Estudio publicado en mayo de 1964, dentro de la colección de folletos PPC, número 226.
¿Se puede hablar en este momento, sin ofensa a la ponderación debida, de un nuevo tipo o figura de obispos que aparecerá en la Iglesia como consecuencia y fruto del Concilio Vaticano II? La sola pregunta podría parecer irrespetuosa si con ella se pretendiera aleccionar a nadie o sugerir, por indirecto camino, reformas que la propia Iglesia es quien ha de establecer. No se trata de eso.
Al formular ese interrogante, me sitúo únicamente como observador de los acta et dicta del Concilio. No como quien intenta dictaminar, corregir o juzgar, sino sencillamente ver y recoger el resultado de una observación atenta. Así explicada mi postura, entiendo que, tanto como tiene de correcta la pregunta, así es de fácil la respuesta. El Concilio Vaticano II creará una nueva figura de obispo. Ello es, por otra parte, tan normal y previsible que si de algo pudiéramos extrañarnos sería de que no fueran así las cosas.
Los grandes acontecimientos de la historia de la Iglesia, intraeclesiásticos unos como, por ejemplo, el Concilio de Trento; extraeclesiásticos otros, pero fuertemente influyentes en la marcha y estructuras de aquélla como, por ejemplo, la Revolución francesa o el radical laicismo moderno en el vecino país, han producido siempre un determinado tipo de obispo que, coincidente en lo sustancial con el de todos los siglos, porque su naturaleza y sus funciones no pueden cambiar, ha presentado características nuevas y ha adoptado cambios profundos en sus conceptos y actuaciones pastorales. De Trento salió el obispo de la época de la Reforma, muy distinto del de la anterior, que encuentra en San Carlos Borromeo acabada y plena expresión.
Tomás Marín e Ignacio Tellechea nos han ofrecido muy recientemente en dos libros valiosísimos, uno sobre Bernal Díaz de Luco y otro sobre el obispo ideal en el siglo de la Reforma, el preclaro testimonio de insignes prelados y teólogos de aquel tiempo que hablaron con toda decisión sobre la nueva figura de obispo que la cristiandad necesitaba.
También ahora –podemos estar seguros– aparecerá el obispo del Vaticano II, que, en cuanto a amor a la Iglesia, celo por la salvación de las almas y abnegado servicio a su deber sagrado, en nada se distinguirá del buen obispo de todos los tiempos, pero que inevitablemente, respondiendo a una ley histórica insoslayable y a una reacción de la propia fuerza interna de la Iglesia, producida por las nuevas circunstancias, se moverá y actuará con un nuevo estilo interior y exterior.
Razones para esta afirmación #
Podemos enumerar varías:
Firme decisión de los propios obispos #
Ya antes de que se convocase el Concilio, particularmente a partir de la terminación de la última guerra mundial, ante el fracaso apocalíptico de tantas instituciones y estructuras, va adueñándose de la conciencia de muchos obispos la idea de que también en la Iglesia algo tiene que cambiar. Si tuviéramos constancia de las reflexiones habidas durante estos años en las reuniones parciales o plenarias de los Episcopados del mundo entero, veríamos cómo ha sido de intensa y decidida la voluntad de renovación por parte de sus miembros. Expresiones exteriores no han faltado, y haría un gran servicio a la historia de esta época de la Iglesia y del Concilio el que recogiese sistemática y ordenadamente todos los documentos hablados y escritos y todas las determinaciones episcopales de esos años manifestativos de un deseo de renovación y de cambio. Sobre todo, tenemos un hecho definitivamente elocuente: de los obispos procede, en su mayor parte, la cantidad impresionante de temas y cuestiones propuestos en la etapa ante-preparatoria del Concilio, pidiendo que se hiciera cuanto ahora se está haciendo y mucho más.
Voluntad de los últimos Papas #
Me refiero concretamente a Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Es decir, a aquellos de quienes nos consta que pensaron en el Concilio o lo convocaron, o, una vez convocado, siguen desarrollándolo, y son, además, por su cercanía en el tiempo, agentes reconocidos de las transformaciones de la hora presente, las cuales, naturalmente, no se labran en un día. Los cuatro han sido y son profundamente renovadores. Hemos repetido continuamente la frase de Juan XXIII sobre el aggiornamento de la Iglesia. ¡Pero cuántas actitudes y expresiones podríamos recoger en Pío XI y Pío XII precursoras de esa valiente afirmación de su sucesor, que tan gratamente hirió nuestro corazón el día que la pronunció! Pablo VI, después, ha continuado el camino emprendido, con tan valeroso coraje que sus discursos y decisiones producen admiración y sorpresa, aunque nunca desconcierto, señal de lo maduro que está el árbol para golpear sus ramas. Si los Papas, pues, son los primeros que piden un cambio y una puesta al día de la Iglesia, ¿cómo no se va a manifestar este cambio en la propia figura del obispo, sin el cual la Iglesia ni puede concebirse?
El clamor de sacerdotes y seglares #
Ha de añadirse a las razones anteriores otra tercera de eficacia indiscutible, y más en nuestro tiempo. Me refiero al unánime clamor que durante estos últimos años ha ido brotando de todos cuantos –no obispos– en la Iglesia y por amor a ella, sacerdotes o laicos, sin estridencias ni rebeldías, con fidelidad y con amor, han manifestado aspiraciones y deseos, nacidos de su noble afán de evangelización, que implícita o explícitamente aludían a la necesidad de modificar actuaciones pastorales menos en consonancia con las exigencias de los tiempos. Teólogos e historiadores, sociólogos y moralistas, directores de espíritu y predicadores sagrados, por no citar más, entre los sacerdotes y religiosos, y entre los seglares, los grupos organizados de jóvenes profesionales, obreros, universitarios, matrimonios, padres y madres de familia, han sido una torrencial manifestación del sensus Ecclesiae que pedía cambio y renovación.
El Concilio en sí mismo #
Por último, el Concilio en sí mismo considerado, como hecho independiente y propio, con su dinámica y sus leyes de desarrollo, ya que no con sus determinaciones, las cuales apenas han empezado a producirse.
En virtud de las razones anteriores, los obispos han acudido al Concilio con el santo y nobilísimo deseo, puesto por Dios en sus almas, de renovación de la Iglesia y, por consiguiente, de sí mismos. Digo ‘por consiguiente’, porque no puede darse auténtica renovación en la Iglesia si no se da en los que la nutren y gobiernan. En la basílica vaticana y en los diversos centros de Roma, donde los obispos viven y conviven, se han encontrado los protagonistas del gran acontecimiento. El encuentro ha facilitado, como era de esperar, la fecunda y vigorosa explosión de todos esos deseos y pensamientos de renovación, alimentados por la propia conciencia, fomentados por los Papas y fervorosamente anhelados por el pueblo cristiano. Lo que hasta entonces era artículo o libro escrito, oración y plegaria, reflexión personal o coincidencia de varios, es ahora fuerza canalizada y conducida por la mano de Dios hacia unas metas claras, en cuya consecución ven los obispos el deseado aggiornamento.
En el Concilio se van examinando muy diversas cuestiones, de todas las cuales se derivan consecuencias en el orden del pensamiento y en el de las determinaciones disciplinares prácticas, que imponen cambios en la vida de la Iglesia. Los obispos no podrán menos de adaptarse a esos cambios, pues son ellos los primeros en provocarlos.
En el Concilio –y ello es así de manera especialísima, dada la temática fundamental del mismo– se habla en concreto del obispo y del episcopado en la Iglesia, de su función y de sus deberes, de sus facultades y su misión. Lo que de él se dice viene a ser como la introducción de elementos nuevos, no en el sentido de que vengan a modificar lo que Cristo estableció, sino en cuanto que incorporan a nuestra actuación pastoral de obispos de la Iglesia de Dios factores que no se habían tenido en cuenta, acaso porque tampoco había llegado el momento de que así sucediera.
En el Concilio, por fin –y esto es una consideración de la mayor importancia–, al margen de las deliberaciones y acuerdos estrictamente conciliares, existe la comunicación viva, cordial, intensa y generosa de dos mil obispos entre sí, que, en una escuela de insuperable eficacia docente, cambian pensamientos y criterios, descubren perspectivas no sospechadas, sugieren iniciadas, señalan problemas y marcan soluciones, en una palabra, hacen que a todos sea posible ver, de manera viva y directa, lo que es la Iglesia de hoy, cosa que hubiera sido imposible de no haberse convocado la gran asamblea conciliar. Este fenómeno es de tal importancia que por sí solo tiene capacidad para hacer cambiar muchas cosas, aun cuando no se promulgaran constituciones ni decretos conciliares. En esa espléndida, caudalosa y riquísima intercomunicación de bienes del pensamiento y del espíritu, que es la convivencia y trato íntimo de los Padres conciliares entre sí, se manifiestan con no disimulada franqueza, se acogen con ponderada prudencia y se matizan con sabias precisiones, propósitos y aspiraciones y deseos de lograr una Iglesia en que sean cada vez más realidad los anhelos de renovación tan claramente formulados por todos.
¿Qué figura de obispo va señalando el Concilio? #
Doy ahora un paso más y voy a intentar delinear algunos rasgos de los que marcarán la nueva figura del obispo del Vaticano II, tal como se le adivina o se le ve desde una perspectiva conciliar. Ruego al lector que no piense en España ni en ningún país determinado. El Concilio está “trabajando” para la Iglesia de Dios en nuestro tiempo sin pensar en localizaciones geográficas.
Los Padres conciliares, en el primer mensaje que dirigieron al mundo, al inaugurarse el Concilio, dijeron estas palabras: “Queremos buscar la manera de renovarnos nosotros mismos”. Es a este plural “queremos”, integrado por dos mil quinientos obispos del universo conocido, al que yo atiendo y en el que me amparo para tratar de precisar los contornos de esa figura. Si son ellos los que afirman “queremos renovarnos”, ellos son también los que nos permiten preguntar: ¿en qué ha de consistir esa renovación? La respuesta es tan amplia que, sin duda ninguna, va a dar lugar a muy copiosa literatura posconciliar por parte de teólogos, canonistas y pastoralistas. Me consta que ya en Roma, al margen de las sesiones conciliares, vienen celebrándose cada semana reuniones de obispos europeos y americanos que están estudiando el modo de crear equipos de trabajo que empiecen a escribir sobre el tema.
En un artículo, que escribo sin tiempo apenas y como humilde colaboración a la tarea de divulgación de temas conciliares, he de limitarme a señalar nada más las líneas de superficie. He aquí algunas notas del diseño, tal como los Papas y los obispos del Concilio, dentro o en torno a él, nos la van ofreciendo.
Amor y diálogo con el mundo moderno #
Hijo de su tiempo y conductor de los hombres de hoy en las tareas del espíritu, el obispo del Vaticano II amará cada vez más lo que hay de bueno en el mundo actual, que es mucho, y pondrá en juego todas sus energías pastorales para iniciar y mantener aquella comunicación que nace del amor y que en Juan XXIII alcanzó tan perfecta y asombrosa expresión. ¿Qué obispo y jefe de una Iglesia diocesana dejará de meditar, en el futuro, en el fenómeno de esa influencia que el buen Papa Juan logró en muy pocos años sobre un mundo que había perdido ya la costumbre de amar y ser amado?
Adaptación realista #
La simple toma de conciencia de los cambios que en el mundo actual se han producido sería de importancia grande pará la evangelización. Pero ello no es más que una premisa. Es necesario llegar a más hondos análisis y entonces se ve que no bastan las formas tradicionales del trabajo pastoral para penetrar en un mundo que se ha vuelto sumamente complicado. Es un mundo en que reina el pluralismo religioso y político, pero dentro de una convivencia y armonía cada vez más progresivas; en que las masas ejercen influencia rectora, pero con la particularidad de que esas mismas masas se componen cada vez más de hombres cultos y de grupos profesionales que tienden a la especialización, con lo cuál crece cada día el índice de diferenciación en la sociedad y aumenta el enriquecimiento personal de cada uno; en que las necesidades económicas, culturales, familiares, deportivas, etc., tienden a resolverse por la vía de la asociación, la cual, a la vez que pone a los hombres en más íntimo contacto de unos con otros, favoreciendo con ello el contagio de aspiraciones, dado que los problemas que padecen se van resolviendo con esfuerzo cada vez menor; un mundo en que la descristianización es un hecho que alcanza dimensiones amplísimas, mientras que la metodología pastoral está planteada en su mayor parte sobre base bien distinta; en que la teología, y en general la estructuración del pensamiento católico, se han elaborado con mentalidad occidental, fenómeno explicable cuando el resto del mundo era puro silencio, pero insatisfactorio cuando, como sucede ahora, ese mundo restante se incorpora a la vida social de los pueblos con agresiva acometividad.
¿Cómo no va a esforzarse el obispo de esta época nuestra en lograr una mayor adaptación pastoral de la catequesis y la predicación al pueblo, de la formación de los sacerdotes, de la organización de las parroquias en los grandes núcleos urbanos y en las zonas rurales, de la creación de obras diocesanas diversas que serán con frecuencia indispensables instrumentos de penetración en un ambiente que se protege a sí mismo con su propia indiferencia?
¿No ha aludido acaso, y repetidas veces ya, el Pontífice actual, Pablo VI, a esta necesidad de adaptación realista al pedirnos que ahondemos en el conocimiento del mundo de los obreros, que rehabilitemos el ministerio de la palabra, que admitamos de buen grado todo lo bueno que tengan los demás, aunque no militen dentro de nuestros pabellones?
Universalismo efectivo #
El obispo del Vaticano II, aun teniendo como campo directo e inmediato de su responsabilidad y sus cuidados la Iglesia diocesana que le ha sido encomendada, se ocupará en lo sucesivo mucho más que hasta aquí, de manera efectiva, no sólo afectiva, de la Iglesia universal. No hace falta recurrir, en apoyo de esta afirmación, a la doctrina de la colegialidad episcopal, sino que basta pensar en lo que el Concilio de hecho ha creado de conciencia de responsabilidad común y colectiva, al lograr que por los ojos de todos los obispos entre el espectáculo de lo que la Iglesia es en todo el mundo y lo que a todos pide para poder realizar su misión salvadora. Ya no se apagará nunca el eco de las voces de los cardenales Rugambwa y Gracias, y de tantos y tantos obispos de África, Asia, América, pidiendo que se hable más explícitamente de la Iglesia misionera como de una nota esencial, de la solidaridad en el esfuerzo de evangelización, de la obligada ayuda de unos a otros.
Suma y unión de fuerzas #
Como un corolario de lo anterior, o como una actitud que a ello dispone, y en todo caso, como una exigencia pastoral vivísima de nuestro tiempo, pertenece a esa nueva figura de obispo que estamos considerando el incesante afán de unir fuerzas y sumar colaboraciones, dentro de cada país y región y dentro de cada diócesis. El aislamiento y la solitaria elaboración y desarrollo de los trabajos pastorales son perniciosos siempre, y lo son aún más en nuestro tiempo, el tiempo de la socialización y de los planeamientos y esfuerzos colectivos. En el Concilio se viene hablando de una nueva estructuración de las llamadas Conferencias Episcopales, y se ha insistido, por lo que se refiere a cada diócesis, en la necesidad de una mayor unión y colaboración del obispo con sus sacerdotes y con el laicado cristiano. Creo humilde y sinceramente que en este campo de la colaboración íntima y real de los obispos de una nación entre sí y del obispo de una diócesis con los sacerdotes y seglares de la misma puede radicar una de las más eficaces transformaciones de nuestra vida pastoral, en la Iglesia del Vaticano II.
La autoridad como servicio y misión #
He aquí otro aspecto sobre el cual el Concilio ha insistido hasta la saciedad. Numerosas intervenciones de Padres conciliares, escritos innumerables, detalles prácticos sin fin, van demostrando que ésta es una de las preocupaciones más sentidas entre los obispos del Vaticano II: la de entender la autoridad que poseen como un servicio que han de prestar a la santa Iglesia y al pueblo al que gobiernan. Un servicio humilde, abnegado, muy difícil, sin adherencias de señorío temporal que se ha acabado para siempre, despojado de todo cuanto podía sonar a riqueza, poderes mundanos, influencia terrestre. Se habla del obispo padre y pastor; del que ama siempre, aun cuando el mismo amor a la Iglesia le obligue a aplicar medidas de gobierno que pueden resultar dolorosas; del obispo comprometido hasta el riesgo a la hora de las decisiones pastorales, que va siempre el primero hacia lo más difícil; del obispo pobre y sencillo, en su vivienda, en su vestido, en todo cuanto se refiera a su persona y familia. Siempre ha habido obispos así, y no era necesario que se celebrara el Concilio para que esa figura se lograse. Pero, entendámonos. De lo que se trata es de que eso se establezca a escala normal y universal, de que llegue a constituir una reflexión permanente que nos libre de actitudes contrarias, de que incluso las apariencias de una autoridad que no sea servicio sacrificado y humilde desaparezcan, para que el pueblo, siempre débil y, sin embargo, cada vez más exigente con nosotros, no encuentre ni el más leve motivo de escándalo en nuestra conducta.
Es en relación con estas ideas como hay que entender todo cuanto se viene diciendo de la Iglesia de los pobres, de la que habló ya Juan XXIII, y a la que se refirió con acento conmovedor el cardenal Lercaro en la primera sesión conciliar, y con él también otros. La jubilación de los obispos en determinadas condiciones, el nombramiento de los mismos libre de toda injerencia del poder político, el reconocimiento humilde de posibles errores cometidos en nuestra actuación pastoral con los no católicos y aun con los no cristianos, son cuestiones que en el Concilio ha encontrado cauces de expresión muy viva y que no dejarán de influir en la mentalidad de muchos.
¿Y no está dentro de esta línea de servicio, humildad, desprendimiento, el discurso de Pablo VI al patriciado romano; el arriesgado viaje a Palestina; la reiterada petición de perdón e indulgencia por las posibles faltas de los católicos?
Confianza en el hombre y los valores humanos #
Quizá sea ésta una de las notas características de la nueva época que va a vivir la Iglesia y de la nueva figura del obispo que ha de salir del Vaticano II. Es éste un Concilio que va desarrollándose apoyado sobre las bases del optimismo cristiano. En ningún momento podemos olvidar que fue convocado por el Papa Juan, el enemigo de los profetas de desventuras. Y uno de los más acusados perfiles de la fisonomía espiritual de aquel Pontífice fue la confianza en el hombre y en los valores humanos. Toda su conducta pública y privada abona esta afirmación. También los documentos más solemnes de su magisterio, así como innumerables frases de sus discursos ordinarios y sencillos son prueba palmaria de lo mismo.
Y lo notable es que ese mundo de los valores humanos parece haberlo agradecido, y reaccionó con actitud de amorosa correspondencia y entrega a aquel bondadoso anciano que le abría los brazos.
Pablo VI sigue esa misma línea decididamente, y desde el primer momento de su pontificado se ha proclamado, y viene siéndolo, campeón de esos ideales de dignidad, paz, fraternidad, a que se refería en el discurso al Cuerpo Diplomático con motivo de su peregrinación a la Tierra del Señor. En los pasos que va dando este Papa y en los procedimientos y actitudes que se adoptan en la marcha del Concilio, vamos viendo que se incorporan a la metodología pastoral, en los más altos niveles, valores que en otras ocasiones habían sido menos apreciados: respeto a la libertad, estimación de la opinión pública, diálogo comprensivo y sereno, paciente perseverancia, espera confiada en el triunfo de la verdad por sí misma, acción directa y contacto personal de la jerarquía con los súbditos propios, valoración de las diversas tensiones que se dan en el cuerpo de la Iglesia, sinceridad en el examen, lenguaje sencillo y transparente, etc. ¡Cuánto bien está haciendo este nuevo estilo! Por lo pronto, se ha logrado lo que parecía imposible: interesar al mundo en una empresa estrictamente espiritual y aun sobrenatural como es la que la Iglesia trae entre manos.
Sin duda, a cada obispo se le ofrece un motivo de honda meditación en ese modus procedendi de la Iglesia de hoy, cuando intente, como es lógico, aprovechar hasta el máximo en la parcela grande o pequeña de su diócesis las fuerzas que pueden ayudarle a la evangelización. Después de oír decir a Pablo VI: “Miramos al mundo con inmensa simpatía. Si el mundo se siente extraño al cristianismo, el cristianismo no se siente extraño al mundo…”, se comprende que habrá que esforzarse por trabajar de ahora en adelante con aquella confianza en el hombre de que hablaba el cardenal Wyszynski, el 4 de noviembre pasado, ante los seis mil seminaristas reunidos en Roma.
Reflexión final #
Me doy cuenta de que no he hecho más que esbozar algunos rasgos de los que aparecerán, cada vez con más relieve y vigor, en la figura del obispo que el Vaticano II va a hacer surgir. Ni todos son nuevos, ni son ellos solos los que perfilarán su rostro. Ahora habría que descender a un análisis mucho más minucioso y profundo y, a la luz de esos criterios, preguntarnos a nosotros mismos cómo se dispondrá el obispo de la Iglesia de hoy a desempeñar el triple munus docendi, regendi, et sanctificandi.
Son muchas las reflexiones que nos salen al paso. Pero debemos esperar. El Concilio aún no ha terminado. Más bien no ha hecho más que empezar. Los impacientes, y mucho más si el origen de su impaciencia es demasiado humano, deben esperar a que la aurora pase. Ya llegará el mediodía.
Desde luego, no sólo para los obispos, también para sacerdotes y seglares, el Concilio está dibujando una nueva figura. Según nos transmitía Cipriano Calderón, en la mente del Papa –ha dicho el Padre Bevilacqua, hombre de tan íntima relación con el actual Pontífice– “el Concilio es la manifestación y la orientación hacia realidades concretas de un firme propósito que hoy tiene la Iglesia romana; reorganizarse en torno al Evangelio, tornar rejuvenecida a sus orígenes. Descender desde la altura de sus profundos soliloquios al terreno de los hechos; ponerse sobre un plano existencial, de acción. La Iglesia peregrina quiere ser cada día el reflejo vivo de Cristo; caminar por los senderos de la pobreza, de la humildad, de la sencillez y de la caridad, hasta llegar a las últimas metas de la unidad. El viaje de Pablo VI a Palestina ha estado en esta línea, como expresión viva de los afanes del Concilio”.
“No es que la Iglesia se haya separado de la línea que Cristo la trazó –ha dicho el mismo Papa–; es que en ese camino señalado por Jesús puede y debe correr cada día más, perfeccionándose continuamente y tratando de superar esquemas trasnochados, para dar al Evangelio nuevas y auténticas expresiones acomodadas al estilo de nuestro tiempo.”