¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

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¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Conferencia pronunciada el 19 de febrero de 1969, Miércoles de Ceniza.

Esta mañana hemos asistido en esta Catedral al solemne acto litúrgico de la imposición de la Ceniza sobre nuestra frente. Una vez más nos ha sido recordada esa fase de nuestro destino, no última ni definitiva, pero sí obligada e inevitable. Acuérdate, hombre, que eres polvo, y en polvo te has de convertir (Gn 3, 19). La severa ceremonia, precisamente por la sencillez con que es practicada, tiene una elocuencia insuperable. Se invita al hombre a tomar la vida en serio y se ofrece a sus sentidos, para que lo vea y lo reciba, ni más ni menos que un poco de ceniza, es decir, los restos consumidos de la vida vegetal de un olivo que en su día creció jugoso y lleno de lozanía en nuestros campos. Es el fin de tantos afanes y vanidades humanas. La ceniza, humilde y pobre, en que todo viene a parar, no obstante nuestro anhelo de vivir.

La imposición de la ceniza #

Con este acto comienza la Cuaresma, periodo del tiempo litúrgico que terminará con la conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo. «Primavera de las almas», llamó a la Cuaresma el pasado año Su Santidad Pablo VI1. Porque esa ceniza no es sólo el final de algo, sino el comienzo de una vida nueva. Si la Iglesia la pone sobre la frente del hombre, no es sólo para recordarle que ha de morir, sino para invitarle a pensar en una vida más alta: la de su espíritu libre y purificado que anhela poseer lo que las cosas humanas no pueden darle. La Cuaresma es para renacer, para cambiar el rumbo, si es preciso; para fortalecer decisiones de carácter espiritual y religioso que nos ayudarán a los cristianos a seguir más de cerca a nuestro Señor Jesucristo. Y esto es lo que yo pretendo con mi predicación cuaresmal: ofreceros mi palabra de pastor de la Diócesis, para ayudaros a pensar y a vivir como hijos de Dios, llamados a una vida que no se acaba en este mundo. Con este propósito os saludo desde el primer día, a los que estáis aquí en el templo y a todos aquellos a los cuales pueda llegar mi voz a través de Radio Nacional de España.

El año pasado os hablé de la fe. En éste quiero hacer lo mismo, aunque con la intención expresa de despertar en vuestro corazón la esperanza. Y mi reflexión tendrá siempre presentes dos horizontes: el personal y propio de cada hombre en particular, y el más amplio y general de la situación de la Iglesia hoy, dentro de la cual se desenvuelve la vida de un cristiano. No podemos permanecer en el aislamiento personal propio de cada uno. Todo cristiano, como hijo de la Iglesia que es, deberá sentir sobre sí los gozos y los sufrimientos de la Iglesia toda. En esta hora que estamos viviendo tenemos motivos para sufrir, pero creo que existen también motivos para esperar. Yo trataré de ofreceros, a través de una serie de consideraciones que no disimularán la gravedad de los problemas, la búsqueda de las raíces profundas de esa actitud cristiana de la esperanza, que debe latir siempre en el corazón de todo aquel que crea y ame a nuestro Señor Jesucristo.

Os hago también desde el principio un ruego, y es éste: el de que me ayudéis, no solamente con vuestra asistencia aquí, sino con vuestra palabra y vuestra recomendación a otras muchas personas a las cuales vosotros podáis llegar; el de que me ayudéis a que las palabras que he de predicar sean escuchadas; a que en muchos hogares de Barcelona, de la ciudad y de toda la Diócesis, las familias quieran oír la voz de su Prelado, que trata de llegar hasta ellos, difundiendo las santas enseñanzas del Evangelio. Decidlo en vuestra casa, decídselo también a vuestros amigos. Haced todo lo posible para que, merced al esfuerzo de todos, podamos terminar la Cuaresma con la luz de la esperanza encendida en nuestro corazón, no únicamente comentando sucesos y hechos que podrían ser motivo de tristeza o confusión. Somos cristianos; queremos seguir a nuestro Señor Jesucristo hasta el fin; y sabemos que seguir a nuestro Maestro Divino es la norma más segura para tener certeza en el pensamiento, seguridad en el corazón, orientación clara para nuestra voluntad. Si esto podemos asegurarlo, tendremos que decir incluso: ¡bienvenidos sean los sufrimientos que la vida de hoy pueda proporcionarnos, para de este modo ofrecerlos también al Señor, incorporándonos a su Cruz y viviendo en esta santa Cuaresma, muy espiritualmente, una saludable penitencia que a todos nos haga mejores!

La esperanza, puesta a prueba #

Para la reflexión de hoy, voy a arrancar de la narración evangélica que nos hace San Marcos, en el capítulo cuarto de su Evangelio. El mismo día en que el Señor expuso la parábola del sembrador, el deber de conocer el misterio del Reino de Dios y otras parábolas, como la de la semilla que crece y la del grano de mostaza, ese mismo día, llegada ya la tarde, dijo a sus Apóstoles:Pasemos al otro lado del lago de Tiberíades. Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron según estaba en la barca acompañado de otras. Se levantó un fuerte vendaval, y las olas se echaban sobre la barca, de suerte que ésta estaba ya para llenarse. Él, Jesús,dice el evangelista,estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despertaron y le dijeron: Maestro, ¿no te da cuidado que perezcamos? Y, despertando, mandó Él al viento y dijo al mar: ¡Calla! ¡Enmudece! Y se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y entonces dijo a quienes le acompañaban: ¿Por qué teméis? ¿Aún no tenéis fe? Y, sobrecogidos de gran temor, aquellos hombres se decían unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4, 35-41).Es éste el milagro impresionante de la tempestad calmada. Cuantas veces lo hemos meditado al leer el Evangelio, hemos hecho fáciles aplicaciones a nosotros mismos y hemos deseado sentir también de cerca la voz aplacadora del Señor en las tempestades que azotan nuestra vida. ¡Es tan hermoso contemplar a Jesucristo, devolviendo la confianza y la paz al corazón de sus Apóstoles amedrentados!

Cunde hoy el desasosiego y la inquietud de los espíritus. Se discute el Magisterio pontificio; se rechazan con asombrosa facilidad normas y orientaciones de los obispos; se habla de una moral nueva, sin concretar en qué ha de consistir; se desprecia la práctica religiosa exterior, como si la relación con Dios hubiera de quedar confinada al espacio secreto y silencioso de la intimidad de cada uno; se politizan en seguida los gestos y las actitudes, sin respeto a la noble y limpia intención de donde brotan. Y el resultado es una turbación creciente que impide dar albergue en el corazón a esa alentadora, hermosa, indispensable para la vida del cristiano, indispensable virtud de la esperanza.

«También al papa Montini le preocupa la escasez de sacerdotes en aquel continente (América). Y las crisis y tensiones posconciliares de toda la Iglesia; los integrismos de unos y el progresismo de los otros y la falta de caridad de todos; las crisis de obediencia y las dudas e incertidumbre que asaltan en la hora presente a personas consagradas. Las estériles polémicas, siempre a costa del Concilio, que son freno y rémora para la tarea eclesial; la pérdida del sentido religioso, la desacralización y el humanismo sin Dios. Las resistencias o las torcidas interpretaciones a propósito de ciertos documentos pontificios; la opresión y falta de libertad religiosa en muchos países. La crisis de los seminarios y de las vocaciones; los problemas doctrinales, la falta de respeto al Magisterio eclesiástico… La paz del mundo todavía rota y las ofertas de mediación vaticana desatendidas…»2.

El fenómeno tiene manifestaciones de índole general y colectiva en la vida de la Iglesia, y menos visibles, pero igualmente reales, en el interior del espíritu de muchos cristianos, que no aciertan a comprender cómo puede suceder esto en la Iglesia de Cristo. Parece como si Él estuviera ajeno a la tempestad que azota la barca. Y quisiéramos llegarnos hasta Él, despertarle de su aparente sueño y decirle: «Señor, ¿no ves que nos hundimos?». Describo así una situación de ánimo ampliamente extendida, respecto a la cual lo primero que debemos preguntarnos es si está justificada y si es lícito sostenerla. Yo no trato de disimular la causa de las preocupaciones existentes. Reconozco que existen y tienen explicación. Ahora bien, una cosa es que la preocupación llene al espíritu de muchos hijos de la Iglesia hoy, y otra perder la esperanza cristiana. Es a ese aspecto segundo al que me voy a referir en el curso de estas predicaciones cuaresmales. Disimular las preocupaciones lo considero torpe error, porque nos llevaría a engañarnos unos a otros. Evitar el análisis real de los problemas es igualmente pernicioso; pero, hecho esto, pienso que de ningún modo puede justificarse en el corazón del cristiano la pérdida de la esperanza como virtud propia del que quiere seguir a nuestro Señor Jesucristo.

Tres reflexiones para mantener la esperanza #

Primera reflexión: No se nos ha prometido nunca un cristianismo cómodo y tranquilo. El que quiera venir en pos de Mi –dice Jesucristo– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Lc 9, 23). Y esta sentencia del Señor no sólo tiene aplicación a la vida ascética personal de cada hombre, sino también a la vida de la Iglesia como sociedad colectiva. Hay cruces en la vida de la Iglesia que hemos de llevar entre todos, las cuales nacen de las torpezas y errores de unos, de la soberbia e intolerancia de otros, y también del deseo de acercar el Evangelio a un mundo que trata de rechazarlo siempre. Ahí se produce inevitablemente una tensión y, con ella, surge la incomodidad, incluso el tormento, esto es, la cruz. Puede decirse que la historia de la Iglesia ha conocido tantas crisis como siglos cuenta, y ahora está viviendo una que nos parece la más fuerte, porque nos toca vivirla a nosotros. Quedémonos con esta idea clara y exacta: no se nos ha prometido nunca la comodidad. En la vida cristiana, dentro de la condición personal de cada uno y en el desarrollo histórico de la Iglesia como sociedad visible, aparecerán siempre motivos de tensión, de incomodidad y de sufrimiento. Nacen de la condición de los hombres. Con ello tenemos que contar, porque con ello contó también nuestro Señor Jesucristo al fundar la Iglesia.

Segunda reflexión: Esta incomodidad de la hora presente, que suscita perplejidades y zozobras, lleva consigo un bien inmenso: el que sirve para sacudir la inercia y la pereza, y obliga al hombre a enfrentarse casi violentamente con el misterio de Dios para revisar sus actitudes y corregirlas, si quiere ser sincero. El Evangelio es fuego que quema, y muchas veces nos hemos dedicado a apagar su llama, en lugar de extender su calor. Al menos una actitud hoy es claramente obligatoria: la del examen de conciencia que cada uno de nosotros debe hacer de sí mismo. Ante esta situación que vive la Iglesia, el discípulo de Cristo debe detenerse en su camino, reflexionar y preguntarse cómo cumple él de su parte el deber que le corresponde. A esto estamos obligados hoy todos, antes de despertar a Jesucristo, es decir, antes de pedir milagros que nos lo den todo resuelto; resuelto en un minuto, para que podemos seguir cómodamente nuestra marcha. Y en ese examen de nuestras relaciones con Dios y con los hombres, nuestros hermanos, podremos comprender, si lo hacemos con humildad, que es mucho lo que tenemos que corregir todos en nuestra propia vida.

Antes de gritar con escándalo ante las acusaciones que se nos hacen, preguntémonos en silencio sobre nuestra actitud religiosa, sobre nuestro comportamiento frente a Dios y a los hombres; y entonces quizá veamos con claridad que no es la esperanza lo que nos falta, sino la sinceridad para dar nuestra respuesta a Dios, que nos llama. La esperanza, a pesar de todos los tormentos que puedan rodearnos, tiene su sitio en el corazón. Dios cuenta con esos sufrimientos, para que, a pesar de ellos, la esperanza que nace de la fe siga ahí. Entonces, si hacemos un examen sincero todos –he aquí el problema, que lo hagamos todos, acusadores y acusados–, si hacemos un examen sincero de nuestra vida religiosa, tendríamos que convenir en que no es Jesucristo el que deja la barquilla de su Iglesia en medio de la tormenta, no. Él sigue conduciéndola. Somos nosotros los que antes tenemos que preguntarnos sobre nuestra sinceridad, en esa doble relación que marca también la doble dimensión de la vida religiosa de un hombre. En el decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos se enumera esta virtud de la sinceridad, exigida por las costumbres sociales, junto con la honradez, el espíritu de justicia, la delicadeza, la fortaleza de alma, sin las cuales –precisa el Concilio– no puede darse la verdadera vida cristiana (AA 4, 8).

Tercera reflexión: Este esfuerzo de renovación interior debe hacerse con el auxilio de Dios. Tenemos que invocarle y solicitar su gracia para eso, para la renovación interior. Y aquí está el gran fallo en que estamos incurriendo todos, unos y otros, acusadores y acusados. No tienen su esperanza puesta en Dios los que desatan los vientos tormentosos con sus críticas sin caridad,con sus quejas amargas, con sus impaciencias antievangélicas, con sus desprecios a los demás, incluida la autoridad de la Iglesia. Aunque se llamen religiosos y digan que viven de la fe, cuando actúan así no ponen su esperanza en Dios. Tampoco los que atacan por otro lado, los que se cierran a las reformas necesarias, los que reducen la misión de la Iglesia a una sociedad tranquila y segura en que todo está muy bien; los que confunden la seguridad dogmática y moral con el quietismo conformista de sus situaciones personales; los que en seguida dicen que Dios nos ha abandonado cuando oyen a su alrededor el murmullo amenazante de los que reclaman más consecuencia entre el creer y el obrar. Ni unos ni otros tratan de poner su esperanza en Dios. Luego ni unos ni otros tienen derecho a decir que Dios abandona a su Iglesia. No tienen derecho ninguno a preguntarse, atormentados, sin este previo examen de conciencia, por qué Dios permite esto. Antes de hacerse esta pregunta, deben formularse esta otra: ¿por qué yo estoy comportándome como lo hago? Por ahí hay que empezar.

Los que no hablan y esperan #

Entonces, ¿quiénes son los que de verdad cifran su esperanza en Dios y, a la vez, ponen de su parte lo que les corresponde? Son los que no hablan y esperan. Tenemos ejemplos en el Evangelio: el primero de todos, el de la Virgen Santísima, la que guardaba todo en su corazón (Lc 2, 19); la que desde el momento en que es llamada por Dios, para cooperar al plan de la Redención, se ofrece al misterio, y se deja llevar, esperando. Y cuando llega el momento en que nace su Hijo divino, en circunstancias que también podían ser motivo de desesperanza, sin embargo calla y espera. Y así durante la infancia de Jesús, y en su vida pública, y junto a la Cruz: calla y espera. Esperaba a Dios. «María, nos recordaba el Papa en la exhortación Signum magnum, apenas fue asegurada por la voz del ángel Gabriel que Dios la elegía para Madre intacta de su Hijo Unigénito, sin ponerlo en duda dio su propio asentimiento a una obra que empeñaba todas las energías de su frágil naturaleza, diciendo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Desde aquel momento ella se consagró toda al servicio no sólo del Padre celestial y del Verbo encarnado, convertido en Hijo suyo, sino también de todo el género humano… La vida, por ello, de la sin mancha esposa de José… fue una vida de tan perfecta comunión con el Hijo, que con Él compartió alegrías, dolores, triunfos»3.

Seguimos meditando en el Cristo que nace; y, en torno a este misterio del Jesús recién nacido y de su infancia, aparecen también almas que callan y esperan: los pastores de Belén, almas sencillas, llegaron a la gruta, adoraron, y dice el Evangelio que se volvieron, glorificando a Dios (cf. Lc 1, 20). ¿Qué habían visto allí para glorificar a Dios? Nada, aparentemente: un Niño. Y, sin embargo, ellos, almas sencillas, esperaban y se dejaban conducir por esa voz de lo alto que no les presentaba hechos grandiosos, sino sencillamente un Niño recién nacido. Y los Magos le ofrecen sus dones y regresan después a su país, con grandísimo gozo interior. ¿Qué habían visto? Nada, casi nada. Y, no obstante, ellos esperan que algún misterio se ha realizado. Ya se cumplirá el resto del misterio. Y el anciano Simeón, en el templo, ha estado esperando toda su vida, y llegó al instante en que pudo tomar en sus brazos al Niño que es presentado, y entonces dice: Ahora, Señor, ya puedes dejar marchar a tu siervo en la paz (Lc 2, 29), una de las oraciones más hermosas que han salido de los labios de los hombres. En el Evangelio hay almas que callan y esperan. Y los Apóstoles de Jesús, una vez que se lanzan a predicar el Evangelio, enviados por el Señor, en medio de dificultades y persecuciones sin cuento, hablaban y predicaban el mensaje; pero, frente a los obstáculos, callan y siguen esperando.

Y hoy también, hijos, hoy también. Frente a esta situación de la Iglesia a la que me estoy refiriendo, hay también sacerdotes innumerables que callan y siguen cumpliendo perfectamente sus deberes, dando culto a Dios, el culto del sacrificio eucarístico, que sólo ellos pueden dar; predicando las palabras de paz, perdonando los pecados de los hombres, ofreciéndose en silencio como servidores de la Iglesia por esos caminos misteriosos por donde llega la verdad a la mente humana, la verdad que Cristo ha depositado en la Iglesia y a ellos ha encargado para que la transmitan. Sacerdotes, digo, innumerables, que no forman parte de estos grupos de hoy y que, sin embargo, viven el compromiso sacerdotal auténtico de permanecer fieles al Señor en medio de todas las crisis. Y, como ellos, muchos religiosos y religiosas, que siguen pensando con amor en lo que significan sus votos y valoran, cada día que pasa en su vida más y más, su consagración y su reconsagración, y hacen lo posible, a pesar de las crisis que experimentan, para no perder nunca de vista en su alma a ese Dios al que han querido ofrecerse. Y no confunden las necesarias reformas con las novedades inoperantes que no sirven más que para trastornar la esencia de la vida religiosa. Y, como ellos, callan y esperan también muchas familias cristianas, muchos padres y madres de familia, que podrían quedar desconcertados ante tantas contradicciones como oyen y, sin embargo, aunque sufren en su interior, siguen ofreciendo a Dios el trabajo de su profesión, la vida del hogar, sus hijos, sus enfermedades, sus gozos. Cuentan con los recursos y auxilios de la fe en que han vivido siempre, siguen practicando la oración, siguen amando al Papa, siguen conformes a lo que sus obispos les proponen, siguen el camino que les enseñan las virtudes cristianas y la ascética de siempre. Éstos callan y esperan. A éstos tenemos que imitar. Leed el capítulo quinto de la constitución conciliar sobre la Iglesia y veréis qué programa de santificación allí se nos traza, particularmente en el número 41, a todos, Pastores de la grey de Cristo, presbíteros, esposos y padres cristianos.

En una palabra, la oración, la aceptación humilde del sufrimiento de hoy, la renovación interior de la conciencia: he ahí los planos en que el hombre cristiano ha de hacer intervenir a Dios en las grandes crisis individuales o en las que padece la Iglesia, colectiva y socialmente. Al no hacerlo, llega un momento en que sólo se oyen los gritos de los violentos que atacan o las quejas de los acobardados que no esperan. Es cuestión de desprenderse de estas actitudes, de situarse en una nueva perspectiva, de alzar los ojos como María, junto a la Cruz, y dirigir nuestra mirada a Jesucristo, para preguntarnos unos y otros qué debemos hacer por su Iglesia santa en estos días que vivimos. Y Él nos invitará, una vez más, a la reforma interior, de donde brota todo intento sano de renovación social en la vida de la Iglesia.

Un deber fundamental de los obispos #

Pues bien, hijos, esto es lo que yo quiero predicaros como fundamento indispensable de toda otra actuación. Y en ello insistiré, con la gracia del Señor, durante estos días de la Cuaresma en que aquí me encontraré con vosotros. Exhortaré con razones que nacen de una revisión de la vida y de una doctrina previa y de una revelación todavía anterior; exhortaré a una mayor santidad de vida por parte de unos y de otros. A eso es a lo que todos estamos llamados. Por ahí hay que empezar si queremos tener esperanza y prestar un servicio a la Iglesia. Este es un deber fundamental de los obispos. Digo sin vacilaciones que es el primero de nuestros deberes, el de santificar. Para esto estamos puestos en la Iglesia de Dios. Tenemos una triple misión: enseñar, regir y santificar; pero la de regir y la de enseñar tienden también a la santificación de las almas; y es la hora en que debemos proclamarlo, sin miedo ni respeto humano alguno. Y aquellos que quieran seguir de verdad la voz del Señor y crean que esa voz pueda manifestarse a través de lo que el obispo les predica, a todos yo les diré hoy y siempre: Vamos a buscar los caminos de una más pura y más fuerte santificación de nosotros mismos.

El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, ha dejado una doctrina maravillosa sobre la vocación a la santidad, a que todos estamos llamados, pero ha destacado el deber que tienen los obispos de fomentar la santidad en ellos mismos: «Es necesario que los pastores de la grey de Cristo, a imagen del Sumo y Eterno Sacerdote, desempeñen su ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con fortaleza. Los presbíteros, a semejanza del orden de los obispos, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el diario desempeño de su misión. Observen el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en todo bien espiritual y sean para todos, un vivo testimonio de Dios, émulos de aquellos sacerdotes que, en el decurso de los siglos, dejaron preclaro ejemplo de santidad. Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino en la fidelidad y en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida, e inculcar a los hijos, amorosamente recibidos de Dios, la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas» (LG 41).

Éste es, pues, nuestro primer deber. Los que atacan violentamente y dedican su tiempo a lanzar acusaciones, y quieren hacer reformas dentro de la Iglesia, despreciando el Magisterio pontificio y abogando por una moral nueva desvinculada de la moral de Cristo, fracasarán estrepitosamente. La barca no se hundirá nunca, porque la sostiene el Señor. Y ellos no podrán resistir y se sentirán amargados, cada día más, al ir por caminos que el Señor no bendice. Pero, del mismo modo, los que llenos de cobardía, de comodidad o de pereza no quieren abrir su alma, noble y generosamente, a las llamadas que la Iglesia de Dios está haciendo hoy, tampoco prestarán el servicio que la Iglesia pide. Unos y otros debemos reflexionar y, puestos en la presencia del Señor, preguntarnos: ¿Qué tengo que hacer para corregir mi vida y para ser más fiel al Señor? En la medida en que nos hagamos esa pregunta y nos demos respuesta, conforme a lo que el Evangelio nos señala, así aumentará en el corazón la esperanza; y seguiremos con fortaleza, y humildemente a la vez, soportando las cruces que el Señor quiera enviarnos, pero amando cada vez más a esta Iglesia santa, a este nuestro Señor Jesucristo, que nunca nos prometió un cristianismo cómodo.

Hijos de la Iglesia de Barcelona, sacerdotes, religiosos, religiosas, familias cristianas, seglares: no disimulemos las preocupaciones, no. Hemos de examinarlas. Encontremos también sus raíces. Pero, sursum corda!, ¡arriba los corazones! Es necesario que lata dentro de nosotros, aun en medio de las mayores dificultades, la esperanza de los verdaderos seguidores de Jesús.

1 L’Osservatore Romano, 26-27 de febrero de 1968. Con este mismo título Cuaresma, primavera de las almas, escribió Mons. Marcelo González una exhortación pastoral dirigida a sus diocesanos, BOAB, 15 de marzo de 1968, 147-158.

2 Ecclesia, artículo editorial titulado Las lágrimas del Papa, 9 de marzo de 1968, 356.

3 Pablo VI, exhortación apostólica Signum magnum, 5, 6, 1: AAS 59 (1967) 467.