La conversión del corazón

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La conversión del corazón

Conferencia cuaresmal en la Iglesia de los jesuitas de Toledo, 15 de Marzo de 1972

Os renuevo, queridos jóvenes, mi saludo y mi bendición, con el deseo de que llegue a otras muchas personas que no pueden estar aquí, pero a las cuales se extiende también esta voz y el eco de los actos que celebramos, a través de Radio Toledo. Agradezco mucho a la emisora el que tenga la bondad de ofrecernos ayuda tan valiosa, gracias a la cual puedo ponerme en contacto con otros muchos que no están aquí presentes.

Os hablaba ayer de la necesidad del encuentro personal con nuestro Señor Jesucristo, dato fundamental en la vida cristiana, sin el cual nuestro sentido religioso puede convertirse en una rutina mecánica, inerte, que nos hace caminar dentro de un ambiente cristiano, pero sin tener una conciencia viva y personal de lo que significa esa condición, la de ser discípulo y creyente en Jesucristo. Por eso os decía que es necesario el encuentro personal, mediante una reflexión honda de nuestro pensamiento, y también convirtiendo lo que es fruto de esa reflexión en vida propia. Dogma y vida. Porque Jesucristo se nos ofrece como Verdad revelada por el Padre, y es necesario pensar en Él y convertir sus enseñanzas y sus ejemplos en vida intensa para cada uno de nosotros. Encuentro personal con Jesucristo como Hijo de Dios, como Redentor de los hombres, como Verdad y como Vida.

Ahora bien, todo esto, ¿para qué? Cuando insistimos en la necesidad de este encuentro personal, que nos sitúe a los pies del Señor y que nos haga pensar en Él y convertir su doctrina en vida de nuestra vida, ¿para qué? No podemos limitarnos a esa mera contemplación de su persona; es necesario avanzar y mi respuesta, esta noche, es la siguiente: el encuentro personal con Jesucristo es necesario para creer en Él, para adorarle, para amarle, para seguirle. Sólo así se completa el proceso. Si Él ha venido para que los hombres tengan vida y cada vez más abundante, ¿cómo se puede tener esta vida de Jesús dentro de cada uno de nosotros si no nos esforzamos por realizar estas operaciones interiores que son: creer en Él, adorarle, amarle, seguirle? A todo esto es a lo que yo llamo conversión del corazón, y de una conversión incesante, que facilite al cristiano el conseguir, cada vez más, su acercamiento a Dios por medio de Jesucristo. No entiendo otra cosa más que ésta, cuando os digo que hay que creer en Él, adorarle, amarle y seguirle.

Hay que creer en Jesús #

Vamos, como siempre, a consultar el Evangelio. En primer lugar, creer en Jesús. Observad los siguientes episodios o datos que nos ofrece la lectura de los Evangelios, en los cuales encontramos, no programáticamente desarrollado, sino sucesivamente manifestado, todo esto que estoy diciendo. Ved, lo primero de todo, la actitud de los primeros discípulos llamados por el Señor. También a nosotros nos ha llamado al sacerdocio y a vosotros os ha llamado a vuestra vocación cristiana adulta responsable, por un camino o por otro. El camino más normal, dentro de un país que vive una cultura cristiana y una tradición católica, es el de la familia, el de la parroquia, el de los sacerdotes con quienes uno ha tratado, todo aquel conjunto de fuerzas convergentes que va permitiendo que a un ser humano nacido en esa sociedad se le presente en cierto momento de su vida, cuando ya piensa con reflexión personal, el mensaje cristiano. Habéis sido llamados. Todos hemos sido llamados por Dios.

Ved lo que nos dice San Juan en el capítulo primero. Habla de cómo el Señor había llamado a dos discípulos, que lo eran también de Juan el Bautista. Al oír hablar al Bautista de Jesucristo, se fueron en pos de Jesús: Y volviéndose Jesús y viendo que le seguían, les dice: ¿Qué buscáis? Respondieron ellos: Maestro, ¿dónde habitas? Y les dice: Venid y lo veréis. Fueron, pues, con Él y vieron donde habitaba y se quedaron con Él aquel día. Era entonces como la hora décima(las cuatro de la tarde). Uno de lo dos que, oído lo que dijo Juan, siguieron a Jesús era Andrés, hermano de Simón Pedro. El primero a quien éste halló fue Simón, su hermano, y le dijo: Hemos hallado al Mesías, que quiere decir el Cristo. Y le llevó a Jesús. Y Jesús, fijos los ojos en él, le dice: Tú eres Simón, hijo de Joná; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra. Al día siguiente determinó Jesús encaminarse a Galilea y encontró a Felipe, y le dice: Sígueme. Era Felipe de Betsaida, patria de Andrés y de Pedro. Y Felipe halló a Natanael y le dice: Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y anunciaron los profetas: a Jesús de Nazaret, el hijo de José(Jn 1, 38-45).

Todavía no son apóstoles del nuevo Reino, todavía no creen en Jesús como Hijo de Dios. Está empezando el proceso, pero ya se ha producido el encuentro personal, provocado por el mismo Jesús; en ellos ha habido una disposición inicial propicia a este encuentro. Son hombres honestos, de buena voluntad y de una sana inquietud religiosa, por cuanto que tratan de cerca con el Bautista. Y aquí está el detalle interesante: en este primer encuentro con Jesús ellos dicen ya: hemos hallado al Mesías, aquel de quien hablan los profetas. O sea, una actitud que va a favorecer el desarrollo de la fe. Más tarde vendrá ésta, una fe plena, una entrega total.

Estos cuatro, muy poco tiempo después, eran parte de aquellos de quienes nos dice también el evangelista que dejándolo todo le siguieron. Creer en Él, empezar a creer en Él. Para esto es el encuentro personal con Jesucristo de un joven, de una joven, de un muchacho que, en la plenitud de la vida juvenil, lleno de afanes y de inquietudes, se pone a pensar sobre sus aspiraciones y sus logros, sobre el sentido que quiere dar a esa existencia que arde dentro de su corazón y de su pensamiento. Empezar a creer en Él y seguir en esa creencia, desarrollando, con los medios que la Iglesia pone a nuestra disposición, todo el rico contenido de la fe.

Hay que adorar a Jesús #

Pero no basta esto. La conversión del corazón no significa sólo creer en Jesús; hay que hacer algo más, hay que adorarle. Vamos a ver otro ejemplo del Evangelio. Ahora lo escogemos del evangelista San Juan también, en el capítulo sexto. Es la escena que sigue al discurso que Jesús pronunció ante los judíos y en el que promete la Eucaristía. En este capítulo aparece la promesa de la Eucaristía, que más tarde instituye en la Última Cena. Es cuando habla el Señor de que hay que comer su Carne y beber su Sangre. Y los judíos lo entienden de tal forma que repugna a su conciencia y lo rechazan. ¿Cómo va a ser posible esto?

Jesucristo no impugna la interpretación que han hecho los judíos; pero reafirma sus palabras, no retira lo dicho, insiste en la promesa. Es una promesa tan fuerte, una afirmación tan dura para la simple mentalidad humana, que la rechazan los judíos. Y no solamente los que parecían ya enemigos de Jesús, sino también algunos de los que, hasta entonces, le habían seguido con simpatía.

Y, ¿qué ocurre? Al ver que algunos se marchan de junto a Él, dice el Evangelista: Muchos de los discípulos dejaron de seguirle y ya no andaban con Él. Dijo Juan a los doce: ¿Y vosotros queréis también retiraros? Respondió Simón Pedro: ¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios (Jn 6, 66-69). Fijaos bien en esta respuesta. Hay aquí también algo incipiente. Pero no tiene todavía la seguridad, que manifestará cuando haya recibido al Espíritu Santo. Hay en estas palabras como una referencia a su pobre condición humana de discípulos que se fían del Señor. Y le dicen: Señor, ¿a quién iremos? No es la afirmación clara y rotunda de que Él es el único Maestro. Hay en esta pregunta como una comparación implícita entre lo que un hombre puede ver a su alrededor y la luz que se desprende de la figura de Jesús. Si contigo no vamos,¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.

Aquí, en la segunda parte de la respuesta de Pedro, hay ya una afirmación más generosa y más plena. Es una afirmación que lleva consigo una actitud de adoración y de entrega. No tenemos a quién ir, si no vamos contigo. En Ti encontramos palabras de vida eterna.

Hay que amar y seguir a Jesús #

Pero hace falta más. El discípulo que busca la plena conversión del corazón tiene que seguir adelante, tiene que llegar a amar a Jesús, a amarle. Y de nuevo nos encontramos con el apóstol Pedro. Es después de la pasión, después de la resurrección, cuando Cristo le va a conferir el primado sobre la Iglesia que Jesús instituye en este mundo. Pedro, ¿me amas más que éstos? Y el apóstol Pedro le dice: Señor, Tú sabes que te amo. Y por segunda vez la misma pregunta y la misma respuesta. Y por tercera vez: Pedro, ¿me amas más que éstos? Y ya el pobre Apóstol –que recuerda su caída anterior– no contesta más que estas palabras: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo (Jn 21, 15-17). El amor.

Primero, esforzarse en creer en Él; segundo, manifestar una actitud de adoración del misterio de Jesús; tercero, algo más, amarle, es necesario amarle. Y por último, todavía más, seguirle.

Una vez que el Señor confiere el primado a Pedro, y a los Apóstoles que han permanecido fieles les confirma en su vocación, les dice que esperen a que llegue la virtud de lo alto, Pentecostés, que esperen allí reunidos. Los Apóstoles cumplen con lo que Jesús les dice, reciben el Espíritu Santo y desde entonces perseveran con absoluta fidelidad en el camino del seguimiento de Jesús.

Me diréis vosotros que estoy hablando de un grupo escogido, de aquellos que Jesús eligió para ser sus Apóstoles. Pero no es así, porque esto que estoy diciendo, tomando como ejemplo las actitudes de los Apóstoles, vale para todo cristiano. A todo cristiano se le pide lo mismo: que se esfuerce por creer en Jesús, ayudado evidentemente por la gracia de Dios, sin la cual la fe es imposible, pero poniendo de su parte, con nobleza de corazón, con pureza de costumbres, con oración, con reflexión; poniendo de su parte todo cuanto pueda para seguir aumentando su fe en Él. Creo Señor, pero aumenta mi fe. Esto vale para todo cristiano y todos tenemos que decirlo.

Y a todos se nos pide algo más. No una simple creencia que se sitúe o nos sitúe delante de Jesús como ante un misterio grande que sobrepasa los límites de nuestra condición humana. Hay que adorarle también y postrado ante Él como se postra uno ante la majestad y la omnipotencia de Dios, para amarle, para decirle nosotros también, como Pedro: Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Y para seguirle, en la profesión y el estado que tiene cada uno.

Cada cristiano es un testigo de Dios y de Jesucristo en la vida humana. Cada hombre cristiano consciente es una voz que viene de lo alto y resuena sobre las esferas de este mundo. Cada hombre cristiano que admite lo que el Evangelio le ofrece y vive los sacramentos, con la gracia que en ellos se contiene, y cree en Jesús, con su sufrimiento y su dolor, con su alegría y su esperanza, en su juventud, en su madurez o al final de la vida, va proclamando que cree en el Señor, que le adora, que le ama y que quiere seguirle. Aun cuando esté entregado a los negocios de este mundo, si cumple con ellos honestamente, cree, adora, ama, sirve al Señor. Y lo mismo cuando vive la dignidad del amor humano, en la relación que tiene que nacer entre el hombre y la mujer. Aun cuando esté absorbido por las tareas en que un hombre puede verse envuelto para contribuir al progreso de la ciudad terrestre, en el orden económico, en el campo político, en las tareas científicas o culturales, toda hora es apta para el servicio y el amor a Dios.

Estas dimensiones humanas no se oponen al Reino de Dios, de ninguna manera. Por el contrario, sobre ellas se predica el Evangelio, se manifiesta la fe, la adoración al Señor, el amor. Sobre ellas y dentro de ellas, un discípulo de Cristo, lo mismo en el siglo XX que en el siglo I, sabe decir como San Pablo: Sé de quién me he fiado, sé a quién me he entregado, sé en nombre de quién voy regulando el destino de mi vida; tengo, gracias a esta visión, el concepto completo que puede tener un ser humano de lo que significa su existencia como obra de Dios creador y como manifestación del amor de Cristo Redentor. Se nos pide a todos. Y esto es la conversión del corazón.

La genuina conversión del corazón #

De manera que conversión no es sentimentalismo, ni temor y encogimiento, ni actitud pasajera, ni sentimiento religioso que nos lleve, en un momento dado, a rezar más que en otras ocasiones, no. La conversión de corazón es un proceso que empieza, movido siempre por la gracia de Dios (sin la cual no podemos dar un paso), en las facultades interiores del hombre, en la voluntad y el pensamiento. Y que admite la luz que se desprende de Jesucristo. Y a esa luz, confiesa la divinidad del Mijo de Dios, acata su doctrina, admite sus enseñanzas y se dispone a seguirle con amor. No es sentirse atemorizados, no es perder nada de la vitalidad ni de la creatividad, ni del anhelo de ser libres que nos acompaña a todo hombre; no es nada de esto. Convertirse sin cesar es amar a Dios y amar a los hombres; es amar a la sociedad, es contribuir al bien común, es hacer todo esto con un sentido religioso más alto que el meramente humano; es obrar así con conciencia de que, a la vez que cumplo mis deberes como ser social, dentro de lo que significa esta sociedad a la que pertenezco, a la vez obro en nombre de esa vida y de esa doctrina que Cristo me ha ofrecido.

Para ello, esta conversión me pide pureza de corazón, lucha contra el pecado, sea el que sea: pecado de odio, de ira, de maledicencia, de egoísmo, de lujuria, de avaricia, de blasfemia, de falta de perdón. Pecado es todo aquello que se opone a las bienaventuranzas, a los mandamientos de la Ley de Dios, al precepto fundamental del cristianismo: amar a Dios y amar al prójimo como a nosotros mismos. Luchar contra el pecado es esto: es ser consecuente con un sistema de vida; es ser valientes para llegar hasta las últimas consecuencias; es ser limpios de corazón una vez que se ha aceptado el mensaje de Jesús, para decir: aunque yo caiga por mi debilidad, me levantaré como el hijo pródigo, pediré perdón y seguiré adelante difundiendo el bien. No el bien puramente ético, no el ejemplo meramente humano que puede nacer de mi condición, que siente, simplemente por el hecho de ser humano, la necesidad y la exigencia de la honradez. Yo tengo que llevar al mundo algo más, tengo que llevar la vida de Cristo, porque Él ha venido a dármela: su Palabra, su ejemplo, su trascendencia, su luz, algo de su pureza infinita, la esperanza que nos ha ofrecido con su muerte y resurrección; su sentido de las cosas de aquí abajo y su sentido de lo eterno. Todo esto es convertirse, todo esto es luchar contra el pecado. Es una causa noble, jóvenes, bien merece la pena. Pero vuelvo a insistir: se necesita, una y otra vez, la actitud personal, la de cada un consigo mismo, en el encuentro con Jesucristo.

Vamos a ver de nuevo algunos ejemplos del Evangelio. Porque hoy se habla mucho de estas cuestiones y con el fin de hacer una religión, como algunos dicen, más cómoda, más fácil, más grata a la psicología humana del hombre contemporáneo, se está tratando de limar las aristas y esto es ir por mal camino, no es honrado. El mensaje de Cristo hay que presentarlo en toda su integridad.

Y se habla del pecado colectivo, y se añade que más que pecado personal lo que hay es situación de pecado; de que la responsabilidad personal del hombre está, la mayor parte de las veces, tan atenuada que casi no existe. Se habla de conciencia cristiana, de impregnar el mundo y las realidades del mundo con sentido cristiano; se habla de ser testigo del Evangelio, así en general. Y este es un lenguaje que puede prestarse a ilusiones engañosas, queridos jóvenes. Tenemos que ser, repito, muy honrados y honestos en nuestras afirmaciones.

Jesucristo busca a cada persona y es cada persona la que tiene que convertirse, cada uno, en su propia mismidad, en su propio ser. Ved, si no, el Evangelio. Un caso de encuentro personal y conversión: Nicodemo. Veíamos la otra noche el pasaje del Evangelio de San Juan en que se nos presenta a este hombre culto del Sanedrín. El diálogo con él es muy personal. Le dice el Señor: ¿Y tú, tú eres maestro en Israel y no conoces estas cosas? Os es preciso nacer otra vez. Él, el que está escuchando.

Otro encuentro personal: la samaritana. Esta mujer cuya figura aparece en el Evangelio tan interesante, por todo lo que se nos dice de su vida: la fase anterior, de pecado descubierto, y la fase posterior de rendición de su alma ante el profeta, ante el Mesías; y su entrega apostólica, porque después de esa conversación con Jesús se convierte ella en una colaboradora de la misión del Señor. Va corriendo al pueblo donde vive, para decir que ha encontrado al Mesías, que éste le ha descubierto todo lo que en ella permanecía secreto y se convierte, como si dijéramos, en una propagandista del mensaje de Cristo.

Pues bien, es a ella, personalmente, a quien Jesús le dice y le habla en los términos en que le habló: Bien dices que no tienes marido. Cinco has tenido y el que ahora tienes no es tu marido (Jn 4, 17-18). Le habla de esos secretos de su vida. Y es a ella a quien le dice: Dame de beber tú (Jn 4, 7). Como a cada uno de nosotros nos pide el agua de nuestra generosidad y de nuestra entrega personal.

Es lo mismo que pasa con la mujer adúltera, cuando los judíos la sorprenden en su pecado y la llevan a la presencia del Señor, para que éste la condene. Y Jesús no les hace caso. Se pone a escribir unos signos misteriosos en el suelo, queriendo provocar un silencio desconcertante que empiece a ser acusación de aquellas conciencias tan malas, tan fáciles para acusar a los demás y tan difíciles para reconocer sus propias faltas. Y cuando se han retirado de allí, porque Jesús les dice: El que esté limpio, que tire la primera piedra, sobreviene el diálogo con aquella mujer pecadora: ¿Nadie te ha condenado? Nadie, Señor. Yo tampoco, vete en paz y no peques más (Jn 8, 3-11). Jesús no es el Dios de la ira para condenar a aquella pobre piltrafa humana que se ve allí, avergonzada y expuesta a la vindicta pública de todos los que son peores que ella. No, no es la ira, ni el enojo de un Dios condenador. Es el perdón de su Corazón generoso. Pero, cuidado, hay amor y perdón infinitos para con el pecador; no hay complacencia en el pecado, no hay condescendencias peligrosas con el pecado. Hay mansedumbre divina de corazón por parte del que ha venido a perdonar, pero limpieza rotunda en la afirmación: No peques más. Tú, tú personalmente.

Y lo mismo en el caso de Zaqueo. Otro hombre que aparece en el Evangelio con otra clase de pecados: la avaricia, el ansia de dinero, la retención injusta de lo que no es suyo. Pero que ha sentido por dentro, movido por la acción misteriosa de Dios sobre el corazón del hombre, el deseo de acercarse a Jesús. Encuentro personal, otra vez, con aquel personaje que está predicando el mensaje del evangelio. Y Zaqueo, pequeño de estatura, se sube a un árbol para poder contemplarlo mejor cuando pase. ¿Qué había en el alma de este hombre, envejecido ya en el pecado del dinero injusto, y, sin embargo, ansioso de poder ver un poco más de cerca a Jesús? Y Jesús le dice que baje, que quiere hospedarse en su casa. Y aquí viene otra vez el diálogo. Es Zaqueo el que hace la confesión, tocado por la gracia de Dios. Yo, Señor, daré la mitad de lo que tengo a los pobres y devolveré el cuádruplo a aquellos de quienes he recibido injustamente lo que no tenía derecho a recibir (Lc 19, 8-10). Y Jesús da gracias, porque ha entrado la bendición en aquella casa. Porque Él ha venido a salvar a los pecadores.

Ved en estos episodios evangélicos lecciones permanentes, queridos jóvenes, con las cuales trato de confirmar lo que es permanente doctrina de nuestra religión cristiana tal como nos ha sido enseñada. Se trata de una conversión personal, que tiene que llevar a cabo cada uno, contemplando su vida, sus pecados, los peligros a que se expone, sus flaquezas consentidas, todos aquellos riesgos de desprecio de la religión y de la fidelidad a Jesucristo, ese desprecio consentido, que es lo verdaderamente peligroso para la conciencia de un hombre.

Un pecado, aisladamente considerado, parece que no es nada. Lo terrible es que, además de lo que cada pecado tiene de ofensa a Dios y de daño contra sí mismo y contra la sociedad, de no reaccionar contra él, viene facilísimamente la realización de nuevos pecados; y se convierte uno en esclavo de esa situación de pecado, por virtud de la cual se produce el endurecimiento del corazón, la frialdad, la obstinación. Y se buscan maneras de justificar esa conducta. Y no se da importancia a nada, parece que es lo más natural. Así es el mundo; así se entienden la exigencia de la libertad, las expansiones del corazón y del sentimiento, la relación de unos con otros. Todo parece lícito de tanto parecer frecuente. Todo llega a parecer natural, al ver cómo unos y otros incurren en las mismas faltas. Se borra la conciencia de delito moral. Desaparece el sentido de pecado y se considera todo eso como una expansión, repito, como un despliegue normal de las facultades de conquistas que el hombre tiene en relación con la libertad, con el dinero, con la mujer, o la mujer con el hombre, con los derechos humanos, con la lucha social, con lo que sea. Pero se deja de prestar atención a la brújula orientadora, al norte que puede guiarnos. Y esto es lo grave del pecado.

De ahí, lo saludable de la predicación cristiana y del encuentro con nuestro Señor Jesucristo, en ocasiones como ésta en que estamos aquí, queridos jóvenes.

Las exigencias del Evangelio #

A mí me invitaron, a poco de llegar a Toledo, a que en esta cuaresma pudiera dirigirme a las familias y a los jóvenes, por medio de las conferencias cuaresmales; y acepté sin vacilar. Pensaba, como os decía el primer día, que era obligación mía predicar la Palabra de Dios. Pero después reflexiono y digo: ¿para qué, a qué puedo yo aspirar, si yo no tengo sabiduría humana, ni puedo predicar una teoría científica o una doctrina filosófica? No, no es esa mi misión. Eso lo puede hacer el científico o el filósofo. Lo que yo tengo que recordar y urgir son las exigencias del Evangelio. Pero, ¿es que hay en la vida del hombre Evangelio, si no hay limpieza de corazón? ¿Hay en la vida Evangelio, si no hay afán de justicia? ¿Hay en ella Evangelio, si no hay mansedumbre de corazón? Bienaventurados los mansos, los pacíficos. ¿Hay Evangelio, si no hay arrepentimiento de nuestros pecados? ¿Pero es que de Cristo no se desprende necesariamente la pureza de todo: la pureza en las relaciones sexuales, la pureza en la posesión de los bienes de este mundo, la pureza en el trabajo, en la lucha para conseguir un mundo mejor, la pureza en el amor, en la caridad fraterna? Sí, todo esto se desprende de Cristo; y si no, el Evangelio no sería nada. Yo no entiendo a Jesús, si no es así. Hijo de Dios que ha venido al mundo y ha venido para predicar una Palabra, y nos la ha dicho y nos la transmite por medio de la Iglesia, y esta Palabra nos habla de eso, de ser limpios de corazón, de ser justos, de cumplir los preceptos que el Señor nos dio.

Él no ha venido a dejar de cumplir ni un ápice de la ley, sino a darle plenitud. Y en la ley mosaica están los mandamientos. Algunos dicen: ¿Y qué? Los mandamientos, al fin y al cabo, no son más que la expresión natural que está grabada en el corazón de todo hombre. Dicen lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse, como reflejo del orden natural creado y dictado por Dios. Y así tiene que ser, porque es Dios el que ha hecho al hombre; y en el hombre, sea la época en que vive y la religión a que pertenece, en todo hombre, en su corazón hay esto, lo que se expresa con estos mandamientos del Decálogo. De manera que por el hecho de que yo vea una identificación entre los mandamientos y la ley natural, lejos de que esto disminuya mi sentido religioso de unión con Dios, me lo fortalece, me lo aumenta. Porque al ver eso en la ley natural, pienso ¿y quién ha hecho así a la naturaleza humana más que Dios?

Pero, a la vez, el cristianismo, la religión de Cristo, me aporta algo más, me añade algo por encima de la mera ley natural: me trae el precepto fundamental del amor al prójimo: Amaos como yo os he amado. Este es mi mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado (Jn 13, 34). Y aquí en este precepto se encierra, como en núcleo fundamental, toda la exigencia más viva para ser buenos, para ser generosos, para ser transformadores del mundo, para contribuir a un orden social más justo, para luchar perseverantemente, no obstante las dificultades que tengamos.

Pero, a la vez, me pide algo personalismo. No una lucha, ni un afán exclusivamente orientado a los demás, me pide que piense en mí mismo, en la conversión personal que tengo que ir labrando, día tras día, en virtud de ese encuentro que yo tengo con nuestro Señor Jesucristo.

Mañana terminaremos estas conferencias y el último día celebraré aquí la Santa Misa para vosotros. Yo os pido, jóvenes, que no os limitéis a escuchar estas palabras mías, dad un paso más, acercaos al Señor, poned en paz vuestras conciencias, purificadlas, haced un acto de amor, confesad vuestros pecados, acudid al Dios del perdón, buscad la fuerza de la gracia. Y para eso: orad. Sed muy amantes de la Virgen Santísima, tened una devoción profunda a la Santísima Virgen María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Madre nuestra. No es una devoción de débiles, es una devoción de los fuertes. María es la Madre de la fortaleza cristiana. Y huid de las ocasiones de pecado. Sed generosos con Dios. Estoy seguro de que recobraréis y aumentaréis cada vez más en vuestro interior la paz y la alegría de la conciencia. Frente a todo cuanto podáis oír o leer hoy, que tienda a disminuir la gravedad del pecado y a restar importancia a esas manifestaciones desordenadas, tal como la religión cristiana siempre nos lo ha enseñado, poneos en guardia. No es buen camino; al final siempre se termina reconociendo que la voz de la verdad estaba en esos mandamientos y en esos preceptos nuevos del Señor. Siempre se termina por ahí.

Todo pecado es una falta de amor a Dios y de amor al hombre. Todo pecado, aun el de simple pensamiento, constituye un daño social, porque desordena al hombre y hace que éste deje de prestar a la sociedad toda la riqueza que ésta podría tener, si su conciencia fuese pura. Aunque su pecado, repito, haya quedado en el secreto de su pensamiento y de su intimidad. Hay que dar todo lo bueno que tengamos, todos los talentos que Dios nos dio. Hay que dar limpieza de corazón, fe, esperanza, alegría, costumbres santas, amor generoso y puro entre los jóvenes. Yo confío en vosotros y pido al Señor que os facilite el encuentro personal con Él, para eso, para creer en Él, para adorarle, para amarle, paraseguirle.