Conferencia pronunciada el 19 de marzo de 1971, viernes de la tercera semana de Cuaresma.
Después de haberos hablado sobre las enseñanzas del Señor, me corresponde hacerlo hoy sobre un tema muy querido y muy grato al corazón de todo cristiano, el de la santísima Virgen María, Madre de Dios y de los hombres. Ésta es también una enseñanza del Señor, del Evangelio, de la Tradición de la Iglesia católica.
Y me alegro de poder hacerlo hoy, el día en que celebramos la festividad litúrgica de San José, el esposo santo de María.
Al hablar de la Santísima Virgen, experimento una mezcla de confiada y humilde piedad filial y de sagrado respeto y veneración que me invita a callar y contemplar.
El misterio de María #
El misterio de María es un buen índice para medir y valorar el proceso de la fe en un alma cristiana. A medida que se avanza en el deseo de comprender y vivir más y más el Evangelio, se advierte mejor el valor espiritual y la singularidad de esta figura incomparable: María de Nazaret.
¿Queréis que sea la Biblia la que nos hable? He aquí lo que nos dice:
Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo. Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre(Lc 1, 46-55).
Son las palabras del Magníficat, que pronunció María movida por el Espíritu de Dios. La que es ejemplo de humildad sin igual, se atrevió a decir de sí misma algo que sobrepasa todos los cálculos: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
¿Deseáis escuchar la enseñanza solemne de la Iglesia? Es constante, repetida, caudalosa, llena de exactitud y de belleza. Leo un breve fragmento de la Constitución Lumen Gentium, del Vaticano II.
“Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor. Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, ‘sino que es verdadera madre de los miembros (de Cristo) … por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza’ (San Agustín, De sacra virginitate, 6: PL 40, 399). Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial” (LG 53).
“La Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).
“Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador”.
“Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero, así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente”.
“La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (LG 62).
¿Queréis más bien apreciar lo que cree y siente el pueblo cristiano sencillo y creyente? Dejadle hablar, o, mejor dicho, hablad vosotros mismos, y vuestros labios recitarán en seguida un saludo y una plegaria que por primera vez la tierra escucha a un ángel del cielo, y ya no se ha interrumpido nunca –Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, ¡bendita tú entre todas las mujeres…!
Una persona humana en la historia de la salvación: María, la “Madre” #
Ya hemos reflexionado sobre ello: nuestra historia es historia de salvación, porque Dios ha entrado en ella y se ha manifestado como Salvador y Redentor. En esta historia nuestra, porque Dios lo ha querido, hay una figura neta y totalmente humana, una mujer, María, desposada con un hombre llamado José (Lc 1, 27). Ella es, en esta divina y humana historia, la Madre. ¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y estos milagros por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María? (Mc 6, 2-3).
La madre, nuestra madre, la de cada uno de nosotros que nos trajo al mundo, está constitutivamente abierta al misterio de la vida que en ella misma se opera. Todos sabemos por experiencia o por añoranza, el caudal de sacrificio, de trabajo, de desvelo, de amor, de una madre, palabra que apenas pronunciada suscita los sentimientos más nobles, y no admite calificativos porque por sí misma es la luz, fuente, término inalcanzable de las más hermosas comparaciones.
María es la madre del Señor: vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Lc 1, 3). El centro del cristianismo no puede ser otro que el misterio de Cristo. Todo lo que se diga de María será en función de ese misterio. Ella es la Madre del Salvador prefigurada y anunciada: Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15).
Jesús es inseparable de la mujer de la que ha querido nacer: Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Gal 4, 4-6). ¿Cómo será la apertura de la madre del Hijo de Dios al misterio de la vida y de la vida que llevó en su seno? ¿Cómo será su sacrificio, su trabajo, su desvelo, su amor? ¿Cómo será la madre cuya carne y cuya sangre lleva el Hijo de Dios? ¿Como será la “madre” del que es Salvación y Redención y vino a ser el Primogénito?
María es la “madre” de los hombres renovados ya según Dios en justicia y santidad verdaderas (Ef 4, 24), para los que Cristo, el hijo de María, vino a sernos de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención (1Cor 1, 30). Cristo, nos ha dicho San Pablo y acabamos de recordar ese texto de su carta a los Gálatas, se hizo hijo de mujer para que recibiéramos la filiación adoptiva de hijos de Dios. Todos en Cristo, hijo de María, hemos pasado de esclavos a hijos, herederos de Dios: Ya no eres esclavo sino hijo, y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (Gal 4, 7).
María es la madre del único Cristo que ha habido en la tierra, nuestro Salvador y Redentor. No está dividido Cristo (1Cor 1, 3); Él quiso formar un cuerpo místico con nosotros, que siendo muchos no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte, los unos miembros de los otros (Rm 12, 5). María, miembro a su vez del cuerpo místico, es en él “la madre” por voluntad divina, porque el Espíritu Santo descendió sobre ella y la vivificó en su papel maternal. Todos hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo Cuerpo, hijos de Dios, coherederos de Cristo. El Espíritu que por Cristo grita en nosotros “Padre” y que nos permite orar diciendo “Padre nuestro”, ¿no nos autoriza como a hermanos de Cristo a llamar “Madre” a María? ¿Nos da su herencia divina, y nos negará la madre que tomó de nuestra tierra, de nuestro mismo linaje y de nuestra misma carne y sangre?
Jesús… dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 26-27). Y desde aquella hora la humanidad cristiana la acogió por madre. Con ella y como ella tenemos que perseverar en los momentos gozosos de la vida. Y dio a luz a su hijo primogénito… Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace (Lc 2, 43-35). Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena(Jn 19, 25). Y también con ella y como ella sabremos de la gloria del Señor:Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso(Lc 1, 46-49).
María es la Madre de Dios y de los hombres, y como madre, con la preocupación, con la intuición y con la hondura que sólo ellas poseen, dice a quien todo lo puede: Hijo, no tienen vino (Jn 2, 3) y a nosotros, los hermanos menores del Primogénito: Hijos: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).
Fe, esperanza y caridad, vida del cristiano #
La vida cristiana sólo puede definirse por lo que es: una vida, no unas normas, no unas obras, no unos valores, no unas acciones virtuosas, que evidentemente han de ser consecuencia de esa vida, la cual no existiría sin las obras. En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3, 5). Los seres vivos manifiestan la intensidad del principio vital que los constituyen y expresan su vitalidad; nosotros lo captamos sensiblemente. Todo lo que tiene vida pone de manifiesto: funciones, actos, realizaciones, operaciones. Su expresividad está en relación con toda una estructuración dinámica sana o perturbada: vitalidad de los árboles que estallan en brotes, animales heridos, flores marchitas. La vida tiene un cauce, unos organismos, unas normas. Precisamente para que pueda desarrollarse.
Nadie que conozca el cristianismo, duda de que la vitalidad de un cristiano se expresa en su fe, esperanza y caridad, en los actos concretos de estas tres virtudes básicas y radicalmente esenciales y estructurales en la existencia cotidiana de un cristiano.
Cada día el cristiano tiene que iluminar el mundo con la luz de su fe en Cristo. Esta fe es la que ayuda a realizar lo humano del hombre por encima de la pura exigencia de su condición natural, ya que ser cristiano no se reduce a ser hombre. Supone algo más, no extrínsecamente yuxtapuesto, sino vitalmente incorporado a las potencias interiores del espíritu. Es el modo ofrecido por Dios, es la filiación adoptiva, es el “hombre nuevo”; despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador (Col 3, 9-10). A los cristianos se les exige vivir según Cristo: Renovar el espíritu de vuestra mente, y revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad(Ef 4, 23-24).
Se produce una nueva regeneración en el Espíritu Santo que lleva a la progresiva formación de Cristo en el cristiano. Y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que llevo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).
En nuestra vida cotidiana prácticamente no hay distinción entre la fe y la esperanza: la fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven (Hb 11, 1). Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado(Hb 12, 1-4).Realmente al creer, esperamos; y esperamos porque creemos. Los hombres no podemos vivir sin esperanza. Somos un continuo proyecto en cuanto a la realización de nosotros mismos y en cuanto a la acción exterior a nosotros. Es precisamente esta dimensión radical de nuestra vida la que nos da a sentir el peso de la responsabilidad de los quehaceres, de las realizaciones, y de las tareas a las que nos sentimos llamados. Nuestro corazón está inquieto y no descansará hasta que se encuentre en Dios. Éste es el último sentido y término de la esperanza cristiana.Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas es la caridad (1Cor 13, 12-13). Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como él es puro(1Jn 3, 2-3).
Nuestro amor “en el tiempo”, mientras vivimos de la fe, sólo puede ser “amor en la esperanza”. Ya somos hijos de Dios, nos acaba de decir San Juan, el Espíritu Santo habita en nosotros. Podemos amar, pero aún no en plenitud, caminamos hacia ella. El amor es lo definitivo. Buscad la caridad (1Cor 14, 1). Todos los fieles estamos llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (cf. LG 40). La fe, la esperanza y la caridad son los tres grandes caminos ejes en los que consiste formalmente, vitalmente, existencialmente la vida cristiana. No se puede llegar a la caridad sin creer y esperar en Cristo. Creer, esperar y amar eso es vivir para el cristiano, eso es dejarse penetrar el ser de la vida de Cristo que dice el apóstol Pablo: Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre, y ésta es la promesa que él mismo os hizo: la vida eterna (1Jn 2, 24-25).
El modelo perfecto de la fe, de la esperanza y de la caridad de la Iglesia es María #
En Cristo no se daban la fe y esperanza, porque era ya desde toda la eternidad el Verbo, y desde su encarnación en el mundo el amor de Dios manifestado a los hombres. En Cristo la naturaleza humana cumplió siempre la voluntad de Dios, amó y se entregó con la plenitud del misterio que nos inunda y embarga y nos hace caer de rodillas en oración. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad (Jn 1, 14).
Pero en María, sí. He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). María, la primera cristiana que creyó en el misterio de Cristo, se entrega y abandona a la voluntad de Dios en quien espera. Se pone, con su vida entera, a disposición de la Redención y Salvación de los hombres. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3, 35). Lo hemos pensado muchas veces, seguramente nos ha servido de tema de oración: la sencillez y sobriedad de las apariciones de María en el Evangelio. Cuando se la necesita, cuando su misión de madre le hace estar. La actitud de todo cristiano, adoptado por Dios como hijo, coheredero de Cristo –permitidme que lo vuelva a repetir–, elevado a vivir el misterio de amor, que es el misterio de Cristo, ha de ser una imitación de la actitud de María: aceptación humilde de la misión y voluntad divina con la fe, la esperanza y el amor. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! (Lc 1, 45).
Os decía el viernes pasado que Dios reina en nuestro corazón en la medida de sus exigencias: ¡las de la fe, la esperanza y la caridad! También a María le fueron exigidas actitudes heroicas.
Al meditar en la Virgen María, nos damos cuenta de que estamos en presencia de una grandeza religiosa sin límites. En María no hay nada fingido, ni exagerado, ni superficial.
Todo en ella es piedad, ternura, amor, fe y fortaleza llevadas a su máxima expresión, obediencia esplendorosa a la voluntad del Padre, libre asunción de un destino al que es movida en beneficio de los hombres de todos los tiernos.
El cristiano educado en la Iglesia une sus alabanzas de hoy con las que en todos los siglos se han ofrecido a María, vuelca en ella su amor, acude a su intercesión, y a la vez que la siente tan próxima y cercana, advierte una grandeza a la que no puede llegar.
Es la mujer santa en que se concentra lo más puro de la humanidad de todos los tiempos que ansia a Dios en su corazón. Ha sido voluntad de Dios que sea así.
Y es Él quien ha querido que María Santísima tenga una presencia activa y operante sobre el corazón y el alma de los fieles, y por eso no habrá comunidad cristiana auténtica mientras ella no aparezca en el lugar que le corresponde: María Santísima alabada, amada, reconocida, suplicada e imitada.
Desde el principio el pueblo cristiano lo entendió así y creyó que la Virgen María es la Madre del Señor y Madre de los hombres.
María es además la encarnación viva de la oración de la Iglesia, y en unión con ella perseveraban en oración los Apóstoles y los discípulos primeros (cf. Hch 1, 14). La Iglesia no puede vivir sin oración. Precisamente porque es una Iglesia que peregrina hacia Dios, ha de estar permanentemente en una actitud de elevación, de súplica, de adoración y contemplación de Dios a través de los velos de este mundo.
La Iglesia en el mundo es como Cristo en el tiempo, que viviendo entre los hombres buscaba sin cesar la comunicación con el Padre. Tiene que haber siempre en la Iglesia al menos una porción selecta de sus hijos que, a imitación de nuestra Señora, sigan este ejemplo de Jesús. Son los contemplativos, las almas orantes, lo más delicado del Cuerpo Místico, los que frente a los olvidos y miserias en que incurrimos los más, guardan todas estas cosas en su corazón y viven una vida de fe, obediente, sumisa, callada, adoradora, activa, pura, fuerte y humilde. Aunque la Iglesia quedara reducida a muy pocas personas en la tierra, no faltaría nunca en ella la oración de algunos, que siguiendo los pasos de María, la Madre, mantendrían el ejemplo vivo de la unión con Dios en el aspecto más noble, para demostrar así que el cristianismo no se reduce a una ética o un código moral, sino que es comunicación de vida divina a los hombres, unión mística, adoración, contemplación silenciosa, súplica de gracias necesarias para la totalidad del pueblo cristiano y aun para la humanidad que no conoce a Jesucristo.
La oración en la Iglesia es y será ineludible, forma parte de su misterio y de su vida, y la Virgen Santísima desde los albores del cristianismo es y será siempre el modelo del pueblo cristiano en esta actitud fundamental. Se comprende muy bien, frente a tantos desconciertos y errores del momento actual, que el reciente nombrado obispo de Rotterdam, a quien han hecho tanta oposición contestataria diversos grupos de Holanda, haya dicho: Lo que se necesita es una Iglesia que hable menos y que rece más.
No puedo silenciar un nombre que, seguramente habéis estado esperando que pronunciara, el del hombre que mereció la dicha de tener a María por esposa: José. Verdaderamente es maravillosa su rectitud y su sobriedad. En el Nuevo Testamento todo está en función de la Redención y Salvación de los hombres, del misterio de Cristo. José aparece en el momento necesario. Sinceramente, no nos es difícil pensar en la talla interior de este hombre. El hombre a quien Cristo ante los ojos de todos sus contemporáneos llamó “padre”; el hombre que les ganó –a María y a Jesús– el pan, con el sudor de su frente, con la fuerza de sus manos, con la honradez de su trabajo. ¡La familia de Nazaret! No es un sentimentalismo, es la vida real y dura de una familia que sintió como ninguna en su misma constitución las exigencias de la fe, de la esperanza y de la caridad cristiana. Se nos dio la felicidad que a ellos les crucificó. Sirvieron a todos, no habían venido ninguno de los tres a ser servidos, sino a servir. Estuvieron en función de todos los hombres. Su historia la vivieron para que nosotros fuéramos salvados, y nuestra historia fuera “historia de salvación”.
Quiero terminar recitando esta oración a nuestra Señora, compuesta por uno de los más ilustres teólogos modernos.
Oración a nuestra Señora #
“Virgen santa, verdadera madre del Verbo eterno, que has venido a nuestra carne y nuestro destino; mujer que has concebido en la fe y en tu seno bendito la salvación de todos nosotros; madre, pues, de todos los redimidos, siempre viviente en la vida de Dios, cercana a nosotros, pues los unidos a Dios son los que nos están más próximos.
Con agradecimiento de redimidos alabamos la eterna misericordia de Dios que te ha redimido. Cuando comenzaste a existir, ya te había prevenido la gracia santificante y esa gracia que no tuvo en ti que arrepentirse, ya no te ha dejado de la mano. Tú has seguido el camino de todos los hijos de esta tierra, los estrechos senderos que parecen serpentear sin sentido fijo a través del tiempo, caminos de vulgaridad y de dolores hasta la muerte. Pero caminos de Dios, senderos de la fe y del incondicional hágase en mí según tu palabra.
Y en un momento que ya no se borrará de la historia, sino que permanece por toda la eternidad, tu palabra fue la palabra de la humanidad y tu sí se convirtió en el amén de toda la creación al sí decidido de Dios; y tú concebiste en la fe y en tu seno al que es al mismo tiempo Dios y hombre, creador y criatura, felicidad inmutable y que no conoce cambio y destino amargo, consagrado a la muerte, destino de esta tierra, Jesucristo, nuestro Señor.
Por nuestra salvación has dicho el sí; por nosotros has pronunciado tu hágase; como mujer de nuestra raza has acogido para nosotros y cobijado en tu seno y en tu amor a aquél en cuyo solo nombre hay salvación en el cielo y en la tierra. Tu sí ha permanecido siempre y ya nunca ha vuelto atrás. Ni aun cuando se hizo patente en la historia de la vida y de la muerte de tu Hijo quién era en realidad aquél a quien tú habías concebido; el Cordero de Dios, que tomó sobre sí los pecados del mundo, el Hijo del hombre a quien el odio contra Dios de nuestra generación pecadora clavó en la cruz, y siendo luz del mundo, arrojó a las tinieblas de la muerte que era nuestro propio y merecido destino.
De ti, Virgen santa, que como segunda Eva y madre de los vivientes estabas de pie bajo la cruz del Salvador –árbol verdadero de vida– se mantenía en pie la humanidad redimida, la Iglesia, bajo la cruz del mundo, y allí concebía el fruto de la redención y de la salvación eterna.
He aquí reunida, Virgen y Madre, esta comunidad de redimidos y bautizados; aquí precisamente, en esta comunidad, en donde se hace visible y palpable la comunidad de todos los santos, imploramos tu intercesión. Pues la comunión de los santos comprende a los de la tierra y a los del cielo, y en ella nadie vive solo para sí. Ni siquiera tú. Por eso ruegas por todos los que en esta comunión están unidos a ti como hermanos y hermanas en la redención. Y por eso mismo confiamos e imploramos tu poderosa intercesión, que no niegas ni aun a los que no te conocen. Pide para nosotros la gracia de ser verdaderamente cristianos: redimidos y bautizados, sumergidos cada vez más en la vida y en la muerte de nuestro Señor, viviendo en la Iglesia y en su Espíritu, adoradores de Dios en espíritu y en verdad, testigos de la salvación por toda nuestra vida y en todas las situaciones, hombres que pura y disciplinadamente, y buscando sinceramente la verdad en todo, configuran su vida con valentía y humildad, vida que es una vocación santa, una llamada santa de Dios. Pide que seamos hijos de Dios que, según la palabra del Apóstol, han de lucir como estrellas en el seno de una generación corrompida y depravada (Fil 2, 15), alegres y confiados, edificando sobre el Señor de todos los tiempos, hoy y siempre.
Nos consagramos a ti, santa Virgen y Madre, porque ya te estamos consagrados. Como no estamos solamente fundamentados sobre la piedra angular, Jesucristo, sino también sobre los Apóstoles y los Profetas, así también nuestras vidas y nuestra salvación dependen permanentemente de tu sí, de tu fe y del fruto de tus entrañas. Así pues, al decir que queremos consagrarnos a ti, no hacemos más que reconocer nuestra voluntad de acoger en espíritu, de corazón y de hecho, en toda la realidad del hombre interior y exterior, lo que ya somos. Con una consagración semejante intentamos sólo acercarnos en la historia de nuestra vida a la historia de la salvación que Dios ha efectuado y en la que ya ha dispuesto de nosotros. Nos llegamos a ti, porque en ti sucedió nuestra salvación y tú la concebiste.
Ya que estamos consagrados y nos consagramos a ti, muéstranos a Aquél que ha sido consagrado en tu gracia, Jesús, el bendito fruto de tus entrañas; muéstranos a Jesús, el Señor y Salvador, la luz de la verdad y advenimiento de Dios a nuestro tiempo; muéstranos a Jesús que ha padecido verdaderamente y verdaderamente ha resucitado, Hijo del Padre e hijo de la tierra, porque es tu Hijo; muéstranos a aquél en quien realmente somos liberados de las fuerzas y potencias que todavía vagan bajo el cielo, liberados aun cuando el hombre de la tierra les permanezca sumiso; muéstranos a Jesús ayer, hoy y por la eternidad. Dios te salve, María, llena eres de gracia… Amén”1.
1 Karl Rahner, María, Madre del Señor, Barcelona, 1967, 139-143.