- María en los caminos de la Iglesia es la Madre que nos lleva a Jesús
- La fe de María, punto de partida del nuevo Pueblo de Dios
- María: relación entre lo cotidiano y lo eterno
- María realiza y vive la religión de los sencillos y pobres peregrinos de la fe
- La Iglesia, conocedora de los designios de Dios, hace pasar todo por María: «a Jesús por María»
Lección inaugural de la VII Semana de Teología Espiritual, pronunciada el 29 de junio de 1981. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, julio- agosto 1981.
Acabo de regresar de Lourdes, adonde he ido para acompañar a los enfermos de nuestra peregrinación diocesana y a los hospitalarios que los llevan. Allí está la gruta y el agua que mana sin cesar. Y allí también las riadas de hombres y mujeres de todos los continentes, cantando, rezando, llorando y sonriendo. ¡Cuánta tranquilidad en esos pobres seres que se mueven o son movidos en sus carritos, o llevados en los brazos de sus cirineos! ¡Y cuánto amor en éstos, misericordiosos amigos de unos días! Todo allí nos hace recordar las escenas del Evangelio, en que aparecen las muchedumbres buscando a Jesús.
No creáis que todos piden la curación de sus dolencias físicas. Muchos, muchísimos, se contentan con lograr un poco más de fe y de energía espiritual para soportar su cruz. Y los camilleros, y los sacerdotes, y las religiosas, y los hospitalarios, y los médicos… ofrecen su caridad y su amor, sin esperar nada, simplemente porque aman. La Virgen, en quien confían unos y otros, les ayuda. Y así, sin darse cuenta, se acercan a Jesús por medio de María. Ella les lleva, que para eso tiene manos suaves y firmes.
Es la Madre de Dios, la Madre de la Iglesia, la madre espiritual de los hombres. Ha cooperado a la Redención; lo ha hecho conscientemente, con humildad, poniendo de sí misma todo lo que tenía y podía. Se ha convertido en camino; lo fue durante el Evangelio, y lo será siempre. Unida a Jesús, redimida también por Él, tiene la eficacia que nace de sus privilegios, de su grandeza singular, de su virtud incomparable, de su gracia que la santifica en plenitud. Toda Ella está hecha para ayudarnos a alcanzar a Cristo.
Al volver de nuevo a España y entregarme a mis tareas ordinarias –reuniones de obispos, trato con sacerdotes, trabajos diocesanos, etc.–, pensaba que aquí también hay enfermos del cuerpo y del alma, que buscan la curación, o al menos la paz y la esperanza. Cuando nos olvidamos de María, se nos hace mucho más difícil encontrar a Jesús, es decir, la curación o la paz de los espíritus. Todos andamos inquietos, y no acabamos de encontrar el sosiego fecundo para una auténtica renovación. ¿No será que hemos olvidado uno de los medios más sencillos y certeros para alcanzarlo?
Durante esta semana vamos a hablar de María en los caminos de la Iglesia. Introduciré el tema exponiéndoos, más que una lección teológica, una meditación que contempla la relación ineludible entre la Virgen María y la Santa Iglesia como camino que nos lleva a Jesucristo.
María en los caminos de la Iglesia es la Madre que nos lleva a Jesús #
Con estas palabras, María en los caminos de la Iglesia, queremos resumir la doctrina de la cooperación humana a la Redención. Ni María, ni la Iglesia reemplazan en lo más mínimo a la Humanidad de Jesús; por el contrario, comportan el testimonio del designio divino de asociar la criatura a la obra de la salvación. Único es nuestro Mediador, según la palabra del Apóstol: Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre. Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos (1Tim 2, 5-6).
«La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del beneplácito y fluye de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud, y, lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (LG 60).
La historia nos presenta asociados a María y a la Iglesia. Incluso es frecuente que ciertos creyentes tengan las mismas dudas respecto de la Iglesia y de María.
Los lazos entre la Iglesia y María, porque Dios lo ha querido así, son esenciales, no sólo íntimos. El misterio de María y el misterio de la Iglesia se ilustran el uno al otro. Los mismos símbolos bíblicos se aplican a la Iglesia y a María. La una y otra es Nueva Eva, Árbol del Paraíso, cuyo fruto es Jesús, Arca de la Alianza, Tabernáculo del Altísimo, Ciudad de Dios, Mujer fuerte de los Proverbios, Esposa ataviada para comparecer ante su Esposo, Mujer enemiga de la serpiente, Signo aparecido en el cielo, según la descripción del Apocalipsis, etc. Desde luego, hay mucho más que el uso alterno de símbolos ambivalentes.
«La conciencia cristiana se percató muy pronto de ello, y la proclamó a lo largo de los siglos de mil maneras, tanto en el arte y en la liturgia como en la literatura: María es la “figura ideal” de la Iglesia. Ella es su “sacramento”. Ella es el “espejo en el que se refleja toda la Iglesia”. Doquiera encuentra en Ella la Iglesia su tipo y su ejemplar, su punto de origen y su perfección. En cada momento de su existencia, María habla y obra en nombre de la Iglesia, no en virtud de decisión sobreañadida, ni por efecto de una decisión explícita por su parte, sino porque, por así decirlo, la lleva ya –a la Iglesia– y la contiene toda entera en su persona»1.
Todos los comentaristas reconocen que cuanto las antiguas Escrituras anunciaban proféticamente de la Iglesia recibe como una nueva aplicación en la persona de la Virgen María. Y lo que el Evangelio refiere de la Virgen, prefigura de igual modo la naturaleza y los destinos de la Iglesia. La maternidad de María es un trasunto acabado de la maternidad de la Iglesia. María ha llevado en su seno a Jesús, la Iglesia lo lleva en la fuente de los Sacramentos. María y la Iglesia nos dan a Cristo. Las dos maternidades reposan igualmente en la vivificación obrada por el Espíritu Santo para la comunicación de la Vida y la Verdad.
«Es la primera vez –dijo Pablo VI en la alocución de clausura de la sesión 3ª del Vaticano II– que un Concilio ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia». El capítulo VIII de la Lumen Gentium reafirma repetidamente la insustituible posición de María en el plan divino. «Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición venerable manifiestan de un modo cada vez más claro la función de la Madre del Salvador en la economía de la salvación» (LG 55). «Ella es la Madre de Cristo y su colaboradora y cooperadora en el misterio de la redención» (Ib., 56). «La Iglesia, en su obra apostólica, mira con razón hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que, por la Iglesia, nazca y crezca también en los corazones de los fieles» (Ib., 65).
María en los caminos de la Iglesia es la obra maestra de Dios. Para conocer el plan de la salvación y su realización histórica, ésta es la gran verdad que el Concilio ha querido repetirnos. Se afirma con claridad un hecho fundamental: María está en el plan de la salvación, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. María es la Madre de los hombres, de todos los hombres, de ayer, de hoy y de mañana. Es verdadera Madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza (LG 55).
Hoy ya, en 1981, con Pablo VI que así la proclamó para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, llamamos a María Santísima: «Madre de la Iglesia, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosa. Ciertamente no es un título nuevo para la piedad de los cristianos. Este nombre de Madre ha estado en todos los caminos de búsqueda de Cristo que los hombres han recorrido. María está siempre como Madre acompañando a sus hijos, acompaña a los que vuelcan en ella sus penas y alegrías y acompaña también a los que no acuden a Ella con confianza. Con María ocurre como con el amor de Dios, la llamamos Madre porque Ella nos llamó primero “hijos”. Dicho con la teología sencilla del amor, María, en los caminos de la Iglesia, es “la Madre’’ que nos lleva a Jesús»2.
La fe de María, punto de partida del nuevo Pueblo de Dios #
El Hijo de Dios nació de una mujer (Gal 4, 4); Jesús es el Hijo de María (Mc 6, 2-3). ¿No es éste el carpintero, el hijo de María?, dice San Mateo en el pasaje paralelo al de San Marcos. Dios se hizo hombre cuando, en su sabiduría y en su amor infinitos, encontró en la creación una fe tan grande, tan plena, que le permitió dar principio a la Encarnación.
Ciertamente, en María hay la misma necesidad de gracia y de salud que en nosotros; es íntegramente una mujer de nuestra raza y se le exigió también una respuesta de fe. Es la gran peregrina en la fe. «Lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por María mediante su fe» (LG 56). De día en día, de hecho en hecho concreto de su vida, Dios es el gran descubrimiento y la conquista continua de su diario vivir. Su respuesta al ángel es un acto de fe sin medida. Esto nos tiene que ayudar en cada circunstancia difícil y oscura de nuestra vida. María creyó. Ella aceptó la paradoja, y lo que era para el mundo «locura de Dios». Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que gentiles, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres(1Cor 2, 22-25).María conoció la divina sabiduría de Dios y creyó en ella.
Bienaventurada tú, la que has creído, proclama Isabel al mundo entero y a toda la historia de la humanidad, revelándonos, con esta afirmación suya, el estado de María en el momento de su gran experiencia religiosa. El Evangelio es claro en sus breves frases acerca de la fe de María: consiente en las proposiciones divinas, sin poder abarcar su contenido, ni conocer sus modalidades de realización. Ella acepta a Dios y su Palabra santa a pesar de la oscuridad en que camina: «Creyendo y obedeciendo», nos dice el texto del Vaticano II (LG 56); «con la obediencia y la fe», insiste unos párrafos más adelante (Ib., 63).
La Iglesia se funda sobre la fe en Cristo; y la fe de María, por providencia amorosa de Dios, es punto de partida del nuevo Pueblo de Dios. María, por la fuerza de su fe en Cristo, sostuvo a la humanidad.
Cuando María desarrolla su vida en el silencio de Nazaret, desarrolla también su vida de fe. Se va preparando su mente y su corazón a la gran tarea que Dios le ha reservado. Entre la desesperación y la incredulidad, el materialismo y la confusión, que también se dieron en su época histórica, Ella espera y cree en la voluntad de Dios y aguarda el momento en que se revelará al mundo. No tiene esquemas preconcebidos de cómo ha de ser la salvación de Israel; no tiene miras, orgullos, ni intereses personales; por eso, cuando llega el gran momento, responde afirmativamente. Y, llena de gracia, llena de fe, hace suya la clarividencia de Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y cuando María estaba ante la cruz, era la Iglesia ya la que creía en Él y se sostenía de pie; porque María es, desde luego, la primera cristiana. En el silencio de la Encarnación y en la tarde del Viernes Santo, cuando todo estaba envuelto en la oscuridad, su fe, la fe de María, empezaba a ser roca viva de la Iglesia de Cristo.
Su padre y su Madre estaban admirados de lo que se decía de Él(Lc 2, 23). No tiene José, pero tampoco María, pre-conocimiento de la palabra y de la voluntad de Dios. A María también, como a nosotros, le sobrevienen los designios de Dios de improviso; no tiene ni tiempo para expresar su estupor. Pero está dispuesta siempre a acoger la palabra y la voluntad divina. Nos da el ejemplo más silencioso y sereno, en contraste con toda la palabrería que usamos nosotros para referirnos al plan de Dios, como si conociéramos sus designios.
María: relación entre lo cotidiano y lo eterno #
Ella avanza; en la peregrinación de la fe, dejándonos a todas las generaciones, a todas sin excepción, también a la nuestra, en las circunstancias difíciles y conflictivas en que nos encontramos, «un ejemplar acabadísimo en la fe y en la caridad» (LG 58). «La llena de gracia está muy lejos de ser un globo inflado dispuesto a elevarse hacia el cielo. Plenitud y naturalidad aparecen en María como su modo propio, que sigue siendo único, pero será indefinidamente imitable, de unir el ahora y el siempre. Los signos de los tiempos, que nosotros estamos obligados a escrutar, no podrán ser percibidos si no es en esta relación entre lo cotidiano y lo eterno»3. Y por perder de vista este aspecto, al hablar de los signos de los tiempos en la Iglesia, nos hemos convertido en sociólogos, en lugar de ser creyentes del Evangelio.
La Iglesia no es esclava de ninguna época. El mensaje que ella transmite y la vida que propaga no están vinculados a ninguna situación social, ni a una cultura o civilización concreta. No está fundada la Iglesia más que sobre la fe en Jesucristo. No hemos de caer en la tentación de confundir nuestra fidelidad a lo eterno, la fe en Cristo y en su Evangelio, con una adhesión mezquina y aun morbosa al pasado; ni en la suficiencia y ligereza modernas que relativizan todo. Avancemos como María, una mujer de su tiempo, anclada en Dios, sin que nunca el misterio cristiano pierda su savia en nosotros. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rm 12, 2).
«La Santísima Virgen vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos» (AA 1, 4). Por eso es el mejor modelo para nuestra vida. Ella supo unir el ahora cristiano y el siempre eterno. Supo escrutar los signos de los tiempos, sin palabrería, pero con una actitud firme de servicio a Dios, en el momento de su aceptación total del plan de salvación, y en su vida de trabajo oculto y sencillo de Nazaret; en la soledad de su condición que acepta el destino y misión de su Hijo; en el camino de la angustia, del dolor y del fracaso, en el tremendo momento de su pasión y muerte. «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente extraordinaria a la obra del Salvador» (LG 61). «Fue la compañera singularmente generosa del divino Redentor» (Ib.). Vemos lo que es el Reino de Dios, en María: penetró en su corazón y en su espíritu, atravesó sus propios pensamientos, sus costumbres y su actividad diaria, y así vivió la maravillosa relación entre lo cotidiano y lo eterno.
Cuando se trata de la Iglesia de Cristo, no podemos hablar de avance y retroceso, de éxito y de fracaso, como cuando juzgamos de las cosas puramente temporales. La vitalidad cristiana en cada época depende, mucho menos de lo que pudiera creerse, de lo que se discute, se hace o se deshace en el gran escenario del mundo. Bajo todo ese mar alborotado, que es la vida y la historia humana, hay una «Vida» que se mantiene, se transmite, se renueva sin que sea percibida por muchos. El que permanece en mí, como yo en él, ése da mucho fruto (Jn 15, 5). La piedra de toque de una vida auténtica cristiana es ver si engendra caridad, si salva a los hermanos, si desarrolla a Cristo dentro.
Me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Y eso ha sido así, porque su humildad fue tierra fecunda. Lo que cuenta es la semejanza con Cristo en las tareas diarias, para entender los signos grandes o pequeños de los tiempos. A una persona que se lamentaba de no poder atender a la perfección por el agobio de negocios temporales, Santa Catalina de Siena le respondió: Sois vos el que lo hacéis temporales. Las cosas son temporales cuando les quitamos su referencia a la eternidad y destruimos la fuerza que tienen para remontarnos a lo espiritual y eterno, a Cristo.
«Los mejores cristianos, los que tienen una vida más pujante, no se cuentan necesariamente, ni aun ordinariamente, entre los sabios o entre los hábiles, entre los intelectuales ni entre los políticos, ni entre las autoridades sociales. Consiguientemente, su voz no resuena en la prensa y sus actos no llaman la atención en público. Su vida está oculta a los ojos del mundo, y si llegan a conseguir cierta notoriedad, esto no sucede sino por excepción y de vez en cuando, con riesgo de extrañas deformaciones. Y dentro de la misma Iglesia, lo ordinario es que algunos de ellos consigan un prestigio indiscutible solamente después de su muerte. Y, sin embargo, ellos son los que contribuyen más que todos los demás a que esta tierra no sea un infierno. La mayor parte de ellos no se preguntan si su fe está “adaptada”, ni si es “eficaz”. Les basta con vivir de ella, como de la misma realidad, siempre la más actual, y los frutos que de ella se desprenden, casi siempre ocultos, no son por eso menos maravillosos. Aunque ellos no hayan actuado personalmente en lo exterior, están siempre en la raíz de todas las iniciativas, de todas las fundaciones que no han de quedar vanas. Y son ellos los que nos conservan o nos dan alguna esperanza. ¿Nos atreveríamos a decir que estos tales son hoy menos numerosos o menos activos que en otras épocas? No nos hagamos ciegos para ver la fecundidad de Nuestra Madre, por soñar en una “eficacia” posiblemente quimérica»4.
Sí, los hombres nos encontramos ante las tareas que nos ofrece y nos impone la situación histórica y los cambios que nos toca vivir. No podemos eludir las decisiones que hayamos de tomar. Pero el modo de ser cristiano está ligado a la forma concreta de cómo vivamos nuestra vida interior. Como María. No hay otra solución.
Y como en María, la relación entre lo cotidiano y lo eterno nos viene dada en el Evangelio por los símbolos, que nos dicen, que el Reino de los Cielos es lo más valioso y lo más precioso que tenemos. Están en el capítulo 13 de San Mateo y los hemos leído muchas veces; el tesoro que se encuentra el hombre en el campo, y la perla preciosa; tanto el campo como la perla superan el precio disponible para comprarlos. Las situaciones en que nos encontramos en la vida se iluminan con estas parábolas. El Reino de los Cielos es más precioso que lo que puede parecer más valioso. Su precio lo sopesamos en cada ocasión: una ganancia, que hubiera sido injusta y hay que rechazar, una ayuda, que hay que prestar y nos supone un gran sacrificio; una posición, que sólo se consigue rasgando nuestra fe; una pasión, que amenaza con destruir la familia; una vida de capricho y placer, que va arrasando nuestro sentido cristiano. ¿El Reino de los Cielos es tan valioso para mí, que estoy dispuesto a dar ese precio? Se exige todo: salud, propiedad, vida. Entonces veremos si la perla y el tesoro valen todo para nosotros.
María realiza y vive la religión de los sencillos y pobres peregrinos de la fe #
En las Bienaventuranzas se nos pone de manifiesto el gran valor y la riqueza del Reino de los Cielos. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5, 3).
El Reino de Dios en María significó que Dios rigió su corazón. Él fue su amor. Vivió de Él, con Él, desde Él y para Él. Su acción partió de una identificación de su voluntad con la divina: Encarnación, Belén, Egipto, Nazaret, Vida pública, Pasión de Cristo, Muerte en la Cruz, Resurrección, Pentecostés. Hablamos mucho del amor de Dios y del Reino de Dios, pero hacemos lo que queremos nosotros mismos. Achacamos nuestra debilidad, nuestros fallos, nuestros pecados, nuestras negaciones… a la situación, al cambio de los tiempos, etcétera. Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Los pobres, los que viven confiados en la Providencia, en medio de la necesidad, en la privación, en el fracaso, en el dolor siempre imprevisto. Para entrar en el Reino de Dios hay que cambiar el sentido de la vida, de esa vida que nos mantiene alejados de Dios: vida de mentira, de orgullo y codicia, de envidia e injusticia, en una palabra, de materialismo.
La condición terrestre de María fue la de los pobres peregrinos de la fe. María oyó y escuchó las palabras de Cristo. No vacila, ni duda de Dios, ni cuando le habla el anciano Simeón, que le anuncia dolor, ni cuando, después de haber buscado a su Hijo con preocupación y angustia, escucha casi una represión en lugar de una excusa. La vida de María es un lento y oscuro camino de fe. El Concilio nos ha redescubierto este rostro más humano y más nuestro de María, la Madre de Dios y Madre nuestra, entre los oyentes, recibiendo las palabras con las que el Hijo colocaba el Reino de Dios dentro del corazón y por encima de todo (cf. LG 58). «Distante de nosotros por sus privilegios, María ha vivido en sus singulares experiencias sobrenaturales asistida por la fuerza de su fe. Llena de gracia, perfecta en su humanidad y en sus potencias, mas se confía a la llamada divina sin entrever la lógica de la invitación recibida, sin percibir la meta donde quiere conducirla. Cada día, cada instante de su existencia repite su incondicional asentimiento a las propuestas divinas, siempre misteriosas e impenetrables. Todos los días llena sus horas de actos de abandono en Dios. Así avanza en la peregrinación de la fe, dejando a todas las generaciones futuras un ejemplar acabadísimo en la fe y en la caridad»5.
Al igual que su Maestro y que María, la Iglesia, a los ojos del mundo, hace el papel de esclava: Se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo hasta la muerte y muerte de cruz(Fil 2, 7-8).El discípulo no es superior al Maestro; ejemplo nos ha dado.
¡Esta humildad, este silencio, esta fe! … Así se labra en nosotros y se construye en el mundo el Reino de Dios. Ella es ejemplo sublime. Por ahí vamos a Jesús.
La Iglesia no es una academia de sabios, ni un seminario de intelectuales, ni una asamblea de grandes. Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos(Mt 18, 1).Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños(Mt 11, 25).
Es muy interesante y muy provechoso, como para un rato de examen personal el capítulo que Henri de Lubac dedica a nuestras tentaciones respecto de la Iglesia, en su ya citado libro Meditación sobre la Iglesia. En el último punto de este capítulo analiza «la tentación de los sabios». Desde siempre la Iglesia se ha ganado el menosprecio de una selección: filósofos, intelectuales, espíritus superiores, afanosos de una vida profunda, le han negado su adhesión. Han sentido desprecio por ese amasijo de gentes sin cultura. El Cuerpo de Dios –piensan– no puede estar formado por una pasta tan grosera. Y muchos de estos sabios están convencidos de que hacen justicia a la Iglesia, protestan cuando se les llama adversarios. ¡Quieren protegerla en sus necesidades! ¡Protegerla! ¿No se está dando hoy este fenómeno? ¿No hay dentro de la Iglesia, por parte de muchas actitudes pastorales, de muchas investigaciones teológicas, exegéticas, morales, algo así como un afán de protección a la Iglesia? ¿No son muchos hoy los profesores que, al enseñar teología católica, están profundamente nerviosos porque sienten el apremio de defender a esa pobre esclavita que, sin su auxilio, corre el peligro de desvanecerse, atacada por la sabiduría de los hombres? Sabios que no caen en la cuenta de que siempre se cumple la profecía de Isaías: Perderé la sabiduría de los sabios. Son ricos que tienen que aprender la primera bienaventuranza. Recuerda este autor, que vengo citando, la exclamación de André Malraux ante las pinturas de las catacumbas romanas, primera expresión figurada de la Palabra que resonó en Cristo: «¡Qué mal responden estas pobres figuras a esta voz tan profunda!»
María acepta el silencio, la limitación de la vida, la vulgaridad de lo cotidiano, porque es la única condición posible para el que ha aceptado la realidad de Dios y la realidad del hombre, y da testimonio del Reino de los Cielos desde lo íntimo de esa realidad. La radicalidad de la vida de María está ahí, en esa energía y libertad con que vive su fe de peregrina en la tierra, que espera con dolores de parto la gloria de la resurrección.
De ninguna manera esto es canonizar lo vulgar y mediocre. Esa manera de entenderlo sería de lo más orgulloso y al mismo tiempo superficial. «Lo que hay que hacer es no solamente soportar todo este complejo en lo que tiene de fatal, y no canonizarlo en bloque, sino asumirlo con una lealtad que no sería tal si sólo se quedara en la superficie. No existe el cristianismo privado; y para aceptar a la Iglesia hay que tomarla tal como es, en su realidad humana y cotidiana, lobmismo que en su idea eterna y divina, porque la disociación es imposible, tanto de hecho como de derecho. Para amar a la Iglesia es necesario, venciendo antes toda repugnancia, amarla en toda su tradición, y engolfarse, por así decirlo, en toda su vida, como el grano se hunde en la tierra. De manera parecida hay que renunciar al veneno sutil de las místicas y de las filosofías religiosas que querrían sustituir la fe o que se ofrecerían a transponerla. Esta es la manera católica de perderse para llegar a encontrarse. Sin esta última mediación, el misterio de la salud no puede alcanzarnos y transformarnos. Hay que llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica de la Encarnación, por la cual la divinidad se adapta a la debilidad humana. Para poseer este tesoro hay que sostener el vaso de arcilla que lo contiene, y fuera del cual se evapora. Hay que aceptar lo que San Pablo, que había experimentado las tentaciones opuestas, llamaba la sencillez de Cristo. Hay que ser sin reticencia de la plebe de Dios. Dicho de otra manera: la necesidad de ser humilde para buscarle en su Iglesia, y de añadir a la sumisión del entendimiento el amor de la fraternidad»6.
La Iglesia, conocedora de los designios de Dios, hace pasar todo por María: «a Jesús por María» #
La devoción a María no es facultativa. El que cree que puede prescindir de ella se apartaría del camino de la santidad de la Iglesia. Ésta, conocedora de los designios de Dios, hace pasar todo por María. A Jesús por María, ha sido todo el tema de mi reflexión. Jesucristo es el único Jefe de la Iglesia, y el papel de María no es en manera alguna el de tomar su dirección. Todo cristiano es hijo de María. Ciertamente, este amor a la Virgen puede tomar muchas formas y ofrecer muy diversos grados. Piénsese, por ejemplo, en el Cardenal Newman, cuando defiende la doctrina católica sobre la Madre de Jesús contra su amigo Pusey; son unas páginas conmovedoras. Pero es completamente diferente del movimiento mariano de San Luis Mª. Grignon de Montfort o de San Alfonso María de Ligorio. La vocación se expresa en vocaciones muy diferentes.
María nos lleva a descubrir el designio misericordioso de Dios. En la vida de cada cristiano se da el respexit, la mirada de Dios sobre nosotros. Hay que descubrir, como María, en la propia historia personal, no en teoría, el filón de oro de la salvación.
María experimenta de modo excepcional la misericordia de Dios, y por ello «ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que Él había venido a revelar…». «En Ella y por Ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la Encarnación. Esta maternidad de María en la economía de la gracia –tal como se expresa el Concilio Vaticano II– perdura sin cesar…»7.
Todo en María nos revela la misericordia y el amor de Dios hacia el hombre. El misterio de la Asunción nos pone de manifiesto el triunfo definitivo y completo de la obra divina en la naturaleza humana. La Asunción de María es la anticipación y promesa de nuestro propio triunfo. Todas las cosas han sido creadas para el servicio del hombre y todas las cosas fueron rescatadas para él. El cristiano tiene que completar en este mundo lo que falta a la redención de Cristo. El dogma de la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma es un dogma impregnado de alegría, de humanidad, de optimismo, de seguridad, de aceptación del mundo y de reconocimiento de todo lo bello. Todas las cosas son vuestras; vosotros, de Cristo; Cristo, de Dios (1Cor 3, 22-23).
El ir a Jesús por María no significa desconfianza en Dios, sino, por el contrario, confianza en el modo que tiene Dios de hacer las cosas. Por sus manos suben nuestras plegarias y también descienden las gracias divinas.
«Nada hay más capaz de romper las mil trabas que nos atan, como la devoción a la Virgen María. Ella libera nuestra fe y hace que dé sus frutos; pudores equívocos, orgullo oculto, timidez irreflexiva, dudas confusas…, todo se disipa, en cuanto un verdadero hijo llama a María por su nombre. En nuestros días hemos tenido el maravilloso ejemplo del Padre Maximiliano Kolbe, pero tendríamos que evocar aquí a Polonia entera. Este país, martirizado tradicionalmente, oprimido por un régimen político despiadado, da prueba ante toda la Iglesia de una vitalidadenvidiable, y de una fecundidad espiritual asombrosa. “Habrá un milagro en favor de Polonia” había profetizado al morir el predecesor del recién fallecido Primado. Hoy palpamos el milagro de esta Polonia, a la vez sana y ejemplar, amante apasionada de la Virgen, a quien honra con manifestaciones tan fieles y constantes como triunfales. La devoción mariana libera la fe, objeto de la promesa de Dios»8.
La esperanza no puede ser el cómodo resultado de un milagro agradable. Es una virtud y exige continuo esfuerzo, como se le exigió a María. La esperanza obliga a trabajar con confianza en Dios. Nuestra cooperación es indispensable para que Dios salve. Lo esperamos todo de Dios, su misericordia se extiende de generación en generación, pero Dios nos ha fijado a cada uno una tarea, nuestra situación personal en la Iglesia y en la sociedad, y ha otorgado a esa tarea un valor. La esperanza se purifica y se hace más auténtica, cuando aquel que pide a Dios se le solucionen sus graves problemas, bendice y confía en Él, aunque no se le solucionen.
No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Conocemos y experimentamos las dificultades para ser cristianos en nuestro mundo, lleno de amenazas contra la libertad, la conciencia, la moral, la religión. Esto explica, dice el Papa Juan Pablo II en la Dives in misericordia, la inquietud a la que está sujeto el hombre contemporáneo. Inquietud que experimenta toda clase de hombres, los marginados y oprimidos, y los que disfrutan de la riqueza y del poder. Hay una decisión que hemos de realizar en nuestra vida, y es exclusivamente de incumbencia y responsabilidad personal: estar a favor de la voluntad de Dios o contra ella. No hay término medio: El que no esté conmigo está contra mí. Ninguno puede servir a dos señores. Dios, que es el Bien, el Amor, la Verdad, la Vida, sabe lo que es el bien, el amor, la verdad y la vida para el hombre; y no los falsos maestros y profetas, que desaparecen dejando gran cantidad de víctimas, de vidas desesperadas y de esfuerzos frustrados.
«Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocupamos también por el ocaso de tantos valores fundamentales, que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de su concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas las crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común, la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en “deshumanización”: el hombre y la sociedad para quienes nada es “sacro” van decayendo moralmente, a pesar de las apariencias»9.
Son palabras del Papa en su gran última Encíclica, palabras llenas de amor a los hombres de nuestro tiempo. Palabras de un hombre, elegido por el Espíritu Santo para hacer reflexionar sobre la dignidad humana, sobre la gran realidad del amor de Dios a nuestra generación histórica, sobre la misericordia de Dios en la misión de la Iglesia, sobre María, la Madre de la misericordia. Y son palabras «dictadas por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso»10.
María, María, caminante con tu pueblo cristiano, signo de unidad y de intercesión como lo fuiste en Caná, en el Calvario, en el Cenáculo: María, llévanos a Jesús, fruto bendito de tu vientre… y ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Así sea.
1 Henri de Lubac,Meditación sobre la Iglesia,Bilbao 1958, 286.
2 Pablo VI, Discurso de clausura de la tercera sesión del Vaticano II, BAC 252, Madrid 1965, 793.
3 Abraham Levi, María, la «mujer nueva» disponible al Espíritu,Bogotá2 1979, 34.
4 Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1958, 267-268.
5 Ortensio da Spinetoli, María tras el Vaticano II, Madrid 1978. 52.
6 Henri de Lubac, o. c., 273.
7 Juan Pablo II, Dives in misericordia, 5, 9.
8 G. M. Garrone, María ayer y hoy, Madrid2 1978, 71-72.
9 Juan Pablo II, Dives in misericordia, 4, 12.
10 Ibíd., 8, 15.