El primer mandamiento

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El primer mandamiento

Conferencia pronunciada el 11 de febrero de 1970, Miércoles de Ceniza.

Una vez más tengo la satisfacción de poder reunirme con vosotros en estos días santos de Cuaresma, para predicaros la palabra de Dios, para hablaros de los misterios de la vida cristiana, aquí, en esta Catedral de Barcelona, que nos acoge en su recinto piadoso y nos invita a la reflexión y a la plegaria, unidos todos en el corazón y en los propósitos que nos guían.

Los dos años anteriores os he predicado sobre dos virtudes fundamentales de la vida cristiana: la fe y la esperanza, examinadas en relación con los momentos actuales que estamos viviendo en la Iglesia. Este año quiero hablaros de otra virtud fundamental: la caridad. Y también voy a referirme a ella sin detenerme demasiado en explicaciones meramente doctrinales, sino buscando la aplicación que de esta virtud debemos hacer a los problemas planteados en la presente situación de la Iglesia.

Hoy esta situación no es grata, ciertamente. Hay motivos sobrados para la inquietud y el desconcierto. La preocupación del Papa, continuamente manifestada; la actitudes de protesta y de rebeldía en muchos sectores de la Iglesia; el descenso de la vida cristiana en la piedad y en la observancia de la moral; la anarquía y el subjetivismo existentes en cuanto a la interpretación de las normas que la Iglesia viene dando y un desprecio sistemático a todo cuando significa autoridad: todos estos síntomas, que están ahí y pueden ser apreciados fácilmente por cualquiera que desee observar con serenidad el panorama actual, nos obligan a los cristianos a reaccionar vigorosamente, apoyándonos en una actitud honda de fe y de auténtica caridad cristiana, y a volver a las afirmaciones sencillas y fecundas, con el propósito de no entablar polémicas ni de enconar discusiones, sino de hacer luz para las almas de buena voluntad que están dispuestas a recibirla.

“La caridad nos hará libres” #

Por eso, este año quiero dedicar la predicación cuaresmal a este tema: la caridad nos hará libres. Acabo de pronunciar una frase que va a ser como el eje en torno al cual girarán las reflexiones que, con la gracia de Dios, he de ir haciendo durante los viernes de Cuaresma. La caridad verdadera nos hará también verdaderamente libres; y sin esa auténtica caridad seremos esclavos de nosotros mismos o de los demás. Quiera el Señor bendecir este esfuerzo que vamos a hacer juntos para meditar y para hablar. Quiera también Él hacer que vuestras almas y las de aquellos que pueden escuchar mi voz a través de la radio, sean dóciles a las gracias del Señor. Pongo por intercesora a la Santísima Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora de Lourdes, cuya fiesta hemos celebrado hoy, a fin de que Ella, reina de la caridad, ejemplo limpio de las almas verdaderamente grandes y libres, nos guíe a todos durante la santa Cuaresma para meditar en este hecho fundamental. Y lo llamo hecho con toda deliberación: el hecho fundamental del amor, de la caridad cristiana, sin la cual nada es inteligible dentro de nuestra santa religión, y con la cual no sólo todo se hace claro, sino que viene a nuestras almas la fortaleza necesaria para seguir el camino que Dios nos ha trazado.

Fundamentos: el primer mandamiento de la Ley #

En esta primera noche, por exigencia lógica del tema y porque hay que establecer bien los fundamentos desde el principio, voy a hablaros del amor a Dios, nuestro Señor; de que debemos amar a Dios sobre todas las cosas, con el corazón y con la voluntad, y que debemos amarle siempre. Este es el tema de esta tarde. Os pido desde el principio que vuestra alma acoja mis palabras con sencillez y que os coloquéis en la actitud propia de los creyentes, esto es, de los que escuchan la palabra de Dios y desean que en sus almas fructifique.

No venimos aquí ni a hacer yo, ni a oír vosotros, grandes discursos. No. Insisto: volvamos a las afirmaciones sencillas de las que nunca deberíamos habernos olvidado. Y en esas afirmaciones sencillas –las más profundas, porque resumen perfectamente el contenido de nuestra fe– es donde se encierra la norma orientadora. Hablemos, pues, del amor a Dios, nuestro Señor.

¿Cuál es el primer mandamiento de la Ley divina? Aparece señalado en el Deuteronomio. Se dio este precepto a Israel, pueblo de Dios:Oye, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el solo Yahvé. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo te doy (Dt 6, 4-7).Vino después Jesucristo a perfeccionar toda la Ley; y no modificó el precepto. En cierta ocasión,los fariseos, oyendo que había hecho enmudecer a los saduceos, se juntaron en torno a Él; y le preguntó uno de ellos, doctor, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas(Mt 22, 34-41).Así nos lo transmite el evangelista San Mateo.

Veamos cómo nos lo dice San Marcos:Uno de los escribas, que había escuchado la disputa, viendo lo bien que les había respondido, le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Y Jesús contestó: El primero es: Escucha, Israel, al Señor, vuestro Dios, el único Señor, y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Y el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno (Mc 12, 28-31).

Este es, pues, el primer mandamiento. Así lo hemos aprendido desde niños, al ser educados en la fe. Así quedó grabada en lo más íntimo de nuestro corazón, para siempre.

Hoy existe un peligro, y es el de que, unos conscientemente y los otros sin darse cuenta, se olvidan de insistir, en la pedagogía de la fe, en esta sacratísima y primera obligación que tiene el creyente, el cristiano, de exponerla tal como debe ser expuesta. Este peligro se da, sobre todo, cuando se habla de que a Dios se le encuentra en el rostro del prójimo, de nuestros hermanos los hombres; de que basta amar a la sociedad humana, preocuparse por el progreso y la promoción de los valores terrestres, y que, obrando así, ya estamos amando a Dios. No. Esta afirmación es inadmisible para la fe católica.

El amor de Dios, tal como nos es señalado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, es amor a un Dios personal, trascendente, distinto de todo lo creado. Hay que amarle a Él por lo que es Él, prescindiendo de todo lo demás. Y aunque estuviera un hombre solo en el mundo, aunque no pudiera contemplar el rostro de sus hermanos, para ver si en sus ojos brilla la alegría o aparecen las lágrimas del dolor; aun cuando este hombre estuviera solo, plantado en la mitad del universo, tendría que amar a Dios por lo que Dios es, prescindiendo del prójimo. Después, sí; precisamente para cumplir bien con lo que el amor a Dios nos pide, tenemos también que amar al prójimo. Pero antes hay que amar a Dios en su propio ser, en su unidad, en su omnipotencia creadora, en su bondad, en su ser divino, como nos enseñó Jesucristo.

El ejemplo de Jesucristo, norma de nuestra vida #

Leed las páginas del Evangelio y ved cómo el Señor con frecuencia se aislaba de todos y se retiraba por la noche a orar y a hablar con el Padre, a demostrarle su amor de Hijo, a ofrecer a los hombres el ejemplo de adoración y de piedad con el cual tenemos que manifestar nuestro amor a Él. Daba ejemplo de cómo hay que amar a Dios; prescindía de la comunidad en momentos dados. Y Él vivió en medio del dolor, y nadie como Él sé ha encarnado dentro de los problemas humanos para redimirlos. Nadie ha hecho tanto por el hombre que sufre como Jesucristo. Y, sin embargo, en su vida oculta, y después en su vida pública y en el Huerto de los Olivos y en la cruz, antes de morir, se dirige al Padre en medio de la más grandiosa soledad de su alma y de su sufrimiento; al Padre, solo en su omnipotencia, único en su divinidad. Al Padre. Se dirige a Dios, dando ejemplo a los hombres de lo que tenemos que hacer nosotros. En nuestra vida religiosa, si ha de ser consciente de lo que las verdades de nuestra fe nos piden, debe prevalecer este sentido íntimo de nuestra piedad, que nos exige adoración, respeto, reverencia exterior, oración y plegaria, confianza, amor, gratitud. Todo esto es amar a Dios y amarle sobre todas las cosas.

Con su respuesta, Cristo nos da a entender –en primer lugar– que ésta es la norma de nuestra vida. El hombre se preguntará siempre: ¿para qué he venido yo al mundo, qué es mi vida, a dónde voy, cuál es mi destino? A estas preguntas hay una respuesta, y es ésta: amar a Dios sobre todas las cosas. Esta norma sirve para el hombre joven, para el enfermo, para el trabajador, para el empresario. Cuando no es así, viene la angustia de los interrogantes y se debate uno en esa terrible oscuridad de las dudas y de las negaciones, de la que no se sale nunca sino por una evasión llena de egoísmo o por un desprecio a la significación más profunda del misterio humano. Pero cuando un hombre entiende que el misterio de su vida es éste: amar a Dios, que es su creador, que es su Padre, la providencia que le guía, el que le ofrece la vida eterna, el juez de su destino, cuando un hombre entiende esto, sabe que su vida tiene un sentido, aunque sea una vida oculta, pobre, desconocida, ignorada por los demás, la vida más pobre y humilde de la tierra.

Cuando tiene esta conciencia de lo que significa el amor, que él debe a Dios, puede sentirse tan grande como el más poderoso del mundo. Las glorias humanas pasan y no significan nada cuando se desconoce el sentido de la vida.

En segundo lugar, de esta respuesta que da el Señor se deriva claramente la idea a que antes me refería: al Dios personal, distinto de todo lo creado, que merece el homenaje de nuestra adoración constante, hay que amarle sobre todas las cosas; y dentro de las cosas se comprende también el resto de los hombres. Dios está por encima de todos y por su bondad infinita, en sí mismo, merece y debe ser amado.

Por último, al anunciar con tanto énfasis que hay que amar con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas, indica también con claridad que nos encontramos en presencia de la ley de las leyes, de la norma de las normas, del mandamiento supremo y definitivo.

Así es como debemos insistir hoy en la predicación de las sencillas verdades de nuestra fe. Estamos perdidos en un bosque lleno de exuberante vegetación, de problemas religiosos, de críticas, de ideologías extrañas, de criterios subjetivos. Queremos todos reformar la vida de la Iglesia y del mundo en nombre del cristianismo y terminamos predicando cada cual un cristianismo a nuestro gusto. Es necesario volver a encontrarnos en el silencio y, como Cristo, por la noche o durante el día o cuando sea, buscar el desierto, subir al monte, ir al lugar callado de la meditación y la plegaria para alabar a Dios, nuestro Padre y para dirigirle a Él nuestras peticiones humildes, en la seguridad de que encontraremos la luz que Él sólo puede ofrecernos. Esto es lo que hoy necesita la Iglesia, pero no convirtiendo a Dios en un problema, no hablando de una teología sin Dios, no proclamando un Cristo para los hombres que viene a ser un hombre para Dios.

Hay que hablar de Dios y contemplarlo en su infinita trascendencia, en sus atributos únicos, en su eternidad, en su omnipotencia creadora, en su providencia misteriosa. Hay que hablar de Dios aun en medio del dolor, como Cristo en el Huerto de los Olivos: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú (Mt 26, 39). Cristo estaba allí, en presencia del misterio, como ahora estamos en presencia del misterio los hombres inquietos por el progreso, por el bienestar social, por el desarrollo de la justicia. Todos queremos un mundo mejor, pero es difícil encontrar fundamentos que sean de verdad realizables. Y, sin embargo, necesitamos perseverar en la lucha. Lo que no podemos es prescindir de la voluntad de Dios para cuya comprensión se necesita la oración religiosa. Terminaremos por no entendernos entre nosotros, por no saber de qué Dios estamos hablando. Y esto nos pasará dentro del cristianismo, como está pasando en otras religiones, ansiosas de ofrecer al hombre el camino de la verdad e impotentes a la hora de señalar la orientación definitiva, porque carecen de la luz de la Revelación.

Con el corazón #

Y hay que amarle con el corazón y con la voluntad. En estas dos potencias interiores resumo toda la intimidad del ser humano, que es la que tiene que ponerse al servicio del amor. Hay que amar a Dios con el corazón, es decir, con el afecto religioso, con el noble sentimiento religioso, con la piedad, con los actos de culto, a través de los cuales nuestra condición humana manifiesta el amor a tono con lo que esta condición exige y necesita. Hay que amar a Dios con la sencillez de la plegaria, predicando su nombre bendito, alabándole, cantando himnos a su amor. Hay que amar a Dios con el corazón.

Tiene que amarle el niño con su corazón lleno de ternura; y tiene que amarle el joven con su corazón lleno de fuego; y tienen que amarle los hombres y las mujeres maduros con su corazón lleno de experiencia; y tienen que amarle los ancianos con su corazón desengañado de las cosas terrestres. Hay que amar a Dios y no avergonzarse de hablar de Él así; no con sensiblería, pero sí con sentimiento; con la entrañable ternura del hijo que se dirige a su padre. Así vemos también a Jesucristo en el Evangelio. Cuando hablaba al Padre lo hacía con amor, con confianza de Hijo. Se enciende el corazón del Señor cuando se dirige al Padre que está en los cielos y cuando enseña la oración del Padrenuestro a sus discípulos, para que sea repetida a través de los siglos. Hay que amar al Señor así, con el corazón, con el sentimiento, con el afecto religioso, con oraciones acomodadas, con actos de culto que nos inviten, en las reuniones colectivas que celebramos los cristianos, a propagar este amor, y que nos hagan sentirnos gozosos al proclamarlo.

Por esto me veo obligado a hacer una advertencia; y es la de que, en la vida de piedad de hoy, si bien es cierto que está justificada la supresión de algunas formas antiguas de piedad, menos aptas para expresar el conjunto de ideas y los sentimientos de nuestra religión cristiana, no se debe prescindir de devociones que existían en nuestra vida tradicional, llenas de sabiduría cristiana, instrumentos espléndidos para la pedagogía de la fe; prácticas que constituían para el hombre un consuelo, una fuente de paz, un fortalecimiento en medio de sus debilidades y de sus cansancios. Nos referimos a la piedad sencilla, la piedad popular, la piedad de las grandes muchedumbres, con respecto a la cual se levantan voces excesivamente críticas, señalando únicamente lo que pueda haber allí de defectuoso y negándose a reconocer la imperiosa necesidad que tiene el alma colectiva del pueblo humilde de hablar, de cantar, de llamar a Dios con nombres familiares, de invocarle como Padre. Porque se trata de esa caudalosa riqueza del sentimiento religioso, que no es ninguna deformación ni ninguna desviación, sino un camino auténtico para que la piedad se mantenga y ayude al hombre, tantas veces combatido por dificultades de toda índole, a perseverar en su vida religiosa.

Cuando uno piensa que ya en la noche en que Cristo nace y viene al mundo, los ángeles cantan: Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14); cuando uno piensa en ese Domingo de Ramos en que Cristo entra en Jerusalén, aclamado por la muchedumbre, y en que cuando alguien quiere impedir aquellos gritos, Jesús se opone diciendo que si ellos no hablasen las piedras hablarían; cuando uno piensa en el gozo con que el Señor se veía rodeado, junto al mar o en la montaña, de aquellas muchedumbres que escuchaban su palabra y alababan a Dios Padre, necesariamente tiene que desaprobar los criterios de quienes, con el pretexto de una más exacta educación de la fe, se olvidan de la condición humana; se olvidan de que la religión es dogma, sí, es fe rigurosa y exigente, sí; pero lo es para la familia de Dios, para el pueblo cristiano, unido por lazos familiares; y en la familia hay que dejar correr el amor.

Por eso, prácticas de piedad, de devoción a la sagrada Eucaristía, a la Santísima Virgen, que nos lleva a Jesucristo; de adoración a la cruz del Señor, de meditación en su pasión y muerte, de gozo en su resurrección; lecturas espirituales comentadas, como las que se hacían en nuestras ciudades y pueblos, estaban y están hoy también justificadas. Y no hay que prescindir de ellas tan a la ligera, porque, de hacerlo, nos exponemos a causar un daño irreparable al pueblo cristiano.

Con la voluntad #

Pero no hay que amarle sólo con el corazón, en este sentido que estoy diciendo. Hay que amarle también con la voluntad, es decir, con las determinaciones prácticas que mueven al hombre a cumplir los mandamientos de la Ley de Dios. Cuando estudiábamos el catecismo antiguo, decíamos: “Amar a Dios sobre todas las cosas es querer perderlas todas antes que ofenderle”; y en esa sencilla expresión encerrábamos una doctrina abundante, con aplicaciones para las diversas situaciones de la vida. El amor a Dios se demuestra, ante todo, cumpliendo todos los mandamientos. Todos los que Él dictó. Esta es la seriedad del hombre religioso. Esto es lo que demuestra que un hombre tiene verdadero afán de caminar por el camino de la santidad cristiana y hacer honor al Evangelio en que cree: cumplir todos los mandamientos. Es el Señor quien así lo señaló. Es la Iglesia la que los ha recibido y la que los transmite, añadiendo a la luz de la ley natural la de la Revelación cristiana.

En cada época surge una filosofía peculiar para interpretar, conforme al gusto de las circunstancias del ambiente, unos u otros mandamientos. No se pueden hacer estas discriminaciones. En nuestra catequesis, en parroquias y escuelas, en nuestras predicaciones en los templos, en esas mesas redondaso esos grupos de estudio donde se examina a la luz del Concilio –según dicen– toda la temática de índole política, económica, social, que existe en el mundo de hoy, hemos de mostrarnos un poco más honrados y empezar todos por examinar nuestra conciencia sobre si somos o no fieles a los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Es entonces cuando de verdad uno se capacita para influir sobre la sociedad. Pero cuando alguien, en nombre de su criterio personal o de los dictados de la época, en nombre de la filosofía del ambiente o de una falsa teología, desprecia o silencia un determinado mandamiento de la Ley de Dios, sepa que causa grave daño a la fe cristiana. A la fe hay que aceptarla en toda su integridad, con sus dogmas para ser creídos, con sus mandamientos para ser practicados, con sus sacramentos para ser recibidos. Junto al sentimiento está la voluntad y, de la misma manera que decimos que debe haber amor y que éste se manifiesta, sencillamente, en el hecho de llamar a Dios “Padre nuestro”, del mismo modo, decimos, debe haber en todo instante una determinación seria de cumplir todo lo que Dios ha mandado. Así es como se demuestra que de verdad le amamos.

Siempre #

Y, por último, hay que amarle siempre, en todas las circunstancias. Cada uno ha de examinar sus condiciones personales y su vida, las dificultades con que se encuentra, el ambiente en que trabaja, su propia familia, sus negocios, sus pasiones personales, sus experiencias, su triunfo en el camino de la virtud o sus fracasos; su enfermedad, su salud, sus alegrías y sus penas; y pensar que, frente a todas estas circunstancias, sean cuales sean, hay una permanente obligación en el hombre: amar a Dios siempre, en todo momento. Así es como nos educaron en la fe, desde niños; así es como hemos seguido recibiendo la instrucción cristiana; así es como vemos que obró el Señor y que enseñó a sus discípulos cuando les dice que, para seguirle a Él, ha de tomar cada uno su cruz y seguirle. No es el dolor, ni la enfermedad, ni el fracaso lo que puede dispensarnos de amar a Dios. Tropezamos entonces con el misterio de la providencia desconcertante, cuya oscuridad quedará iluminada en la otra vida.

Sí, sé que al orgullo del hombre apenas le dicen nada estas afirmaciones. Quiere una explicación ahora y aquí, que no tenemos. En efecto, para muchas situaciones con las cuales tiene que enfrentarse el hombre que sufre, yo no tengo explicación humana. Pero no por eso abandono mi fe.

Pienso en Jesucristo; pienso en la Virgen María; pienso en los santos que se han encontrado siempre en situaciones realmente dolorosas y dramáticas y, sin embargo, amaron a Dios. Y cuanto más sufrieron, más amaban a Dios; y cuanto más dura era la prueba y más fuerte la persecución, más amaban a Dios; y llegaban a decir que preferían padecer, no morir, sino seguir padeciendo, para seguir demostrando que amaban a Dios. A estos santos no se les puede pedir tampoco una explicación humana que satisfaga la pregunta del hombre que quiere descubrir todos los misterios. No se les puede pedir, porque no la tienen. Pero vivieron su amor a Dios en esas circunstancias y esto es lo que ha dado fuerza y coraje a la religión de Cristo, que ha ofrecido siempre tantos héroes, conocidos unos, anónimos otros, a la imitación de los demás, y ha hecho que podamos seguir nuestro camino los que somos más pobres, más débiles, buscando fuerza en los ejemplos que ellos nos dieron. Nos separamos de aquí y el misterio es todavía mucho mayor, más desconcertante.

Yo no podré deciros a vosotros, los hombres cargados de razón, no podré deciros una fórmula que os satisfaga, en nombre de la religión cristiana, para explicar el misterio del dolor. Pero vosotros podréis decirme menos, si os apartáis de Dios. Y las fórmulas que me deis tienen menos valor para satisfacer las inquietudes de mi alma en medio de este dolor y de esta enfermedad. Yo amo a Dios, quiero amar a Dios, quiero seguir el camino que Él nos ha trazado por encima de todo: de las pasiones que me llevan al mal, de los pecados en que puedo haber caído, de las tentaciones que me están solicitando nuevamente, de las dificultades que me crean mis hermanos, el prójimo con quien tengo que vivir. Por encima de cualquier situación y contingencia. Esta es la realidad de una actitud religiosa ascética que quiere de verdad amar a Dios, nuestro Señor.

Termino, hijos. Para vivir este amor es necesario el recurso de la plegaria y la oración. Por ahí es por donde muchas veces tendríamos que empezar para poder encontrar explicaciones al misterio. Hay crisis de fe, muchas, en muchos hombres, que no se resolverán nunca con razonamientos científicos. Hay muchas crisis de fe que sólo pueden resolverse cuando el hombre entra en la soledad de un templo y reza. Que empiece el hombre a dar esta prueba; Dios no se dejará ganar. Que busque y encontrará. La luz bajará a su corazón y hará que prenda en él la semilla del amor a un Dios que es, ante todo, Padre nuestro.

Cuando el hombre religioso convierte en eje de su vida este amor a Dios y centra su existencia en torno a lo que este precepto fundamental significa, el camino está allanado. No desaparecerán todas las dificultades; pero de ahí, de esa altura de la que desciende con su rostro iluminado, puede caminar hacia adelante y le será más fácil cumplir con los restantes deberes que la religión señala. En un amor a Dios cultivado con la oración sencilla y perseverante, va creciendo como una espiga bendita la paz de la conciencia, la serenidad del sentimiento religioso. Aumenta también cierta como seguridad, no sé qué fuerza que intuye que todos los problemas terminan por resolverse dentro de ese poder infinito de Dios contemplado y amado. Ese hombre mirará al mundo con cierta benevolencia y compasión, nunca desdeñosa, nunca con suficiencia arrogante, sino simplemente con el ánimo tranquilo del que sabe que está por encima de las cosas, porque está unido a Dios. Hará el bien que pueda, y cada acto de bien en favor del prójimo será un aumento de su piedad para con Dios. Seguirá orando un día y otro. Y así va acercándose al final y va ofreciendo a sus hijos, a sus nietos, a sus amigos, la lección de la serenidad, de la fortaleza cristiana, del sentido de la vida.

Empecemos, pues, por aquí. Yo os invito, queridos hijos de la diócesis de Barcelona y también a todos aquellos a quienes pueda llegar la palabra que estoy predicando, a que dejemos las polémicas y nos esforcemos por amar sinceramente a Dios. Desde ahí podremos otra vez caminar juntos para entender mejor todos lo que la Iglesia nos está pidiendo hoy.