Composición castellana, compuesta y declamada en público, por el seminarista Marcelo González Martín, cuando tenía 17 años (Comillas, 30 de noviembre de 1935).
A mi Madre, en su Purísima Concepción #
¡Dulcísima estrella de la mañana!
Quiero cantar tus grandezas, Madre mía. Mi alma se ha sentido inspirada por el embriagador perfume de azucenas que de tu imagen se desprende, y al querer entonar himnos de alabanzas, ha exclamado ¡Inmaculada!
Montes y arroyuelos, mares y cascadas, mañanas de primavera y tardes de nieve, cielos y tierras, elementos todos de la naturaleza, gritad conmigo ¡Inmaculada!
Tú eres la mujer fuerte de la Biblia, cantada por los reyes, anunciada por los profetas, servida por los ángeles; tú fuiste anunciada ya en la primera parte del libro escrito por el Dios de los ejércitos; tú, erguida junto al árbol del Calvario, has compuesto el libro de la humanidad y el Cristo del Perdón, a través del cual veías amplios panoramas de dolor y sufrimiento que desaparecerían al contacto de tu manto protector.
Solamente otro amor: el amor a mi patria, anida en mi corazón; digo mal, que no es otro amor, sino complemento del que hacia ti siento: ¡España y la Inmaculada!
Soy español, nacido en esta tierra bendita, cuyos moradores iban a las batallas, acompañados de tu imagen venerada, y vencían a un mundo en Lepanto, con la espada en una mano y el rosario en la otra; en cuyas Universidades, asombro de los siglos, se hacía juramento solemnísimo de defender hasta dar su vida, si fuera preciso, el que siglos después sería proclamado dogma de tu Purísima Concepción; país que tú congregaste a las orillas del Ebro, santificado con tu planta santísima, y que, en repuesta a tus favores, te llamó Pilar, Sagrario, Begoña, Covadonga, Montserrat, Guadalupe, el Henar, el Rocío, la Cabeza, la Paloma, la Fuencisla… y mil y mil nombres que brotaban del corazón de los españoles; hijos de un país cuyos artistas te consagraron lo más exquisito de su gusto y los poetas lo más delicado de su inspiración; patria de Murillo, Ribera, Zurbarán, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Fray Luis de León, Zorrilla, Gabriel y Galán. Nombres todos que despiertan en mí evocaciones y recuerdos de pasadas grandezas, dormid en paz, al calor del manto de María.
Fue mi patria la única en todo el planeta que no permitió que corriera por sus venas la vil ponzoña de Lutero, aunque para ello tuviera que abrírselas y derramar su sangre por todo el orbe conocido.
Yo he visto a los rudos labriegos del terruño castellano descansar de su tarea y descubrirse reverentes cuando a la caída de la tarde, envueltos en un sol crepuscular, cuando llega a sus oídos la voz del campanario que los llamaba a la oración, y les he visto que pronunciaban, con el alma en sus encallecidas manos, las palabras con que Dios quiso saludarte por medio del ángel Gabriel.
Y he visto a los valientes marineros del Cantábrico abrazarse, arrodillados en las húmedas arenas de la playa, al emprender un viaje que sería su ruina y perdición, si sobre la barquecilla no brillara esplendorosa la luz radiante de una estrella dibujada con las cinco letras de tu nombre celestial, ¡María!
Y porque las he visto amo las manifestaciones genuinas de nuestra piedad en las romerías del Rocío, en la advocación del Carmen, en el emocionante entusiasmo del Pilar.
Y he llorado al ver una muchedumbre delirante de sollozos y místicas ternuras balanceándose agitadamente, ante el desfile de los pasos de Semana Santa en una dulce noche de primavera, y temblar con el escalofrío de la muerte cuando el Jesús del Gran Poder, tambaleándose, con la cara fuerte y renegrida, seguido de una imagen majestuosa, en cuyo centro brillaba un corazón envuelto en un manto con cuchillos.
Madre de los Desamparados, tu mirada angustiosa y llena de dolor fue la que movió a que un hombre que sentía correr en sus venas sangre racial, arrancase un cuchillo de los que te atormentaban y le clavase en su corazón porque el tuyo se estaba desangrando y quería darte su propia sangre para que tú siguieras viviendo y pudieras acompañar a tu Hijo querido hasta el final.
¿Y no he de amarte aún? ¿Y mi alma huérfana podrá olvidarse algún día de la Madre de Misericordia?
Cuando muera sólo quiero tener junto a mis labios los colores rojo y gualda de la bandera de mi patria para poderla besar, y más adentro, en el corazón, tener el azul de tu manto protector para seguir amándote siempre.