Conferencia pronunciada el 15 de marzo de 1968, viernes de la segunda semana de Cuaresma.
Nuestra fe en Jesucristo Salvador y en la Iglesia, sacramento de salvación, Iglesia que garantiza la permanencia en el mundo de los frutos de la redención operada por Jesucristo nuestro Señor, exige del hombre que cree, actitudes que estén en armonía con dos cosas: con el don que Dios nos ofrece y con el propio Dios oferente de ese don. Vamos a hablar esta noche de algunas de estas actitudes cristianas necesarias para lograr la relación amorosa del hombre que cree, con ese Dios que le ofrece el don de la salvación y con ese propio don ofrecido por Dios.
El don, la gracia; el donante, Dios #
El don que se nos ofrece, el don de la salvación, es gratuito. Consiste en una participación de la vida divina incoada aquí en la tierra y plenamente conseguida en el cielo. Nosotros no tenemos derecho ninguno derivado de nuestra naturaleza a poseer este don. El hombre, por sí misino, no puede ser nunca más que esto, un hombre. Y para participar en la vida divina necesita ser transformado y elevado a una nueva condición por el mismo Dios. Ese don que se nos da es la gracia santificante, la que nos hace consortes de la naturaleza divina, hijos de Dios, herederos del cielo. Hijos de Dios significa que el Señor, que nos ha creado, nos eleva a nueva condición y establece con nosotros una relación totalmente superior a la que podía correspondernos si solamente se limitara a mirarnos como obra de sus manos creadoras.
Es lógico que, por parte del hombre que tiene fe, para hacerse merecedor de este don y de la conservación del mismo, hayan de existir actitudes espirituales y religiosas que permitan situarle de alguna manera en armonía con la grandeza del don que se nos ofrece. Al llamarnos Dios a ser hijos suyos, ya no nos contempla como una cosa creada, sino que nos sitúa dentro de su intimidad. No sabemos qué actitudes han de ser las que el hombre que cree haya de tener como consecuencia de esta acción generosa de Dios sobre él. Pero a priori vemos que tienen que ser actitudes nuevas, en conformidad con esta elevación a que Dios lleva al hombre, merced a un designio puramente de amor por su parte. Y no sólo en armonía con el don que se nos ofrece, sino también las actitudes espirituales propias del hombre que cree han de estar en relación con el mismo oferente, con Dios mismo, con Cristo, que es quien viene a ofrecernos este don.
Jesucristo nos lleva al Padre. Jesucristo nos envía el Espíritu Santo. Entonces el donante es Dios en su Trinidad, y la relación nuestra con este Dios que nos ofrece el don de la salvación ha de ser una relación de amor con Dios Padre, con Dios Hijo, con Dios Espíritu Santo. En su diálogo con la Samaritana, dice el Señor: Si tú conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice dame de beber, es posible que tú le hubieras pedido agua a Él, y Él te hubiera dado agua viva. Aquí habla Jesucristo de un don, de un donante, de agua viva. Siguió el diálogo con aquella mujer pecadora: ¿Cómo es posible que tú puedas darme de beber? ¿Cómo es posible? No tienes nada con que sacar agua. Y Jesucristo no hizo caso de esta observación mínima, o minimizante, mejor dicho, que hacía la Samaritana. El continuó: Cualquiera que beba de esta agua tendrá otra vez sed; pero quien bebiere de esta agua que yo le daré nunca jamás volverá a tener sed; antes el agua que yo le daré vendrá a ser dentro de él un manantial que saltará hasta la vida eterna (Jn 4, 10-14). Nos da un agua que es agua para la vida eterna, nos la da Él, el enviado del Padre para dárnosla Él, que una vez que cumpla su misión en la tierra, dirá: Os conviene que yo me vaya, pero no os dejaré huérfanos; yo os enviaré el Paráclito, el Consolador, el Espíritu de verdad (Mt 16, 7-13).
Este don, pues, es la gracia, y el donante es Dios mismo. ¿Qué actitudes, vuelvo a preguntar, son las que, de un hombre que tiene fe, Dios exige para que se sitúe en armonía, tanto con el don ofrecido como con el donante que nos lo da? Y entre otras que podríamos señalar, que pertenecen a la esencia de la vida cristiana, me voy a fijar esta noche únicamente en tres, a las cuales me referiré brevemente. Actitudes espirituales, religiosas, necesarias en el hombre que tiene fe y que debemos cultivar con esmero, hermanos míos en Jesucristo, para cuyo cultivo la Iglesia nos llama con frecuencia, pero de manera particular en este tiempo de salud que es la Cuaresma. Por eso estamos aquí, y del mismo modo que yo lo hago, otros muchos sacerdotes de la Diócesis, en otras iglesias, están hablando a los fieles también en nombre de estas mismas realidades divinas.
Ayer pude visitar el Cuerpo de bomberos en su propio cuartel. Allí estuve departiendo con ellos y hablándoles, después de conversar con pequeños grupos. Yo les decía: Como San Pedro, yo podría deciros: No tengo oro ni plata, pero lo que tengo os doy (Hch 3, 6). Yo no puedo daros la solución de vuestros problemas temporales; no soy político, yo no vengo a ofreceros un programa cultural; no soy un filósofo ni un científico, yo vengo a hablaros como un amigo, como un ciudadano y como un sacerdote; y como sacerdote os hablo sencillamente de esto, del alma, de Cristo, de la conciencia cristiana, de la esperanza, del sentido religioso de la vida. Es lo único que yo puedo hacer, pero no es poco. Esta es mi misión, y en este mismo sentido os hablo aquí a cuantos estáis en esta Catedral, y a cuantos me oís a través de la radio. Lo hago en este tiempo santo de la Cuaresma, que debemos aprovechar los cristianos para acentuar en nosotros las buenas disposiciones que nos permitan ponernos en armonía con Dios nuestro Señor y con los dones que Él nos ofrece, la gracia santificante que nos sitúa en una órbita de relación mucho más estrecha, la que corresponde a un hijo con su padre.
Pues bien, estas actitudes espirituales que os señalo esta noche aquí, son: la humildad, la contrición de corazón, la esperanza. Y es necesario para poder poseerlas que Dios mismo nos ayude a alcanzarlas. Pero es igualmente necesario que nosotros pongamos de nuestra parte cuanto sea posible; es decir, se necesita cooperación, sobre todo una vez que vivimos ya una vida cristiana que tiene como punto de partida la fe, de la cual no hemos renegado, sino, por el contrario, de la cual queremos vivir. Cooperación nuestra, y Dios nos ayudará a tener estas tres actitudes básicas: humildad, contrición de corazón, esperanza.
La humildad: parábola del fariseo y el publicano #
En primer lugar, la humildad. Y una vez más acudamos al santo Evangelio. San Lucas, capítulo 18: parábola del fariseo y el publicano.Dijo, asimismo, a ciertos hombres que presumían de justos y despreciaban a los demás, esta parábola. Dos hombres subieron al Templo a orar, el uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior de esta manera: Oh Dios, yo te doy gracias de que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano; ayuno dos veces por semana, pago los diezmos de todo lo que poseo. El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni aun los ojos osaba levantar al cielo, sino que se daba golpes de pecho, diciendo: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Os aseguro, pues, que éste volvió a su casa justificado, mas no el otro, porque todo aquel que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado. (Lc 18, 10-14). No puede decirse más en menos palabras. ¡Qué cuadro tan vivo, tan gráfico, tan expresivo de las dos actitudes espirituales entre los hombres de todos los tiempos!
Observemos, en primer lugar, la actitud del fariseo: Yo no soy como los demás hombres. Ya está ahí la frase inadmisible para el trato con Dios, totalmente incompatible con un sentido cristiano de la vida. Yo veo en esta frase del fariseo, expresada en sentido negativo, una resonancia de la que en sentido positivo pronunció la serpiente dirigida a nuestros primeros padres: Seréis como dioses (Gn 3, 5). Viene a tener un sentido muy semejante, porque el que dice “no soy como los demás”, es como si dijera “soy más que los demás”, y esto es falso, radicalmente falso. Si eres hombre, eres como los hombres, no como Dios. Entonces no hay ninguno que, en su relación con Dios, puesto a compararse con los demás, pueda decir que es distinto de los demás, en ese sentido tan global y absoluto en que pronuncia la frase aquí el fariseo, puesto que hay una distancia infinita entre el hombre y Dios.
La humildad, por otro lado, no es apocamiento, cobardía, debilidad. No. Es conciencia exacta de los límites, es sentido de justicia, puesto que implica el reconocimiento de lo que a cada uno corresponde: al hombre, lo que es del hombre, y a Dios, lo que es de Dios. La humildad no es un valor puramente ético, sino estrictamente religioso, puesto que sitúa al hombre en una relación justa con el que es Señor de su vida.
La santísima Virgen María en su canto del Magníficat vincula al hecho de su humildad la consecuencia de su bienaventuranza: porque ha contemplado Dios la humildad de su esclava, por eso me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Ha contemplado su humildad y por eso mismo la llamarán bienaventurada. Pero la bienaventuranza de la Virgen fue bienaventuranza religiosa. Fue feliz porque llegó a tener la intimidad con Dios que solamente la Madre de Dios ha tenido en la tierra. Esa bienaventuranza religiosa que ella proclama, movida por el mismo Espíritu de Dios, está vinculada al hecho de la humildad, reconocida por existente. En la actitud humilde de nuestro trato con Dios hay verdad, justicia, honestidad y amor. No se es humilde en el sentido cristiano por una especie de ciega sumisión al dueño de nuestros destinos. Se es humilde por una actitud de amor a Aquél cuya grandeza reconocemos y no queremos quebrantar. Humildad, por consiguiente, ante Dios para aceptar sus leyes, su revelación, su Iglesia y las disposiciones que ésta da, cuando sirve a los hombres con la autoridad que Cristo le confirió para conducirles por el camino de la salvación; humildad ante Dios en las cosas de la vida, en la enfermedad, en el dolor, en el triunfo, en el fracaso, en la lucha, en la muerte; humildad ante Dios en la oración, en la adoración de sus misterios, en el silencio desconcertante de Dios; éstas son actitudes verdaderas de humildad.
Por aquí tenemos que empezar. Es la gran virtud cristiana. Es básica y fundamental. Limitamos demasiado esta virtud cuando la reducimos, en tratamiento puramente ascético de la misma, a decir que tenemos que ser humildes para evitar el pecado del engreimiento. Cuando hablamos de esta manera tan simplista, enseguida vemos dos polos. Por un lado, lo pecaminoso, la soberbia, el grito rebelde. ¡Pero hay pocos hombres que lancen gritos rebeldes contra Dios! Por otro lado, la humildad, que ponemos como remedio. Es minimizar demasiado. La soberbia no consiste en gritos rebeldes; la soberbia es querer organizar las cosas de este mundo en la propia vida personal, particular, o en la vida pública, olvidándonos de deberes fundamentales que tenemos todos, y que radican en nosotros mismos: la dependencia que tenemos del Dios que nos ha creado. Y entonces, esa actitud soberbia da origen a todas las demás actitudes pecaminosas. Por lo mismo, la humildad es también una actitud humilde del hombre con sus hermanos, los hombres, y al revés. Cuando el hombre no es humilde con Dios, es déspota también con sus hermanos.
Perdónanos nuestras deudas #
No basta la humildad en el proceso de nuestra vida cristiana. Es necesario dar un paso más. Nos pide nuestra religión que, frente a Dios, precisamente basándonos en esta humildad que es el fundamento de nuestras relaciones con Él, pidamos perdón. Contrición de corazón es otra actitud indispensable en el hombre que tiene fe, en su relación con Cristo y con la Iglesia, ten misericordia de mí, porque soy un pecador, dice el publicano frente a lo que dice el fariseo. Y Jesucristo, cuando nos enseña a orar, nos da la oración del Padrenuestro, en que nos invita a decir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6, 12).
«Perdónanos nuestras deudas». Es necesario que insistamos en esto, y que descubramos todo el valor que tiene en una vida auténticamente religiosa. La súplica del perdón, por parte del cristiano, está en relación directa con el significado más íntimo del hecho de la redención operada por Jesucristo. Cristo vino al mundo para redimirnos de nuestros pecados. O se acepta este hecho, o no. Si no se acepta, estamos fuera del cristianismo; si se acepta, se comprende que todo hombre que tenga conciencia de pecado, y no hay hombre que no la tenga, deba pedir perdón. Es,pues, otra actitud religiosa, y si la humildad nos coloca en la órbita de la relación justa con Dios, el perdón solicitado nos introduce en Él mismo, porque significa reconocer su misericordia para con nosotros y querer vivir de su vida, apartando el obstáculo que le impedía, que es el pecado.
¿Os acordáis de la parábola del hijo pródigo, la que el mismo Señor nos expone para hacernos entender lo que es la actitud misericordiosa de Dios con el hombre pecador, y lo que debe ser la actitud del hombre pecador con ese Dios misericordioso? La habéis meditado muchas veces. Yo os invitaría a que esta noche al llegar a vuestro hogar, abrierais el Evangelio y volvierais a leerla. Pero quiero fijarme en un detalle nada más. Daos cuenta: aquel hijo pródigo, en el momento en que ya ha comprendido su desvío y se arrepiente de su pecado, quiere volver a casa, volver a la relación con su padre, es decir, introducirse de nuevo en la vida de aquella familia simbolizada en el padre que le está esperando. Para él, no hay otra obsesión en ese instante: volver a casa. A esto aludía yo cuando decía que todavía más allá de la humildad que nos sitúa en la órbita de una relación justa, la súplica del perdón por parte del hombre que tiene fe y un corazón arrepentido, da un paso más porque nos introduce en la vida divina.
Cuando uno pide perdón y confía en ese Dios que le ha de perdonar, es porque piensa que Dios hará ese acto de perdón merced a un acto de amor que el penitente espera, busca y ansia. Yo te pido perdón, no para quedarme en una relación fría de criatura a Creador; te pido perdón, porque quiero vivir de esto que Tú me ofreces con el perdón, que es tu propia vida; busco tu misericordia, busco tu vida de familia, quiero volver a ser hijo tuyo. Se comprende simplemente, a este golpe de vista, la grandeza de la confesión tal como Cristo mismo la ha instituido, la confesión de los pecados con corazón arrepentido, pidiendo perdón y queriendo volver a gozar de esa misericordia de Dios, introduciéndonos en su vida divina. ¡Oh, qué actitud religiosa tan noble y tan digna! El hombre incrédulo, y al decir incrédulo no pienso en el racionalista del siglo pasado, sino en el hombre disipado de nuestros días, éste que encuentra hoy una filosofía para cada situación y una moral para cada momento, y que juzga de estos preceptos, como éste de la confesión de nuestros pecados, simplemente desde un punto de vista externo, fijándose sólo en las circunstancias menos gratas que acompañan siempre a todo acto de humillación propia del pecador, se queda atendiendo sólo a este aspecto exterior y pierde de vista lo esencial. Lo de menos es ese hombre que está ahí dentro del confesonario, con una potestad de perdonar pecados que le ha dado el mismo Cristo. Lo importante es conocer y captar bien lo que significa esa actitud del hombre arrodillado a sus pies, que se da cuenta y sabe valorar lo que significa para su vida de criatura humana, con experiencia, con amarguras, con tristezas, con interrogantes, que quiere saber el destino suyo aquí y en el otro mundo, este hombre que se interroga siempre sobre el significado de su vida, y sabe y reconoce que, para encontrar una respuesta, necesita introducirse en la vida de un Dios, no el dios de los filósofos, no el dios que descubre nuestra razón, sino el Dios que ha venido a redimirnos, ofreciéndonos a todos el camino del perdón y de la vida. ¡Qué hermosa actitud la del hombre creyente que sabe valorarlo así y, prescindiendo de circunstancias externas, hinca su rodilla y, con corazón arrepentido, pensando en la casa paterna, a la cual está destinado, confiesa sus pecados y recobra la paz de su conciencia!
La esperanza salvadora #
Tercero. De esta actitud humilde que reconoce los límites de la condición humana y pide perdón por el pecado cometido brota una nueva actitud en el alma del cristiano, que Dios mismo favorece, porque Él laimpulsa y Él, con su espíritu, la crea y la sostiene: es la actitud de laesperanza. Sentir la pequeñez humana, la propia miseria de cada uno, no saber qué hacer con ella da origen a la amargura y la desesperación. Y no sabe qué hacer con ella el que no pide perdón una vez que reconoce las transgresiones en que ha incurrido. El ejemplo es un apóstol del Evangelio, Judas, desesperado de la vida, que se da cuenta de su horrible miseria, y al ver lo que significa esa condición tan triste, como no tuvo esperanza, no supo qué hacer con ella, y se dejó abatir, y se ahorcó. Por el contrario, el que se humilla y pide perdón confiando en la misericordia de Dios, recibe el don de la paz y obtiene la serena quietud del espíritu.
No es esto sólo. He pronunciado una frase: “serena quietud del espíritu», que podría tener una significación puramente humana. Pero esto nobastaría, porque no podemos quedarnos dentro de un proceso puramente psicológico, como si la confesión del pecado y la súplica del perdón tendiesen únicamente a equilibrar la perturbación interior que ha sufrido un hombre cuando se da cuenta de que no ha obrado bien. Hay algo más en la esperanza. Es una virtud teologal que nos ayuda a esa introducción en Dios que vamos buscando. ¿Por qué?
Quiero explicaros brevemente el sentido de la esperanza, sin detenerme en precisiones de conceptos teológicos, más oportunos para otro momento. ¿Por qué la esperanza da esta paz, y por qué asegura nuestra Introducción en esa vida divina? ¡Ah, hermanos! El cristiano con fe sabe a quién pide perdón, y sabe lo que ha hecho este Dios a quien le pide perdón para otorgárselo; sabe que es Cristo, el Hijo de Dios; sabe que murió y resucitó por los pecadores; sabe que su muerte no ha sido en vino, y que quiere que todos los hombres se salven; sabe que ha prometido la vida eterna a los que en Él confían; sabe que, como él, otros muchos hombres de la estirpe humana, Abraham, nuestro padre en la fe, Moisés, conductor de su pueblo, el Bautista, predicando la penitencia, esperaron y confiaron en Dios, y María Santísima, a lo largo de toda su vida, que fue modelo supremo de esperanza; y los Apóstoles, que pecaron, pero tuvieron esperanza, y Zaqueo, y María Magdalena, y cuantos seguían a Jesús. Sabe que así han obrado siempre los justos, y San Pablo decía a los cristianos que habían de vivir con esperanza y que, por lo mismo, buscaran las cosas de allá arriba, no las de aquí abajo. El cristiano que pide perdón sabe todo esto y no se desespera. Y entonces la paz de su espíritu ya no es puramente un sentimiento sedante o una tranquilidad psicológica; es también una nueva incorporación a la vida de Dios, es otra actitud religiosa fundamental que le da gozo y alegría.
He aquí la terminación del proceso: humildad, súplica de perdón, esperanza, fuente de gozo. Entonces aparece el manantial de agua que salta hasta la vida eterna, y uno sigue caminando por el mundo sin desprenderse de sus obligaciones terrestres, sin desatender a nadie, queriendo construir, sí, un mundo mejor, pero con un sentido religioso puro, recto, orientado hacia lo alto, en el cual encuentra las fuerzas indispensables para mantener la lucha. Esa es la ventaja, incluso social, de estas actitudes religiosas bien asimiladas y pensadas. Cuando esto falla, desconfío de todos los que dicen que quieren hacer más cristiano al mundo, si se olvidan de estas actitudes fundamentales.
Examen de conciencia #
Pero no puedo terminar sin aplicar alguna de estas reflexiones que he dirigido de manera particular al hombre individuo, a cada uno de los que estáis aquí, o de los que me escuchan en otros lugares, tratando de invitaros hoy, a cada uno, personalmente, a un examen de conciencia. Y sin referirme también a la situación colectiva en la cual nos encontramos hoy los cristianos. Temo que unos y otros nos estamos pareciendo más al fariseo que al publicano. Son muchos hoy los que dicen a propósito de la renovación de la vida religiosa en esta hora posconciliar, y a propósito del Concilio y de sus aplicaciones: yo no soy como los demás hombres ni como ese publicano. Miran despectivamente a los demás, persuadidos de que sólo ellos tienen la razón y de que sólo ellos son los puros y los exactos intérpretes de la doctrina conciliar por un lado y por otro. Mal camino para seguir las huellas de un Dios que se llamó a sí mismo humilde de corazón, porque realmente lo era, y porque Él fue redentor de todos. Mal camino. Faltamos a la humildad, no somos humildes, y Dios no puede bendecirnos en este trabajo de la Iglesia posconciliar cuando utilizamos del Concilio únicamente lo que nos gusta. El Papa no habla así, ni actúa así; viene predicando el Concilio en su integridad, refiriéndose a todo lo que el Concilio ha dicho. ¡Qué conjunto de documentos tan maravilloso el que la Iglesia nos ha ofrecido por el Concilio! Pero, ¡qué cruel mutilación estamos haciendo de ellos, moldeándolos a nuestro gusto y buscando cada cual lo que le agrada! Si esto se hiciera conscientemente, incluso podría decirse que linda con una actitud herética, porque significaría un desprecio consciente de una parte del Magisterio de la Iglesia. No somos humildes, y Dios no puede bendecirnos cuando queremos imponer nuestros propios juicios a los demás sin escucharnos unos a otros para, unidas las manos del esfuerzo, descubrir, entre todos, los caminos que la Iglesia necesita.
Así decía el Papa, por ejemplo, en su carta al Congreso de Teología celebrado en Roma en septiembre de 1966: “Los teólogos deben tener conciencia de los límites angostos de sus propias fuerzas y aprender el respeto debido a las ideas ajenas, sobre todo de quienes la Iglesia reconoce como testimonios e intérpretes más autorizados de la doctrina cristiana. Como establece el Concilio, cuando trata de las cosas de grado superior, las diversas disciplinas deben ser cultivadas de forma que, indagando agudamente las nuevas cuestiones planteadas por el tiempo actual, quede patente, de verdad, que se siguen las huellas de los doctores dela Iglesia, especialmente de Santo Tomás de Aquino. Quien respeta esta libertad en sí y en los demás, nunca estará demasiado seguro de sí mismo; no despreciará las opiniones de los demás; no osará presentar como verdades ciertas sus propias hipótesis, sino que buscará humildemente el diálogo con los demás, y pondrá siempre la verdad por encima desu propio sistema y de sus conjeturas”1.
Y esto que está dicho a los teólogos, vale para todos, también para los seglares que hablan y escriben y que trabajan en asociaciones de apostolado, y que quieren hacer un mundo más cristiano. Dios no puede bendecir nuestros esfuerzos, si prescindimos de esta actitud humilde en virtud de la cual, juntos todos y respetándonos, tratamos de construir este mundo que vamos buscando. De no hacerlo así, seremos merecedores de una acusación que nos van a hacer muy pronto los que nos sigan. Dirán que somos incapaces de ser humildes los cristianos, y luego predicamos humildad a los demás. Faltamos a la humildad y Dios no puede bendecirnos cuando nos cerramos a la reflexión y al examen que el Concilio pide en todos los órdenes de la vida religioso-cristiana, sobre los cuales él se ha pronunciado. Y, por consiguiente, tampoco somos humildes si nos estancamos en posiciones de la época anterior al Concilio, y creemos que todo lo que el Concilio ha señalado es peligroso para la Iglesia en el orden litúrgico, en el orden de la libertad religiosa, en el orden del ecumenismo, en nuestros estudios teológicos con la fundamentación bíblica que se va buscando. Estas actitudes que la Iglesia de hoy quiere aportar y acentuar, debemos seguirlas también con humildad, todos. Dice el Papa en esa misma carta: “El Concilio exhorta a todos los teólogos a desarrollar una teología que sea no menos pastoral que científica, que permanezca en estrecho contacto con las fuentes patrísticas, litúrgicas, bíblicas, que tenga en sumo honor el magisterio de la Iglesia y en particular el del Vicario de Cristo, que se refiere a la humanidad considerada en la historia y en la actualidad concreta”2. En la historia y en la actualidad concreta, o sea, que juzguemos a la Iglesia en sus actuaciones de acuerdo con los tiempos de cada época y no apliquemos a momentos anteriores de la Iglesia, criterios que pueden estar justificados en el momento de hoy; que sea francamente ecuménica y sinceramente católica.
No somos humildes y Dios no puede bendecir nuestros pasos cuando negamos a la Iglesia en su vida social lo que ella tiene derecho a recibir, con el propósito de evitar eso que llaman “triunfalismos”. Dice el Papa, a propósito de esto, en su discurso de 24 de agosto de 1966: “En estas manifestaciones externas podemos ver, no ya la búsqueda de la pompa exterior del ‘triunfalismo’, según acusa algunas veces una crítica mordaz e injusta (también hicieron este reproche al Señor alguna vez –dice el Papa, refiriéndose a la escena del Domingo de Ramos–; cf. Lc 19, 40), no debemos ver eso, sino las señales de una actividad colectiva y armónica muy conforme con la índole de la Iglesia y también con los usos modernos; y al mismo tiempo podemos tener el atisbo de una dirección comunitaria hasta un cierto punto de la doctrina católica o de la formación católica”3. ¿Por qué vamos a negar a la Iglesia la adhesión multitudinaria de sus hijos cuando quieren ofrecérsela? El triunfalismo nocivo es más bien una actitud interna que puede existir en un pequeño grupo de cuatro o de diez, los cuales quieren hacer triunfar por encima de todo sus propias opiniones, y en cambio, puede haber un millón de personas reunidas cantando el Credo o alabando a Dios de otra manera, en una actitud profundamente humilde que no tiene nada de triunfalismo rechazable.
No somos humildes y Dios no puede bendecir nuestros pasos, cuando no se quiere reconocer en los demás ni siquiera una parte de bien, o cuando se acusa a la Iglesia tan fácilmente, como si hubiese una morbosa complacencia en airear sus faltas, las faltas de los hombres de la Iglesia. No se dan cuenta los que obran así, de que si lo hacen con ese espíritu ellos mismos están incurriendo en una falta y, por consiguiente, se hacen merecedores del mismo reproche que tratan de echar en cara a los demás.
Quiero decir, en definitiva, y termino, que en este momento prometedor, espléndido, de la vida de la Iglesia, todos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares, debemos examinarnos de humildad como actitud fundamental, querida por Dios siempre, profundamente evangélica, auténticamente eclesial y muy necesaria hoy. Y con esa humildad, ¿qué porvenir podríamos lograr dentro siempre del misterio de las limitaciones que Dios permite también a su Iglesia santa?
Dios no ha prometido aquí abajo un triunfo clamoroso y definitivo de la Iglesia, no. Pero sí que ha dicho que es como un grano de mostaza que crece sin cesar. Y la Iglesia tiene que crecer, y tiene que crecer por su vida interna y por su proyección externa, y por su afán misionero cumplido y atendido por todos. En lugar de entretenernos en estas escaramuzas de unos con otros, ¡cuánto ganaríamos, Señor, si supiéramos los cristianos de cada parroquia reunirnos a dialogar, los que recibimos la misma Eucaristía, para descubrir entre todos, todo el paisaje conciliar; no solamente aquel rayo de luz que prefieren nuestros ojos! Con esa actitud colectiva, armónica, integradora, humilde siempre, daríamos un gran testimonio. Si no obramos así. Dios no puede bendecirnos.
Recemos ahora, y cantemos el Credo, la expresión de nuestra fe, con gozo interior, con conciencia de lo que decimos, para que el Señor ilumine nuestras inteligencias y mueva nuestras voluntades en esta querida diócesis de Barcelona, para que vaya surgiendo cada vez más la buena voluntad de todos, que arranca como de un punto de partida inevitable, de la actitud humilde sin la cual nada podremos construir.
1 PabloVI, carta al Cardenal Pizzardo, con motivo del Congreso Internacional de Teología celebrado en Roma, en septiembre de 1966: E 26 (1966) 2.301-2.302.
2 Ibíd. 2.303.
3 Pablo VI,Homilía a los fieles, miércoles 24 de agosto de 1966: IP IV, 1966, 836-837.