ritos, llamémosles secundarios, para entendernos en la reflexión lógica que estoy haciendo, si cada cual puede hacer él lo que quiere, forzosamente introduce el desorden en la sociedad religiosa, y entonces, con menos garantías de acierto él, que los que las han pensado, implanta otras leyes nuevas. Y el que acusaba a la Iglesia de un autoritarismo insoportable se convierte, frecuentemente, en un tirano respecto a las ideas de los demás, y quiere imponer sus propios criterios con el agravante de que, al hacer él esto, puede hacer lo mismo el vecino y luego el otro, y después aquél. Y cuando en la Iglesia se produce esta anarquía, aunque fuera en preceptos no esenciales, pero muy relacionados con lo esencial, la propia esencia está en peligro, como pasa siempre en cualquier sociedad humana.
Por eso la obediencia no esclaviza; libera, asegura, fortalece, garantiza, da seguridad, certeza; da luz, nos alumbra en el camino, si es una obediencia practicada por amor y pedida por amor, amor a Cristo y amor a la propia comunidad cristiana. Cuando oigo hablar a algunos con esa libertad excesiva con que se atreven a hacerlo en ocasiones respecto a lo que llaman avances necesarios en la Iglesia, pero sin adoptar las garantías de prudencia que requiere el tratamiento de cuestiones tan delicadas, no puede menos de pensar en el deservicio que causan a la propia comunidad a la cual quieren servir. Esa comunidad tiene derecho a ser respetada, y la comunidad no es un pequeño grupo; la comunidad es el pueblo de Dios en su conjunto, y es todo él el que con amor y con paciencia y con toda la luz de que seamos capaces, tiene que ser conducido por los caminos de la salvación.
La Iglesia del amor y de la ley, servicio al hombre #
Segundo criterio. No hay pues oposición entre la Iglesia de la ley y la Iglesia del amor. A esto han querido referirse algunos en escritos que llaman teológicos, queriendo contraponer la Iglesia del derecho y la Iglesia de la caridad. No es lícito hablar así. La ley en la Iglesia está también al servicio del amor, y es necesaria, por ser la nuestra una sociedad visible compuesta por hombres, en la cual hemos de tomar siempre las medidas necesarias para que pueda quedar segura y garantizada la permanencia de esa Iglesia. Escuchad a este propósito lo que dice el Papa. Habla éste en un discurso pronunciado el año 1966 sobre la ley en la Iglesia, y dice así: “No vemos cómo la Iglesia católica, si quiere permanecer fiel y ser consecuente con los principios constitutivos dados por su divino Fundador, no vemos cómo puede prescindir de darse a sí misma un derecho canónico. Si la Iglesia es una sociedad visible, jerárquica, comprometida en una misión salvadora que no admite sino una unívoca y determinada realización, que debe ser conservada rigurosamente, difundida apostólicamente, responsable de la salud de los propios fieles y de la evangelización del mundo, no puede menos que darse leyes derivadas coherentemente de la revelación y de las necesidades que brotan continuamente de su vida interior y exterior”1. Así en otras ocasiones.
¿Por qué, pues, tratar de oponer lo que Cristo no quiere que sea opuesto? Se nos habla de un cristianismo vital, de una religión elevante que nos dé alas para volar, es cierto; creemos en Cristo resucitado y al resucitar, las piedras del sepulcro se removieron, y en esa resurrección de Cristo está también la garantía de la nuestra; resurrección que nos liberará de piedras que oprimen, pero antes de la resurrección está la cruz, y Cristo llevó sobre sus hombros la cruz. ¿Por qué oponer lo que Cristo no quiere que esté opuesto? El habló de que su carga era suave, y su yugo ligero. Ciertamente es suave, es ligero, pero es yugo y es carga. El mismo que habló así, dijo: Venid a mí todos los que estéis cansados que yo os aliviaré (Mt 11, 28). Pero no disimuló que en la vida que Él quería ofrecernos hay una carga y un yugo. Lo que tenemos que hacer es vivirlo con la fe y con el amor, imitándole a Él, fortalecedor de nuestra vida, con el fin de que podamos seguirle en todos sus pasos.
Tercer criterio. Estimando en mucho, como debemos estimar, lo que dignifica la comunidad de los fieles creyentes en la Iglesia, conociendo y afirmando que en el pueblo de Dios todos somos miembros activos y todos hemos de colaborar, y todos enriquecemos a la Iglesia, sin embargo, y esto lo digo también en vuestro propio servicio, laicos hijos de la Iglesia católica, cuya colaboración pediré siempre en los trabajos de difusión del reino de Dios, en vuestro propio servicio añadiré ahora otra cosa que es necesario que quede en claro y que vosotros me agradeceréis, porque amáis la pureza de la doctrina. Es el mismo Papa que hoy tenemos, el que en un discurso pronunciado en febrero del año 1967, dijo así: “Se sabe, por desgracia, que hay algunas corrientes de pensamiento, que se sigue diciendo católico, que tratan de atribuir una prioridad en la formulación normativa de las verdades de la fe a la comunidad de los fieles sobre la función docente del pontificado y del episcopado romano, contrariamente a las enseñanzas escriturísticas y a la doctrina de la Iglesia, abiertamente confirmada por el reciente Concilio y con grave peligro para la genuina concepción de la misma Iglesia, para su seguridad interior y para su misión evangelizadora del mundo”2.
No es, por consiguiente, la comunidad de los fieles la que tiene que dictar las leyes normativas de la Iglesia en la exposición de la doctrina y en la disciplina a que debemos gustosamente someternos, no. No ha fundado Cristo la Iglesia así. Es a los Apóstoles a quienes dijo: Lo que atareis en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desatareis, será desatado en los cielos (Mt 18, 18). Y el que viera en esta repetición de las afirmaciones de siempre un deseo de disminuir la importancia del laicado católico, se equivocaría e inferiría una injuria al que habla, que no hace más que repetir las palabras del Papa. No, de lo que se trata es de que las cosas estén claras. Todos tenemos que unirnos, todos tenemos que dialogar para que la colaboración sea más extensa; pero las decisiones últimas en materia de fe y de moral corresponden, en la Iglesia de Dios, a aquellos a quienes Dios ha puesto para ser rectores de su pueblo, y esto, lo repetiré una vez más, no es por reivindicar poderes de autoritarismo que no nos corresponden, es sencillamente asegurar los caminos del servicio al Señor. Así lo ha dispuesto Él y así tiene que ser; en la Iglesia tiene que haber unos hombres particularmente entregados a esta misión, y para eso reciben un sacramento, y para eso son confirmados por un encargo especial que oficialmente la Iglesia les hace cuando les ordena.
No puedo continuar exponiendo todos los criterios que serían necesarios para esclarecer estos temas; pero tenemos por delante algunas otras noches de Cuaresma, durante las cuales seguiré refiriéndome a estas cuestiones tan vitales en la Iglesia de hoy. Yo os aconsejo que veáis los discursos del Papa, o la pastoral de los obispos austríacos del año pasado, o las cartas pastorales bien recientes de estos días de los obispos norteamericanos y de los obispos alemanes3, hablando sobre estas materias y repitiendo la misma doctrina.
Es la hora del amor a la Iglesia; pero para que ese amor no se nos convierta en un sentimentalismo degradante, subjetivo y anárquico, ha de ser un amor con fe en su misión salvadora, con obediencia a sus preceptos. Amor a la Iglesia que no cumpla después lo que la Iglesia dispone, no es amor. Dijo Cristo: El que me ama, guarda mis mandamientos (Jn 11, 23). Amor a la Iglesia con independencia de nuestros gustos y opiniones personales. Cuando se obra así, ciertamente la Iglesia puede presentarse todavía ante el mundo de hoy como lo que es: lumen gentium, luz de los pueblos. Cuando no se obra así, y cada cual trata de construir su propia Iglesia, nos disgregamos y terminamos por perdernos en la oscuridad de las más estériles anarquías. No se trata de un rigidismo monolítico, simplemente por ofrecer a los hombres amantes de la cultura el espectáculo de la unidad religiosa. No es un espectáculo, es una vida, es la vida de Dios, y para asegurarla pide esto: obediencia a sus leyes, obediencia practicada no por un espíritu servil, sino con la espontaneidad que nace de un amor siempre creciente, porque a través de la Iglesia, se ve a Cristo, que siempre merece ser amado. Yo obispo, sacerdote, religioso, laico bautizado en la Iglesia católica, no me humillo al obedecer; sé que esa obediencia me salva de otros instintos deprimentes que pesan sobre mí. Y si hay algo en estas leyes de la Iglesia que me dice lo que no puedo hacer, siempre hay también horizontes infinitos que me invitan a amar con un amor a Dios, en el cual no hay barreras. Así obraron los mártires, así han obrado los santos y estuvieron alegres, y fueron fecundos y causaron en todo momento las más radicales transformaciones y las más necesarias vivencias en la Iglesia de Dios, tan necesarias hoy con tal de que se apoyen en estos cimientos inconmovibles.
Cuando se ve a la Iglesia así, hermanos míos en Jesucristo, la Iglesia merece ser amada. Entonces vemos en ella la verdadera libertad del mundo frente a tantas falsas libertades que los hombres nos predican. Sus leyes nos introducen en el amor de Dios y hacen que, al cumplirlas yo, me sienta solidario de todos mis hermanos, amigos de Dios, hijos de Dios, los cuales necesitan también de mi esfuerzo y de mi luz para poder seguir ellos cooperando con el suyo. Y así todos vamos contribuyendo a que la viña del Señor sea cada vez más rica y más fecunda. Si no estuviera en juego la vida de Cristo, podríamos hacer lo que quisiéramos, pero en el cuerpo místico, los miembros no pueden ir unos contra otros, porque se destruye el cuerpo, y en un viñedo, las cepas y las vides no se dañan unas a otras. Dentro de cada vid todos los sarmientos participan de la misma savia; aquí en la Iglesia la savia es Cristo y por eso tenemos que respetarlo con tanto amor y con tanta delicadeza.
1 Pablo VI, Homilía del miércoles 17 de agosto de 1966: IP IV, 1966, 833-834.
2 Pablo VI, Homilía del miércoles 22 de febrero de 1967: IP V, 1967, 688-689.
3 Véase Ecclesia 28 [1968] 337-338.