Las siete palabras de Cristo en la cruz (1969)

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Las siete palabras de Cristo en la cruz (1969)

Sermón en el Viernes Santo, 4 de abril de 1969.

Otra vez nos encontramos aquí para meditar las últimas palabras de Cristo. Las pronunció desde la cruz cuando iba a morir. Quizá sean, de entre todas las que dijo, las que mejor conservamos en nuestro corazón, siempre necesitado de la contemplación de grandes dolores para percibir el fulgor de la verdad. Queremos acércanos con amor a ese divino agonizante, deseosos de encontrar algo de luz para nuestra pobre vida, que busca la esperanza como el ciervo sediento busca las aguas del arroyo limpio.

Ya es una paradoja desconcertante para nuestro orgullo que tenga que ser un crucificado que va a morir el que nos dice palabras de salvación. Pero así es. Cristo redime a los hombres en una cruz. Y ya nada hay, ni ocurre, ni puede ocurrir sin la cruz, signo de salvación o de condenación.

1ª.- Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 24) #

Los evangelistas nos dicen que una vez que Jesús fue crucificado entre los dos malhechores, algunos de los que se movían junto a la cruz, le gritaban desafiantes: Si eres hijo de Dios, baja de esa cruz (Mt 27, 40). Mas Jesús no prestaba atención al desafío, sino que, contemplando a unos y a otros con infinita misericordia, decía: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.

Era la actitud propia del Cordero que se inmola por los pecados del mundo. Cuando parecía que había hecho ya todo lo que se podía hacer por los hombres, dar su vida, aún quedaba algo más: pedir perdón incluso por los que hacían sarcasmo de su muerte bendita. Mas no sólo pedía el perdón para ellos, sino para todos los que antes o después de su muerte protestamos contra el silencio de Dios que no baja o no nos baja de la cruz.

No sabemos lo que pedimos y exigimos. Desconocemos las mil capas que cubren nuestro egoísmo. Y reclamamos a título de justicia y de verdad, de defensa y salvación. Si eres hijo de Dios… Porque nosotros creemos en Dios y tenemos derecho a reclamarte a Ti… Y Dios tiene que acomodarse a nuestras reivindicaciones, a nuestra pequeñez, a nuestra cortedad de miras.

¡Padre, perdónales! ¿A quiénes, Señor? A todos: al discípulo traidor, al que le negó, a los que se escondieron, a los que exigían un mesianismo nuevo, a los que se encerraban en su ciencia de la ley y los profetas, a los que no querían ni quieren perdonar que alguien llegue hasta ellos para denunciar su envidia, su estrechez de miras, su comodidad egoísta, su orgullo y su amargura.

El que esté sin pecado, que tire la primera piedra. Humildad, hermanos, humildad para reconocernos pecadores, y para sentir hondamente la necesidad de ser perdonados por alguien que es superior a todos nosotros. ¿No está aquí precisamente el “encuentro” verdaderamente salvador de los hombres, en reconocernos pecadores y abiertos a la misericordia del Dios que quiere redimirnos?

Si Cristo hubiera bajado de la cruz, ¿en quién hubiéramos creído? Es absurdo imaginarse ese triunfo tan ridículamente humano de Cristo bajando de la cruz, quizá entre las blasfemias de los dos malhechores, que hubieran continuado colgados del madero, y entre la rabia y el furor de los de abajo, que acaso hubieran reaccionado como lo hicieron ante la resurrección de Lázaro. Cristo no bajó. Era la hora de la cruz, para poder seguir ofreciendo el perdón universal.

2ª.- Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43) #

Alguien comprendió lo que la actitud de Cristo significaba. Mientras uno de los ladrones protestaba y gemía iracundo, el otro dijo, dirigiéndose a Jesús: Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino. Y al instante, Cristo le respondió: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

No le pide pruebas de su realeza, ni libertad humana, ni bienes de la tierra. Simplemente, que se acuerde de él cuando esté en su Reino. Es lo suficientemente grande para arrepentirse, para reconocer que había obrado mal, para saber que existe el perdón, que hay Alguien capaz de amarle, para volver a creer y tener confianza.

Qué lección tan profunda para nosotros, los egoístas de todos los tiempos, que continuamente preguntamos: ¿Por qué ha de pasarme esto a mí? ¿Por qué Dios no me libra de esta prueba tan dura que no merezco?

El buen ladrón acepta todo, y no pide más que un simple recuerdo. ¡Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino! Sea como sea lo que tú propones para salvar al hombre, lo acepto, quiero tu redención, la tuya, no la que yo quiera inventar.

¡Un crucificado pidiendo a otro crucificado! ¡Un condenado a muerte esperando la salvación de otro condenado! Y, además, colaborando activamente a su redención, porque aporta su propio sufrimiento aceptado. No hay en él una actitud pasiva. Hasta ahora la fe y la adhesión a Cristo se habían producido como consecuencia de los milagros y signos de su poder. Ahora no. En el buen ladrón, todo es más limpio y generoso. Como si se quisiera indicarnos que en el momento cumbre de la fe y la esperanza, hay que prescindir de todo lo que favorezca el halago de nuestros sentidos y aspiraciones materiales.

No nos hagamos víctimas. Tenemos el deber de serlo de verdad. Porque nadie es bueno del todo. Y ser víctima es también esperar la redención de lo que aparentemente no puede dar nada… ¡de un crucificado!

La espera de aquel pobre ajusticiado no quedó defraudada. Jesús, silencioso para las blasfemias y los insultos, se dirigió a él diciéndole: Hoy estará conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43). Es el premio de la bienaventuranza eterna.

No lo olvidemos, seamos conscientes de nuestro destino. Hay quienes nos atacan diciendo que, al predicar el cielo, fomentamos la evasión, y ofrecemos a los hombres una droga que les hace incapaces de luchar para conseguir un mundo mejor en esta tierra. Los que así hablan sólo buscan una justicia a su medida y conforme a sus deseos. Es decir, otra droga, pero mucho peor que la que ellos creen que nace de las palabras de Cristo. Pensar en la vida eterna no es evadirse de este mundo; es buscar la justicia plena de Dios y del hombre. Y para buscarla no hay por qué dejar de buscar también la justicia de la tierra. Pero está demostrado que ésta se nos va de las manos cuando dejamos de pensar en la justicia de Dios. Por eso Cristo da la paz y la esperanza al corazón acongojado del hombre que padece cualquier clase de tribulación. También a aquel que moría en la cruz con Él. Pero, a la vez que da la paz y quiere la fidelidad posible del hombre en este mundo, señala el camino de la felicidad verdadera: el de la bienaventuranza eterna del cielo, de la cual apenas hablamos, como si temiéramos ser menos hombres que los demás. Sucede, pues, todo lo contrario: cuanto más buscamos la vida de Dios, más bien hacemos al hombre en su vida aquí abajo.

3ª.- Mujer, he ahí a tu hijo (Jn 19, 26-27) #

Allí estaba también, junto a la cruz, María Santísima, reina del dolor, de la fe y de la esperanza. Jesucristo, viéndola a ella y viendo también al apóstol Juan, en quien estamos representados todos, dijo a María: Mujer, he ahí a tu hijo. Y luego, dirigiéndose a Juan: He ahí a tu Madre.

Es María a quien Jesucristo nos da como Madre de la humanidad y Madre de la Iglesia. El que no viene a dar reinos en este mundo, sin embargo no nos priva de aquello de que más necesitado está el corazón de un hombre: el calor de una madre. El cristianismo no es la religión de la tristeza. El cristianismo es como una familia, y todos tenemos que compartir nuestras alegrías y nuestros dolores juntos, como hacen los hijos con su madre. Ya veis cuánto de humano, de hermosamente humano hay en la religión santa de Jesús. Antes de morir, Él nos da a su Madre, para que la tengamos junto a nosotros; pero elevada, desde que fue elegida, a la insuperable condición de Madre de Dios.

El Verbo de Dios había buscado albergue en la naturaleza humana, y lo encontró en el seno de María. Y ahora la ofrece como Madre de esa humanidad a la que acaba de redimir. María acepta una vez más y consiente en serlo. Lo será porque es la Madre de la Iglesia destinada a albergar a la humanidad entera. Ni sentimientos vacíos, ni racionalismos paralizantes. ¡La verdad de la vida! El hombre y la mujer en la historia, construyendo el mundo. La madre y el hijo. Jesús no lo olvida en el momento supremo de configurar la constitución de su Iglesia. Habría que contar en adelante, con María, corredentora de los hombres, porque Dios la eligió y quiso hacer, por medio de Ella, grandes cosas.

Ella se ofrece y se consagra de nuevo junto a la cruz. Al consagrarse a Dios, aceptando el destino que le es confiado, sirve al hombre con su intercesión y su sacrificio. Es decir, la consagración a Dios contribuye también a la salvación de lo humano del hombre.

María es “la mujer”: esposa, madre, virgen, esclava siempre de la voluntad de Dios. Cristo nos la da para que nos ayude siempre. Por elevación, los consagrados a Dios transforman el mundo y lo llevan hacia la altura. Eso es lo que hace siempre María con su influencia santa sobre los hijos de la Iglesia. Es nuestra Madre, porque nos ayuda con su ejemplo a cumplir la voluntad de Dios haciéndonos hermanos de su Hijo, Cristo. No olvidemos que el mismo Jesús había dicho: Los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ésos son mi madre y mis hermanos (Mc 3, 35).

La presencia de María en el cristianismo es como una síntesis: purísima consagración a Dios, y a la vez cálido amor maternal. Ni sólo la solución a los problemas materiales y después el Evangelio, ni sólo un Evangelio sin madre y sin hermanos.

4ª.- Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34) #

En medio de aquella espantosa agonía, llegó un momento en que Jesús, dando una gran voz, dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, palabras que formaban parte de un salmo que sin duda recitaba el divino agonizante en aquella hora terrible y dolorosa.

El misterio de la humanidad llega en estas palabras de Cristo, como antes en Getsemaní, a las mayores profundidades. No hay en el mundo ni habrá en la historia humana abatimiento y soledad como los de Cristo. En Él la naturaleza humana supo lo que jamás podrá saber un hombre: qué es hacerse pecado, expiándolo, para que donde el pecado abundó sobreabunde la gracia. Todos los hombres tendremos siempre una mirada que se puede encontrar con la nuestra: la de Cristo, sumido en el abandono del Getsemaní y de la cruz. Nuestra es la esperanza. ¡No es posible la desesperación para el cristiano!

He aquí la gran paradoja: el que sea precisamente ahí, en este Cristo del total abatimiento, donde los hombres de hoy, como los de ayer, tienen que buscar, si de veras quieren encontrarla, la esperanza y la alegría de vivir, la fuerza para su desarrollo. Que la busquen ahí, sí, porque ahí ha sido recapitulado todo, y si brota de ese encuentro con quien de verdad se compadece de nosotros, no estará inficionada de egoísmo, de odio, de afán de dominar.

Es un misterio ante el que hay que arrodillarse. La esperanza humana sale de ahí, de ese crisol de abatimiento, de vacío, de vértigo, que es un Dios con todo su poder, sumergido en el abandono, en el pecado, en la raíz de lo que es el mal, en la misma raíz que ahora está germinando para una nueva recreación del hombre que ha de nacer, el redimido por Cristo.

Arrojemos en ese abismo la soledad del ateo, del escéptico, del que odia, del pesimista, del desesperado, es decir, nuestra soledad de pecadores. Por encima, infinitamente por encima de la historia y la realidad del pecado, se levanta el signo de la salvación, la cruz.

En medio de esta humanidad nuestra que vive bajo el terror y la amenaza de las guerras, aplastada por el triunfo de “los otros”, acorralada por los egoísmos, ¿no podremos los cristianos ser el grano de mostaza, que es la más pequeña de las semillas, pero que luego se hace grande, y vienen los pájaros del cielo y anidan en ella? (cf. Mc 4, 31-32).

Al menos nosotros, mantengamos encendido el fuego del espíritu, la luz de la fe y la esperanza en Cristo, para que el mundo vea y no sucumba víctima de la desesperación.

Cuanto más aparentemente solos nos quedemos con Cristo, más participaremos de su fuerza y de su compañía para poder ofrecerla al mundo. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Nada terreno quedó en Él. He sido reducido a la nada (Sal 72, 22). Nuestra vida en Dios es tan plena, tan radical, tan honda, tan llena de amor y de riqueza, que sólo se puede lograr entregando de antemano todo lo terreno que atrae nuestro corazón. Al despojarnos de toda humana ambición, nos encontramos con el divino abandono y hallamos el camino de la esperanza.

5ª.- Tengo sed (Jn 19, 28) #

He aquí la palabra más humana de las que Cristo pronunció desde la cruz. Las demás hacen referencia de algún modo al insondable misterio de su grandeza de Redentor. Ésta es la queja humilde del que experimenta una necesidad física tan pobre y tan sencilla como la del sediento. Se consumía, sí, en una sed ardiente y abrasadora como consecuencia de la mucha sangre derramada y de todas las torturas parecidas. ¿Quién habrá que al oír esta súplica no quiera llevar un poco de agua a los labios de Cristo agonizante?

San Juan, que es quien nos transmite esta palabra, advierte que Cristo la pronunció para que se cumpliera lo que estaba predicho. ¡Cómo miraría Cristo a los allí congregados! Déjalo a ver si viene Elías a salvarlo (Mt 27, 49). Él los estaba redimiendo con su tormento físico, moral, espiritual. ¡Tengo sed! ¡Qué maravillosa grandeza la de Cristo crucificado, que muere teniendo libertad para dar su vida, para en medio de sus tormentos cumplir toda la ley y los profetas!

¡Tengo sed!, queja la más humana, y que puede ser la más divina. Un soldado compasivo acercó hasta sus labios una esponja empapada de agua y vinagre, la bebida llamada “posca” que él tendría para su propio uso.

Nosotros también quisiéramos aliviar a Cristo en sus padecimientos. Pero no sólo en su sed corporal, sino en su sed de Redentor del mundo que pide paz y amor, justicia, obediencia en la Iglesia, estimación y adhesión profunda a lo que Él ha instituido en ella. No tenemos derecho a secar las fuentes, cuyo hondo manantial brota de Él mismo, como dijo a la Samaritana. El agua viva nos la da Él, y es esa misma la que a Él debe retornar cuando nosotros, los cristianos, nos preguntemos sobre el modo de “hacer Iglesia”, para ofrecerle en su continua agonía la bebida refrescante de nuestra respuesta llena de amor y fidelidad.

Si los sacerdotes y los cristianos no nos olvidamos hoy de dónde está ese manantial de agua viva del espíritu, podremos calmar, a la vez que la sed de Cristo, la que el hombre moderno padece tan ardientemente. El artista, el científico, el investigador tienen sed. El avaro, el ladrón, el jugador tienen sed. Y en la vida ordinaria, el industrial, el albañil, el abogado, el maestro tienen sed. Y la madre de familia, y la juventud, y los enfermos y los sanos. Pero es la sed de verdad, de paz, de seguridad, que nada ni nadie de este mundo puede calmar. Sólo se calma cuando del corazón de cada uno nace un generoso impulso de ofrecer al Cristo sediento nuestros anhelos más íntimos. Entonces, dándole de beber a Él, somos saciados nosotros. Porque nuestra comida y bebida está en hacer la voluntad del Padre.

6ª.- Todo está cumplido (Jn 19, 30) #

Se acercaba ya el fin. Apenas gustó el vinagre que le fue ofrecido en la esponja, dijo Jesús: Todo está acabado. Aparte la referencia que la frase podía tener a la muerte ya inminente, era también como la expresión retrospectiva del que contempla el camino andado obediente a la misión que se le confió.

Todo está cumplido, sí. Ya ha sido predicado el perdón de los pecados, ya ha sido presentado el nuevo Reino, ya están los campos preparados para la mies, ya puede germinar la semilla. Ya ha sido manifestada al hombre la luz y la verdad de Dios, su paternidad y su bondad divina. La luz necesaria a la inteligencia y la razón humana le ha sido dada en Cristo. La salvación de Dios germinará y tendrá vida en el hombre si éste se siente pecador y se arrepiente. La gracia de Dios que el Crucificado ha venido a merecernos será la fuerza para la fidelidad al verdadero sentido de la vida. Si los hombres quieren, podrán encontrar siempre la orientación que su alma necesita. Quien envilezca la noción de la vida, ya tiene su juicio de condenación en el mismo envilecimiento de que es causa. Ésta será la postura con que quedará marcado para la eternidad.

Jesús ha cumplido. De su vida se desprende la suficiente cantidad de luz y de misterio para que nos rindamos ante Él con amor, y para que aceptemos con humildad la grandeza que brilla en todo su ser, la cual nos invita a adorarle.

Adorarle, sí; además de trabajar, luchar por un mundo mejor, desarrollar las fuerzas latentes de la vida, tenemos que adorar, adorar a Dios como humildes criaturas. ¿Qué estamos haciendo con la vida? Nosotros, los hombres de la técnica, ¿la convertiremos en una técnica más? Sería traicionar horriblemente su origen y su destino final.

Hemos de saber captar el misterio que en ella late y que nos lleva a los pies del Creador y del Redentor de nuestros más íntimos anhelos.

Cada hombre tiene su destino. Pero el de unos y otros coincide, por voluntad de Dios, en este mandato: haced el bien, amaos, amad a Dios, sed fieles a su santa ley. Y así vamos poco a poco cumpliendo también nuestro programa y derramando por el mundo las obras y las palabras que nos salvan y ayudan a salvar a los demás.

7ª.- Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46) #

Por último, a punto ya de expirar y doblar la cabeza, sus labios se abrieron para decir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Nada hay en estas palabras últimas que signifique la debilidad del vencido; todo, por el contrario, indica la majestad y la grandeza del que ha cumplido su misión y entrega al Padre la hermosa ejecutoria de su vida. ¡Mi espíritu! Es decir, mi palabra, mis obras, mi obediencia, mi sacrificio, mi amor, mi vida.

Todo le ha sido arrebatado a Cristo, porque todo ha querido ofrecérselo. Su sacrificio es perfecto en el amor y en la libertad con que lo realiza. Digno es el Cordero que ha sido inmolado de recibir la potencia y riqueza y sabiduría y fuerza y honor y bendición, pues nos rescató para Dios en su sangre (Ap 5, 9-12). Ahora, al morir, dirige al Padre su última súplica filial, con la misma serena confianza con que nos invitó a orar a nosotros en todos los momentos de nuestra vida. Cuando oréis, hacedlo así: Padre nuestro, que estás en los cielos… Cumple lo que enseñó, y se entrega al designio misterioso, lleno de confianza y de amor. El ideal supremo de las bienaventuranzas se logra ahora plenamente en el Cristo que muere. Bienaventurado el pobre, que no tuvo casa para nacer, y ha sido despojado de todo a la hora de morir. Bienaventurados los mansos, como Él, que moría pidiendo perdón por sus enemigos. Bienaventurados los que lloran, como Él que tuvo que llorar la aflicción de su desamparo y la persecución de que fue víctima.

Bienaventurados nosotros también, si sabemos entregar nuestro espíritu al Padre. El espíritu no es solamente el alma que se separa del cuerpo al morir; es el trabajo de todas las horas, la palabra buena, tantas veces dicha; es el perdón siempre concedido; es el amor de que podemos dar ejemplo y testimonio; es la ayuda incansable al prójimo desvalido; es la piedad para con Dios; es la mortificación de nuestras pasiones; es la vida cristiana, la perla escondida en lo mejor de nuestro corazón.

Vosotros, los enfermos, los de las clínicas y hospitales, los que estáis en vuestros propios hogares, ricos o pobres: si tiene que llegar para vosotros y está cercana ya la hora en que vuestro espíritu ha de ir a Dios, ponedlo en manos del Padre con amor y con humildad. No os desesperéis. Os acompañaremos pronto. La vida es corta para todos. Los que estamos aquí esta tarde de Viernes Santo, en la plaza de la Catedral de Barcelona, meditando las palabras de Jesús, a quien vemos en esta imagen del Cristo de Lepanto, seguiremos también vuestro camino. Pronto, pronto ha de llegar esa hora. Y nosotros, como vosotros, los que ahora padecéis, cualquiera que sea el hombre o la mujer que venga a este mundo, tiene este destino: de Dios recibe el espíritu y a Dios ha de entregarlo un día. ¡Ah, hermanos! Ojalá la meditación de la Pasión de Cristo sirva para limpiar nuestra alma de todas las manchas del pecado, y nos induzca no sólo a pedir confiadamente el perdón que Él está siempre dispuesto a otorgarnos, sino a ayudarnos unos a otros con el amor de que Él nos dio ejemplo. Cumplamos con ese deber que Dios nos ha señalado, para que, a la hora de nuestra muerte, podamos decir que nuestro espíritu sale limpio y libre hacia las manos del Señor.

Y tú, ¡oh Cristo!, Cristo muerto por nosotros, Rey de la vida, mantén la esperanza en nuestro corazón. Y frente a todos los motivos que a veces aparecen para perderla, haz que levantemos siempre nuestra mirada hacia ti, y que pongamos nuestras manos en tus llagas, que nos arrodillemos junto a ti para besar tus pies, y que nuestra frente se incline sobre la tuya, y que nuestro corazón pueda con sus latidos unirse a los últimos que tú diste antes de morir, para proclamarte ahora y siempre lo que eres: nuestro Maestro, nuestro Rey, nuestro Dios, nuestro Hombre.

Sí, tú lo eres todo, y a ti vamos; a ti vamos, como el ciervo sediento busca las aguas de los arroyos limpios. De tu costado brotó sangre y agua. De ello queremos seguir viviendo, por medio de los sacramentos de la Iglesia, que nos purifican y nos llevan a ti, para seguir gozando aquí en la tierra y después siempre, en el cielo, de tu dulce y santa compañía. No nos la niegues nunca, ¡oh Cristo! Dinos también a nosotros, como al buen ladrón: “Hoy, mañana, cuando sea, estaréis conmigo en el Paraíso”.