Conferencia pronunciada el 27 de febrero de 1970, viernes de la segunda semana de Cuaresma.
Va avanzando, poco a poco, la Cuaresma y avanza también nuestra reflexión de cada viernes, a la que acompañan la oración y la plegaria. Al entrar en la Catedral y oír estos cantos con que acompañáis a cada estación del Vía Crucis, cantos de dolor del corazón, de esperanza cristiana y de amor a Cristo crucificado, pienso en lo que significan estos actos de piedad, sencillos y profundos, que no debieran desaparecer nunca jamás. Trabajo les va a costar a los que quieran sustituir estos ejercicios piadosos con otros más adecuados –como dicen– a la mentalidad moderna. Aquí no hay mentalidad moderna ni antigua. Cuando se trata de pedir perdón de los pecados y de manifestar nuestra fe y nuestra confianza en Cristo Redentor, tenemos que recibir con humildad las lecciones que nos da el pueblo cristiano de siempre. No cambia el hombre, como tampoco cambia el Evangelio.
Singularísimo deber del cristiano #
Hablábamos el viernes pasado del universalismo del amor cristiano. La caridad, precepto fundamental del cristianismo, no tiene límite alguno, es un amor que se extiende a todos los hombres. El que cree en Jesucristo tiene, más que un privilegio por el hecho de creer, un deber singular con respecto a Dios y al prójimo: el de amar a Dios sobre todas las cosas por motivos particulares y distintos de los que obligan a los demás hombres, los que le han sido señalados a él en la Revelación y que sólo él conoce. Y lo mismo por lo que se refiere al amor a los demás, a todos, como Cristo los amó, con las características propias que el Evangelio proclama.
Por eso digo que, más que un privilegio, aunque también lo sea, el cristiano tiene un deber especial, singularísimo, en cuanto al modo de cumplir con este precepto del amor a Dios y del amor al prójimo. El cristiano es distinto de los que no lo son; su fe le singulariza y le sitúa en una perspectiva única, no para que se enorgullezca sobre los demás, ni para que se separe del resto de los hombres, como si perteneciera a una casta cerrada, sino para que descubra lo que con los ojos humanos no es posible alcanzar, a saber, que en todos los hombres está Dios amándoles y que Jesucristo, el Hijo de Dios, ha muerto por todos, porque amaba a todos y atodos quiere salvar. Estos motivos íntimos del amor a Dios y al prójimo se perciben claramente a la luz de la Revelación. El cristiano que vive de su fe admite esto y no puede sentirse extraño a nadie. La práctica es siempre difícil. He ahí el gran problema del que tenemos que examinarnos constantemente en nuestra vida espiritual y religiosa.
Pero, prescindiendo de las debilidades que nos hacen fallar en la práctica de este doble mandamiento, el cristiano atento a su fe no puede menos de admitirlo: amará a todos los hombres por amor a Dios, lo cual –fijaos bien– no significa que deje de amarles por lo que ellos son, sino que, además de lo que son por sí mismos, él considerará que son algo más, porque Dios les ama y porque Cristo ha querido redimirles. Luego, decir que amamos al prójimo por amor a Dios no significa una minusvaloración de la condición humana, una desestimación de lo que el hombre es por sí mismo, sino, por el contrario, el reconocimiento de que en él hay una realidad nueva con la que el cristiano cuenta siempre: Dios, Creador y Redentor, que ama y redime a todo hombre.
Es interesante tener esto en cuenta en nuestras meditaciones sobre la práctica del precepto de la caridad, porque con frecuencia oímos decir que hay que amar al hombre por sí mismo, porque si se le ama por amor a Dios, es como reconocer que no tiene valor en sí para ser digno de ser amado. Es un enfoque erróneo y un mal planteamiento del problema hablar así. El cristiano que dice: yo amo al hombre por amor a Dios, no es porque deje de reconocer lo que el hombre vale en sí mismo, sino porque además ve en él al Dios que le ha creado a su imagen y semejanza y a Cristo que le ha redimido. Lo contrario sí que sería verdad: que el que deja de amar al prójimo por amor a Dios disminuye la categoría del hombre al privarle en su estimación, de lo que Dios ha puesto en él al crearle y redimirle.
Esta es la perspectiva; más aún, éste es el mandato explícito y terminante. Evangelio de San Juan, capítulo quince. Dice Jesucristo en el sermón de la última cena: Si observareis mis preceptos, perseveraréis en mi amor, así como yo también he guardado los preceptos de mi Padre y persevero en su amor. Estas cosas os he dicho, a fin de que os gocéis con el gozo mío y vuestro gozo sea completo. El precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros (Jn 15, 10-12). Así concretado el mandamiento cristiano, nadie deja de ver lo difícil que es ponerlo en práctica día tras día, con la constancia que corresponde a un verdadero discípulo del Señor. Es necesaria una lucha continua contra el gran obstáculo que se levanta dentro de nosotros, para vivir con sinceridad este amor a Dios y este amor al prójimo; y este obstáculo es, en una palabra, la soberbia interior que impide y ahoga el florecimiento de la caridad verdadera.
La soberbia del corazón, obstáculo para la caridad #
De este gran pecado de la soberbia del corazón quiero hablaros brevemente esta noche con el determinado propósito de examinarlo en cuanto se opone a la caridad con Dios, para poder hablar después del amor al prójimo. Porque es aquí donde está el fallo radical de los cristianos de hoy y de siempre; cuando se extingue el amor a Dios, indefectiblemente se apaga el amor al prójimo con sentido evangélico, esto es, la caridad para con los demás al modo como Cristo los amó. Porque el precepto cristiano no es: amaos unos a otros. No. No es éste el precepto fundamental del cristianismo. El precepto mío es que os améis unos a otros “como Yo os he amado a vosotros”. Luego, en un auténtico amor cristiano, no podemos prescindir de la presencia de Cristo como inspirador de nuestros amores, como fuerza que los nutre, como ejemplo que nos guía, como contenido al que se aspira.
Somos muy propensos a reducirlo todo a términos simplistas y enseguida decimos: lo importante es el amor al prójimo, o sea, hacer el bien, buscar el bienestar del hombre, luchar por la justicia. Y esto puede ser una parte integrante, pero no es la totalidad del amor con que Cristo nos ama. Por eso digo que, cuando no hay un verdadero amor a Dios, el amor a los hombres con sentido evangélico, tal como Cristo amó, también se apaga.
Hay que empezar a construir la casa por los cimientos y no por el tejado; y esto es lo que nos está pasando: que queremos empezar por el tejado. Jamás se ha hablado tanto de amor y de justicia en el mundo, de que hay que dar testimonio, de que hay que implantar unas relaciones más fraternales entre los hombres; pero luego sucede que el amor y la justicia quedan reducidos, en su aspiración, a satisfacer apetencias materiales y terrestres. ¿Es esto el amor al hombre de que habla el Evangelio? En realidad, lo que llaman dar testimonio, o bien se convierte fácilmente en acusación, o es una actitud fría desprovista de amor universal a todos, atenta únicamente a la ideología propia o a las reclamaciones del grupo.
Y en cuanto a las relaciones de fraternidad, ¡con qué frecuencia se conciben y desarrollan únicamente en el ámbito egoísta y pobre de los partidismos políticos, de los exclusivismos nacionalistas e incluso de los intereses económicos! Hay que apuntar más alto si se quiere atacar la soberbia del corazón en la relación con los hombres. Hay que esforzarse antes por atacarla y vencerla en la relación con Dios, en la actitud de amor a Dios. Es decir, hay que empezar por la religión, no por la sociología. El hombre está unido con Dios en todo su ser con absoluta dependencia, con obligación permanente de amor y de homenaje, que se traduce en servicio y cumplimiento de la ley divina. De aquí hay que partir para cumplir bien con las exigencias de un verdadero amor a Dios, que rechaza toda soberbia interior, y si no hay amor a Dios así, no se sostiene el amor al prójimo.
Habrá alguien que diga: es que tampoco se sostiene el amor a Dios sin el amor al hombre. Cierto, así es; pero hay un nexo intrínseco entre los dos amores y el uno fundamenta al otro y es punto de partida, porque el universalismo del amor cristiano al prójimo solamente puede entenderse en cuanto que se ve a Dios en el hombre, con su amor de creación y de redención. Ahí está el universalismo. De lo contrario, surgen enseguida las divisiones, los egoísmos de que hablábamos el viernes pasado; o bien se mutila al hombre y no se atiende a valorar lo que espiritualmente significan para él su alma y su destino eterno; o bien se reduce el amor cristiano a la mera satisfacción de una aspiración terrestre, lo cual deja al Evangelio sin contenido, porque el Evangelio no es un programa político para reformar las estructuras de este mundo. Su mensaje y su contenido son infinitamente más amplios.
Tres actitudes necesarias #
1ª.- Sencillez de corazón. #
En la lucha contra esa soberbia que ahoga el amor a Dios, hemos de fomentar, en primer lugar, la sencillez de corazón. Evangelio de San Mateo, capítulo once: Por aquel tiempo, exclamó Jesús diciendo: Yo te glorifico, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre mío, alabado seas por haber sido de tu agrado que fuera así. Todas las cosas las ha puesto mi Padre en mis manos, pero nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni conoce ninguno al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo habrá querido revelarlo. Venid a Mí todo los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas, porque suave es mi yugo y ligero el peso mío(Mt 11, 25-30).
Sencillez de corazón. Habría que meditar mucho este pasaje evangélico, en medio de la crisis religiosa que padecemos, porque se habla mucho de fe adulta, de desarrollo de la personalidad cristiana, de cultivo de las exigencias de esta fe, y luego resulta que a quienes nos pone Cristo como ejemplo de los que reciben luces son los pequeñuelos, los sencillos, los humildes. Los pequeñuelos fueron los Apóstoles, que obedientes a la llamada del Señor le siguieron con corazón desprendido, sin saber siquiera adonde iban; los pequeñuelos fueron aquellos padres y madres de familia, y aquellos jóvenes –que también existían– que, al escuchar las palabras del Maestro prorrumpían en exclamaciones de alabanza hacia Él, llenos de amor y veneración; los pequeñuelos eran aquellos que rezaron el Padrenuestro por primera vez, pidiendo que se cumpliera la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Pero hoy, no; hoy queremos discutirlo todo, someterlo todo a nuestra crítica: autoridad del Papa, leyes de la Iglesia, teología católica, relaciones entre Iglesia y mundo… y cada cual dar su sentencia y sus opiniones inapelables.
Dios no revela el misterio del reino a quienes así hablan y sienten. Las expresiones, en sí, son buenas. ¿Quién no estará de acuerdo en que la fe tiene que ser adulta? Es decir, que estudia su contenido, que reflexiona sobre sí misma, que medita los comportamientos que de ella deben derivarse, que capta los matices. Todo esto es obligado; pero, ¡cuántas veces lo que late en esa expresión es un subjetivismo personalista terrible y una auténtica falta de obediencia! Por este motivo, al hablar de esto Cristo dice a continuación: Venid a mí los que estáis cansados, que yo os aliviaré. Porque mi carga es suave y mi yugo ligero (Mt 11, 28-29); o sea, que da por supuesto que sí: que existe una carga y un yugo, pero los pequeñuelos y los sencillos logran vencerlo acudiendo a Él.
En cambio, esos otros, los de la fe adulta, entendida a su manera, ¡cuántas veces convierten su vida entera en un yugo insoportable para sí mismos y para los demás!
Sencillez de corazón, que reza, que adora a Dios, que ama a la Iglesia, que cumple los mandamientos como la doctrina cristiana lo ha enseñado siempre. Porque el corazón no se engaña; sabemos distinguir muy bien entre el bien y el mal, entre las ocasiones para el pecado y la virtud. Pero si nos empeñamos en decir que el pecado no es pecado, sino sencillamente, expresión de la libertad y de la personalidad humanas, es de temer que de esa llamada fe adulta no quede ni adultez, ni fe. Y entonces, la religión, la Iglesia y la teología, todo, se convierte en un conjunto de sombras y dificultades insoportables.
2ª.- Humildad en las interrogaciones #
He aquí otra actitud necesaria para que la soberbia de corazón no impida el amor a Dios. Leo ahora el evangelio de San Marcos: Volvieron, pues, otra vez a Jerusalén, y paseándose Jesús por el atrio exterior del templo, instruyendo al pueblo, llegan a Él los príncipes de los sacerdotes y los escribas y los ancianos y le dicen: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado a ti potestad de hacer lo que haces? Y respondiendo, Jesús, les dijo: Yo también os haré una pregunta, respondedme a ella primero, y después os diré con qué autoridad hago estas cosas. Mi pregunta es: El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme. Ellos discurrían para consigo diciendo: Si decimos que del cielo, dirá: pues, ¿por qué no le creísteis? Si decimos que de los hombres, debemos temer al pueblo, pues todos creían que Juan había sido verdadero profeta. Y así, respondieron a Jesús diciendo: No lo sabemos. Entonces Jesús les replicó: Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas(Mc 11, 27-33).
Es muy instructivo este pasaje del Evangelio. Nos indica que en la vida religiosa cristiana –cuando se trata del amor a Dios– no podemos presentarnos ante Cristo con interrogaciones desafiantes. Si obramos así, Dios no nos contesta. Esto es lo que ocurre muchas veces en las crisis religiosas, en las dudas sobre la fe, en el ateísmo práctico de tantos, en la disciplina relativa a los mandamientos de Dios o de la Iglesia.
¿Con qué autoridad el Papa nos dice esto o aquello? ¿Con qué autoridad el celibato es señalado como obligatorio en la vida de los sacerdotes? ¿Con qué autoridad la Iglesia se pronuncia sobre la necesidad de una corresponsabilidad dentro del pueblo cristiano, pero orgánica, en el sentido de que hay que obedecer a una jerarquía puesta por el Señor en su Iglesia? ¿Por qué hemos de aceptar el Magisterio de esta Iglesia, si yo, teólogo, prefiero tal o cual interpretación que a mí me parece mucho más apta? ¿Con qué autoridad se me dice que en el uso de las fuerzas procreadoras el hombre y la mujer tienen que someterse a unas normas establecidas por Dios? Estamos preguntando mucho al Señor, mucho. Y no es que no podamos preguntar. Pero, ¿sabéis cuándo se pregunta? Hay una ocasión hermosa en la vida cristiana para preguntar, y es en la oración humilde, en la oración en que el alma cristiana expone sus dificultades al Padre por medio de Cristo, a la cual han sido prometidas luces que se derraman del cielo para poder ir entendiendo, poco a poco, el misterio cristiano. ¿O es que creéis que los santos no han padecido dificultades en su vida de fe y en su vida moral? Pero preguntaban así, no como los escribas y los fariseos: a ver qué nos dice, a exigirle una respuesta. No, no. Es otro el modo de preguntar, si queremos que Dios nos responda.
Santa Soledad Torres Acosta, recientemente canonizada, esta mujer humilde y sencilla que en el siglo pasado vuelca su existencia en atender a los enfermos en medio de estrecheces y dificultades sin cuento, fundó la Congregación de Siervas de María. ¡Cuántos heroísmos y cuántas generosidades calladas! ¡Cuántas dificultades en su vida! Pero ella supo preguntar en la oración y obtuvo respuesta. Y, en otro orden de cosas, una Santa Teresa de Jesús. Otra clase de caridad la suya. Fue una caridad de reforma interior de la Iglesia, de exposición de su sentir y su pensar sobre el amor de Dios tal como lo reflejan sus libros; fundaciones incesantes, perseverancia en una lucha fatigosísima para introducir la Reforma en el ambiente relajado de aquel siglo. ¡Cuántas preguntas podía haber hecho Santa Teresa de Jesús! Y las hacía; pero era así también: en su vida de oración. Y no se apagó el amor a Dios. Ante los ejemplos de estos héroes extraordinarios de la santidad uno siente vergüenza al ver con qué facilidad nos apartamos del amor a Dios ante las primeras dificultades que puede experimentar.
3ª.- Esfuerzo personal en la adhesión #
Por último, para vencer esta soberbia del corazón que impide el florecimiento de la caridad como amor a Dios, es necesaria otra actitud; y es la de esperar con confianza en que el Señor nos dará luces cada vez más abundantes. Dice Jesucristo en el Evangelio de San Juan: Aún tengo otras muchas cosas que deciros; mas, por ahora, no podéis comprenderlas. Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os enseñará todas las verdades, pues no hablará de lo suyo sino que dirá todas las cosas que habrá oído, y os pronunciará las venideras. Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn 16, 12). Bien, la frase importante es ésta: Cuando venga el Espíritu de la verdad, El os enseñará todas las verdades necesarias para la salvación, para el sostenimiento de vuestra fe, para vuestra vida religiosa. ¿Por qué, pues, precipitarnos, cristianos, creyentes en Cristo? ¿Por qué enseguida cerramos las puertas a la luz que, si no llega hoy, llegará mañana? A mí, sacerdote, a vosotros, padres de familia cristianos, jóvenes, mayores, el Espíritu Santo nos irá fortaleciendo e iluminando si nos mantenemos fieles. Fruto de su acción sobre nuestras almas será la dulzura de la piedad y el gusto por las cosas de Dios que facilita los caminos del amor.
Con esa fuerza y esa luz, que no nos serán negadas, el cristiano ha de luchar valientemente en la práctica diaria de las virtudes que su condición le exige. Ha de pasar de los humildes interrogantes en la oración a las decisiones generosas que, día tras día, van aumentando en él la adhesión a la doctrina, el fervor en sus propósitos y la conciencia de victoria sobre sus pasiones desordenadas. La gracia de Dios le asistirá siempre. Ese progreso comprobado en la vida ascética y en una unión mística con Dios, proporcionada a su condición y su estado, le facilita cada vez más el conocimiento y el amor a Dios Padre, refuerza sus lazos de unión con Cristo y le permite superar las dificultades que antes le parecían invencibles. Este es el secreto de la vida espiritual intensa de muchos sacerdotes, de religiosas santas, de padres y madres de familia cristianos que perseveran heroicamente en una actitud ejemplarmente generosa, no obstante los obstáculos que encuentran en su camino.
Quiero decir, en suma, que en la práctica del amor a Dios que debe informar nuestra vida cristiana, hay que decidirse a amar, porque a amar se aprende amando. Que no se nos pase la vida manifestando siempre las mismas quejas, las mismas dificultades, las mismas desviaciones egoístas y torpes. Jesús dijo a los Apóstoles: Seguidme, y ellos, dejándolo todo, le siguieron. Nunca fueron más libres que cuando se entregan a Él con decisión confiada y generosa.
Rompiendo con las ocasiones de pecado, se deja de pecar; buscando la soledad y el retiro del alma, se aprende a orar; leyendo el Evangelio, se aprende a meditar la vida de Jesús; aceptando la pequeña cruz de cada día, se termina por aceptar y amar la cruz de Jesucristo. Cuando el Señor empezó a predicar su doctrina, nos dijo a todos con palabra clara y terminante: Se ha cumplido ya el tiempo, y el Reino de Dios está cerca: haced penitencia y creed el Evangelio (Mc 1, 15).
Pedía un esfuerzo, una adhesión y una entrega.