Conferencia pronunciada el 20 de febrero de 1970, viernes de la primera semana de Cuaresma.
Examinábamos el viernes último los motivos por los cuales el hombre ha de amar a Dios, los motivos y fundamentos de ese precepto principalísimo de la Ley: amar a Dios sobre todas las cosas, con toda la voluntad, con todo el corazón, con lo mejor de nuestra mente, con todas nuestras fuerzas. La ley natural, escrita en la conciencia de todo ser humano, mueve indefectiblemente al respeto, la reverencia, el temor y la gratitud, e incluso a un cierto amor a Dios. Pero es insuficiente la luz que brota de esta conciencia del hombre reducido exclusivamente a lo que la ley natural puede dictarle; es insuficiente para que en él arraigue profundamente esta idea, convertida en vida, del amor a Dios sobre todas las cosas.
Sólo a la luz de la Revelación cristiana recibe el hombre una completa enseñanza sobre Dios. Jesucristo es quien disipa todas las sombras y nos revela que Dios es nuestro Padre. La garantía de la verdad de su predicación está en su misma vida. La creación del hombre, la providencia divina sobre él, aunque misteriosa y muchas veces desconcertante para nosotros; la redención, el ofrecimiento de la salvación eterna en el cielo, son obra del amor de Dios y sólo por el amor de Dios pueden tener explicación suficiente. De manera particular insisto en la idea que exponía con más detenimiento el último día: la redención.
Yo os pregunto a vosotros, cristianos, ¿no es cierto que ha habido momentos en vuestra vida en que habéis comprendido, como iluminados por una luz de cielo, que la única actitud es ésta, la del amor a Dios? Al meditar en el misterio de Cristo Redentor, en toda su vida, pero de manera particular en lo que significan su pasión santa, su muerte y su resurrección; cuando en unos ejercicios espirituales nos hemos detenido a contemplar el paisaje del calvario, lo que significa Cristo en la cruz, la redención ha empezado a tener sentido para nosotros de una manera definitiva. Quizá no hemos sido después suficientemente fieles, pero ya no se ha borrado de nosotros la idea de que Dios nos ama y de que aquel que está allí, en la cruz, lo está por amor a nosotros; que Cristo, el Hijo de Dios, ha subido al Calvario solamente porque nos ama. Y que, por lo mismo, el cristiano ha de amar a Dios, Padre suyo, redentor y salvador, sobre todas las cosas.
Pero debemos dar un paso más, porque el Evangelio nos invita a ello. Leemos en San Lucas:Se levantó un doctor de la Ley y dijo a Jesús, con el fin de tentarle: Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Y le dijo Jesús: ¿Qué es lo que se halla escrito en la Ley? Respondió el: Amarás al Señor, Dios tuyo, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Replicó Jesús: bien has respondido; haz esto y vivirás. Mas él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? (Lc 10, 25-30).
Parábola del Buen Samaritano #
Entonces Jesús tomando la palabra, habló así: Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones, que le despojaron de todo, le cubrieron de heridas y se fueron, dejándole medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, aunque le vio, pasó de largo. Igualmente, un levita, a pesar de que se halló vecino al sitio, le miró y tiró adelante. Pero un samaritano que iba de camino llegó adonde él estaba, y, viéndole, se movió a compasión. Y, acercándose, vendó sus heridas, bañándolas con aceite y vino; y, subiéndole en su cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al mesonero, diciéndole: Cuida de este hombre; y todo lo que gastes de más, yo te lo abonaré a mi vuelta. ¿Quién de estos tres te parece haber sido prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Aquél, respondió el doctor, que usó con él de misericordia. Y dijo Jesús: Pues anda y haz tú lo mismo(Lc 10, 30-38).
Ved cómo comenta esta parábola, en su espléndida “Vida de nuestro Señor Jesucristo”, el profesor Ricciotti: “Durante esta peregrinación por Judea, Jesús fue interpelado por un doctor de la Ley que quería formarse idea clara del pensamiento de Él sobre ciertos puntos fundamentales… y le hizo estas preguntas que hemos leído.
“Pero en ningún pasaje de la Ley antigua se encontraban juntos los dos preceptos del amor de Dios y el amor al prójimo, y parece que tampoco los rabinos de entonces solían unirlos. En todo caso quedaba la incertidumbre del término “prójimo”, que no sabía bien a quien debía referirse: si sólo a los parientes y amigos, o a todos los compatriotas y correligionarios, o en la más exorbitante de las hipótesis, incluso a los enemigos, a los extranjeros, a los incircuncisos y a los idólatras…
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó… La carretera actual de Jerusalén a Jericó cuenta con 37 kilómetros, pero en la antigüedad era algo más breve, pues su último tramo ha sido alargado hoy para comodidad del tráfico. Aquel hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, dice el Evangelio, a causa de que casi todo el camino transcurre cuesta abajo, para salvar el desnivel de unos mil metros que existe entre ambas ciudades. Desde el kilómetro ocho hasta casi las puertas de Jericó, la ruta pasa por lugares absolutamente desiertos, montañosos y, a menudo, escarpados. De aquí que, en todos los tiempos, haya estado infestada de ladrones, siendo prácticamente imposible desalojar a éstos de los refugios secretos practicados a los lados del camino.
“El desdichado yace, pues, en el camino, magullado a golpes, aturdido e incapaz de salir de tal situación si alguna persona compasiva no le presta socorro. La parábola presupone, evidentemente, que el sacerdote y el levita, terminado su turno de servicio en el templo, regresaban a sus casas, situadas en Jericó o más allá. Tras estos dos, pasó un tercer viajero: el samaritano. Este era quizá un mercader que iba a hacer compras en el mercado de Jericó y dentro de poco pensaba volver en sentido inverso. Y era acomodado, puesto que viajaba en jumento propio. La piedad que al instante sintió por el infeliz le indujo a cuidarle lo mejor posible en aquella soledad, aplicando a las heridas las medicaciones de la época, es decir, el aceite emoliente y el vino desinfectante, tras lo cual las vendó con vendas improvisadas. Cargó después en el jumento al hombre inerte y, enternecido, sosteniéndole lo mejor que pudo durante el trayecto, lo llevó a la posada.
“Los dos denarios de plata eran suficientes para proveer a varios días de cura del herido, aparte de que, si no bastaba, el samaritano había prometido al posadero reembolsarle después. La parábola estaba concluida. Mas como el doctor había preguntado quién era su prójimo, Jesús terminó provocando la respuesta del propio doctor: ¿Quién te parece a ti que de estos tres fue el prójimo de aquel que había caído en manos de ladrones? El doctor, naturalmente, responde: El que usó de misericordia con él. Y Jesús termina: Ve y haz tú también lo mismo.
“En el caso de la parábola, los prójimos del herido eran, oficialmente, más que cualquier otro, el sacerdote y el levita; óptima idea, pero pésimo resultado. El samaritano no era, en modo alguno, oficialmente prójimo del herido: idea pésima, pero resultado óptimo. Los dos ministros de la religión nacional no sienten la menor piedad por su compatriota agonizante; el extranjero y execrado samaritano hace por el infeliz cuanto hubiera hecho por su padre y madre. De los tres, sólo el samaritano obra como prójimo, aunque no lo fuera oficialmente. De modo que cualquier hombre, no importe cuáles sean su raza o su fe, puede ser prójimo, porque puede obrar como prójimo”1.
Gloriosa historia #
Esta parábola del buen samaritano ha sido objeto de meditación constante en la vida de los cristianos. ¡Cuántas inspiraciones buenas han nacido de ahí! ¡Cuántos actos de abnegación y de amor en favor de unos y otros!
Es cierto que cuando se estudia la historia de la Iglesia podemos encontrar equivocaciones trágicas, fallos dolorosos en la práctica del amor, imposiciones molestas en nombre de un sentido de la civilización cristiana, vigente en tal o cual época, que se amparaba tanto o más que en el derecho objetivo que la religión podía tener a ser predicada, en un conjunto de circunstancias transitorias, a veces incluso políticas. Pero la comprobación de estas deficiencias no debe ser impedimento para reconocer lo mucho que, gracias a la predicación de Cristo y a este concepto del amor al prójimo, se ha hecho siempre. Como tampoco debe serlo para reconocer que siempre tenemos que seguir haciendo más. Es verdad. Afirmémoslo abiertamente, pero sin caer en una crítica demoledora que parece no ver más que defectos en la Iglesia. El amor de Cristo a través de la Iglesia ha sido vivo, operante, activo. Ha habido muchos buenos samaritanos en todo tiempo y lugar, hijos de la Iglesia que se han adelantado a todas las exigencias de la justicia social.
No podéis dar un paso hacia atrás en la historia de Barcelona sin encontraros con el testimonio elocuentísimo de tantas personas y entidades que se ocuparon de las desgracias del prójimo, venciendo todo egoísmo y procurando aliviar, hasta donde fuera posible, las necesidades que sus hermanos les presentaban. Y así también en las más pequeñas aldeas.
¡Hay tantas costumbres santas y tantas instituciones logradas en pueblos y ciudades, que nacieron como fruto de la fe y de la caridad cristiana, a pesar de tantos pecados y de tantos fallos en el orden espiritual!
De ese hombre que estaba allí, al borde del camino, no se sabe nada, no se sabe quién es, de qué religión, de qué raza, de qué país, de qué familia, de qué cultura, de qué condición social, de qué carácter humano. Nada. No es más que un pobre desconocido, homo quidam, un cualquiera. Y es ese hombre el que Jesucristo nos pone como ejemplo del prójimo a quien hay que amar y atender.
Han pasado por allí el sacerdote y el levita. Eran los más obligados porque, lógicamente pensando, tendrían más vinculación con el herido. Pasan de largo. Y el que viene a dar la lección del amor es alguien que entre los judíos de entonces estaba considerado como un enemigo, por lo menos como un extranjero con el que no se quería tratar, un samaritano. Y este hombre se conmueve, actúa, se acerca al herido, le recoge, le mueve entre sus manos, le pone lo que tiene allí, aceite y vino; le transporta en su cabalgadura y ofrece, generosamente, el dinero necesario para que lo atiendan.
Es decir, amor compasivo, generoso, práctico, amor sin condiciones; es el universalismo del amor en cuanto a la naturaleza del hombre a quien hay que amar; en cuanto a la acción que hay que ejercitar para demostrar el amor; y en cuanto al desprendimiento máximo que debe guiarnos.
A esto ha invitado siempre la religión cristiana, y sigue invitando hoy, aunque los derechos sociales de los hombres deben ser proclamados, requeridos, exigidos, cumplidos fielmente en nombre de la justicia y amparados en las leyes pertinentes para asegurar su efectividad.
Porque el motivo fundamental es siempre el amor. Si queremos un mundo más justo y trabajamos para que se realice esta justicia en la tierra, es porque ésta debe ser una realización del amor, es porque somos hermanos, no simplemente para satisfacer una exigencia legal. ¿Qué sería de un mundo en que los derechos sociales estuvieran perfectamente atendidos, pero vacío de amor? Las leyes se cumplirían, pero la dignidad fundamental del hombre quedaría olvidada. Deben darse las dos cosas a la vez, leyes justas y trabajo de transformación, pero fundadas en el amor al hombre.
Si la ley es justa es porque arranca de la justicia. La justicia descansa sobre el orden objetivo de la naturaleza humana tal como Dios la ha creado. Y no basta la conciencia de solidaridad que nace de nuestra condición común, porque la experiencia singular y colectiva demuestran que en las relaciones de los hombres entre sí aparece siempre, inevitablemente, el egoísmo. Por solidaridad sentimos, es cierto, la invitación a unir nuestras manos, pero las desunimos enseguida cuando vemos satisfechos nuestros anhelos y nuestro amor propio. Hay que buscar en ese orden objetivo de la naturaleza humana, tal como Dios lo ha creado, un motivo de unión más estable y profundo, y éste se halla a la luz de la fe que me enseña con exactitud el fundamento radical de la fraternidad humana, la condición del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, más aún, hijo de Dios, más aún, hermano y miembro del Cuerpo Místico de Cristo.
Esta es la motivación honda y seria del amor al hombre, la que elimina eficazmente todo exclusivismo, de religión, de patria, de cultura, de edad, de clase social. Amamos al hombre porque en él vemos un hijo de Dios como lo somos nosotros, más aún, porque vemos a Dios mismo amándole como nos amó a nosotros al crearnos y redimirnos.
La razón de mi dignidad está en que Dios me ha creado y Dios me ama. La razón de la dignidad de mi prójimo es la misma; el Dios que a mí me ha creado y que a mí me ha redimido, le ha creado a él, quiere redimirle a él también. Entonces uno y otro estamos como recubiertos por esa protección del mismo Dios y nos encontramos con que pertenecemos a la misma familia, porque somos hijos del mismo Padre. He aquí el fundamento supremo de este universalismo del amor al prójimo.
Esto me lleva a otra consideración que no es superflua en este momento, hermanos; y es la de que, siendo así las cosas, yo no puedo excluir a nadie de mi caridad y de mi amor al prójimo, pero tampoco puedo excluir nada de lo que pueda hacer bien a ese prójimo. Por consiguiente, en un amor bien entendido y practicado, conforme a las exigencias del Evangelio, yo debo interesarme por todo lo que beneficie a mis hermanos, es decir, por todo lo que sea misericordia corporal y espiritual, empezando por los bienes de la fe. El acto supremo del amor al prójimo, aun cuando quizá no sea el más urgente de una manera inmediata, es hacer por nuestra parte cuanto esté en nuestras manos para la propagación de la fe.
No imposiciones, no coacciones de ningún género; pero sí predicación de la fe a todo el que quiera oírla. Porque es el máximo bien del hombre y, al ofrecer yo a mis hermanos, los hombres, las luces de esta revelación que me ha sido dada con el explícito deseo, manifestado por Cristo en el Evangelio, de que se propague y se extienda, al hacer esto, estoy ofreciendo lo mejor que puede lograr un hombre en este mundo.
Repito: puede suceder que no sea lo más urgente. Habrá ocasiones en que, antes de predicar la fe, hay que acercarse al herido que está al borde del camino, para curar sus heridas. Ciertamente. Pero sin excluir nunca de nuestras preocupaciones de cristianos la comunicación de la fe, la educación de la misma y la propagación del sentido cristiano de la vida.
Vosotros, padres de familia, queréis mucho a vuestros hijos y deseáis para ellos el mejor porvenir en todos los aspectos de su vida humana; os preocupáis de sus carreras, del desarrollo de su personalidad; queréis ofrecerles medios de vida para el futuro. ¿Cumpliríais del todo vuestra misión de padres si, habiéndoles ofrecido esto, los dejaseis desamparados –al menos en cuanto está de vuestra parte– en lo que se refiere a la riqueza de la fe y del amor a Dios?
Comprended el porqué de las exhortaciones de la Iglesia, tan repetidas, tan constantes, tan llenas de amor y de paciencia, cuando os habla de vuestros deberes en orden a la vida religiosa, en el hogar, sobre vuestros hijos, y con vosotros mismos, para que seáis apóstoles de la Iglesia en vuestra vida de familia. Y, juntamente con los beneficios de la fe, todos los demás: los de la cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido de la nobleza, el trabajo, la honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo de justicia social, expresiones vivas y concretas de un amor rectamente entendido.
Hemos de tener esta comprensión del hombre. Cuando alguien dice que lo único que importa es preocuparse por el bienestar material de los demás, se equivoca. Se equivocaría también el que despreciara esa preocupación por el bienestar humano y social, porque a ello nos obliga nuestra solidaridad y nuestro sentido de hermanos; pero no podemos dejar en un segundo plano, nunca jamás, esa otra preocupación por iluminar las conciencias en el orden de la fe y de la vida religiosa.
El sacramento que hace amar #
Hay un sacramento que ayuda a amar, y es la Eucaristía. Jesucristo lo instituyó en la última cena, cuando promulgó el mandato del amor, diciendo que nos amásemos unos a otros como Él nos había amado (cf. Jn 13, 34). Es una de las cumbres del cristianismo. Es difícil practicarlo así y ser constante. Por eso hemos de acercarnos a la fuente viva de donde brota el agua que sacia nuestra sed de amor. La Eucaristía, la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo, recibidos con conciencia pura, nos hace capaces de un amor sin limitaciones.
Esta es mi exhortación final. Sé que, con palabras humanas solamente, no es posible vencer las dificultades para amarnos como Dios quiere que nos amemos. Es necesario dar un paso más y acudir al sacramento del amor, que nos ofrece el cuerpo y la sangre del Señor que nos ama. Pero mirad –y quiero aprovechar la ocasión para advertirlo–, el sacramento de la infinita pureza exige que nos acerquemos a él con una delicadeza de conciencia muy grande. Empieza a difundirse en algunos ambientes cierto desprecio al sacramento de la confesión y la penitencia, tal como la Iglesia lo enseña; y se oye decir que han aumentado en muchos sitios las comuniones, pero que han disminuido las confesiones.
Sería muy grave que prendiera en el corazón y en la conciencia de nuestras comunidades cristianas una actitud naturalista respecto al pecado. O se acata plenamente el misterio, o vale más renunciar, puesto que se trata de la pureza infinita del amor. Hay que demostrar de antemano que queremos de verdad esa pureza en nosotros. Y tenemos que presentarnos limpios de pecado.
¿Por qué muchas veces la sagrada comunión no produce los efectos espirituales que podría producir? Por falta de disposiciones habituales o actuales suficientes en el corazón del cristiano. Y una terrible falta de disposición podría darse si cundiera una minimización del sentido del pecado, queriendo abusar de la misericordia de Dios, haciéndola a nuestra medida y conforme a nuestro capricho. Esto sería utilizar la Eucaristía sin las debidas disposiciones. La Eucaristía nos da fuerza para amar, pero hemos de ser humildes para ir hacia ella con la pureza de corazón con que Cristo pos indicó. Es el cuerpo y la sangre del Señor lo que recibimos. Dejémosle que entre en nosotros y que corra por las venas de nuestra alma. No le pongamos obstáculos. Si se los ponemos con nuestro egoísmo y con nuestros propios criterios, estamos ya demostrando falta de amor y, lógicamente, tiene que producirse después en nosotros una frustración de ese amor que la Eucaristía podría despertar en nuestras conciencias para vivirlo en relación con nuestros hermanos, los hombres.
1 J. Ricciotti, Vida de Jesucristo, Barcelona, 1944, 477-480.