La fe de hoy y de mañana

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La fe de hoy y de mañana

Conferencia pronunciada el 26 de marzo de 1971, viernes de la cuarta semana de Cuaresma.

Dentro de los temas que vengo exponiendo en estos viernes de Cuaresma, me pareció que no podía faltar uno cuya actualidad es evidente. Hemos hablado: primero, de Jesucristo, afirmación de Dios; segundo, de la salvación que ofrece el mundo y de la salvación de Dios; tercero, de la religión cristiana y los humanismos; cuarto, de las enseñanzas del Señor, y quinto, de la Virgen María, Madre de Dios y de los hombres.

En una palabra, del misterio del hombre y de Dios, centrándolo sobre Jesucristo, como salvador, y con la referencia expresa a la que Él nos ha ofrecido como modelo, como Madre y como auxilio dentro de la Iglesia para alcanzar la salvación.

Bien. Pero de todo esto, ¿qué quedará? ¿Cuál será la fe de mañana? ¿No estamos asistiendo hoy a muchos cambios que impiden asegurar todo certeza en cuanto al porvenir?

¿Cuál será el futuro de esta religión de Cristo, no ya en cuanto a su supervivencia, sino en cuanto a su contenido? Se nos habla de una nueva conciencia religiosa, de un nuevo modo de ser cristiano, de unas nuevas dimensiones y actitudes de la creencia; en fin, se habla de una nueva fe. ¿Qué podemos decir sobre ello? Confieso que entro en el tema, no porque me agrade, sino precisamente porque me duele y me preocupa hondamente la frivolidad con que se habla de algo tan serio y delicado.

Afirmaciones básicas #

1ª. El único que pudo hablar un día de la fe de hoy y de mañana, fue Jesucristo. Él sí que conocía el mañana de la religión que fundaba sobre la tierra. Él atravesaba la historia. Y además Él es el que señaló el contenido de la fe. Este contenido no puede ser modificado.

2ª. La Iglesia transmite este depósito y en tanto es Iglesia de Jesús, en cuanto es fiel en la transmisión del mismo. Id y enseñad todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 20), no otra cosa. Y tan seguro está Jesús de que lo que Él ha enseñado es lo que ha de permanecer, que dice El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarány es que Él, Él mismo es la verdad.

La Iglesia, con la fuerza viva de la Tradición apostólica, y amparada en la luz de su Magisterio, expone esas verdades, las ilumina, les da vueltas para contemplarlas, extrae de ellas nuevas riquezas que podían estar ocultas, nada más. Lo que es dogma de fe hoy, lo será mañana. Y lo que pueda serlo mañana es porque es una verdad de siempre, más o menos conocida reflejamente como tal. La conciencia de la Iglesia es un organismo vivo, no muerto y sucede en ella lo que en todos los organismos que tienen vida. Su movimiento es variado y en todas las direcciones, y unas veces se ilumina más una parte de su rostro que otras. Pero el rostro es el mismo.

3ª Es muy poco digno jugar a adivinar el futuro. En la religión de Cristo, en la fe, no caben adivinanzas. Se podrá pensar en la extensión geográfica de esa fe, en las formas de vivirla, en las costumbres mejores o peores de los cristianos, en muchos aspectos accidentales. Esto es otra cuestión. Pero querer presentar para el futuro la perspectiva de una fe distinta esencialmente de la de hoy y de la de ayer, sería no sólo un desatino, sino la mayor herejía de la historia, porque las comprendería a todas juntas.

Escuchad las sabias palabras de un gran teólogo moderno: «En la hora actual de la Iglesia, hora que debía ser de esperanzas y esfuerzos de renovación espiritual, no pocos cristianos parecen haber perdido su seguridad, su voz alegre y su tono optimista. Sus expresiones se han hecho hoscas. Su palabra es de pesimismo y de crítica; muchas de sus convicciones se tambalean. Dudan quizá de algunas verdades de su fe, al menos tal y como les han sido transmitidas. Y mucho más inseguros aparecen con respecto a las doctrinas enseñadas oficialmente por la Iglesia cuando éstas no traen consigo la garantía suprema de la infalibilidad.

«Paradójicamente, quizá como sustitutivo de una alegría perdida, tales hombres dan la impresión de pertenecer a una nueva época. Se trata, sin duda, de una época que se está gestando, que se anuncia en el futuro, y que no es aún realidad. Pero ellos están dispuestos a jugarse el presente por el futuro. Quieren ser ya hoy los cristianos del año 2000, aunque aún distemos una treintena de años de esta fecha, y ninguno de ellos, por muy joven que sea, puede tener la seguridad de que su vida vaya a extenderse hasta entonces.

«A ese futuro se sacrifica todo, se cree en él firmemente, se le describe en una literatura, impresionante por su número, que es esencialmente futurología. En ella se dibuja con seguridad desconcertante la imagen del sacerdote del mañana o de la Iglesia del mañana. Pero ¿es posible la futurología sin espíritu de profecía? ¿Quién ha garantizado la realidad del proyecto? ¿Y si el futuro, así descrito, fuera utópico?

«Los hombres que miran fijamente, obsesivamente hacia adelante, no pueden mirar atrás. Tales cristianos no sienten el pasado que ha forjado el presente. Se sienten insolidarios de la historia anterior. Si aluden a ella, la presentarán con colores sombríos. Parecen creer que todo fue mal, hasta la llegada de su propia generación privilegiada. Son ellos los que han redescubierto el verdadero cristianismo.

«Temo muy seriamente que los hombres del siglo XXI sonreirán compasivamente de la petulancia de nuestra generación, porque, en el fondo, la inseguridad con respecto a lo recibido implica que se es colosalmente autosuficiente en valorar la propia capacidad creadora. Por otra parte, la Iglesia es un organismo vivo. Ciertamente los seres vivos, si no quieren morir, han de moverse hacia el futuro, pero no sin asimilar antes seriamente su pasado, porque el futuro mismo de una vida gravita sobre el pasado y está condicionado por él»1.

Prudentes y luminosas reflexiones que debieran ser meditadas por todos.

La Iglesia no puede cambiar lo que Jesús enseñó, y si se esfuerza por buscar una presentación de la verdad que guarda, más acomodada a las categorías mentales del hombre moderno, ha de hacerlo cuidando de conservar el mismo sentido. Podrá haber cambios accidentales y secundarios en torno al modo de vivir y expresar nuestras creencias, en las relaciones entre obispos, sacerdotes y fieles, en la proclamación de las exigencias sociales, en la vida litúrgica, etc., pero jamás en el contenido de la fe, ni por alteración, ni por silencio.

Hoy y mañana: “creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” #

La ciencia, la técnica y el progreso nos causan admiración. Cuanto más se avanza más se adquiere conciencia de “grandeza y de inmensidad”. Filósofos y pensadores de nuestra época, metidos de lleno en la existencia humana, en una antropología muchas veces metafísica, hablan en unos términos o en otros para darle un sentido positivo o negativo, es decir, de “salvación” o de “absurdo”; hablan, digo, del misterio del existir, de las situaciones límite, de la oscuridad que nos envuelve, no como tiniebla, sino por no saber interpretar la luz de lo que se ve, y el trasfondo que se intuye sin poseerlo. Y en esta panorámica, ¿cuál es la realidad interior del ser humano? Sus problemas son los mismos de ayer, aunque hayan variado los medios y las circunstancias. El contexto ambiental es distinto y en él se ve la obra grandiosa de siglos y siglos de esfuerzo de la inteligencia, del razonamiento y de la intuición humana. Pero las inquietudes y las preguntas son las mismas: amor, dolor, muerte, enfermedad, limitación, guerra, dominio, opresión del más fuerte, explotaciones, separaciones, catástrofes imprevistas; estructuras que parecieron nuevas y ya se han hecho viejas; puntos de vista, ricos en su día, hoy calcificados y hasta impidiendo el dinamismo de la sociedad, etcétera.

A nosotros, hombres de 1971, nos parecen más acuciantes los problemas hoy, precisamente porque las circunstancias espacio-temporales han cambiado, porque quisiéramos el avance de “todos” los hombres, el desarrollo de todos los pueblos y culturas, porque quisiéramos, y esto es lo más fundamental^ que “la cualidad del hombre”, su riqueza interior, hubiera crecido en la misma proporción.

Seamos sinceros. El mundo no es mejor, porque cada uno de nosotros no lo somos. Y el conjunto de todos nuestros egoísmos, de todas nuestras limitaciones, de todas nuestras faltas de comprensión, de visión, de honradez, de sinceridad, ese conjunto, al que todos contribuimos, es el mal contra el que todos protestamos, y del que continuamente señalamos a los demás como causantes, porque “nosotros no somos como los demás”, aunque, gracias a Dios, todavía una voz en nuestro interior nos diga que sí lo somos.

La fe en Jesucristo es la fe que salva hoy y mañana. “¿Mañana?”, no sabemos cuál será tu ciencia, tu civilización, tu técnica, tus avances, tus descubrimientos. Sí sabemos cuál será tu ley: el amor que predica el Evangelio, y la justicia que enseña, y la verdad que manifiesta. Sí sabemos cuál será el camino, la verdad y la vida para esos hombres cuyo contexto desconocemos, cuyas circunstancias nos asombrarían quizá si llegáramos a atisbarlas. El Evangelio no es una palabra vacía, es una realidad de salvación que ha servido 2000 años y servirá a los hombres de todas las épocas.

Señor, ¿adónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios (Jn 6, 68-69). Para siempre el Señor es nuestra salvación, y la respuesta concreta a todas nuestras preguntas y problemas. Jesucristo: hoy, ayer y mañana: salvación, luz, vida y camino de todos los hombres.

Leemos el Evangelio en pie, en actitud de firmeza, de determinación constante de hacer vida en nosotros su doctrina, de afirmación y de testimonio, de seguimiento inmediato. El Evangelio del Señor es para nuestro diario vivir: el pan nuestro de cada día dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caen en la tentación(Mt 6, 11-13).El hambre y la sed la tenemos ahora, y hemos de alimentarnos de la palabra viva del Señor, de su redención. La fe en Cristo nos hace tomar con decisión las armas que nos brinda San Pablo para nuestro “cada día” y para resistir en el momento malo:En pie, pues, ceñida vuestra cintura con la verdad y revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies con el celo por el evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la feTomad, también, el yelmo de ¡a salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia(Ef 6, 14-18). ¡Qué descripción la de un cristiano, válida para todos los tiempos! Y no digamos que es abstracto. Todos, si reflexionamos, sabemos el mal que hacemos y el bien que dejamos de hacer, aunque las circunstancias personales de cada uno sean distintas. No convirtamos el cristianismo ni en utopías irrealizables, ni en un recetario exterior. La intención es la que engendra la obra.De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que hace impuro al hombre(Mt 15, 19).¿Se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, mientras que el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conoceréis(Mt 8, 16-20).

La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo (Jn 1, 17). El Evangelio es la luz que ilumina las conductas de los hombres hasta el fin de los tiempos. No os tiene que extrañar que los que somos sacerdotes de Cristo os hablemos de lo que Él nos dijo que os habláramos. San Pablo es claro: Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se exige de los administradores es que sean fieles (1Cor 4, 1-2). ¡Es tan fácil ser sensacionalista, es tan fácil escribir determinados artículos! ¡Es tan fácil alimentar esos afanes menos claros y limpios que llevamos dentro!

Da miedo ver el alimento que se ofrece a la juventud. El amor, el matrimonio, la familia, las ricas y grandes relaciones entre hombres y mujeres, ¿qué estamos haciendo? ¿Ya no se cree nuestro mundo capaz para el amor que une en el sacrificio, en la dificultad? ¿También el amor será fruto del momento, de la circunstancia? ¿Ni siquiera es posible la fidelidad y confianza en el amor más fuerte que puede existir? ¿Qué haremos con una sociedad que sólo se apoye en el interés, en el placer, en el dominio, en la inseguridad de todo? ¿Con qué recelo nos vamos a mirar los hombres si se destruye el amor de los esposos, de los hijos, de los hermanos? ¿En qué vamos a creer de nuestra sociedad si no hay ningún lazo seguro?

Ya tenemos muchos siglos de historia para palpar y ver lo que ha sido la luz del Evangelio. No nos dejemos seducir por la presentación falaz y engañosa de un evangelio distinto, acomodaticio, circunstancial; ni tampoco por una presentación negativa de la historia de la Iglesia, historia divino-humana, y como tal sometida a los fallos de los hombres. Cristo lo sabía. Yo te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres (Mc 14, 30). Y abandonándole, huyeron todos (Mc 14, 50). Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas (Jn 21, 15 y 17). El Evangelio de Cristo es fuente viva, inmaculada y perenne que ha atravesado los siglos y los seguirá atravesando. ¿Hay una moral más alta que la suya? ¿Hay unas exigencias más fuertes para la realización eficaz del hombre? ¿Hay una salvación más plena y elevada? ¿Hay un humanismo más rico? ¿Hay un destino que responda más a sus inquietudes?

Ningún valor, ninguna verdad está en contradicción con él. Hay sí, presencia de unos valores extraordinarios; hay la exigencia de unas vocaciones, de unas vidas, de unas consagraciones, de unas renuncias a ciertos valores, a ciertas estructuras, a ciertos amores que son testimonio necesario en la Iglesia de Dios; recuerdan al hombre la trascendencia de la vida y del amor, el valor de la perla preciosa y del tesoro escondido. Son llamadas de Dios para el servicio del cuerpo integral, necesarias en la santidad y dinamismo interior de la Iglesia, impulsadas por el Espíritu que vive en ella. Los cristianos siguen al Maestro que vino a servir y no a ser servido, a cumplir y realizar una misión para el bien de todos: He aquí que vengo a hacer su voluntad (Hb 10, 9). Porque todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me negare antes los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos (Mt 10, 32-33).

Esta fe en el Señor, en su enseñanza, en su Iglesia, con la consiguiente aceptación de las exigencias morales para entrar y vivir como discípulos del Reino que Él quiso predicar y establecer, no cambiará ni puede cambiar jamás.

El cristianismo, religión para el tiempo y para la eternidad #

La fe cristiana es creer en Jesucristo e imitarle. No es creer en “algo”, es creer en una Persona. No es una “teoría”’ que fundamenta el sentido del mundo, sino la vida misma que han de vivir los hombres y, por tanto, necesariamente se ha de expresar en todo lo que vivan.Las palabras que os digo son espíritu y vida(Jn 6, 63).Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres(Jn 8, 31).Yo os aseguro: si alguno guarda mi Palabra no verá la muerte jamás(Jn 8, 51).

La fe cristiana obliga a dar un sentido a la vida con todas sus consecuencias, obliga a vivirla entera. No se puede vivir la circunstancia concreta sin que ésta esté también plenamente insertada en el contexto cristiano. La Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza… y todo cuando hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús (Col 3, 16 y 17). No ser puede vivir el “aquí y el ahora”, tan vivo en el pensamiento de los hombres de nuestra época, como algo desligado, como algo que pudiera escapar, como algo que no estuviera “bautizado”. No hay ningún momento en la vida en el que un cristiano pueda dejar de serlo. No hay ninguna circunstancia que el cristiano pueda vivir, sin que esté iluminado por Cristo. Todo, absolutamente todo, hemos de hacerlo bajo nuestra condición de cristianos. Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como lo habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando acción de gracias. Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo (Col 2, 6-8).

Cristiano en criterios, actitudes, juicios, profesión, trabajo, diversiones, relaciones, costumbres, estructuras que planifico, proyectos que realizo, libros y artículos que escribo, comentarios que hago, enseñanzas que imparto, valoraciones y visiones que aporto a la sociedad en que vivo, realizaciones que efectúo. Cristo se llama a sí mismo: camino, verdad y vida. El cristianismo es exigente y no puede contentarse simplemente con ritos, ceremonia y costumbres. No se pueden diluir en la fe cristiana otras ideologías. Ni a él se le puede diluir en generalidades brillantes y sonoras, ni en exigencias que son fruto de determinados sistemas y estructuras, ni en palabras que admiran y arrastren a las masas. Nadie se engañe. Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios (1Cor 3, 18-19).

La religión cristiana no es una religión sobre el Dios eterno, incomunicable, trascendente, o en el polo opuesto una religión sobre las realidades de este mundo, sobre lo humano, sobre sus valores. Es la religión del amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios, la religión del Dios que entra en la historia, del Dios que se hace hombre para salvarnos y darnos ejemplo de vida. La vida que yo vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20). Es la religión que redime y salva al hombre en todas las épocas. ¡Qué hombres y mujeres tan a nuestro alcance, los curados, redimidos y salvados por Cristo! Pedro, Mateo, la Magdalena, Nicodemo, el paralítico, la cananea, el leproso, la hemorroísa, el centurión, la samaritana, Tomás, Zaqueo… Siempre Cristo está ya en nuestra historia; de nosotros depende que sea para nuestra elevación o para señal de contradicción (cf. Lc 2, 34). Por eso, hacer de la religión cristiana una religión de meras realidades terrestres es negarle su misma esencia, su misma vida: la vida de Dios que Cristo vino a traer. Nuestra religión es “sobrenatural”, sí, afirmémoslo con el corazón inundado de gratitud y de acción de gracias, como se desprende de todo el Nuevo Testamento y muy particularmente del mensaje paulino. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto (Rm 8, 18-23).

Fe en la Iglesia, comunidad de los hombres que creen en Cristo.Simón Pedro le contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo… Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos (Mt 16, 16 y 18-19).

Cristo es hombre y Dios, cabeza de una nueva humanidad, los hombres redimidos por Él; no de la humanidad sencillamente histórica. Los hombres que creen en Él forman una comunidad en la fe, comunidad visible con las responsabilidades que tiene una comunidad como tal. Para que los hombres de todas las épocas vivieran esto, no habría bastado una enseñanza oral, un libro escrito, una misión; era necesaria una unidad institucional fundada por el mismo Cristo. Acaba de pronunciar Pedro su profesión de fe. Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16) y el Señor le promete edificar sobre él su Iglesia: Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt 16, 18-20).

Es dura y difícil, tremenda la tarea que Cristo dejó a sus discípulos en la tierra: siendo hombres tienen que representarle a Él, Cristo Jesús, vivir sin dejarse absorber por la corriente de la humanidad. Cristo ha prometido su presencia hasta la consumación de los siglos. El Espíritu Santo actuará, será la vida de la Iglesia, Élconvencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio… Cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad completa… En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡animo!, yo he vencido al mundo(Jn 16, 8,13, 33).Como siempre, esto no elimina esfuerzo, ni responsabilidad; las palabras del Señor están claras: tendréis tribulación…, pero ánimo, yo he vencido al mundo.

Lo importante es vivir en la Iglesia de Cristo, única forma en que Él se nos da, amarla y servirla cumpliendo nuestra misión. Cristo y su Iglesia son indisociables. No se puede creer en Cristo y no creer en la Iglesia, se creería en un Cristo parcial: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos (Ef 4, 5-6).

Ayudémonos en esta única y gran misión, bajo el signo de la cual hemos de vivir nuestra condición terrena. ¡Qué conciencia más seria tuvo San Pablo, en todos los órdenes, del tesoro que llevábamos en vasos de barro; qué eficientes y firmes siempre sus palabras! Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo (Gal 6, 1-2).

“Por ser Cristo luz de los pueblos, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal” (LG 1).

A la luz de esta constitución hemos de leer todo lo demás del Concilio Vaticano II. Os hago una petición muy encarecida: leed de una manera especial durante toda esta semana la constitución dogmática sobre la Iglesia, para que nadie os seduzca con otra doctrina que no sea la de Cristo. Leamos esos serios y profundos capítulos: el misterio de la Iglesia; el pueblo de Dios; la constitución jerárquica de este cuerpo místico de Cristo o de este templo cuya piedra angular es Cristo; la contribución, consagración y testimonio de todos los cristianos; la universal vocación a la santidad en la Iglesia; el don divino de los consejos evangélicos que la Iglesia recibiódel Señor, y que con su gracia se conserva perpetuamente; el caminar de la Iglesia, que lucha, hacia su santificación y su “comunión” con la Iglesia de los que viven plenamente la vida y el amor.

El viernes pasado os hablaba de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y de los hombres, leed el último capítulo de la misma constitución sobre la Iglesia: la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Creo que no sólo se evitarían muchos lances dolorosos, sino que sobre todo nos enriqueceríamos si leyéramos muy reflexivamente la Lumen Gentium.

Esto es lo que falta hoy en gran parte: honda reflexión y humildad interior para la reforma de sí mismo. De las enseñanzas del Señor se pueden extraer siempre nuevas luces y nuevas exigencias, pero no nuevas verdades que anulen o destruyan las que ya poseemos ofrecidas por Él y mantenidas por la Iglesia. Una nueva vida es y será constante aspiración de todo cristiano digno de este nombre. Nueva, ya en este mundo, y renovada y reformada incesantemente en virtud del dinamismo que comporta ser discípulo de Cristo, pero sólidamente establecida sobre las bases doctrinales y morales que Él fijó y a las que la Iglesia debe prestar el obsequio de su fidelidad y el servicio de su autoridad y magisterio para que nadie las cambie y las haga desaparecer.

Terrible responsabilidad la de aquellos que con sus silencios o sus audacias ponen en peligro la fiel conservación, en el alma del pueblo, de las verdades de la fe que la Iglesia enseña y se lanzan alocadamente a aventurar hipótesis para el año 2000 descuidando las exigencias del presente.

El Concilio Vaticano II ha querido renovar, pero no destruir. Éste es el punto de partida en que se situó el propio Juan XXIII, como no podía menos de hacer, cuando proclamó que habíamos de esforzarnos por presentar mejor el rostro de la Iglesia, pero conservando in eodem sensu, en el mismo sentido, lo que habíamos recibido.

Yo os pido, como obispo responsable de la vida de la fe en esta diócesis, que permanezcáis fieles, que os opongáis a cuanto pueda seros dicho o enseñado que esté en contradicción con la enseñanza clara y autorizada de la Iglesia, con su Magisterio oficial, el del Papa y los obispos.

Los teólogos tienen la misión de ayudar a la Iglesia, ilustrando la fe, pero no la de crear la fe. Ésta se nutre de las enseñanzas de Jesucristo y la Tradición apostólica; no nace en las universidades ni en los escritos de los especialistas, cuyo servicio por otra parte será estimado y solicitado por la Iglesia.

“Por necesaria que sea la función de los teólogos –ha escrito recientemente el Papa– no es a los sabios a quienes Dios ha confiado la misión de interpretar auténticamente la fe de la Iglesia: esta fe descansa en la vida de un pueblo cuyos responsables ante Dios son los obispos. A ellos corresponde decir a ese pueblo lo que Dios le exige creer”2.

Hoy y mañana seguiremos creyendo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; en Jesucristo, Dios y Hombre, que se encarnó de María Virgen y nos redimió del pecado; en los sacramentos, tal como Cristo los instituyó y la Iglesia los ofrece; en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; en la vida eterna, con eterna salvación para el que muere en el amor y con eterna condenación para el que muere en el pecado. En una palabra, seguiremos creyendo en los dogmas de la fe que la Iglesia Maestra nos propone.

Al Papa actual le sucederá otro, y los obispos del mundo, en diócesis grandes o pequeñas, en unión con él y bajo su autoridad, seguirán proponiendo el mismo credo, y manteniendo la misma esperanza. Viajará por Australia o Filipinas o acudirá a un hospital o un suburbio, pero seguirá diciendo a unos y a otros lo mismo que predica a los fieles de todo el mundo desde la ventana de la Plaza de San Pedro, en Roma.

1 Cándido Pozo, «¿Crisis de amor a la Iglesia?”, revista Iglesia-Mundo, núm. 1, 16 de abril de 1977, 26-27.

2 Pablo VI, Quinque iam anni, en el quinto aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, 8 de diciembre de 1970: IP VIII, 1970, 1424.