Conferencia pronunciada el 20 de marzo de 1970, viernes de la quinta semana de Cuaresma.
Después de haber hablado del amor a Dios y al prójimo, como obligación primaria y fundamental del cristiano, mis ojos se vuelven ahora hacia la Iglesia, nuestra Madre, porque también ella merece ser amada. Con esta meditación quiero terminar mis predicaciones cuaresmales de este año. La Semana Santa, en la cual vamos a entrar ya, nos ofrecerá los temas propios de su liturgia, en cuya consideración nos detendremos una vez más con la humildad y veneración sagrada que el misterio de la Redención nos pide.
Terminemos hoy nuestro examen sobre la virtud de la caridad, que podría ser continuado el próximo año, si Dios quiere, asomándonos a más amplios horizontes de la vida social sobre los cuales el amor cristiano tendrá siempre una palabra que decir. Pero era obligación mía establecer los principios en nombre de los cuales se puede hablar de estos temas, defender los derechos de Dios a ser amado sobre todas las cosas y presentar el amor al prójimo fundado en la radical dignidad que corresponde al hombre por haber sido creado y redimido por Dios, abierto a todo lo que, de verdad, beneficia al hombre en su dimensión humana y en su destino eterno. Si el amor al prójimo queda desprovisto de estos fundamentos internos en que se apoya su dignidad, es posible que haya leyes, pero no habría amor; se señalarán obligaciones de justicia, pero la justicia será constantemente violada; se fomentará el progreso, pero aumentará también la desproporción entre los ricos y los pobres, entre los pueblos desarrollados y las naciones atrasadas.
Si en el amor al prójimo nos preocupamos del destino del hombre en la tierra y descuidamos la predicación de la fe que lleva a Dios, llenaremos el mundo de estómagos saciados y almas hambrientas. Al revés, si sólo ofrecemos el cielo como remedio a las desventuras de la tierra, sin preocuparnos de curar las heridas del hombre que sufre, con un amor efectivo y práctico, estaremos contribuyendo a que aumente la legión de los desesperados, que ni llamarán Padre a Dios que está en los cielos, ni hermanos a los hombres de la tierra.
Es en la Iglesia donde encontramos la doctrina, la fuerza y el ejemplo para vivir el verdadero amor. Y en esta hora de crisis amarga, cuando el Papa habla repetidamente del dolor y el sufrimiento de la Iglesia y del mundo, creo que el comienzo de la verdadera restauración salvadora está en volver a amar a la Iglesia en toda su dimensión misteriosa. Hacen falta actitudes sencillas que busquen el camino donde únicamente puede encontrarse. Parece que estamos viviendo una época, por lo que se refiere al orden religioso, en que la consigna fuera ésta: ¡vivan los problemas, abajo las soluciones! El resultado es un desconcierto cada vez mayor, en que no hay ni autoridad, ni obediencia, ni verdad en que apoyarse.
Amor a la Iglesia, ¿por qué? Sociedad abierta #
Escuchad, os ruego, una página de uno de los más ilustres teólogos de nuestro tiempo, el P. de Lubac, en su libro Meditación sobre la Iglesia:
“Se cuenta de un desgraciado sacerdote que, la misma tarde del día en que apostató, respondió de esta suerte a un visitante que acudió para felicitarle: Ya no soy más que un filósofo, es decir, un hombre solo.» Reflexión amarga, pero muy atinada. Había abandonado la mansión fuera de la cual el hombre nunca podrá encontrar sino destierro y soledad. Muchos no se dan cuenta de ello, porque viven todavía absorbidos por lo inmediato, fuera de sí mismos, arraigados en el mundo como las algas en la roca del mar. Los afanes de cada día acaparan su atención, la niebla dorada de la apariencia levanta ante ellos un velo de ilusión. O bien, como para engañar su sed, buscan por diferentes caminos un sucedáneo de la Iglesia.
Pero quien escucha en el fondo de su ser, o tan sólo adivina o presiente la llamada que ha suscitado esa sed, este tal comprende que ni la amistad, ni el amor, ni con mayor razón aún ninguna de las agrupaciones sociales que sostienen su existencia, pueden saciar su sed de comunión. Ni el arte, ni la reflexión, ni la investigación espiritual independiente. Sólo son símbolos, promesas de otra cosa, pero símbolos engañosos, promesas que no se han de cumplir. Lazos demasiado abstractos o demasiado particulares, demasiado superficiales o demasiado efímeros, que son tanto más impotentes cuanto fueron más capaces de provocar una alerta. Nada de lo que el hombre crea o de lo que se desenvuelve en un plano puramente humano, puede arrancar al hombre de su soledad. Esta se irá ahondando en la misma medida en que el hombre se descubre a sí mismo, porque no es otra cosa que el reverso de la comunión a la que es llamado. Y tiene su misma amplitud y profundidad.
Dios no nos ha creado para que vivamos en los términos de la naturaleza, ni para que cumplamos una misión solitaria. Nos ha creado para que seamos introducidos colectivamente en el seno de su vida trinitaria. Jesucristo se ofreció en sacrificio para que seamos uno en esta unidad de las personas divinas. Tal debe ser la recapitulación, la regeneración y la consumación de todo, y cuanto de ello nos aparta es engañoso. Pero hay un lugar en el que, ya desde aquí abajo, empieza a realizarse esta reunión de todos en la Trinidad. Hay una familia de Dios, extensión misteriosa de la Trinidad en el tiempo, que no sólo nos prepara a esta vida unitiva y nos proporciona la firme garantía de poseerla, sino que nos hace participar ya de ella. Es la única sociedad completamente abierta, la única que se ajusta a nuestro íntimo deseo y la única, en fin, en la que podemos adquirir todas nuestras dimensiones. De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata (San Cipriano): tal es la Iglesia. Ella está llena de la Trinidad. El Padre está en ella como el principio al que todo se reúne, el Hijo como el medio en el que todo se reúne, el Espíritu Santo como el nudo con el que todo se reúne y todo es uno. Y no sólo lo sabemos, sino que tenemos ya de ello, en la oscuridad de la fe, una experiencia anticipada.
La Iglesia es para nosotros, según la manera que conviene a nuestra condición terrena, la realización misma de esta comunión tan buscada. Ella garantiza nuestra comunión, no de destino, sino de vocación. Los lazos con que parece que ella nos envuelve, no tienen otro fin que el de liberarnos, dilatándonos y uniéndonos a un tiempo. Ella es la matriz donde se realiza aquella unidad del Espíritu que no sería más que un espejismo sin la unidad del Cuerpo. A semejanza del mismo Espíritu, ella es paloma perfecta, en cuya unidad todos vienen a ser uno, como son uno el Padre y el Hijo. De ahí, precisamente, esta plenitud que expresamos cuando exclamamos, mostrando nuestra adhesión gozosa a este don que nos viene de lo alto: Amén a Dios.
Una vez que hemos entrado en la santa mansión, que tiene unas dimensiones más vastas que el universo, y nos hemos hecho miembros del Cuerpo místico, no disponemos ya solamente de nuestras propias fuerzas para amar, comprender y servir a Dios, sino de las de todos sus miembros a un tiempo, desde la Virgen bendita, en lo más alto de los cielos, hasta el pobre leproso africano que lleva una campanilla en la mano y se sirve de una boca medio podrida para balbucear las respuestas de la misa.
Toda la creación, visible e invisible, toda la historia, todo el pasado, todo el presente y todo el porvenir, toda la naturaleza, todo el tesoro de los santos multiplicados por la Gracia, todo esto está a nuestra disposición, todo esto es nuestra prolongación y nuestro magnífico instrumental. Todos los santos, todos los ángeles nos pertenecen. Podemos servirnos de la inteligencia de Santo Tomás, del brazo de San Miguel y del corazón de Juana de Arco y de Catalina de Siena, y de todos esos recursos latentes que basta que los tengamos para que entren en ebullición.
Cuanto se hace de bueno, de grande y de hermoso de un extremo al otro de la tierra, cuanta santidad hay en los hombres, es como si fuera obra nuestra. El heroísmo de los misioneros, la inspiración de los doctores, la generosidad de los mártires, el genio de los artistas, la oración inflamada de las clarisas y de las carmelitas, es como si fuésemos nosotros; ¡es nosotros! Del Norte al Sur, del alfa a la omega, de levante a occidente, todo eso forma uno con nosotros; nosotros nos revestimos de todo esto y lo ponemos en marcha, y todo ello en la operación orquestal que a un tiempo se nos revela y nos anonada.
Alimento, respiración, circulación, eliminación, apetencia, balance exquisito del debe y del haber, todo esto que en el cuerpo indiviso está confiado al pueblo cantor de las células, todo esto encuentra su equivalente en el seno de esta inmensa circunscripción de la cristiandad. Todo cuando hay en nosotros, sin que apenas nos demos cuenta, la Iglesia lo traduce en vastos rasgos y lo pinta fuera de nosotros en una escala de magnificencia. Nuestras pequeñas impulsiones ciegas son concordadas, repetidas, interpretadas y desarrolladas por inmensos movimientos estelares. Fuera de nosotros, a distancias astronómicas, desciframos el texto escrito con caracteres microscópicos en lo más profundo de nuestro corazón” (cita de Paul Claudel)1.
La Iglesia es, pues, una comunión, es decir, una familia presidida por el Padre, cuya acción amorosa se deja sentir continuamente en todo aquellos que no reniegan de los lazos que unen, y no rechazan sentarse a la mesa. Hay en ella una doctrina, y precisamente sobre Dios y sobre el hombre, que es la que me hace amar. No se ama lo que no se conoce. La Iglesia me enseña lo que debo pensar sobre Dios y sobre el hombre.
Hay en ella una fuerza, la de los sacramentos, con la cual puedo superar las dificultades para el amor a Dios y al prójimo.
Hay en ella una plenitud –la realización de la comunión– capaz de arrastrar dulcemente mi voluntad, débil y cansada, y que me inclina a las determinaciones santas del Espíritu que perdona, que se compadece, que comprende, que alivia las necesidades espirituales y corporales, que reza y glorifica y adora a Dios omnipotente, a quien ve próximo y cercano. Si nos apartamos de la Iglesia, en una palabra, el amor a Dios se extingue como una llama azotada por todos los vientos, y el amor al prójimo o es odio y resentimiento o, en el mejor de los casos, se reduce a seguridad social dentro de un concepto marxista de la vida. ¿Dónde queda, entones, la verdadera libertad?
El que ama, obedece #
Sigue diciendo el P. de Lubac:
“El hombre de Iglesia no es sólo obediente, sino que ama la obediencia. Nunca querría obedecer por necesidad y sin amor.
Y es que toda actividad que merece el nombre de cristiana se desarrolla, necesariamente, sobre un fondo de pasividad. Porque el espíritu de donde procede es un Espíritu recibido de Dios. Es Dios mismo quien se nos da el primero, para que podamos darnos a El, y en la misma medida en que le damos acogida en nosotros, ya no nos pertenecemos. Antes que en ninguna otra parte, esta regla se verifica en el orden de la fe. La verdad que Dios vierte en nuestra inteligencia no es una verdad cualquiera, hecha a nuestra humilde medida humana; la vida con que nos abreva no es una vida natural, que encontraría en nosotros su alimento. Por consiguiente, esta verdad viviente y esta vida verdadera no penetra en nosotros, sino desposeyéndonos de nosotros mismos, tenemos que morir a nosotros mismos para vivir en ella, y este despojo y esta muerte no constituyen únicamente las condiciones iniciales de nuestra salud, sino que son un aspecto permanente de nuestra vida restaurada en Dios.
Y la obediencia es el artífice, por excelencia, de esta obra indispensable. La obediencia no tiene nada de mundano ni de servil. Ella somete nuestros pensamientos y deseos, no a los caprichos de los hombres, sino a la obediencia de Cristo. Solamente la catolicidad, decía acertadamente Fenelón, enseña a fondo esta pobreza evangélica; sólo en el seno de la Iglesia se aprende a morir a si mismo para vivir en dependencia.
Este aprendizaje nunca se termina. Es duro para la naturaleza, y los hombres que creen ser más perspicaces son los que más lo necesitan. Por eso, precisamente, les es tan conveniente, para que se despojen de sus falsas riquezas, humillar su espíritu bajo una autoridad visible. Ahí se encuentra, quizá, el punto más secreto del misterio de la fe, el más inaccesible a una inteligencia que el Espíritu de Dios no haya convertido. Por eso, no es extraño que muchos hombres consideren como una tiranía intolerable el ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Por lo demás, sea que la condene o que la admita, el incrédulo no puede formarse de ella más que una idea muy falsa, porque si la Iglesia no es más que una sociedad humana, aunque sea la más venerable y experimentada, las exigencias que ella manifiesta no tienen justificación.
El católico sabe que la Iglesia no manda sino porque, primeramente, ella obedece a Dios. El quiere ser un hombre libre, pero teme ser de esos hombres que hacen de la libertad un manto para cubrir su propia malicia. Para él, la obediencia es el precio de la libertad y la condición de la unidad: hoc vinculum quern non alligat, servus est. Él la distingue de sus falsificaciones y caricaturas –moneda demasiado corriente, por desgracia–, y no pretende agradar a los hombres, sino a Dios”2.
Esta falta de obediencia es hoy la gran crisis que se padece en la Iglesia. Suele decirse, a veces, que es crisis de fe, pero en el fondo es lo mismo, porque la obediencia a la Iglesia va íntimamente unida a la fe en Jesucristo. Cuando se tiene fe en el Señor y se le ama, se ama también lo que Él instituyó. Y no se utilizan los fallos de los hombres, fallos reales o supuestos, para negar la obediencia por amor a quienes por amor y servicio han de regir y gobernar.
Ciertamente, no podemos pretender que los frutos que está llamado a dar el Concilio Vaticano II se consigan con la rapidez de una empresa mercantil que manufactura y vende. Pero se podría haber logrado ya mucho más si las desobediencias de unos y otros no hubieran frustrado en gran parte los propósitos con que el Concilio se realizó.
Lo que se ha conseguido en la liturgia, en el campo ecuménico, en la reforma externa de organismos e instituciones, es poco. Sería impresionante hacer una relación ordenada de las grandes afirmaciones conciliares, particularmente las que encierran honda sustancia dogmática de fe y de piedad, y ver qué olvidadas están. La constitución Gaudium et Spes, sobre las relaciones Iglesia-mundo, y en la que todos están poniendo sus manos y sus pies, va quedando lastimosamente maltrecha a causa de los arbitrarios tratamientos a que la someten unos y otros. Los grandes temas de fondo que allí se encierran exigen algo más que gestos esporádicos y declaraciones con firmas colectivas. Para establecer bien las relaciones entre Iglesia y mundo, antes hay que conocer bien qué es la Iglesia y amarla como ella merece y debe ser amada. Nos queda la esperanza de que esta algarabía cesará y el Concilio dará los frutos inmensos que el mundo y la Iglesia necesitan.
Vuelta a las afirmaciones sencillas #
Mientras esperamos y sufrimos, siempre con fe y ofreciendo a Dios nuestro humilde trabajo, yo os presento una vez más las afirmaciones sencillas y profundas del amor.
Amo a Dios sobre todas las cosas, Padre nuestro que está en los cielos, dueño y juez de nuestra existencia, creador y providente, que cuida de nosotros y busca nuestro bien, que nos dará en la otra vida el premio o el castigo eternos, según nuestros merecimientos.
Amo a Jesucristo, Redentor y Salvador mío, que murió en la cruz por nosotros, los hombres, que a todos ha querido ofrecer los dones de su gracia y busca sin cesar a las ovejas que todavía no están en su redil.
Amo a la siempre Virgen María, bienaventurada Madre de Dios, esclava del Señor, mediadora de todas las gracias, que nos fue entregada a los hombres como Madre por Jesús, desde la cruz en que éste agonizaba.
Amo y venero a los santos, compañeros nuestros en la peregrinación por la tierra, los santos que supieron amar, sufrir y trabajar más que yo, y hacer mayor bien a mis hermanos los hombres, sin romper en nada su unión y su obediencia a Dios, y que hoy interceden por mí y presentan al Señor nuestras súplicas.
Amo a la Iglesia de Cristo, arca de salvación que me asegura el camino del cielo y me da luz y alimento para caminar por la tierra, urgiéndome a hacer mejor el mundo que habitamos, pero recordándonos la existencia del mal contra el cual tengo y tenemos que luchar con los medios que ella nos ofrece.
Amo y quiero amar al prójimo como a mí mismo, dando buen ejemplo, ayudando, perdonando, curando heridas, y quiero ofrecer de mi parte cuanto sea preciso para que la justicia, que es amor, y las obras de misericordia espirituales y corporales, que son frutos del amor, tengan en mí un defensor ardiente y un agente humilde y perseverante.
Amo y busco el perdón de los pecados en los sacramentos de la reconciliación y la gracia, y quiero luchar contra esa fuerza diabólica que me aparta de Dios, sin pretender librarme de mi responsabilidad apelando a una libertad mal entendida, o invocando complejos de represión o de personalidad sofocada.
Amo y quiero amar más cada vez el recurso a la oración, tal como me enseñó Jesucristo, seguro de que sin ella mis fuerzas humanas son muy débiles para perseverar en el bien y mantener encendida la luz de la esperanza.
Amo, en fin, a la autoridad de la Iglesia, que me ayuda a ser libre, verdaderamente libre, no con la falsa libertad que predican los hombres o que anhela mi soberbia. Amo al Papa, Vicario de Jesucristo, bien sea León XIII, el de la profunda visión social; o Pío XII, el de la majestad santa; o Juan XXIII, el de corazón sencillo; o Pablo VI, el mártir del posconcilio; porque para nosotros, los hijos de la Iglesia, todos los Papas son lo mismo: la piedra puesta por Cristo como cimiento de la Iglesia, el centro de la unidad, la garantía de la fe, la seguridad en el amor a Dios y a los hombres que nos hace libres.
1 H. de Lubac. Meditación sobre la Iglesia, Bilbao, 1958, 229-232.
2 H. de Lubac, o. c., 249-251.