Alimentar nuestra vida con el Concilio

View Categories

Alimentar nuestra vida con el Concilio

Lección inaugural de la XII Semana de Teología Espiritual. Fue pronunciada en la Catedral Primada de Toledo el 30 de junio de 1986. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, julio-agosto 1986.

Introducción #

En la Relación final del Sínodo Extraordinario de los obispos, celebrado en Roma durante los meses de noviembre y diciembre del pasado año, se nos ha pedido que reflexionemos de nuevo sobre el Concilio Vaticano II, sobre sus enseñanzas, sobre la riqueza de su contenido. Es lo que vamos a hacer en nuestra XII Semana de Teología Espiritual.

La petición del Sínodo está sobradamente justificada. Porque el Concilio ha producido ciertamente muchos bienes, pero con frecuencia ha sido mal estudiado, mal interpretado y mal aplicado. De ahí que hayan aparecido tantas sombras durante el período del tiempo transcurrido desde su celebración hasta nuestros días. Me niego a describirlas. Por motivos pastorales y de defensa del pueblo cristiano lo he hecho muchas veces, de palabra y por escrito, para advertir que no era ese el camino que debíamos seguir; y para ofrecer, en contraste con las desviadas interpretaciones, la enseñanza serena y luminosa del Magisterio de la Iglesia en los documentos conciliares.

Hoy no quiero hablar de sombras, sino de las luces que siguen ahí con su fulgor inextinguible solicitando nuestra atención para que abramos los ojos y veamos. Asistí y participé en el Concilio desde el primero al último día de su celebración. Era uno de los obispos más jóvenes en el Aula conciliar. Me relacioné intensamente y conversé mil veces no sólo con mis Hermanos, los obispos españoles, sino con los miembros de otros episcopados y con los representantes de las diversas confesiones religiosas que estaban en Roma como observadores. Fui al Concilio con el alma llena de anhelos de renovación y aun de reforma, comunes a tantos obispos que así lo habíamos sentido durante nuestro ministerio sacerdotal, en contacto muy estrecho con las necesidades y reclamaciones de nuestro tiempo, no sólo el de la sociedad española de aquellos años. ¡Con cuánto entusiasmo y con qué enorme sinceridad asumimos la tarea tan fatigosa a que fuimos llamados! De los que participamos en todas las sesiones del Concilio solamente quedamos cinco en el ejercicio activo del episcopado en España: otros cinco tomaron parte en algunas sesiones, no en todas, o bien porque eran obispos auxiliares, o porque fueron nombrados durante el Concilio.

Volvimos todos a nuestras diócesis, conscientes de que empezaba una nueva época en la Iglesia en la que todos, obispos, sacerdotes, comunidades religiosas y laicos, disponíamos de una experiencia religiosa, una enseñanza doctrinal y unas orientaciones pastorales que, en conjunto, representaban un riquísimo tesoro para trabajar en el servicio a Dios y al hombre, tal como lo había expresado el Papa Pablo VI en su famoso discurso de clausura del Concilio, pronunciado en la Basílica de San Pedro el 7 de diciembre de 1965. Podíamos y debíamos, a partir de entonces, «alimentar nuestra vida con el Concilio».

El Concilio, el post-Concilio y el Sínodo último #

Precisamente con este título, «Alimentar la vida con el Concilio», en lengua latina, el Cardenal Felici, Secretario del Concilio, publicó en 1975 el libro, «Concilio vitam alere», que yo recibí de manos de Pablo VI en una de mis visitas al Papa1.

Es una recopilación, sistemáticamente ordenada, de textos conciliares, agrupados bajo diversos temas generales, que permiten al lector obtener una preciosa visión de conjunto de lo que el Concilio nos enseñó sobre el hombre y su vocación, la voluntad salvífica de Dios y la Iglesia, la misión de los que a ella pertenecen, la santificación, el apostolado, y el ecumenismo. Hago esta referencia nada más que como obsequio, en lo que tiene de noticia menos conocida, a lo que ha sido legítima preocupación de muchos durante estos años, al comprobar la parcialidad y el reduccionismo con que se ha presentado a los fieles la enseñanza conciliar.

Los Papas los primeros, Pablo VI y Juan Pablo II, en sus catequesis ordinarias y en sus intervenciones más solemnes y magisteriales, nos han pedido insistentemente que fuéramos leales y fieles al Concilio en su totalidad. Lo mismo han hecho muchos obispos, y los teólogos más serios y respetuosos con lo que es el misterio de la Iglesia, y los pastoralistas que de verdad tratan de ir a la raíz de los problemas.

Pero sus voces han quedado muchas veces ahogadas por el griterío ensordecedor de una caterva casi infinita de escritores, periodistas, predicadores, ensayistas, conferenciantes, eclesiásticos y seglares, que han entrado a saco en los documentos del Concilio, destruyendo esto y quedándose con aquello según sus preferencias, inutilizando la imagen y el alma del organismo que se nos había presentado, agrediendo con su sarcasmo y sus invectivas a los que no pensaban como ellos, repitiendo invariablemente que el Concilio no era un punto de llegada sino de partida hacia metas que nos esperaban en el horizonte lejano, lo cual es cierto, con tal de que esas metas sean las que el Espíritu Santo, y no ellos, señala a la Iglesia y pide que sean alcanzadas por los caminos de la fidelidad y la renovación interior, para que las reformas externas de las estructuras sean coherentes con la finalidad deseada, y verdaderamente conducentes a embellecer el rostro de la Iglesia. Así no se puede alimentar la vida con el Concilio.

Lo que había hecho el Cardenal Felici con ese pequeño libro, respondía a una inquietud ya generalizada y cada día más sentida: la que nos causaba ver día tras día el apasionamiento con que se actuaba, lleno de arrogancia y autosuficiencia, sin prestar atención a las voces de la sensatez, al equilibrio de los teólogos serios, o a las más solemnes y exigentes de la autoridad pontificia que advertía, con paciencia ilimitada, sobre el daño que se causaba a la Iglesia con tales comportamientos. Los testimonios reveladores de esta inquietud son innumerables y han sido dados con ocasión de las más variadas cuestiones dogmáticas, morales, disciplinares, litúrgicas, sociales… En exhortaciones y ruegos apremiantes a obispos, sacerdotes, órdenes religiosas, familias, grupos apostólicos laicales… En Roma, y en tantos lugares del mundo a los que ha llegado la presencia física del Papa, y en tantas diócesis en las que los obispos no se han dejado arrastrar por el oleaje alborotado de las novedades inconscientes, por el esnobismo pastoral, o por la inclinación antievangélica de un irenismo complaciente que empieza por dudar de la verdad de lo que se tiene, con la falsa esperanza de encontrar unas certezas que no pueden nunca llegar mezclando las dudas y los errores.

Así las cosas, a los veinte años del Concilio, se celebra ese Sínodo Extraordinario que vamos a estudiar, en cuya Relación final, después de apelar a los bienes que el Concilio ha producido, se habla de los fallos en que hemos incurrido y se hacen estas precisas indicaciones:

«Estos y otros defectos muestran que se necesita todavía una recepción más profunda del Concilio. Ella exige cuatro pasos sucesivos: conocer el Concilio más amplia y profundamente, asimilarlo internamente, afirmarlo con amor y llevarlo a la vida. Sólo si se asimilan internamente y se llevan a la vida, será posible que los documentos del Concilio lleguen a ser vivos y vivificantes».

«La interpretación teológica de la doctrina del Concilio tiene que tener en cuenta todos los documentos en sí mismos y en su conexión entre sí, para que de este modo sea posible exponer cuidadosamente el sentido íntegro de todas las afirmaciones del Concilio, las cuales frecuentemente están muy implicadas entre sí. Atribúyase especial atención a las cuatro constituciones mayores del Concilio, que son la clave de interpretación de los otros decretos y declaraciones. No se puede separar la índole pastoral de la fuerza doctrinal de los documentos, como tampoco es legítimo separar el espíritu y la letra del Concilio. Ulteriormente hay que entender el Concilio en continuidad con la gran Tradición de la Iglesia; a la vez debemos recibir del mismo Concilio luz para la Iglesia actual y para los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia es la misma en todos los Concilios».

A este párrafo, la Relación añade las siguientes SUGERENCIAS:

«Se sugiere que en las Iglesias particulares se haga, para los próximos años, una planificación pastoral para un conocimiento y aceptación del Concilio nuevos, más amplios y profundos. Ello se obtendrá, en primer lugar, por una difusión renovada de los mismos documentos, por la edición de estudios que expliquen los documentos y los acerquen a la capacidad de los fieles. En la formación permanente de los sacerdotes y de los que se preparan al sacerdocio, en la formación de los religiosos y las religiosas, así como de todos los fieles cristianos, ofrézcaseles de modo continuo y apto la doctrina conciliar por conferencias y cursos. Sínodos diocesanos, como también otras reuniones eclesiales, pueden ser muy útiles para la aplicación del Concilio. El recurso a los medios de comunicación social (mass-media) se recomienda como oportuno. Finalmente, para entender y aplicar correctamente la doctrina del Concilio será muy útil leer y llevar a la práctica las cosas que se encuentran en las varias Exhortaciones Apostólicas, que son como frutos de las varias reuniones del Sínodo ordinario celebradas desde el año 1967».

El verdadero camino #

Alimentar, no iniciar #

Este es el verdadero camino para poder alimentar nuestra vida con el Concilio,y, con este propósito, me permito añadir las siguientes reflexiones.

Porque ni la vida cristiana ni la Iglesia han comenzado en el Concilio Vaticano II. Existen desde que Jesucristo consumó su obra redentora. La Iglesia, necesitada de renovación y de reforma, pero siempre sustancialmente idéntica a sí misma, cuenta ya con veinte siglos de existencia. Durante los años del posconcilio, muchos han obrado de tal manera que daban a entender que todo empezaba ahora, como si nada existiera antes, o como si todo tuviera que ser reformado en sus contenidos esenciales, no sólo en su expresión externa. Se produjo una ruptura, en lugar de una fundada y coherente adaptación. El talante democrático de la época y una mal entendida conciencia de la necesidad de una opinión pública y del derecho de todos a ser miembros activos en la Iglesia, así como la innata tendencia a inclinarse siempre por lo más cómodo y agradable a nuestros gustos personales facilitaron que muchos se proclamaran fervorosos partidarios del Vaticano II tal como ellos querían entenderlo, olvidándose no sólo de otros Concilios anteriores, sino de la entera Tradición de la Iglesia que, bajo la guía del Espíritu Santo, se había ido configurando a lo largo de los siglos. A ello se unía el deseo de un acercamiento al mundo contemporáneo, ingenuo y naturalista, que sirvió en la mayor parte de los casos, más que para llevar el mundo a Cristo, como pedían el Concilio y los Papas, para sucumbir a una mundanización de ideas y actitudes contrarias a las enseñanzas de Cristo.

Quizá era ya un error querer esperarlo todo del Concilio, incluso bien entendido y aplicado, puesto que sigue siendo verdad la frase del Señor: Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5), ¡cuánto menos, si además se tergiversaba y mutilaba la doctrina conciliar!

Lo que había que hacer era iluminar, con las nuevas reflexiones que el Concilio nos ofrecía, lo ya adquirido y asimilado en la Santa Iglesia de Cristo; completar lo que teníamos, puesto que no existía contradicción sino enriquecimiento; y reformar, por supuesto, tanto en la presentación de la doctrina, como en las aplicaciones pastorales de la misma, lo que necesitaba ser reformado como menos apto para el trabajo de evangelización de hoy, y atender así a los signos de los tiempos, como lo ha hecho siempre la Iglesia con más o menos diligencia, con más o menos torpeza, con más o menos sabiduría y eficacia, ya que en esta labor entran en juego las contingencias históricas y las debilidades de los hombres, que también se dan en la Iglesia, como se dieron en los mismos apóstoles elegidos por el Señor.

Fe en la gran síntesis doctrinal y pastoral del Concilio #

Mientras no consigamos que el pueblo católico, o al menos sus pastores y miembros más capacitados, tenga una idea clara de lo que ha sido el eje fundamental sobre el que ha girado la reflexión conciliar, correremos el riesgo de estar sometidos a las intemperancias de una interpretación parcial, al apasionamiento de los secuaces de una idea o un programa, a la actitud ensoberbecida de los afanes particularistas o de grupo, a la tiranía de quienes, poseídos de una conciencia mesiánica y liberadora, miran con desprecio a todo lo demás, y a todos los demás; a las agitaciones, perturbadoras, del vaivén de los optimismos o los pesimismos, trasladando abusivamente lo que corresponde a la psicología personal al ámbito de los hechos objetivos que se graban y pesan inexorablemente sobre la conciencia de quienes han de padecerlos o ser testigos impotentes para remediarlos.

La acción fundamental del Concilio ha consistido en reflexionar sobre el Misterio de la Iglesia, el misterio digo, mucho más que sobre su estructura, aunque también ésta recibiera una iluminación que brotaría lógicamente del misterio contemplado.

¿Qué es la Iglesia? Y se nos contestó con la constitución Lumen gentium. ¿Cuáles son sus fuentes de vida? A esto respondieron las constituciones Dei Verbum y Sacrosanctum Concilium, sobre la Palabra de Dios y la Divina Revelación, y sobre la Liturgia. ¿En qué mundo vive hoy y cómo puede servirle? A lo cual respondió la Gaudium et Spes. Y para completar la fisonomía, el decreto sobre la actividad misionera.

Pero este Cuerpo de la Iglesia tiene sus miembros en la tierra. ¿Cómo han de ser y cuál es su misión? Y se promulgaron los decretos sobre obispos, presbíteros, religiosos, laicos, candidatos al sacerdocio.

Y ha de tener su relación con las otras Iglesias y confesiones religiosas: decreto sobre las Iglesias Orientales, Ecumenismo; declaraciones sobre religiones no cristianas y libertad religiosa.

La Educación cristiana de la juventud y el decreto sobre los Medios de comunicación social aparecieron también como objeto de particular atención por su índole específica dentro del amplio campo de la acción pastoral que pide el mundo de hoy.

Este fue el gran acierto del Concilio, el presentamos esta síntesis, el ofrecernos este panorama, amplio y riquísimo en matices, del organismo vivo de la Iglesia, para que todos, puesto que todos pertenecemos a ella, nos sintiéramos corresponsables, cada uno según su estado y misión, dejándonos penetrar por su savia vivificante tan hermosamente descrita. Entendido así el Concilio, se comprende que con él podamos alimentar nuestra vida. Y así tenemos que entenderlo. Pablo VI, en el citado discurso de clausura de 7 de diciembre de 1965, pronunció estas palabras:

«Se dirá que el Concilio, más que de las verdades divinas, se ha ocupado principalmente de la Iglesia, de su naturaleza, de su composición, de su vocación ecuménica, de su actividad apostólica y misionera. Esta secular sociedad religiosa que es la Iglesia ha tratado de realizar un acto reflejo sobre sí misma para conocerse mejor, para definirse mejor y disponer, consiguientemente, sus sentimientos y sus preceptos. Es verdad. Pero esta introspección no tema por fin a sí misma, no ha sido acto de puro saber humano ni sólo cultura terrena; la Iglesia se ha recogido en su íntima conciencia espiritual, no para complacerse en eruditos análisis de psicología religiosa o de historia de su experiencia, o para dedicarse a reafirmar sus derechos y a formular sus leyes, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la Palabra de Cristo, y sondear más a fondo el misterio, o sea, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí, para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios: Cantare amantis est. Es propio del amante cantar, dice San Agustín (Ser. 336: PL 38, 1472). Los documentos conciliares, principalmente los que tratan de la Divina Revelación, de la Liturgia, de la Iglesia, de los sacerdotes, de los religiosos y de los laicos, permiten ver claramente esta directa y primordial intención religiosa, y demuestran cuán límpida, fresca y rica es la vena espiritual que el vivo contacto con Dios vivo hace saltar en el seno de la Iglesia y correr por su medio sobre los áridos terrones de nuestros campos».

De manera que se trata de la Iglesia, misterio de Dios en la tierra, organismo vivo en que cada uno tenemos una misión, junto a unos derechos y deberes, que hemos de ejercer y cumplir sin romper la armonía orgánica de ese cuerpo místico cuyos miembros están llamados –¡todos!– a la santidad, de la que encontrarán perfecto modelo en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra.

Esto es lo que nos dice la constitución Lumen Gentium. Todos los demás documentos vienen a ser consecuencias, aplicaciones pastorales, o fundamentación de la enseñanza conciliar sobre la Iglesia.

Pero en lugar de verlo así, sectores muy amplios del pueblo de Dios, en todas sus categorías, han quedado turbados y confundidos porque en los comentarios ha predominado la parte sobre el todo; la atención a pequeños aspectos disciplinares, sobre una visión completa del misterio y la coherente acción pastoral; el mal uso de la mayor libertad concedida, sobre la necesidad de una renovación interna para responder a la llamada universal a la perfección cristiana; la precipitación en abrir caminos erróneos, dentro de la opción preferencial por los pobres, cediendo a la presión de ideologías marxistas o afines, con ánimo de bautizarlas después de asumirlas, lo cual es imposible que dé buenos resultados para una evangelización integral y auténtica.

Esperanza en el gran don de Dios a su Iglesia con la celebración del Concilio #

Cuanto más leo los textos conciliares, más convencido estoy del gran don que ha hecho Dios a su Iglesia con la celebración del Vaticano II. Hay que seguir leyendo y meditando esos documentos, explicándolos bien incesantemente, en los seminarios y casas de estudio de las comunidades religiosas, en las parroquias, en las asociaciones y grupos apostólicos. Los Papas vienen haciéndolo infatigablemente, y es admirable lo mucho que ha conseguido ya Juan Pablo II con su magisterio y sus visitas apostólicas a tantos lugares de la tierra. Él es un ejemplo vivo de cómo hay que asimilar el Concilio y vivirlo; de diálogo con el mundo, y de amor a Dios revelado en Jesucristo; de apertura y fidelidad, de comprensión y firmeza, de humanismo y servicio a la fe; de cómo hay que saber unir, en el pensamiento y en la vida, la teología de la creación y la encarnación y la teología de la cruz, del amor al progreso y bienestar del hombre y aceptación humilde de la voluntad misteriosa de un Dios cuyos caminos no son los nuestros.

Tras el Concilio, han ido creándose y poniéndose en marcha en la Iglesia estructuras y órganos de reflexión y acción que están empezando a desarrollarse. Tengamos para con ellos el obsequio inicial de nuestra paciencia hasta que se perfeccionen. Han aparecido también documentos muy valiosos, exhortaciones apostólicas fruto de diversos Sínodos, o de los Papas; encíclicas, cartas y discursos que derraman luz abundante para interpretar bien el Concilio. Hay que leerlas y explicarlas también. Y se ha promulgado el nuevo Código de Derecho Canónico que ayudará a mantener no sólo eso que se llama «espíritu» del Concilio sino también la letra del mismo, sin la cual el espíritu se evapora y desvanece.

Quedan cuestiones teológicas, morales y sociales, muy serias, sobre las cuales seguirá la discusión y la polémica. Es perfectamente explicable. Siempre ha sucedido así en la Iglesia, y no debemos extrañarnos de que ahora también se dé este fenómeno. Por una razón de índole dogmática y otras de tipo pastoral.

De índole dogmática es el hecho mismo de la Iglesia. Precisamente porque es un misterio, no se acaba nunca de verla del todo en su inagotable riqueza; los ministerios y concretamente el Sacerdocio, los carismas y la autoridad de la Jerarquía, la acción del Espíritu Santo y el mantenimiento de la necesaria unidad, los derechos de los fíeles laicos dentro del pueblo de Dios, las Iglesias particulares y la Iglesia universal, el Primado de jurisdicción del Papa, la Eucaristía…

Hay después razones pastorales prácticas que obligan a discernir y ponderar con sumo cuidado las afirmaciones que se hagan. Una brota del problema del ecumenismo, que afecta a la Iglesia en partes vitales de la misma y pide ineludiblemente profundísima reflexión bíblica y teológica. Otra nace de la actividad misionera de la Iglesia en relación con el fenómeno de la inculturación, que en África y en Asia está sacando a la luz experiencias, criterios, ideas y comportamientos de una enorme complejidad para la recta transmisión de la fe. Y en un mundo que ha hecho de la noticia y la información un ídolo, todo se comunica y se propaga, provoca reacciones incontrolables, y frustra muchas veces el intento de avanzar por cauces serenos y tranquilos.

Todo esto constituye un obstáculo para la marcha más rápida que desearíamos, pero está bien que salga a la superficie para que esa marcha sea más segura en su avance hacia la unidad. Están igualmente la conciencia exacerbada de los derechos humanos, de la dignidad y la libertad del hombre, de la solidaridad que no repara en métodos para manifestarse y conseguir lo que pretende, el sentimiento de clase, el peso atroz de tantas injusticias, etc… Se comprende que existan dificultades en la aplicación de la doctrina a la vida, y que la Iglesia, amada por unos, rechazada por otros, camine lentamente entre tantos escollos.

Pero estoy convencido de que el Concilio dará muchos frutos y alimentará la vida de las nuevas generaciones de hijos de la Iglesia que están empezando a nacer. Llegará un día en que se formen mejor los aspirantes al Sacerdocio y los miembros de las Comunidades Religiosas. Y tendremos un laicado más responsable y consciente de lo que significa formar parte del Pueblo de Dios. Se volverá a considerar el Magisterio de la Iglesia y el Pontificio como garantía y servicio indispensable a la unidad. Y no surgirán las voces destempladas ni las tergiversaciones contra nobles intentos de reconducir lo que el Concilio nos dijo por caminos certeros, tal como ha querido hacerlo el Cardenal Ratzinger con lo que se ha llamado su Informe sobre la fe, o el Cardenal de Lubac en su Diálogo sobre el Vaticano II.

Los veintiún años que han transcurrido desde la clausura del Concilio son suficientes para comprender que ha habido motivos para esperar, sí, y para sufrir también. Pero todavía son pocos para poder asimilar íntegramente, con la serenidad con que la tierra fértil recibe la semilla en ella depositada, no sólo la doctrina y el impulso creador que encierra, sino el dinamismo progresivo a que nos conduce en los campos de la acción pastoral.

Si se me hubiera dicho, al terminar el Concilio, que se iban a necesitar unos cincuenta años para asimilarlo bien, dadas las condiciones del hombre de hoy, no lo hubiera aceptado de inmediato; pero poco tiempo después lo hubiera afirmado igualmente sin vacilación. Esperemos, pero no pasivamente, sino con la firme decisión de ser fieles a lo que nos piden la letra y el espíritu del Concilio.

En cuanto a España, nada nuevo tengo que decir. He tenido presente la situación de nuestra Iglesia española al escribir lo que he escrito. Hemos sufrido mucho, y pienso que, con el pretexto de que había que corregir muchas cosas en el orden político y social y en el estrictamente eclesiástico, se cometieron tantos desafueros respecto a la interpretación y aplicación del Concilio. Ahora estamos ya padeciendo las consecuencias en la desilusión de muchos, en el abandono de tantos, y en la falta de sacerdotes y religiosos, para atender las necesidades pastorales de la Iglesia en tantos campos que esperan la semilla de la Palabra y de la Vida.

Hay que empezar de nuevo y estudiar y aplicar bien las enseñanzas del Concilio, como nos pidió el Papa en su visita del año 1982.

La Constitución Dogmática sobre la Iglesia #

La Lumen Gentium, ha de estar en el corazón y en la cabeza de todo católico. Ha de ser nuestra sabiduría, nuestra asignatura fundamental. Jóvenes y menos jóvenes estamos capacitados para leerla y asimilarla. Es la gran reflexión de la Iglesia sobre sí misma. De ella ha de brotar nuestro conocimiento profundo de la Iglesia Cristo es la luz de los pueblos, y la Iglesia, «muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»2, su sacramento, que tiene como misión presentar esa LUZ. El Concilio se propuso declarar a todos los hombres su naturaleza y su misión.

La Iglesia, misterio de fe y de profunda interioridad #

Su riqueza maravillosa y multiforme brota del Costado de Cristo en su Pasión, y se forja en el fuego de Pentecostés. Es una institución jerárquica, pero para comunicar una Vida. Su misma estructura está pregonando la sabiduría de su divino Arquitecto. Un solo Señor, un solo Espíritu, una sola Fe. Un solo Cuerpo. La Iglesia es real, está al servicio de los hombres, de su salvación, y necesita un organismo que se pueda ver y tocar. Gracias a los hombres, que nos enseñan y guían con autoridad divina, tenemos algo esencial en un cuerpo único vivo: la solidez indefectible en la fe de Cristo y en la participación de su vida.

Desde los primeros momentos ella tiene conciencia extraordinaria de su ser. No es un simple hecho histórico que se pueda analizar y medir como se quiera. Es el misterio en el que confluyen todos los demás misterios. Esto se manifiesta ya en su misma fundación, porque Jesucristo puso el fundamento de su Iglesia predicando la Buena Nueva. Y la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, recibía la misión de anunciar y establecer el Reino de Dios y de Cristo en todas las naciones. El misterio de la Iglesia está inscrito en el símbolo de nuestra fe que tan frecuentemente recitamos reunidos ante el altar: «Creo en una Santa Iglesia Católica».

Ella cree, ama, espera, y sirve al Señor. La Iglesia se nutre de los Sacramentos. La vida de Cristo, su Espíritu, se nos comunica a través de ella. El Bautismo nos configura con Cristo, nos hace renacer, nos convierte en hijos y herederos, al lado del Primogénito. La Eucaristía nos va transformando en Él, y, participando del Sacrificio Eucarístico fuente y cima de toda la vida cristiana, ofrecemos a Cristo al Padre y nos ofrecemos con Él. La Confirmación nos vincula más estrechamente a la Iglesia y nos enriquece con la fortaleza especial del Espíritu Santo. Por la Penitencia, obtenemos la misericordia de Dios, nos reconciliamos con la Iglesia entera, siempre ese sentido de unidad y catolicidad, y vivimos de su fe, esperanza y caridad. Por la Unción sagrada, la Iglesia encomienda los enfermos al Señor, y los exhorta a que contribuyan al bien del Pueblo de Dios con la aceptación de su enfermedad y su confianza en el que es dueño de la vida y de la muerte. El Orden Sagrado nos da los pastores para apacentarnos con la palabra y la gracia de Dios. Los esposos, por el Sacramento del Matrimonio, participan del misterio de unidad y amor fecundo de Cristo y su Iglesia y así constituyen la Iglesia doméstica en la que nacen nuevos hijos de Dios. Esta es la fuente de vigor, de fuerza que el Concilio nos describe. Todos, «fortalecidos por tantos y poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto»3.

Todo en la Iglesia está ordenado a la «nueva criatura». Es artífice y mensajera de la unidad de todos los hombres. Crea y sostiene toda clase de obras en favor de los necesitados. Atenta a toda miseria, tiende los brazos a los que están sentados en las tinieblas. Y a través de nosotros derrama su caridad, que la hace fecunda.

Nuestra vocación a la santidad en la Iglesia #

Aquí está, nos dice el Concilio, la verdadera dignidad del cristiano. ¿Nuestras metas, nuestras aspiraciones? La voluntad de Dios es nuestra santificación. La santidad de la Iglesia se manifiesta en las vidas de sus hijos. Su doctrina es siempre pura, como es pura la fuente de donde manan sus Sacramentos, su energía es vigorosa y santa, como es el Espíritu que la alienta. Alimentados por su doctrina y sus Sacramentos hemos de dar frutos. La Iglesia es en este mundo y continuará siendo una comunidad compleja, trigo mezclado con cizaña. Por eso nos recuerda el Concilio nuestra condición de peregrinos, aunque siempre fortalecidos y unidos con la Iglesia ya celestial que nos apoya y estimula.

El Concilio dedica un capítulo de su constitución más fundamental, a cuya luz hay que leer todas las demás, a la vocación de todos los hombres a la santidad. Este capítulo complementa los anteriores, Pueblo de Dios, constitución jerárquica de la Iglesia, los laicos, porque «todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya sean apacentados por ella, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación»4. «Cada uno, según sus propios dones y gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que enciende la esperanza y obra por la caridad»5.

Esto es lo que realmente necesita la Iglesia y el mundo: santos, hombres nuevos que sigan las huellas de Cristo y «se consagren con todo su ser a la gloria de Dios, al servicio del prójimo, obedeciendo en todo la voluntad del Padre. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos cada vez más abundantes, como brillantemente se demuestra en la historia de la Iglesia a través de la vida de tantos santos»6.

Todos, cada uno en las condiciones de vida en que nos encontramos, en el oficio, profesión, circunstancias favorables o desfavorables, nos podemos santificar si recibimos todo con fe de la mano de Dios, si permanecemos en el amor de Dios y su amor permanece en nosotros, de manera que se derrame en bien de nuestros prójimos. Y no encojamos «nuestros prójimos». Todo ser humano es nuestro prójimo, sobre todo el que más lo necesita. Sí, esta es nuestra verdadera vocación: la santidad. Aunque nos suene a algo extraordinario seamos los santos de lo ordinario, de la sencilla vida diaria.

Oí comentar a una religiosa que una chica, a la salida de unos Ejercicios Espirituales, en Toledo –cuyo director seguramente estará aquí–, había contado, como experiencia suya, que ella de pequeña siempre decía que quería ser santa, convencida de que era una verdadera profesión. Pero al ir creciendo se fue dando cuenta de «que no quedaba muy bien cuando lo decía», y lo dejó de decir. Pero que ahora había vuelto a descubrir que realmente nuestra primera y gran llamada era a la santidad, siendo lo que cada uno tuviéramos que ser.

Por eso al hablar del Vaticano II, del traído y llevado Vaticano II, pero no leído, orado y vivido, es urgente y esencial hablar y vivir de la santidad, hablar y vivir de la Iglesia, hablar y vivir en comunión con ella y con el Vicario de Cristo en la tierra, el Papa. Por eso Teresa de Jesús, una mujer tipo para todas las épocas de la Iglesia, muere diciendo: «Gracias, Señor, porque muero hija de la Iglesia». ¿Cómo es posible invocar el Vaticano II sin hablar de la Iglesia y su misión, de su vida interior, de sus medios de santificación, de su llamada a la santidad, y la perfección del amor cristiano? Bien leído y asimilado el Concilio ¿quién puede dudar de sus exigencias?

La Virgen María en el misterio de Cristo y de la Iglesia #

El Sacrosanto Sínodo nos exhorta a todos los hijos de la Iglesia a fomentar el culto litúrgico, así como las prácticas y ejercicios de piedad para con Ella, recomendadas en el transcurso de los siglos por el Magisterio. Nos pide que vivamos nuestra relación filial con María, que nace del beneplácito divino y de la sobreabundancia de los méritos de Cristo. Es Dios mismo quien ha querido esta Maternidad de María en la economía de gracia; Ella es invocada como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Es nuestro modelo en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. María nos ayuda a vivir el año litúrgico. ¿Quién mejor que Ella nos ayudará a sentir internamente el espíritu de Adviento, el tiempo de la Navidad, la Presentación en el templo del Hijo de Dios, la Encarnación, la preparación para la Pascua, la espera en oración de Pentecostés? ¿Cómo no va a ayudarnos en nuestra vida espiritual el rezo de las Horas en las celebraciones marianas de la Iglesia?

El Concilio no nos habla en concreto de las prácticas y ejercicios de piedad recomendados en el transcurso de los siglos por el Magisterio. Pero en el corazón y en la inteligencia de todo hijo fiel de la Iglesia están. Pienso en el Ángelus, en el Rosario, en el rezo o en el canto de la Salve. Al Ángelus y al Rosario le dedica un capítulo Pablo VI en su maravillosa Marialis cultus. Leedlo, os hará bien, algo así como una fresca y suave brisa. Son prácticas sencillas, diarias, que saben a pan y calor familiar, pero también a invocación espontánea, a refugio en la Madre, a paseo solitario, a tranquilo atardecer…

Las demás Constituciones, Decretos y Declaraciones #

Leedlas también, meditad sobre su contenido una y mil veces. La Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, y la Sacrosanctum Concilium, sobre la Liturgia, son igualmente fundamentales. Y las enseñanzas sobre obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, seminaristas, etc., cuando se leen sin prejuicios y sin pasión, son de tal riqueza y capacidad sugeridora que, si se aplicasen bien, cambiarían el rostro de la Iglesia. No puedo comentarlas, ni los decretos sobre Ecumenismo o libertad religiosa. Pero no quisiera terminar sin una referencia a la Gaudium et Spes.

La constitución pastoral «Gaudium et Spes» #

La Iglesia que camina hacia el Señor, con la mirada fija en Él, llena de esperanza y seguridad en Cristo Resucitado que vive junto al Padre, ha profundizado en el depósito de la fe que Él mismo le ha confiado. Su historia es una historia de salvación sin rupturas, y el Espíritu Santo que la asiste, promueve lo que su vida interior y exterior necesita. La constitución pastoral, Gaudium et Spes, presupone la constitución dogmática. Lumen Gentium. El diálogo que la Iglesia establece con el mundo sólo es posible sobre la base firme de su identidad. No hay nada auténticamente humano que no halle eco en el corazón de la Iglesia. Está unida íntimamente con la humanidad y su destino. Por eso la Iglesia, en esta constitución pastoral, expone cómo entiende su presencia y su acción en el mundo actual.

La Iglesia no tiene ninguna ambición terrena; sólo quiere continuar la obra de Cristo que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para condenar, para servir y no para ser servido. El Vaticano II no quería ciertamente cambiar la fe, sino re-proponerla de manera eficaz. Quiero decir que el diálogo con el mundo es posible únicamente sobre la base de una identidad indiscutida; que podemos y debemos abrirnos, pero sólo cuando estemos verdaderamente seguros de nuestras propias convicciones. La identidad firme es condición de apertura. Así lo entendieron los Papas y los Padres conciliares, algunos de los cuales pudo parecer, tal vez, que se dejaron ganar por aquel optimismo un poco ingenuo de aquellos tiempos, un optimismo que en la perspectiva actual nos parece poco crítico y realista. Pero si pensaron poder abrirse con confianza a lo que de positivo hay en el mundo moderno, fue precisamente porque estaban seguros de su identidad, de su fe. En contraste con esta actitud, muchos católicos, en estos años, se han abierto, sin filtros ni freno, al mundo y a su cultura, al tiempo que se interrogaban sobre las bases mismas del «depositum fidei», que para muchos habían dejado de ser claras7.

La Gaudium et Spes nos dice lo que la Iglesia siente sobre la situación actual del hombre, lo que siente desde su realidad de sacramento de Cristo. Por eso pretende iluminar la dignidad de la persona humana, las relaciones mutuas entre los hombres, lo que es el bien común, el respeto sin excepción a la persona humana; cómo ve ella el sentido de la actividad humana en el mundo. Ante los problemas de hoy, habla de la dignidad del matrimonio y de la familia; del Verdadero sentido del progreso y de las obligaciones de los cristianos respecto a la vida económico-social, de la comunidad política, de la edificación de los pueblos, de la comunidad internacional, de la paz…

El tiempo ha dado la razón a la preocupación de la Iglesia sobre el aspecto sagrado del amor, la misión de la familia, el cambio que tiene su origen en el progreso científico y en sus aplicaciones técnicas, que está experimentando una aceleración inaudita. Todo esto tiene que significar para el cristiano la manifestación misma de su vocación: Dios le ha dado el mundo como tarea. Ahí está su trabajo: la civilización, el progreso, las instituciones tienen que estar al servicio de la vocación auténtica y permanente del hombre. Lo que nos propone el Vaticano II es unir el servicio de la fe y el de construcción de un mundo en paz y bienestar social. La Gaudium et Spes presenta al hombre un humanismo abierto, rico y pleno, que le transciende y le hace captar cada vez más su condición humana en toda su riqueza y valor. La elevada idea del amor, del matrimonio, de las relaciones entre los hombres, del trabajo, que la Iglesia presenta, es la mejor defensa que puede hacer en favor de la humanidad actual. La familia está en el centro de sus preocupaciones; la familia cristiana, que con su testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad. La Iglesia, en esta Constitución Pastoral, se da cita con las aspiraciones profundas del corazón humano que auténticamente busca la verdad, lo que vale, por lo que merece la pena luchar. El cristiano tiene que estar y entrar resueltamente en el progreso, pero con el Mensaje de Cristo; si no, la civilización del mañana no estará de verdad al servicio del hombre, sino que le destruirá y aplastará. Sólo hay una Luz, Cristo; un Camino, Cristo; una Verdad, Cristo.

Lo que el Concilio propone del tesoro de la doctrina de la Iglesia es para ayudar a los hombres de nuestro tiempo, crean o no en Dios; para que perciban más claramente su íntegra vocación, y conformen el mundo con la excelencia de la dignidad humana, y, llevados por un esfuerzo generoso y unido de amor, respondan a las más urgentes necesidades de nuestra época8. Los cristianos no pueden desear nada más ardientemente que servir a los hombres del mundo actual cada vez más generosa y eficazmente. No todos los que dicen Señor, Señor, entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que hacen la voluntad del Señor y ponen manos vigorosas a la obra9.

Conclusión #

Quiero acabar con las palabras del Cardenal Paul Zoungrana cuando en el Concilio, hablando en nombre de 67 obispos africanos dijo: «Fundamentalmente Cristo es Él mismo la Revelación que nos trae. Las verdades que hay que creer y los deberes que deben cumplirse deben ser considerados sobre todo en su relación con una persona viva. Decid al mundo que la Divina Revelación es Cristo. Es necesario que el hermoso rostro de Cristo resplandezca mejor en la Iglesia. Así renovaréis los prodigios de amor y de fidelidad que brillaban en la Iglesia primitiva»10.

1 El libro fue publicado por la Librería Editrice Vaticana.

2 LG 4.

3 LG 11.

4 LG 39.

5 LG 41.

6 LG 40.

7 Cf. J. Ratzinger, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 42.

8 GS 91.

9 GS 93.

10 Cf. H. de Lubac, Diálogo sobre el Vaticano II, Madrid 1985, 56-57.