- La Iglesia, misionera por naturaleza
- El crecimiento y sus leyes
- Renovación de las comunidades: diócesis, parroquias
- El Obispo, consagrado para la salvación del mundo
- El sacerdote es para Cristo y la Iglesia toda
- La hora del seglar en las misiones
- Una Iglesia en dos orillas
- Es la hora de hacer vida el Concilio
- El presbiterio y un frente apostólico en dos orillas
Exhortación pastoral dirigida a la Diócesis de Astorga. en el Día Nacional de las Vocaciones Hispanoamericanas, enero de 1966. Texto en Boletín Oficial del Obispado de Astorga, febrero de 1966, 103-110.
Queridos sacerdotes, religiosos y fieles; hijos todos de la Diócesis:
En Pentecostés de 1964 os hablé de la realidad de nuestra «Misión Diocesana» en la pastoral Astorga, Diócesis Misionera.
Las ideas que entonces os expuse adquieren una fuerza extraordinaria y un relieve y actualidad innegable con el reciente Decreto Ad Gentes, del Concilio Vaticano II sobre la actividad misionera de la Iglesia.
Por otra parte, los principios doctrinales de este Decreto, así como las consecuencias prácticas que deduce, ponen en clima de urgencia la eficacia concreta y práctica de nuestra misión, urgencia que grava la conciencia del Obispo, de los sacerdotes y de los fieles a un tiempo, y que se funda «en el presente orden de cosas, del que surge una nueva condición de la humanidad1.
La Iglesia, misionera por naturaleza #
La Iglesia es misionera por naturaleza, pues procede de la misión del Hijo y de la del Espíritu Santo.
Dios envía a su Hijo –primer «missus», enviado– «para reconciliar el mundo consigo en Él» (2Cor 5, 19); para servir, no para ser servido (Mc 10, 45); a «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, I0)2.
Mas como lo que estaba perdido no era sólo la generación contemporánea del Cristo histórico, sino la humanidad toda, que se despliega en la historia a través del tiempo, y «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4). «Cristo envió al Espíritu Santo –segundo «missus»– de parte del Padre, para que realizara interiormente su obra salutífera e impulsara a la Iglesia hacia su propia dilatación» en la sucesión de los tiempos3.
La Iglesia, fundada por Cristo y enviada por Él, como continuadora de su «misión» –Cristo místico, al fin. en desarrollo a lo largo de la historia– tiene los poderes y el mandato de Cristo: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19s.). «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15).
El crecimiento y sus leyes #
La Iglesia cumple con este deber de enseñar, predicar y salvar de dos maneras: la primera, ejercitando esa «misión», el mandato recibido de Cristo, que los Apóstoles transmiten al orden episcopal, con la cooperación de sacerdotes y fieles, bajo la autoridad de Pedro. Y la segunda, por una ley natural a todo organismo vivo, que no puede paralizarse sin menoscabo y peligro de la misma vida, sino que tiende a aumentar, a propagarse: así la vida de la Iglesia recibida de Cristo, «de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se fortalece en la caridad» (Ef 4. 16)4.
Estas dos maneras de cumplir la Iglesia su misión, se complementan mutuamente. Así la Iglesia, manifestando a Cristo, «descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran»5.
Renovación de las comunidades: diócesis, parroquias #
Ahora bien, aunque Cristo –que escogió como discípulos «a los que quiso»– «inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno» «por medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad»6, «la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios», «puesto que toda la Iglesia es misionera» por naturaleza7.
Y he aquí que llegamos ahora a un punto crucial, muy importante, que quisiera que todos penetraseis y meditaseis con hondura: Esta Iglesia, misionera por naturaleza, que siente sobre sus espaldas gravitar el deber de evangelizar –urgente como nunca–, este Pueblo de Dios, vive y se hace visible «en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales», a las que «pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes»8. Y sigue el Concilio: «La gracia de la renovación en las comunidades no puede crecer –(fijaos bien)– si no expande cada una los campos de la caridad hasta los confines de la tierra, y no tiene, de los que están lejos, una preocupación semejante a la que siente por sus propios miembros».
«De esta forma ora toda la comunidad, coopera y actúa entre las gentes por medio de sus hijos, que Dios elige para esta empresa altísima».
«Será muy útil, a condición de no olvidar la obra misional universal, el mantener comunicación con los misioneros salidos de la misma comunidad, o con alguna parroquia o diócesis de las misiones, para que se haga visible la unión entre las comunidades y redunde en edificación mutua»9.
Aunque larga, es sobremanera hermosa esta cita de las palabras del Concilio, –que hemos de ir estudiando y aplicando con lento apresuramiento, con coraje y con cariño en todas sus directrices– que nos dan la íntegra mentalidad misionera comunitaria del Pueblo de Dios: las comunidades, diócesis y parroquias, se renuevan y crecen a medida de su vitalidad misional. Ellas merecen así que Dios elija de entre sus miembros los misioneros de primera línea. Es muy útil mantener comunicación con los misioneros salidos de la misma comunidad, o con alguna parroquia o diócesis de las misiones: se hará así visible –«táctil», diríamos– la unión entre las dos comunidades, la madura y la joven; y redundará en frutos de mutua edificación o crecimiento.
No olvidéis estos párrafos, cuyas consecuencias sacaremos después. Ahora, sigamos el hilo de la exposición y veremos cómo en el Pueblo de Dios –y en esas comunidades– se reparten las responsabilidades del deber misional.
El Obispo, consagrado para la salvación del mundo #
Los primeros somos los obispos, en el deber de evangelizar a todos los pueblos.
Como miembros del Colegio episcopal, sucesor del Colegio apostólico, se nos consagra para la salvación de todo el mundo, no sólo de una diócesis, subordinados a Pedro.
De este deber surge el de cooperación y comunicación de las Iglesias o comunidades, regidas por obispos, y la necesidad de una mutua comunicación de bienes. «Suscitando, promoviendo y dirigiendo el obispo la obra misional en su diócesis, con la que forma una sola cosa, hace presente y como visible el espíritu y el celo misional del Pueblo de Dios, de suerte que toda la diócesis se hace misionera»10.
Suscitar, promover o fomentar, y dirigir. ¡Cuánto me han hecho pensar estas palabras! Pero llega a más. Seguidamente el mismo capitulo apremia la responsabilidad episcopal con estas otras terminantes; «El Sagrado Concilio desea que los obispos, considerando la gravísima penuria de sacerdotes que impide la evangelización de muchas regiones, envíen algunos de sus mejores sacerdotes que se ofrezcan a la obra misional, debidamente preparados, a las diócesis que carecen de clero, donde desarrollen, al menos temporalmente, el ministerio misional con espíritu de servicio»11. Son definitivas las palabras del Concilio. El Concilio desea que los obispos envíen algunos de sus mejores sacerdotes a diócesis carentes de clero, al menos temporalmente y con espíritu de servicio. Desea –permitidme repita– que envíen, temporalmente al menos, con espíritu de servicio. ¿No os parece que casi se nos pide la institución de un servicio sacerdotal eclesial?
Así pues, no os extrañará el apremio de las llamadas que os hemos hecho otras veces, cuando os decíamos que no era permiso para ir a América lo que os dábamos, sino que os hacíamos una apremiante invitación a marchar en el nombre de Dios.
El sacerdote es para Cristo y la Iglesia toda #
Porque en la responsabilidad del deber evangelizador universal, a los obispos siguen los sacerdotes, como representantes de la persona de Cristo y cooperadores del orden episcopal. El Concilio recuerda: «Entiendan muy bien que su vida está consagrada también al servicio de las misiones»; «no pueden dejar de sentir lo mucho que le falta –(a Cristo Cabeza)– para la plenitud del Cuerpo, y cuánto por ende hay que trabajar para que vaya creciendo»12.
Si Dios no les llama, su deber será suscitar, promover y dirigir la labor, fervor y vocaciones misioneras en el ámbito de su apostolado. Si les llama, han de entregarse con humilde generosidad.
Y ¿quiénes son llamados a esa humilde entrega? Para que nadie tenga dudas, el Concilio es preciso en el criterio práctico: «Son designados con una vocación especial los que, dotados de un carácter natural y conveniente, idóneos por sus buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la obra misional, sean nativos del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos o seglares»13. Meditad bien estas palabras, que no creo precisen comentario.
La hora del seglar en las misiones #
Ellas nos introducen también en el deber de los seglares.
Sí, queridos seglares. También vosotros estáis llamados a cooperar. Sobre vosotros pesa también –carga ligera y ennoblecedora– el deber de evangelizar. Y eso lo podéis hacer como «testigos» y como «instrumentos vivos»14. Sabéis muy bien que no se ama lo desconocido. Comenzad, pues, por conocer las misiones. No ya en los rasgos exóticos de un mundo lejano y misterioso: se acabó ya la lejanía y misterio de los pueblos; ni sólo bajo el enfoque incompleto –y a veces inexacto– de unas narraciones sentimentales, que no dejan en el alma más huella que una impresión superficial, de un sentimiento transitorio, a flor de piel. Sino en la hermosa verdad de sus problemas, de sus gestas y heroísmos, de las maravillas que en ellas está obrando el Espíritu Santo, por los nuevos apóstoles, en un permanente y reconfortante Pentecostés. Y entonces, las amaréis.
Comenzad también por conocer nuestra «misión» diocesana, el despliegue por el mundo de nuestros misioneros diocesanos, –de vuestros misioneros–, con la variedad de sus tareas y campos de acción, la grandeza de las páginas que escriben a diario, con santa emulación, y hasta en diversas lenguas, como una nueva manifestación pentecostal. Y la amaréis, a nuestra «misión» diocesana. Estoy seguro. Y os sentiréis orgullosos de esos gigantes de historia noble y silenciosa, que son nuestros misioneros, vuestros hijos. Y os pondréis a su lado en una colaboración efectiva en todos los campos de lo apostólico: con la oración, con el interés con que seguís las incidencias de sus vidas y la dinámica de su acción entre los hombres «que ama el Señor», con vuestro apoyo económico, con el fomento de las vocaciones en las familias, y, sobre todo, la acción interna del Espíritu del Señor hará a muchos oír su voz y asumir su propio papel de cooperación personal en la tarea de evangelización universal, de la extensión del Reino de Dios.
Estamos observando a diario, de algún tiempo a esta parte, que la siembra de inquietudes misioneras arraiga profundamente en el corazón de los seglares, Son maestros, médicos, profesionales de todas clases. hombres sencillos, mujeres ejemplares, familias enteras, de todos los estratos sociales, los que, en una arrancada de la gracia, cubren el camino de sus ilusiones entregándose al servicio de Dios y de las almas. Nos están demostrando que se sienten Iglesia en toda la profundidad de un Evangelio del que no se avergüenzan, como no se avergonzó San Pablo (Rm 1, 16), del que quieren, como él, ser testimonio vivo, encarnación dinámica y pregoneros esforzados en un mundo que lo reclama.
Una Iglesia en dos orillas #
De nuevo América, queridos hermanos e hijos. Si a cada día le basta su preocupación y su trabajo, hoy nuestra urgente preocupación es América. No penséis en más.
Yo os invito desde el fondo de mi alma de Pastor: ¡América a la vista! No permitáis que se nos pierda. No lloremos mañana como mujeres –según la frase histórica– lo que no hemos sabido defender como hombres. Nosotros como sacerdotes y como cristianos.
Yo espero mucho de todos vosotros. Sé de lo que sois capaces cuando la empresa lo merece. Estoy acostumbrado a vuestros gestos. Pues bien, queridos sacerdotes y fieles: os pido uno más. Ahí os presento un campo digno de vuestra generosidad.
Somos todos una Iglesia. En este caso, una Iglesia en dos orillas. Arrullados y unidos por el Atlántico, un mar forjador de atlantes, de gigantes. Y cuando España, atraída por las voces de sus hijas y hermanas se acerca a mirar su reflejo en el espejo de sus aguas, oye las voces angustiosas de llamada: Madre España, hermana nuestra, no hay tiempo que perder: Ven, ayúdanos. ¿Quién podrá resistir?
Es la hora de hacer vida el Concilio #
Os digo con sinceridad: yo hago cuanto está en mi mano; os invito apremiantemente de nuevo a saltar a la otra orilla. Si pudiese acompañaros personalmente, lo haría. La necesidad de una jerarquía autóctona en aquellos lugares, me lo impide. Pero mi corazón va con vosotros, está cada día más en América, nuestra gran esperanza. Y nos proponemos hacer más visible la comunicación con los misioneros diocesanos en América, y entre aquellas comunidades y la nuestra.
Es hoya ya de hacer vida las resoluciones del Concilio con la fidelidad que merecen y la urgencia que reclaman.
Si él desea que los obispos envíen temporalmente sacerdotes a diócesis carentes de clero y con espíritu de servicio, yo quiero cumplir por mi parte con el Concilio: insisto en mi apremiante llamamiento a sacerdotes y seglares. Con el tiempo quizá otras medidas regularicen y coordinen nuestra aportación apostólica a la Iglesia de la otra orilla del Atlántico. Por ahora esperamos vuestra respuesta. Y pido a Dios que esta esperanza no se convierta en desesperanza por una respuesta tardía. Si América nos tiende la mano, estamos dispuestos a entregarle la vida, sabiendo también que nuestra sangre sería semilla de nuevas comunidades.
¡Una Iglesia en dos orillas! ¡Bello eslogan, sugerente y comprometedor!
El presbiterio y un frente apostólico en dos orillas #
También la Diócesis, queridos amigos, hermanos e hijos, quiere tener, no escindido por el espacio, sino ceñida la cintura por el brazo del mar y de la caridad, un presbiterio y un frente apostólico en dos orillas.
Los hombres de América que regirán sus destinos y los 600 millones que vivirán en el año dos mil, hace ya veinte años que nacieron, siguen naciendo y nacerán hasta entonces. Y necesitan que el ideal de un amor sagrado y martirial vaya a salvarlos, pues ellas, las hijas y hermanas de América han de ser la gran reserva de la cristiandad. Y nos piden que la preparemos para ello. ¡Noble empresa, digna de almas grandes!
Oración, interés, ayuda económica. Todo es necesario.
Para todos, mi bendición, llena de cariño. Pero, especialmente, a los que respondan a la llamada personal del Señor, con mi bendición, un abrazo emocionado y agradecido en nombre de la Iglesia y de la Diócesis.
MARCELO, Obispo de Astorga.
Enero, 1966.
1 AG 1.
2 Ibíd. 2-3.
3 Ibíd. 4.
4 Ibíd. 5.
5 AG 8.
6 Ibíd. 23.
7 Ibíd. 35ss.
8 Ibíd. 37.
9 Ibíd.
10 AG 38.
11 Ibíd. 38.
12 Ibíd. 39.
13 Ibíd. 23.
14 Ibíd. 41.