Mis palabras no pasarán

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Mis palabras no pasarán

Conferencia pronunciada el 28 de febrero de 1969, viernes de la primera semana de Cuaresma.

Estoy hablándoos de la esperanza cristiana, de esa esperanza que debemos fomentar en nuestra alma para no caer en la desilusión de unos, ni en la amarga desesperación de otros. Esperanza en relación con este momento que vive hoy la Iglesia de Cristo y esperanza en el alma de cada uno de los hijos de esta Iglesia. Pero, para que no sea infundada y vana, es necesario establecer bien las bases en que ha de apoyarse. Yo quiero deciros, como el primer día de esta Cuaresma: Sursum corda!, ¡arriba los corazones!, porque Cristo nos invita siempre a mantener este optimismo dentro de la vida cristiana. Pero también tengo la obligación de invitaros a reflexionar sobre los fundamentos firmes y únicos de la vida cristiana auténtica en que puede apoyarse esta actitud esperanzada. Lo contrario no sería cumplir con mi deber.

Llamados por Jesucristo #

Pensemos esta noche en lo que significa dentro de la Iglesia, para cada uno de los que nos consideramos hijos suyos, haber sido llamados por Dios a la vida cristiana. Sólo teniendo a la vista el carácter de este llamamiento, la fuerza que en él hay, los motivos por los cuales Dios nos llama, sólo así podrá ser lícita una actitud de confianza plena en el misterio de la Iglesia en el tiempo. Sí, la vida cristiana supone siempre una llamada por parte de Dios. Él es quien llama, Él es quien determina en qué ha de consistir la naturaleza de esa vida a que nos llama; y Él es quien la ofrece como una inmensa y generosa donación de su amor. Por medio de Jesucristo, su Hijo, que viene al mundo, se nos da a conocer este misterio en su triple dimensión: el llamamiento, la índole y el carácter de la vida a que somos llamados, y la generosidad pura y gratuita del Padre, que busca a sus hijos y les llama porque les ama, no por otra cosa.

En el umbral de la vida pública de Jesucristo, cuando se dispone a ser bautizado en el Jordán, se oye, rasgando el cielo, la voz de Dios: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias (Mt 3, 17).Más tarde, en la escena de la transfiguración, los Apóstoles Pedro, Juan y Santiago oirán la misma voz:Éste es mi Hijo muy amado, escuchadle(Mt 17, 5).Dios, por medio de su Hijo, nos llama; y los hombres debemos escucharle. Esto es lo primero que Dios pide, que escuchemos; con disponibilidad de corazón, con alma limpia. Dios quiso enviar a su Hijo al mundo y pide escuchemos su palabra. Jesús, el enviado, emprenderá siempre esta misión: la de ir revelándonos al Padre.Nadie conoce al Padre sino el Hijo–nos dice el Evangelio de San Mateo–.Y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo.De manera que Él revela a los hombres la vida del Padre, la vida de Dios. Él lo hace así, porque quiere hacerlo así, con su voluntad divina salvadora.Por aquel tiempo tomó Jesús la palabra y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos, y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así lo has querido; todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo.Y Él quiere revelárselo a todos, porque dice a continuación:Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi cara ligera(Mt 11, 25-30).

Cristo, pues, quiere dar a conocer al Padre, es decir, el misterio de Dios, el misterio de la vida trinitaria. El objetivo fundamental de la revelación de Jesús es, sin duda, la paternidad de Dios. A todos los que le recibieron –se nos dice en el evangelio de San Juan– les dio poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1, 12). Hijos de Dios, sí, es decir, partícipes de su vida misma. Unas relaciones con Dios parecidas a las que engendra la sangre entre los hombres. San Pablo nos dirá más tarde, en su carta a los Efesios: Estando muertos por el pecado, nos ha vivificado en Cristo (Ef 2, 5), nos ha dado una nueva vida Él, en Cristo, y todo por amor, como una donación. Sigue diciéndonos San Pablo: Porque es por la gracia por lo que vosotros sois salvos, por la gracia que viene de la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios (Ef 2, 7-9). Y San Juan, en su primera carta: Él nos amó primero a nosotros y envió a su Hijo, para que fuera víctima de propiciación por nuestros pecados… Cualquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios (1Jn 4, 9 y 15). Pero no os olvidéis: Él nos amó primero a nosotros. Pura generosidad de Dios. La iniciativa arranca siempre de Dios.

Es de la mayor importancia tener esto en cuenta, porque es lo que puede hacernos comprender en qué consiste el llamamiento de Cristo. Él nos llama para darnos la vida de Dios, para ser, ser cristianos. Se trata de ser, no de tener esta o aquella cualidad cristiana, este o aquel elemento o dato que entra en la vida cristiana, no. Se trata de algo más, de algo más profundo y radical, de ser con un nuevo ser, con una nueva vida, la de Dios mismo, que nos es ofrecida por el Hijo. Yo soy la vid y vosotros los sarmientos; permaneced en Mí, con el fin de que yo permanezca en vosotros (Jn 15, 45). Y San Pablo añade: Revestíos del hombre nuevo que ha sido creado conforme a la imagen de Dios, en justicia y santidad verdadera (Ef 4, 24). Un hombre nuevo, ¿nuevo en qué? San Pablo lo resume en esta frase: En justicia y santidad verdadera.

Así es como tiene que nacer el hombre nuevo, creado a imagen de Dios. Entonces, o se acepta o se rechaza esa vida cristiana que nos es ofrecida. Quien la rechaza, ya dará respuesta del uso que hace de su libertad ante el juicio de Dios. Pero si se acepta –estoy hablando a los cristianos, a los hijos de la Iglesia de hoy–, si se acepta esta vida cristiana, hay que aceptarla tal como es, porque a Dios no se le pueden poner condiciones para que modifique a nuestro antojo lo que Él, en su libertad y amor divino, quiera ofrecernos. Una respuesta sincera a esta llamada exige de nosotros ser fieles al compromiso que supone la aceptación. Si la respuesta quiere ser sincera y mantenerse dentro del compromiso que supone la aceptación, han de brotar en nosotros, inevitablemente, estas actitudes:

Primera:amor a la vida eterna por encima de la vida de este mundo. ¿Qué importa al hombre ganar todo el mundo si, al fin, pierde su alma?

Segunda: amor a la limpieza de corazón, como exige el trato, la amistad y la filiación con Dios, infinitamente puro. Se impone, como una necesidad, la observancia de toda la ley. Ese cuidado que hemos de tener para mantener limpio el corazón nos hará caminar por la senda estrecha que Cristo nos ha predicado, para avanzar hacia la luz: hemos de mortificar nuestras pasiones, luchar contra el pecado, confesarlo, y arrepentimos con penitencia auténtica y sinceridad de corazón.

Y tercera: amor a la verdad de Dios, expresada en la Revelación y continuamente expuesta e interpretada por la Iglesia en su Magisterio. Id y enseñad todo cuanto Yo os he mandado (Mt 28, 19-20), dice Jesucristo a sus Apóstoles; y les envía al mundo entero. El que a vosotros escucha, a Mí me escucha; el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia (Lc 10, 16).

Así camina el hombre cristiano, incorporando a ese núcleo sustancial de su nueva vida el tejido de su existencia humana, sin desfigurarla, pero elevándola a un plano superior. Primeramente, las circunstancias concretas en que se desenvuelve la vida de cada uno. El llamamiento que Cristo nos hace no nos deshumaniza. Al contrario. Él quiere que demos la respuesta a su llamada en las circunstancias concretas en que nuestra existencia se va realizando, en este siglo, en esta cultura, en este ambiente, con estas personas o con aquellas. El tejido de todas estas circunstancias no es un conjunto de obstáculos, sino de datos enriquecedores. De nosotros depende superar lo que pueda haber de obstáculo y convertir todo en riqueza para nuestra vida humana y cristiana. Porque no hay que separar la una de la otra. Cristo no nos invita a construir una vida cristiana al lado, al margen de la vida humana, no. Él no nos llama a que formemos este doble ser, por un lado el hombre y por otro lado el cristiano. Es al hombre a quien Él llama, a quien asume, a quien busca para incorporarle a Él. Y sobre lo humano del hombre se trata de construir lo cristiano que Dios nos ofrece. Pueden llegar a ser todas estas circunstancias savia de nuestra vida humana y cristiana, si acertamos a asimilarlas e integrarlas. La vida no consiste en destruir, sino en asimilar y transformar. Cada cristiano es como ese grano de trigo enterrado del que hablábamos el pasado viernes. Y todo lo demás puede ser para él la tierra y el humus que le envuelve, hasta que brotan las espigas.

Cumplir toda la ley #

Cristo no destruyó nada, antes bien lo transformó todo –el templo y la ley y el imperio romano– con su amor y su verdad. La vida es algo más que palabrerías y voces de protesta o de autosuficiencia. Es asimilación, es profundización radical en el ser de cada uno; y si ese ser del hombre ha sido llamado a participar en la vida de Dios, la profundización obligará al hombre a considerar cómo va a unir las dos dimensiones sin confundirlas, a saber, la humana y la divina que le es ofrecida. No se trata tan sólo de las circunstancias; están también las diversas edades y etapas de la existencia de cada hombre en la tierra. Éstas son ya algo más íntimo a cada uno que los datos meramente exteriores. También ellas deben ser asimiladas e integradas en el núcleo esencial de nuestro ser cristiano. No se tiene toda la vida. La vamos viviendo. Cada edad de la vida es una fase vital que hay que vivir intensamente. Cada edad aporta lo suyo. Es necesaria una juventud que quiera con fuerza lo absoluto e igualmente una edad madura que realice con eficacia, porque conoce los hechos como son, con sus condicionamientos y sus limitaciones. Unos y otros, los jóvenes y los adultos, han de integrarse, aportando cada uno lo que tiene: el impulso y el ideal unos, la eficacia y sereno realismo los otros.

Si no se obra así, se antepone el tener al ser, la circunstancia externa a la esencia permanente, es decir, cada cual considerará como esencial lo que él tiene de joven o de adulto, de este siglo o del otro, cuando, en realidad, todo es accidental y pasajero, aunque necesario como condicionamiento de la vida. Porque en cada una de estas etapas que se viven y en cada una de estas circunstancias que nos envuelven, el núcleo es lo que vale, la vida interna de ese ser del hombre, que es el que avanza, el que se realiza día a día, paso a paso, arrancando toda su fuerza de la propia intimidad. Lo externo y lo accidental le acompañan, le enriquecen, sirven para ofrecerle nuevos datos. Todo lo irá recogiendo él, para integrarlo en la intimidad esencial de su naturaleza.

Es decir, se nos llama a ser cristianos, lo primero de todo; con una vida superior, la de Cristo, capaz de acoger dentro de sí misma las restantes diferencias de la vida. No lo contrario; no se nos llama a que mantengamos las diferencias en primer término y subordinemos a ellas el ser de la vida cristiana. ¡Qué distinto es el pensamiento de la Iglesia!: “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (GS 35). No obstante, el tener es una terrible contradicción, porque con ella se indica que, en lugar de servir a Dios, servimos a los ídolos; en lugar de responder a la llamada de Cristo, intentamos que Él se acomode y responda a las llamadas nuestras, las que hacemos en nombre de nuestra afición, de nuestra ideología, de nuestra edad, de nuestra cultura, de nuestro grupo, de nuestro partido religioso o político. Entonces lo que hacemos es dividir a Cristo y querer llevar cada uno para su partido o para su grupo o para su ideología aquello que a él le agrada. Y Cristo no ha venido a eso. Su cuerpo fue crucificado y puesto en el sepulcro; pero se ofreció íntegro para todos, y Él asume a todos. El día que Yo esté levantado en la cruz, todo lo atraeré hacia Mí (Jn 12, 32). No queramos, en lugar de ir hacia Él, que Él venga hacia nosotros, acomodando su mensaje y su doctrina a lo que a nosotros pueda parecernos más conforme con nuestras propias exigencias o aficiones.

El gesto y la actitud son siempre la expresión, o mejor dicho, deben ser la expresión de algo íntimo. Que se nos den primero los gestos, las posiciones tomadas, los grupos formados, para, después, pretender que se acomode a ello la intimidad del ser, es tanto como destruir al hombre, en su condición humana y en su ser cristiano. ¿Qué mundo estamos creando, en que obligamos a las personas con las presiones del ambiente, con las frases que circulan y se ponen de moda con respecto a Cristo, la Iglesia, la renovación, el Concilio, a que se acomoden a lo que pienso yo o piensa éste o piensa aquél? Nuestra base común de hombres y mujeres, el punto en que tenemos que encontrarnos como cristianos, es la verdad de Cristo, el amor, la comprensión, la capacidad de admirarnos, la responsabilidad tomada en conciencia por cada cual, de acuerdo con la ley objetiva de Cristo, no interpretada o fomentada con arreglo al capricho personal de cada uno; la preocupación honda, de raíz, no la que es consecuencia de un gesto, de una rebeldía en que por lo general es el egoísmo el que lo domina todo.

Hace unos años se ponía en las pantallas una película de la que se habló mucho: “El Evangelio según San Mateo”, de Passolini. En seguida surgieron los comentarios y frases llenas de admiración en revistas católicas e incluso por parte de sacerdotes sobre el modo como era presentado Jesucristo en la cinta. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo es posible que llamemos mensaje de Cristo y tratemos de identificar lo que verdaderamente se nos ofrece en la doctrina y en la vida de Cristo, con una versión de Él, tal como aparecía en esa película? Un Cristo seco, erguido, recortado, áspero, que va de prisa siempre. ¿Pero ése es el Cristo que plantó su morada entre los hombres? Un Cristo afanoso solamente de la justicia social. ¿Pero es que se puede plantear esto así, como si no hubiera que decir, a la vez, para defender esta justicia social, dentro de una dimensión religiosa: “Lo primero a que hay que atender es a la vida de Dios, que se nos ofrece a todos, buscando con amor la hermandad entre los hombres”? Una vez más, el gesto, la actitud, el slogan, la visión parcial.

No podemos mutilar el Evangelio. No podemos coger sólo el fruto de su árbol y encima retenerlo en nuestras manos para comerlo a nuestro antojo. Si tal hacemos, se nos indigesta, en lugar de alimentarnos. Los frutos están todos unidos. Cuando el que habla en nombre del Evangelio se limita a predicar un amor fácil y conformista, destruye el Evangelio. Pero el que se limita a predicar una justicia social y violenta, destruye también el Evangelio. Hay que unirlo todo siempre. ¿No sería absurdo que nosotros, ante una sinfonía de Beethoven o una fuga de Bach, redujéramos la inspiración del artista a unas cuantas notas que sacáramos de allí, para convertirlas en ejercicio de articulación de uno o de otro dedo? Reducir a eso una sinfonía de Beethoven sería destruirla. Tanto hablar de testimonio… ¿Testimonio de qué? Gesticulaciones ineficaces. Peor, mucho peor. Porque cuando se llevan a ciertos extremos esos gestos y esos testimonios, en lugar de abrir, cierras y detienen. A pesar de sus gritos, impiden avanzar, tanto como los otros, los férreos, los duros, que creen poseer cómodamente el bien, que han dividido el mundo en dos clases, muy fáciles, con arreglo a su criterio: los buenos a un lado, y los malos a otro.

No es ése el camino. Cristo tuvo entre sus Apóstoles y discípulos, en las personas a quienes llegó, en los grupos humanos colectivos a quienes se dirigió, hombres y mujeres de muy diferente condición, cultura, cualidades, sentimientos. Y a todos predicó y llamó para esto: para la integración del amor y la justicia, de la esperanza en la vida eterna y de la construcción del mundo, de la unión con Dios y del amor a los hermanos, de la transcendencia y de la encarnación. He ahí lo que tenemos que hacer. Eso es lo difícil, ciertamente. Es mucho más cómodo adoptar una postura radical, en un sentido o en otro, y decir: “Ésta es nuestra bandera, y así construimos nosotros la Iglesia” ¿Vosotros? ¿Pero es que tenéis que construir vosotros la Iglesia? Quienes sean… éstos o aquéllos… ¡Si ya está construida! ¡Si ya está puesta en el mundo por Cristo! ¡Si lo que tenemos que hacer es vivir dentro de ella o apartarnos! Si queremos vivir, habremos de aceptar en su totalidad lo que significa la llamada de Cristo. Para ello, hemos de esforzarnos por cumplir toda la ley, absolutamente toda la ley.

Cristo insiste también en este pensamiento. Él no ha venido a abolir la ley antigua. Él viene a convertirla en una ley nueva. Su ley es la ley del amor, la ley de la relación con el Padre, pero que, por tener esa triple dimensión: amor a la vida eterna, amor a la pureza de corazón, amor a la verdad de Dios, lógicamente nos obliga a ser consecuentes en la práctica. Y aparece la consecuencia en los diez Mandamientos de la ley de Dios. Dejar de cumplir uno solo es herir el rostro de Dios y el de nuestros hermanos. Todos, todos han de ser cumplidos. Y sólo así se logra la verdadera libertad.

La ley de Dios en la vida religiosa del hombre que se relaciona con Él, es la expresión más lograda, al alcance del hombre, de la verdad de esa relación. Lo razono brevemente: sucede lo mismo que en los aspectos de la vida humana. En el mundo de la ciencia, por ejemplo, ¿qué han ido haciendo los hombres a lo largo del tiempo? Los descubrimientos científicos, de que tan legítimamente nos sentimos orgullosos, no han consistido, sino en leer las leyes de la naturaleza. Leerlas, es decir, descubrirlas. El hombre no las inventa a su capricho. El científico que va avanzando en su trabajo y llega a tal o cual descubrimiento, lo que ha hecho ha sido encadenar y unir datos que están ahí, en la realidad de la naturaleza, sea cual sea el mundo en que él trabaja: el mundo mineral, vegetal o animal. Descubre leyes, las lee y se pone a su servicio; y entonces descubre la verdad, en el orden natural.

Algo semejante sucede en la relación del hombre con Dios. Para llegar a poseer el secreto de la filiación divina, de esa libertad de los hijos de Dios, el hombre lee las leyes que nos ha dictado Dios mismo, las observa todas, trata de cumplirlas y va llegando poco a poco, mediante una relación cada vez más estrecha, al logro de la santidad, o individualmente si se trata de su vida personal, o socialmente en la vida de la Iglesia. Con la ley divina, cumplida y observada por el hombre, se unen dos líneas: la de la verdad de Dios y la de la libertad humana; la línea de lo que es, con su realidad, es decir, Dios mismo, tal, como se nos revela; y la línea de lo que permite a los hombres, ayudados por la gracia, avanzar con su impulso generoso, el de su propia vida, el de su existencia. Y con esas dos líneas, la realidad de Dios no falsificada y el impulso generoso del hombre cristiano que quiere servir a esa realidad, va realizándose, cada vez más amplia, la libertad verdadera.

Pero tenemos que servir y cumplir todas las leyes. De lo contrario, en el momento en que una se deja de cumplir, la libertad de los hijos de Dios también se paraliza. Toda realización ha de ser una marcha continua hacia la verdad y hacia la perfección. Hay que aceptar cotidianamente necesidades, obligaciones, sujeciones. Que no hable de libertad ni de derechos quien no entienda ni hable de sus deberes y de su responsabilidad. Estas necesidades, obligaciones y sujeciones son condición necesaria de la libertad y de la realización personal. Ellas integran al hombre en la comunidad auténtica y van unidas a esa acción responsable por la cual un hombre aumenta sin cesar su propia dignidad. El resultado último de la anarquía, de la licencia, de esa independencia superficial en que hoy quisieran moverse algunos –superficial, digo, porque no tiene consistencia alguna– es la desesperación que nace de haber destruido lo más rico y profundo del propio ser de cada uno.

Y viene después la putrefacción y la descomposición de todo. Un sacerdote, un padre de familia cristiana, un hombre adulto, un profesional que trata de responder a las exigencias de su fe, un joven de la generación actual, ¿qué tienen que hacer? ¿Confundirse? ¿Querer el sacerdote ser laico, el joven ser adulto, el adulto volver a ser joven y dar cada uno su interpretación de la vida cristiana, a base de estos valores trastocados? No. El sacerdote, que sea sacerdote; el padre de familia, en su familia; el profesional del mundo, trabajando en la parcela que le toca trabajar; todos ellos como cristianos cumpliendo una misión dentro del Reino de Dios, integrándose, asimilando unos de otros ese efluvio de caridad y de amor que brota no simplemente de las frases, sino del deber cumplido; porque no hay un testimonio de amor más eficaz y más vivo de un hombre hacia otro que el cumplimiento del deber con el cual sirve a sus hermanos y da ejemplo a los débiles. Cuando cada hombre se esfuerza por cumplir bien con su deber en lo suyo, sin invadir los terrenos de los demás, ese hombre está prestando los mejores servicios.

Pero esto exige someternos todos a ese imperio dulce y fuerte a la vez de las leyes que Dios y la Iglesia nos marcan. ¿Por qué no hemos de someternos? Hasta el poeta, que parece tan libre en su inspiración, tiene que ceñirse a normas muy exigentes para poder combinar las palabras y presentárnoslas de tal modo que sean expresión de la belleza que él quiere reflejar. Los arquitectos y constructores de esta Catedral también tuvieron que hacer lo mismo. Pensaron juntos, combinaron sus esfuerzos, unieron sus manos; y hubo siempre un pensamiento rector. Y al cabo del tiempo surgió la Catedral, en toda su belleza. Hubiera obrado cada cual conforme a su ley, la que él se trazare, y no hubiéramos tenido más que ruinas amontonadas unas sobre otras.

Disponibilidad del corazón #

Para poder cumplir, y termino, la ley de Dios y las que la Iglesia nos va señalando, hace falta disponibilidad de corazón, sencillez. De ahí la frase del Evangelio que he invocado: Bendito seas, oh Padre; te doy gracias, porque has revelado estos misterios a los sencillos y a los pequeñuelos, y los has ocultado a los sabios y poderosos de este mundo (Mt 11, 25). Hace falta la disponibilidad de corazón que aparece en la Santísima Virgen María cuando es llamada por Dios a cumplir su misión. La misma que se da en otros personajes del Evangelio. Los Apóstoles, hombres que desconocen a Jesús, y cuando un día les dice: “Venid, seguidme”, abandonándolo todo, le siguieron. Disponibilidad del corazón. Esto es lo que hoy está fallando. Y falla particularmente en esta hora del posconcilio, de la Iglesia posconciliar, tan invocada por todos, tan mal entendida en muchas ocasiones y tan maltratada.

Si lográramos, los hijos de la Iglesia de hoy, detenernos un momento en nuestro camino, abrir el corazón y decir: “¡Oh, Dios mío! ¡Condúceme! Yo no tengo por qué presentarme ante los hombres como el constructor de una nueva Iglesia; yo no soy más que un hombre, un sacerdote, religioso, seglar, religiosa, que responde a tu llamada, que quiere aportar su esfuerzo; no consientas que mi soberbia me lleve a querer marcar el camino a los demás, olvidándome que Tú nos lo has señalado a todos”. Si hiciéramos esto, nos pondríamos en el camino auténtico de la verdadera y provechosa renovación conciliar. ¿Por qué no hemos de esperar que así se haga?

Yo sí, hijos; yo sí tengo esperanza. Nos tocará todavía sufrir mucho; pero tengo una esperanza muy viva de que este momento ha de llegar. Y terminarán por apagarse las voces ásperas e insensatas, de la misma manera que deberán desaparecer las actitudes recelosas y desconfiadas de los que no quieren una Iglesia renovada. Tenemos que meditar en esta vida cristiana que nos es ofrecida, en esa llamada del Señor, en esa riqueza interior propia de nuestro ser cristiano, por encima de los gestos, los gritos, y los anhelos personales. Todo tiene que ser asumido y vivificado dentro de un nuevo ser, dentro de la nueva vida que nos da nuestro Señor Jesucristo.