Carta pastoral, del 30 de abril de 1962, publicada con motivo del anuncio de la fecha de inauguración del Concilio Vaticano II. Texto tomado del Boletín Oficial del Obispado de Astorga, 1 de mayo de 1962.
Renovación espiritual y confianza #
El próximo Concilio Vaticano II, cuya inauguración ha sido ya anunciada, ha despertado en gran parte del mundo fuertes y nobles esperanzas. Los católicos en general, y muchos de los que pertenecen a las distintas confesiones cristianas, van guardando dentro de su corazón cuanto el Papa Juan XXIII dice o hace con relación al gran acontecimiento. Millones de almas, esparcidas por los más apartados lugares de la tierra, elevan sus plegarias al cielo y colaboran ya, con esta actitud, en el esfuerzo que la Iglesia se dispone a hacer para facilitar los caminos del Señor. Hemos creído un deber, nacido de nuestra pastoral solicitud hacia vosotros, escribiros esta carta para contribuir así también, con nuestra modesta aportación, a lograr en nuestra Diócesis eso que con frase feliz viene llamándose estado de Concilio.
Los hechos #
El 25 de enero de 1959, sólo cuatro meses después de haber sido elegido Pontífice Supremo de la Iglesia, el Papa Juan XXIII anunciaba al mundo, y éste lo recibía con sorpresa, su propósito de convocar un Concilio Ecuménico. Más tarde, en diversas ocasiones, ha manifestado él mismo que su decisión obedecía a una inspiración divina. Así, por ejemplo, en la alocución al Clero de las tres Venecias: «Para el anuncio del Concilio Ecuménico oímos una inspiración, de cuya espontaneidad sentimos, en la humildad de nuestra alma, como un toque imprevisto e impensado»1. Y en la sesión de apertura del Sínodo Romano, decía: «Estando en sencilla y humilde oración, sentimos en la intimidad y sencillez de nuestra alma, la invitación divina a celebrar un Concilio Ecuménico»2.
Todo creyente recibirá con sagrado respeto una manifestación tan explícita y, humilde él también en el silencio interior de su alma, comprenderá sin grandes dificultades que el Espíritu Santo, que conduce y guía a la Santa Iglesia, ha derramado su luz sobre el Vicario de Cristo en la misma, para moverle a tomar una decisión tan importante.
De hecho, los diversos comentarios que en uno y otro campo van apareciendo, como reacciones de muy distinta índole al sorprendente anuncio, han ido cediendo ante una actitud espiritual que se hace cada vez más común y generalizada: la de la esperanza y la fe en que algo grande va a suceder.
El Papa ha sido el primero en dar ejemplo de esta fe humilde y animosa. Sin la más mínima vacilación, desde el día siguiente de la solemne noticia, ha hablado, ha exhortado, ha orado y ha tomado determinaciones concretas. Su vida está entregada al Concilio. En Pentecostés del año 1959 quedaba designada la Comisión Antepreparatoria, presidida por el ya fallecido Cardenal Tardini, la cual se dirigió a todos los obispos del mundo, a los organismos de la Curia Romana, a los Superiores de las Ordenes religiosas, y también a las Facultades de Teología y Derecho Canónico, pidiendo su parecer sobre los temas que podían ser tratados en el futuro Concilio. El material recogido fue tan abundante, que sólo de las respuestas episcopales pudo hacerse un tomo de 780 págs. con los escritos de los obispos de Italia; y otros dos de 810 y 942 págs. con los del resto de los países europeos. Las de los obispos de Asia y África ocuparon otros dos volúmenes de 662 y 580 págs. respectivamente; las del Norte y Centroamérica, otro de 694; y lo correspondiente a Suramérica y Oceanía, un último volumen de 700 págs.
En total, los votos presentados suman 8.972, de los cuales 4.232 se refieren a cuestiones de doctrina, disciplina y pastoral, y 4.740 a sacramentos, preceptos, culto, ejercicio del Magisterio, misiones, movimiento ecuménico, obras sociales y de misericordia, procesos y penas.
En menos de un año, la Comisión logró elaborar y ordenar esta inmensa documentación, y en Pentecostés de 1960, por medio del Motu Proprio Superno Dei nutu, el Papa anunciaba la nueva etapa preparatoria y daba por terminada la anterior. Diez comisiones fueron constituidas: la teológica, la de obispos y régimen de las diócesis, la de disciplina del clero y pueblo cristiano, la de religiosos, la de disciplina sacramental, la de liturgia, la de estudios y seminarios, la de las Iglesias orientales, la de las misiones, y la del apostolado de los seglares.
El fin de estas comisiones fue y es deliberar sobre los asuntos previamente seleccionados por el Papa de entre los que antes habían sido presentados. Dos Secretariados fueron también establecidos: el de Fomento de la Unión de los cristianos, semejante a las Comisiones, y el relativo a la información y opinión pública acerca del Concilio. Por último, aparecía la Comisión Central encargada de ir examinando los esquemas que las diversas Comisiones preparatorias presentasen. La prensa ha ido dándonos cuenta de la labor de estos organismos a partir de entonces. Su trabajo es incesante. Más de 800 personajes importantes las integran. Cada una de ellas está presidida por un Cardenal, y en el vértice de la Comisión Central aparece el mismo Papa. A través de las informaciones que autorizadamente han venido haciéndose públicas, conocemos los asuntos de que tratan muchos de los esquemas presentados por las Comisiones preparatorias sobre los cuales ha deliberado ya la Comisión Central. A lo largo del año 1961 el ambiente de la cristiandad entera se hizo cada vez más expectante y todos presentíamos que pronto sería anunciada la fecha de apertura del Concilio.
En efecto, el día de Navidad de ese mismo año aparecía la Constitución Apostólica Humanae Salutis, en que el Papa convocaba el Concilio para el presente año de 1962.
Y más tarde, el dos de febrero de este mismo año, por las Letras Apostólicas Consilium diu, fijaba ya definitivamente la fecha de apertura para el próximo día 11 de octubre, fiesta de la Maternidad de la Virgen y aniversario del Concilio de Éfeso. Este es el resumen de los hechos de carácter público e informativo, sucedidos hasta el momento actual.
Finalidad del Concilio #
De los discursos, alocuciones y documentos más solemnes de S.S. el Papa debemos deducir cuál es la finalidad del Concilio Vaticano II. En los días inmediatamente siguientes al anuncio del mismo, pudo existir la impresión de que se iba a tratar de la unión de los cristianos, de manera directa e inmediata. Esto no era exacto. Pronto se vio que obedecía más bien al exagerado vuelo que se dio a algunas frases del Papa y a la actitud psicológica de una cristiandad que anhela, sin saber cómo lograrlo, el retorno a la unidad perdida.
En la Encíclica Ad Petri Cathedram, de 22 de junio de 1959, puntualizaba así el Sumo Pontífice: «Esta suave esperanza nos llevó y nos movió en gran manera a anunciar públicamente el propósito de reunir un Concilio Ecuménico al que acudirían los obispos de todo el mundo para tratar de asuntos religiosos importantes, sobre todo para conseguir el progreso de la fe católica y la recta renovación moral del pueblo cristiano y para acomodar más la disciplina eclesiástica a las necesidades y a las características de nuestro tiempo. Será, sin duda, un espectáculo maravilloso de verdad, de caridad y de unidad; y un espectáculo, decimos, a la vista del cual, aun los que están separados de esta Sede Apostólica, sentirán, según esperamos, una invitación suave a buscar y encontrar aquella unidad, que Jesucristo pidió a su Padre con oración insistente»3.
En agosto del mismo año, decía a los Presidentes de la Acción Católica Italiana: «El Concilio Ecuménico, a su vez, se presenta como una manifestación de excepcional y vastísima trascendencia y de verdadera catolicidad mundial. Cuanto acaece, confirma que el Señor asiste, con su santa gracia, al saludable proyecto. La idea del Concilio no ha madurado como fruto de prolongadas consideraciones, sino como flor espontánea de inesperada primavera… Con la gracia de Dios, Nos haremos, pues, el Concilio. Y entendemos prepararlo teniendo como mira aquello que es más necesario consolidar y vigorizar en el conjunto de la familia católica, en conformidad con el designio de nuestro Señor. Después, cuando hayamos actuado este poderoso empeño, eliminando aquello que de parte humana podía obstaculizar un más expedito camino, presentaremos la Iglesia en todo su fulgor, sine macula et sine ruga, y diremos a todos los otros que están separados: ortodoxos, protestantes, etc.: ésta es la Iglesia de Cristo. Nosotros nos hemos esforzado en serle fieles, pidiendo al Señor la gracia de que ella permanezca siempre como Él la ha querido. Venid, venid. Este es el camino abierto al encuentro, al retorno. Venid a ocupar o a volver a ocupar vuestro puesto, que para muchos de vosotros es el puesto de vuestros antiguos padres. De la paz de la familia cristiana reconstruida, ¡qué alegría, qué prosperidad, aun de orden cívico y social, nos es lícito esperar para el mundo entero!»4.
Más tarde, en febrero de 1960, casi repetía lo mismo al hablar a la Junta Central de la Acción Católica italiana: «El objetivo primero e inmediato del Concilio es presentar al mundo la Iglesia de Dios en su perenne vigor de vida y de verdad, y con su legislación ajustada a las circunstancias actuales, de manera que responda cada vez más a su divina misión y esté preparada para las necesidades de hoy y de mañana. Después, si los hermanos que se han separado y que están también divididos entre sí quieren concretar el común deseo de unidad, podremos decirles con vivo afecto: “esta es vuestra casa, esta es la casa de todos los que llevan la señal de Cristo”. Si por el contrario, se quisiera empezar con discusiones y debates, nada se conseguiría»5.
Y para no citar más documentos, en la Constitución Humanae Salutis aparecen estas palabras: «Ante este doble espectáculo, el de un mundo que acusa un grave estado de indigencia espiritual, y la Iglesia de Cristo todavía tan vibrante y tan llena de vitalidad, Nos, desde que subimos al Supremo Pontificado a pesar de nuestra indignidad y por un gesto de la Divina Providencia, sentimos el ingente deber de reunir a nuestros hijos para dar a la Iglesia la posibilidad de contribuir más eficazmente a la solución de los problemas de la edad moderna. Por este motivo, acogiendo como venida de lo alto una voz íntima de nuestro espíritu, hemos creído estar ya maduros los tiempos para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el don de un nuevo Concilio Ecuménico en correspondencia y continuación de los veinte grandes concilios que fueron a lo largo de los siglos un verdadero medio providencial para incremento de gracia y de progreso cristiano. El eco gozoso que suscitó su anuncio seguido de las oraciones de toda la Iglesia y de un fervor en los trabajos preparatorios realmente alentadores, así como el vivo interés, o al menos la atención respetuosa, por parte de los no católicos e incluso de los no cristianos, han demostrado de forma la más elocuente cómo a nadie ha escapado la importancia histórica del acontecimiento».
«Por tanto, el próximo Concilio se va a reunir felizmente y en un momento en que la Iglesia observa más vivo el deseo de fortificar su fe y de contemplarse en su propia admirable unidad; cuando también siente más urgente el deber de dar mayor eficiencia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, la difusión de la verdad revelada, la consolidación de sus estructuras. Será ésta una demostración de que la Iglesia, siempre viva y siempre joven, percibe el ritmo del tiempo, y en todos los siglos se va adornando con nuevo esplendor, que brilla con nuevas luces, y realiza nuevas conquistas aun permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina impresa sobre su rostro por el Esposo que la ama y protege, Cristo Jesús».
«En un momento, además, de generosos y crecientes esfuerzos que desde diversas partes se realizan a fin de reconstruir aquella unidad visible de todos los cristianos que responda a los deseos del Divino Redentor, es muy natural que el Concilio contenga las premisas de claridad doctrinal y de caridad recíproca que harán todavía más vivo en los hermanos separados el deseo del augurado retorno a la unidad y vayan explanando el camino para ella».
«Por último, el próximo Concilio está llamado a ofrecer al mundo descarriado, confuso, ansioso bajo la continua amenaza de nuevos conflictos espantosos, una posibilidad para todos los hombres de buena voluntad de albergar y disponer pensamientos y propósitos de paz; paz que puede y debe venir sobre todo de las realidades espirituales y sobrenaturales, de la inteligencia y de la conciencia humana iluminadas y guiadas por Dios, creador y rector de la humanidad»6.
He aquí, pues, la finalidad directa del Concilio: una renovación interna de la Iglesia, una adaptación pastoral de la misma a las exigencias del mundo moderno dentro de su inmutable verdad, una intensificación de todas sus energías santas para que la corriente de vida divina que en ella circula, dé frutos abundantes y visibles de salvación en lo sobrenatural y derrame su orientadora luz incluso sobre las realidades terrestres en que los hombres se mueven. Será un Concilio eminentemente pastoral y también doctrinal. Así lo vamos viendo a través de las noticias que nos llegan. Este doble carácter nace de la exigencia de nuestro tiempo y de la necesidad que toda pastoral auténtica tiene de la doctrina, reafirmada o desarrollada, en que debe apoyarse para conducir al hombre al recinto de las verdades de la salvación.
No se excluye tampoco la finalidad unionística, antes al contrario, viene siendo atendida desde que el Concilio se anunció, con suaves y discretos procedimientos. Demostración continua y elocuente de ello son las dulces y reiteradas apelaciones del Papa en sus discursos; las visitas de cortesía de altos dignatarios de las Iglesias separadas; los contactos de teólogos y eclesiásticos católicos con los que no lo son, y, sobre todo, la creación del Secretariado para el Fomento de la unión de los cristianos, presidido por el Cardenal Bea. Se está formando un clima esperanzador del que, como en el salmo de la Sagrada Escritura, podríamos decir que fructum suum dabit in tempore suo7. No pueden resolverse en un momento dificultades y prejuicios que los siglos y las pasiones han ido acumulando. El Papa mismo ha dicho que es necesario lograr, primero, una aproximación (avvicinamento)\ luego, el contacto o la marcha en común (riaccostamento); por fin, la perfecta unidad (unitá perfetta)8.
Lo importante, por encima de todo, es tratar de conseguir que el rostro de la Iglesia sea más hermoso y más santo o, por más santo, más hermoso. Entonces, ese mismo fulgor de divina belleza podrá atraer a los que viven fuera. «Hemos tomado la determinación –decía el Papa el 1 de abril de 1959 a la Federación de Universidades Católicas–, por muchas y muy importantes razones, de celebrar un Concilio Ecuménico. El cual ofrecerá de suyo un admirable espectáculo de concordia, unidad y unión de la Santa Iglesia de Dios, ciudad puesta sobre un monte; será por su misma naturaleza una invitación a los hermanos separados, que se honran con el nombre de cristianos, a que vuelvan al rebaño universal, cuya guía y custodia confió Jesucristo a San Pedro con un acto absoluto de su voluntad»9.
Concilio y evangelización #
Señalada así la finalidad directa del Concilio, queremos dedicar el resto de esta Instrucción pastoral a exponeros algunos de los pensamientos que nos sugiere el anunciado propósito del mismo, principalmente en relación con el tema de la evangelización del mundo o propagación del Reino de Dios entre los hombres que le desconocen, sin perjuicio de volver, en otra ocasión, sobre el problema de la unión de los cristianos que merece, ciertamente, una atenta y detenida meditación. Creemos, sin embargo, que es un camino más recto, para situarnos dentro de la atmósfera que el Concilio invita a respirar, la reflexión sobre lo que el gran acontecimiento puede significar para ese mundo alejado y pagano que ahora se despierta a la vida y necesita recibir de la Iglesia de Jesucristo la palabra orientadora.
Por el grandioso alcance de su fuerza divina, por su organización y por el anhelo, que siempre la acompaña, de universalidad en su expansión y su tarea salvadora, la Iglesia no incurre en ninguna jactancia cuando dice que quiere inclinar su mirada de amor sobre el mundo entero. Porque ese entero mundo es su campo de operaciones. Tres zonas hay en él muy definidas. Una, la de los países católicos. Otra, la de los pueblos no católicos pero cristianos. Otra, en fin, la de los continentes no cristianos, formada por numerosas naciones que avanzan ya con fuerza incontenible a ocupar su puesto en la historia y a influir sobre el destino futuro de la humanidad. De estos últimos queremos hablaros. Son los países paganos, las tierras de misión, las naciones remotas que en veinte años de hoy cambian más rápida y profundamente que en diez siglos de ayer, y por lo mismo, suscitan en los demás a la vez el temor y la esperanza.
¿Qué puede significar el Concilio para ese mundo que es también, en gran parte, el porvenir de la Iglesia en la tierra? Vale la pena enfrentarnos con este interrogante para que nuestro espíritu no se pierda entre pequeñas preocupaciones, cuando son tan grandes y tan vastas las que la Iglesia siente en su corazón. Un Concilio Ecuménico, y menos el Vaticano II, no se prepara ni se celebra para que cada cristiano contemple en él su propia alma, tantas veces mezquina y egoísta, sino el alma de la Iglesia que está hecha para amar, sufrir y redimir a escala universal. Anticipando la respuesta que pasamos enseguida a declarar, creemos firmemente que el próximo Concilio ha de tener una trascendencia incalculable para el llamado mundo de las misiones, ese mundo que es también el de las masas sin número y los recursos inagotables, agitado todo él en sus entrañas por un fuego que ya nadie puede apagar.
1º. La voz que se va a oír #
Dice el libro de los Hechos que estando en Tróade el Apóstol Pablo tuvo una visión. Un varón macedonio se le puso delante, y rogándole, le decía: pasa a Macedonia y ayúdanos. Luego que vio la visión, al instante buscaron cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamaba para evangelizarlos (Act 16, 9-10). Obediente a esta voz, San Pablo se encaminó hacia Europa y desde aquel día esta porción del mundo empezó a ser deudora, para con Pablo y sus compañeros, del más rico tesoro que ella tiene, la fe cristiana. En el Concilio creemos que se va a hacer oír también una voz procedente de África, Asia, Oceanía, y que como la de aquel hombre de Macedonia, dice a la Iglesia: Ayúdanos.
Datos de situación #
Esta voz está representada por los siguientes datos:
A) Conciencia misionera. No han transcurrido en vano los últimos cincuenta años. En el Concilio, alentada por los Padres Conciliares, va a entrar una conciencia misionera como pocas veces ha existido en la Iglesia. Las grandes encíclicas misioneras de los últimos cuatro Papas, incluido el actual, y la incesante labor de las Obras Misionales Pontificias van a dar ahora sus frutos más logrados. ¿Quién podrá ser indiferente al llamamiento tan solemne y patético, por ejemplo, de la Fidei Donum de Pío XII? Cada obispo lleva consigo no sólo su propia conciencia, sino la de la comunidad católica que rige y gobierna, y, aunque es cierto que en la masa católica no ha penetrado el afán misionero con la intensidad deseada, ni mucho menos, también lo es que las mejores minorías de sacerdotes, religiosos y seglares de cada diócesis se muestran progresivamente conscientes del gran problema.
B) Presencia física del hecho misionero. Junto al valor innegable del dato anterior, aparece el que se desprende de una realidad viva y palpitante que se va a producir en el Concilio: la presencia física de 120 obispos asiáticos y 50 africanos. Esto es muy digno de tenerse en cuenta. En el Concilio de Trento la inmensa mayoría de los Obispos participantes pertenecía a cuatro naciones europeas: Francia, Italia, España y Portugal. En el Vaticano I, los 700 obispos reunidos representaban ciertamente a todos los continentes, pero ellos eran, con muy raras excepciones, originarios de Europa. Es la época en que Europa domina al universo y se ha constituido en conductora y guía de todos los pueblos. Y tampoco es toda Europa. La mayor parte de los obispos siguen siendo franceses, italianos, españoles y portugueses. Ahora el cambio es radical. En el próximo Concilio se podrán reunir, de pleno derecho, unos 2.800 participantes. Pues bien, los de Europa, que tiene el 47% de católicos del mundo entero, sumarán el 38% del total; los de América del Norte y del Sur, con el 43% de católicos, representarán el 31% de la asamblea; África, con el 3% de católicos, tendrá una representación del 10,5%; y Asia y Oceanía, con el 7%, alcanzarán el 20,5% de la suma de representantes. Es decir, que la Europa que en el primer Concilio Vaticano lo era todo, dada la condición y origen de sus miembros, en el segundo no excederá del 38% de representación, y ello porque sólo los obispos de Italia suman un 15% de ese número.
¿Qué significa esto? Nada y mucho. Nada, en cuanto que esas proporciones numéricas no son corrientes de opinión, a la manera de las que pueden aparecer en un Parlamento democrático, capaces de llevar a la Iglesia hacia donde no debe ser llevada. En el Concilio es el Espíritu Santo el que, invisiblemente, actuará sobre el alma de sus participantes y velará por su Iglesia. Pero significa mucho dentro de la perspectiva que estamos examinando. Dios no suele ir en contra de la historia; la conduce y la guía, lo cual es muy distinto. Y su Iglesia en el mundo, no obstante su condición sobrenatural, se propaga y corre también dentro de las condiciones en que se desenvuelve la historia humana. La presencia en el Concilio de esos representantes asiáticos y africanos, lleva tras de sí la de un mundo gigantesco al que hay que prestar atención urgentísima. Hoy ya no son los infantiles pueblos de otros tiempos a los que Europa podía mirar con una conciencia de superioridad que parecía que no podría sufrir jamás quebranto alguno. Hoy ni siquiera admiten la palabra «protección». Prefieren hablar de mutuo servicio y de intercambio. Ya no tienen complejo alguno de inferioridad. Se dan cuenta de que ha llegado su hora. Saben muy bien que la civilización técnica de que se enorgullece Europa, puede ser asimilada por ellos, e incluso sobrepasada, como ocurrió en el Japón, en muy pocos decenios. Y por lo que se refiere al orden moral y las costumbres, se preguntan si tienen algo que aprender de estas naciones europeas, en que el erotismo y la sexualidad desenfrenada convierten las calles y los hogares de muchas ciudades de Europa en grandes y pequeños parques zoológicos. Selva por selva, es mejor y más natural la de los bosques que la del cemento y las salas de cine. No lo olvidemos. Entre ser pagano y estar paganizado hay una diferencia: el ser pagano, dentro de las grandes religiones del Oriente, no significa necesariamente un rompimiento con la ley natural; el estar paganizado, dentro de la llamada civilización occidental, equivale a un retroceso y a una decadencia de esclerosis y muerte.
C) Convergencia de fuerzas y presiones internas. Pero no sólo va a estar presente el hecho misionero en el Concilio como consecuencia de la asistencia física al mismo de estos Obispos asiáticos y africanos. Creemos que no es aventurado afirmar que dentro del mismo se van a dar cita un conjunto de diversos factores, todos ellos nutridos más o menos de energía misionera, que podrán influir eficazmente a la hora de tomar determinaciones. Tales son, en el orden doctrinal, las ideas cada vez más clarificadas sobre la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo; en el orden moral, la apelación a las exigencias de justicia y caridad que obligan a pensar en la ayuda al subdesarrollado; en el disciplinar y sacramental, lo que sobre adaptación de la liturgia y los Sacramentos y sobre distribución del clero viene diciéndose. El Concilio, guiado por el Espíritu, llegará a estas o a aquellas conclusiones, lo cual sabremos más tarde. Pero es evidente que se desarrolla en un ambiente marcado por circunstancias que tienen peso específico de carácter misionero. Fijémonos, además, en que el anhelo de unidad cristiana que se respira, invita a pensar espontáneamente en lo que para la evangelización del mundo representaría esa unidad. Apenas son separables las dos ideas –unión de los cristianos y misiones–. Y es lógico que sea así, pues fue un gemido de angustia de un misionero de la India el que por primera vez preguntó en Edimburgo: «¿Por qué estamos desunidos? Mientras esto suceda, nuestros esfuerzos serán inútiles». Y con su pregunta y su queja dio origen a lo que después se ha llamado Movimiento Ecumenista.
La idea misionera y evangelizadora, en el más estricto sentido, no puede menos de salir beneficiada de cuanto el Concilio prepare y haga en el camino de la unidad. En este sentido tendrá particular significación, junto a la presencia de esos obispos asiáticos y africanos, padres en la fe de comunidades católicas recientemente nacidas, la de los orientales fieles a Roma, de tan solemne y venerable antigüedad. Como igualmente ha de estar transida de preocupaciones misioneras del más noble afán evangelizador la participación de los que representan al mundo católico de habla inglesa. Los 170 obispos de los Estados Unidos, y con ellos los del Canadá, Inglaterra, Escocia, Australia, Irlanda, traen consigo un catolicismo luchador, optimista, brioso, hecho a la vida de misión y combate como a una actitud normal, y particularmente apto, incluso por la formación política de su mentalidad y sus estructuras, para la intercomunicación y las posturas espirituales de alcance universal. ¿No significa nada, a este respecto, el hecho de que los católicos americanos sean los que aportan las dos terceras partes de cuantos recursos económicos ofrece hoy el mundo católico a las misiones? Por fin, quedan los obispos de Iberoamérica, con sus grandes y pequeños países convertidos en un volcán, con su miseria y su grandeza, con sus enormes problemas y sus luchas. Estos también, y aún más que otros, van a hacer pensar a los demás –¿cómo no?– en que la evangelización del mundo es la más urgente tarea.
Jamás hubo un Concilio, como no fuese el de los primeros Apóstoles, en que la disposición de sus participantes estuviera tan trabajada por el afán misionero. En menos de cien años, del Vaticano I al actual, la Iglesia de Jesucristo ha recorrido un camino tal que, inalterable en su esencia, le permite presentarse ante el mundo con un rostro nuevo. ¡Qué grandiosa belleza la de ese rostro divino, tal como va a aparecer dentro de unos meses, con sus cicatrices de viejas heridas y con sus brotes de nueva primavera, con su ancianidad majestuosa y con su gallarda juventud, con sus Pastores procedentes de toda la tierra, por primera vez en veinte siglos de existencia! La Iglesia de la que tantas veces se ha dicho que iba a morir, sale ahora a la superficie con más vigor que nunca, con una página del Evangelio de Jesús en su mano que no dice más que estas palabras misioneras: Euntes docete omnes gentes(Mt 28, 19).
D) Presión exterior. Permítasenos añadir un cuarto dato que tiene su valor al hacer este cómputo de factores de influencia, capaces de determinar una postura misionera. Es penoso reconocerlo, pero una vez más recordaremos que el Señor no ha plantado el árbol de su Iglesia fuera de este mundo. Está en él y con él avanza. Las persecuciones también le aprovechan. Hacen pensar y meditar.
Hoy existe una fuerza que nos obliga a algo más, a tomar posiciones rápidamente. Es el comunismo, dotado de un poder de expansión vertiginoso; misionero él también, pero al servicio del mal; temiblemente organizado, verdadera anti-Iglesia que también busca, y en parte las domina ya –no sabemos por cuánto tiempo– tierras de Asia, África y Oceanía. Otros Concilios pudieron sentir la presión de una determinada herejía, o de un sistema de herejías con implicaciones político-sociales. Pero el comunismo es más. Es herejía y fuerza, es política y técnica, es mística y dominio, es riqueza y destrucción, todo a la vez. Actúa además en un momento en que las distancias se han borrado, cuando se ensayan aviones que pueden hacer 6.000 kilómetros a la hora, cuando las minorías de los pueblos más remotos viajan y estudian en Liceos y Universidades como pueden hacerlo los hijos de familia de Londres o Madrid, cuando la información y la noticia y la propaganda dan la vuelta a la tierra, en minutos más que en horas. La abierta agresividad del comunismo aprovecha y utiliza todo esto, sin reparar en esfuerzos, para el ataque permanente. En Indonesia, en China, en diversos países africanos, los militantes comunistas aumentan sin cesar. ¿Cómo se podrá permanecer indiferente a todo esto? Y ¿cómo luchar con eficacia a no ser con la implantación y propagación del Reino de Dios? Las planificaciones económicas solas no podrán resistir la fuerza de una ideología tempestuosamente arrolladora.
Programa de Educación Atea #
Tomamos de la Revista Acies Ordinata, órgano central de las Congregaciones Marianas, que se publica en Roma, la siguiente información; «En su extensa relación del 17 del octubre pasado en la inauguración de los trabajos del XXII Congreso del Partido Comunista de la URSS, el Jefe del gobierno ruso dice entre otras cosas; “La educación del hombre nuevo es un proceso largo y complicado… Ante todo, hay que preocuparse de descargarlo del peso del pasado… Las sobrevivencias del pasado son una fuerza terrible que actúa como una pesadilla en el espíritu humano… La educación comunista supone la liberación de la conciencia de los prejuicios y supersticiones religiosas… Es menester un sistema ponderado y articulado de educación científica atea que abarque a todas las clases y grupos de la población y que impida la difusión de ideas religiosas, sobre todo entre los niños y los jóvenes… Los intereses del edificio comunista reclaman que los problemas de la educación comunista ocupen el centro de la atención en la acción del partido… Un nivel más alto de la acción ideológica es condición necesaria para el éxito de toda nuestra actividad práctica… El partido, asimismo en el futuro, ha de educar a todos los soviets en un espíritu de intransigencia respecto de toda manifestación de ideología burguesa…”».
Más de un millón de militantes #
«Uno de los más importantes instrumentos puestos al servicio de la propaganda de la ideología comunista es la Asociación pansoviética para la difusión de los conocimientos políticos y científicos. Su presidente, N.N. Semjonov, destaca en su discurso pronunciado en el congreso que la Asociación cuenta actualmente con 1.200.000 miembros activos, subdivididos en 75.000 grupos, cuyos dos tercios están en el campo. Los miembros de esta Asociación trabajan con febril actividad, organizan numerosas conferencias. En 1956 pronunciaron dos millones de discursos. En 1960, las conferencias dadas llegaron a diez millones, y de ellas el 89 por 100 enteramente gratuitas. Huelga notar que la parte más importante de estos discursos iba contra la religión».
Prensa de ideología comunista #
«Para intensificar y propagar la influencia comunista del partido entre las masas, –dijo también el mismo Jefe del Gobierno– tienen un valor importante las orientaciones políticas, las lecciones, la educación de la masa en materia política y cultural, así como la prensa, la radio, la televisión, el cine, la literatura y las artes. Significa mucho que en estos veinticinco años la circulación diaria de los periódicos ha crecido en veinte millones y la circulación anual de revistas y demás publicaciones periódicas ha aumentado en 417 millones de ejemplares. La Unión Soviética publica más libros que cualquiera otra nación del mundo. Es una exhibición de marca que el partido ha logrado en el desarrollo de la cultura socialista y la propaganda de la ideología comunista»10.
Los datos impresionan. Pero aún impresionan más las conquistas hechas y logradas. Todo esto ha de estar también presente en el Concilio y va a hacer oír su voz, a través del corazón y el espíritu, no angustiado, ni desesperanzado, pero sí noblemente preocupado e incluso entristecido, del Vicario de Jesucristo y los sucesores de los Apóstoles.
2º. Posibles orientaciones misioneras del Concilio #
A esa voz que llama con los gritos que brotan de la conciencia y el hecho misionero presentes en el Concilio, y de las providenciales presiones, internas unas y externas otras, ¿qué respuesta dará el Vaticano II? Grave impertinencia sería tratar de hacer de augures y adivinos, y torpeza intolerable querer señalar lo que el Concilio debe hacer, mandar o prohibir. Lo que la Iglesia pide a sus hijos, en esta hora de colaboración y de plegaria, es confianza serena en sus decisiones que no serán exclusivamente humanas. Tampoco debemos incurrir en el sensacionalismo y las locas aventuras de la información inconsciente. Hasta que las actas del Concilio no estén aprobadas, no sabremos con exactitud las determinaciones que se han de tomar. Lo único que ahora podemos hacer es examinar el ambiente que se va produciendo, valorar la importancia de las noticias autorizadas que nos llegan, calcular prudentemente las consecuencias que en orden a la evangelización del mundo pueden tener las orientaciones que a su trabajo van dando las diversas Comisiones, y finalmente manifestar con humildad y con respeto nuestros propios deseos y esperanzas.
- Hechos ciertos
Entre las diez comisiones preparatorias sabemos que existe una dedicada a las misiones. Forman parte de ella 22 miembros y 25 consultores. Presidente y Secretario son el Cardenal Agagianian y Monseñor Mathew, antiguo Delegado Apostólico en África y obispo de la India. Figuran entre sus componentes el P. Pío de Mondreganes, Capuchino español, bien conocido por sus publicaciones, perteneciente a la Facultad de Misionología de Propaganda Fide; el P. Legrand de Schent, antiguo misionero en China y director en la actualidad de la revista «Cristo al Mundo», en la cual ha publicado interesantísimos artículos sobre el tema «El Concilio y las Misiones»; Monseñor Paventi, muy conocido en España por sus intervenciones en las Semanas Misionales en Burgos y Bérriz. Al igual que éstos, todos los demás que la componen, son hombres de una experiencia y conocimientos excepcionales en la materia, y podemos estar seguros de que cuanto nosotros pensamos y sufrimos es también meditado y sufrido por ellos mismos dentro de las mayores garantías de exactitud y eficacia en su planteamiento.
Esta Comisión, según L’Osservatore Romano del 1 de abril, ya ha presentado a la Comisión Central algunos esquemas, de los cuales han sido examinados tres que versan sobre la disciplina del pueblo cristiano en los países de misión, los-estudios eclesiásticos en los mismos y la cooperación misionera. En la referencia que se ha dado se habla insistentemente de adaptación, de visión realista de las condiciones y exigencias de los cristianos en tierras de misión. A esta luz se estudian esos temas y se hacen las oportunas sugerencias. Fundamentalmente –se nos dice– los problemas de la vida cristiana, y por consiguiente de la disciplina de los fieles, son idénticos en los países de vieja tradición católica y en los países de misiones. La Iglesia no busca más que un fin, que es el mismo en todas partes: la santificación de sus hijos. Pero pueden variar las circunstancias por las cuales una ley sea de más fácil actuación en un sitio determinado y otras lo sean menos. En una palabra, adaptación de los medios en orden al fin. ¿Cómo se hará y en qué ha de consistir esta adaptación? Tenemos que esperar con calma y con prudencia. Seguramente podrán aparecer normas y decisiones menos tímidas que hasta ahora, uña vez que la experiencia y la reflexión han permitido formarse juicio exacto sobre la lengua litúrgica y los ritos; sobre las diversas formas de catequesis a niños y adultos; sobre la disciplina de ciertos Sacramentos como la Confirmación, la Penitencia, la Eucaristía, el Matrimonio; sobre el lenguaje pastoral de obispos y sacerdotes; sobre los medios de difusión de la palabra de Dios; sobre la formación de los cristianos y los clérigos en una línea de mayor exigencia apostólica. Acaso veamos que se proyecta definitivamente la luz sobe una cuestión tan debatida hoy como la del diaconado, no como orden de paso para el presbiterado, sino con carácter fijo y permanente y con exención de determinadas obligaciones. Desde luego podemos estar seguros de que el Concilio se esforzará en tomar todas las medidas precisas para hacer ver lo que por otra parte tantas veces ha afirmado la Iglesia, y sobre todo en los últimos tiempos: que su mensaje de salvación no está vinculado a ninguna civilización o cultura determinada, sino que se solidariza y se encarna en todas las formas de vida y progreso en que la historia humana va desarrollándose. El momento, por lo demás, es sumamente propicio. El colonialismo está en la agonía. La Iglesia, es la avanzada en los países de misión, se va a encontrar sola. Ya no podrá ser confundida, como sucedía con frecuencia, a pesar de su esfuerzo en evitarlo, con el color de la bandera de las potencias coloniales de donde también sus hombres precedían. Creemos que esto ha de ser para las misiones sumamente provechoso, como lo fue para la Iglesia en general, aunque la comparación, no sea exacta, la desaparición de los Estados Pontificios.
Presumible es también que se prestará singular atención, dada la hora crucial que los países de misión están viviendo, al propósito de que se haga ver con toda claridad que la predicación del cristianismo y la difusión de la Iglesia no se oponen, antes al contrario, favorecen –como el Papa indica en la Humanae Salutis– las nobles conquistas humanas en el orden técnico y social. No podemos olvidar que estas dos ideas –civilización técnica y promoción social– van a jugar un papel decisivo en la mentalidad de los países subdesarrollados en los próximos decenios.
Todos estos aspectos podrán ser considerados dentro de esa línea de prudente adaptación, que se nos anuncia. De que ello es fervorosamente deseado nos da idea la siguiente declaración del Cardenal Gracias, de la India, el cual, presidiendo una reunión de 37 obispos de Asia y África, celebrada hace tres años en Holanda sobre el tema de la Liturgia, dijo: «Estimo que nosotros, miembros de la Iglesia en las misiones, estamos bien situados para decidir con toda humildad en qué medida las reformas y adaptaciones pueden contribuir al crecimiento espiritual de nuestros fieles… Los símbolos, las acciones, las plegarias, que integran la liturgia, deberían adaptarse al genio de cada pueblo. Del mismo modo que durante la primera expansión del cristianismo la liturgia tomó diferentes formas en Siria, en Grecia y en Roma, ¿porqué la nueva expansión de la Iglesia no habrá de desembocar en una liturgia china, india, africana…? Unidad de la Iglesia no significa uniformidad».
En esa misma reunión, un africano dijo textualmente: «La realidad es que millones de negros viven la misa romana… Se trata de saber si la viven renunciando a lo que son, o si encuentran en ella una coronación de sus profundas aspiraciones».
Y como para dar la razón a estas sugerencias, otro de los congresistas hizo notar que el rito etíope, que se remonta a la más alta antigüedad cristiana, y es por sus elementos auténticamente africano (danza, inspiración libre, música ..) podría servir de ejemplo para la adaptación cultural, ya que se da el caso de que es un rito cristiano y, por ser de raíces africanas, es el único que se ha mantenido próspero en medio del proselitismo musulmán, pues existen aún hoy diez millones de cristianos etíopes.
- Toda la Iglesia, misionera
Pero donde seguramente el Concilio ha de ofrecer una orientación misionera de más profundo alcance, será en la llamada que puede hacer a la consideración seria y al compromiso sagrado, por parte de toda la Iglesia, de situarse en estado de misión, entendiendo por tal no sólo el espíritu de apostolado activo y militante al que nos referimos cuando exhortamos a los fieles de nuestros países católicos a que vivan de acuerdo con las exigencias de su fe en el ambiente en que están, sino a un estado de misión sin restricciones, equivalente a tensión misionera de signo universal, puesto que la Iglesia es una.
Sabemos que el propósito del Concilio, según reiteradas manifestaciones del Papa, es la renovación interna de la Iglesia, mediante la renovación espiritual de sus hijos. «La obra del nuevo Concilio Ecuménico –ha dicho– va toda ella encaminada a hacer que la Iglesia de Jesús resplandezca con las líneas más sencillas y más puras de su natividad, y a presentarla como su Divino Fundador la hizo».
Ahora bien, esta renovación exige que las grandes ideas del amor universal a las almas todas, la preocupación por colaborar a la voluntad salvífica de Dios y el cumplimiento del testamento redentor de Jesucristo, la conciencia de apostolado y de la Iglesia, Cuerpo Místico que tiene que crecer y ayudarse en sus miembros, sin limites en el espacio ni en el tiempo, se instalen definitivamente con carácter de normalidad en el conjunto del pueblo cristiano, viva éste donde quiera que sea. Si ello no se logra, no existirá la renovación que se pretende. Nos quedaremos en la superficie.
Esperemos las decisiones conciliares en este aspecto, que han de ser muchas y muy importantes, y no sólo cuando se trate específicamente del tema de las misiones. A despertar esa conciencia, base indispensable de la necesaria renovación, han de ir encaminadas múltiples medidas, aun procedentes de diversas Comisiones, y si la cristiandad las acepta y asimila, se producirá, como espontáneo resultado, la vigorización de la conciencia misionera de índole universal. Sin poder precisar más, puesto que todo serían conjeturas, nos limitaremos a decir, casi en tono de humilde y encendida plegaria, que esperamos confiados del Señor prepare por medio del Concilio para su Iglesia santa nuevos caminos que a todos nos lleven a pensar con dolor apremiante que la actual situación no puede seguir así… Que tenemos que pensar con amor todos los sacerdotes y los obispos en la Iglesia de Dios más que en la nuestra… Que en los seminarios y casas religiosas del mundo los alumnos deben ser formados de otro modo, con mucho más afán universalista del que ahora tienen… Que las diócesis y circunscripciones eclesiásticas deberán hacer compatibles las exigencias de su naturaleza jurídica con la visión católica más allá de sus fronteras, ayudando las que hace tiempo existen, a las que empiezan a existir… Que no podemos seguir repitiendo, sin más, que para 500 millones de católicos tenemos 359.000 sacerdotes y sólo 33.000 para 1.900 millones de no cristianos… Que en las catequesis de niños y adultos, y en la formación de la juventud, y en el confesonario, y en el púlpito, se debe dar todala importancia que tienen a estas ideas substanciales para toda vida cristiana… Que, si no se la damos y trabajamos cuanto sea posible para que se vivan, seguiremos asistiendo al vergonzoso espectáculo de un catolicismo de retaguardia, hedonista e idólatra del confort y del sentido pagano de la vida… Que no es cristiano derrochar el dinero y las fuerzas para satisfacer las pasiones más inmundas, y negar después unos céntimos a la obra de la Propagación de la Fe… Que no tiene explicación convincente dentro del conjunto de las verdades de nuestra fe, que la Iglesia misionera no pueda establecer escuelas, universidades, periódicos, todo aquello que en la vida moderna exigen los medios de difusión del pensamiento, mientras en la retaguardia acaso distribuimos mal los recursos o los gastamos en atenciones superfluas para el culto o los acumulamos en tesoros artísticos y suntuarios que podrían representar la solución de problemas vitales en otras partes de la Iglesia… Que al ritmo de crecimiento actual, los 1.900 millones de no cristianos de hoy pasarán a ser dentro de un siglo cuatro o cinco mil millones, porque el número de paganos aumenta cada año en 30 millones, mientras que el de bautizados en tierra de misión sólo llega, incluidos los adultos, a 800.000… Que Rusia en 44 años de régimen comunista ha impuesto su yugo a mil millones de hombres, un tercio de la humanidad.
Pensemos todo esto y esperemos con reverencia lo que el Concilio determine para cumplirlo después con la generosidad de los que verdaderamente aman a Jesucristo Redentor. De lo que se haga en este sentido depende, humanamente hablando, el porvenir de la evangelización del mundo. El Concilio no puede desconocer, sino, por el contrario, confirmar y urgir hasta sus últimas consecuencias las declaraciones terminantes y las vehementes determinaciones de los últimos Pontífices, que han hablado, con santa y apostólica reiteración, del deber que tienen los obispos, las parroquias, las universidades y colegios, la Acción Católica, los seglares en general, en una palabra, todos los bautizados, de preocuparse vivamente por la extensión del Reino de Dios.
Para lograr este estado colectivo de conciencia misionera, tendrán que cambiar muchas cosas y modificarse muchas actitudes. La situación de ánimo, hoy tan generalizada en la cristiandad, de indiferencia glacial frente al mandato de Cristo de difundir por todo el mundo su fe y su palabra, actúa como un cáncer que destruye los tejidos internos de la comunidad cristiana y la convierte en un cuerpo anémico, haciendo de ella una asociación que está en contradicción consigo misma. Tenemos que reconocerlo con inmenso dolor, pero con humilde sinceridad que nos ponga en el camino del arrepentimiento.
La formación doctrinal de nuestros fieles carece de sólidos fundamentos dogmáticos; su piedad se extravía en múltiples direcciones, que desorientan y confunden; su generosidad escasa es solicitada para las más diversas atenciones, que les son presentadas siempre como primarias y esenciales aunque tengan un valor secundario. Nosotros, los sacerdotes, estamos frecuentemente divididos y mezquinamente agitados por preocupaciones no siempre apostólicas; nuestras estructuras envejecen muchas veces en un quietismo vergonzoso. ¿Cómo es posible, si esto no se corrige, que se produzca el gran movimiento evangelizador que la Iglesia está pidiendo? Y lo más dramático es que la corrección tiene que hacerse con urgencia apremiante. No hay tiempo que perder.
«No olvidemos que todas estas necesidades deben remediarse rápidamente –decía Pío XII en la Fidei Donum– y que ellas reclaman un aumento de energía apostólica en la Iglesia, de modo que se lancen a los campos del Señor innumerables legiones de apóstoles, semejantes a los que hubo en la primitiva Iglesia»11.
Y en la misma encíclica añadía, hablando de ciertas regiones de África: «Con veinte misioneros más, enviados generosamente a dichas zonas, podría lograrse la implantación de la Cruz en lugares en que tal vez mañana sea tarde, porque otros obreros, que no son los del Señor, se adelantaron a cultivar el campo del apostolado»12.
Razonablemente podemos pensar que el Concilio tendrá presente todo esto, ¿cómo no? Y afirmará una vez más los grandes dogmas misioneros, y pedirá que se forme a los fieles de acuerdo con sus exigencias; de manera mucho más efectiva que hasta aquí se ocupará de la Acción Católica y del apostolado de los seglares en relación con las misiones; dictará normas sobre el problema angustioso del personal misionero para poder llegar a cifras que permitan no sentirse atemorizados ante la perspectiva de su escasez pavorosa; estudiará la organización de los seminarios y centros de formación en países de misiones, el reclutamiento de vocaciones, la unión de fuerzas, la creación de focos de cultura y ciencia profana, el sostenimiento de la Iglesia por los mismos países en donde se establece. La adaptación de las culturas y formas de vida, la aplicación de las normas morales y disciplinares, incluso la posible modificación de ciertos aspectos del Derecho Canónico, serán, quizá, objeto de estudio. Detengámonos con respeto aquí, sin intentar predicciones que no es prudente hacer.
El Concilio conoce y pondera lo que significan las estadísticas aterradoras que se nos ofrecen sobre el crecimiento demográfico, sobre la futura influencia de Asia en el mundo entero, sobre el proselitismo, ahora renacido, del Islam y del Budismo. Todo está lleno de peligros. Pero también todo está lleno de esperanza.
3º. Confiemos en la Iglesia #
Sí, ante todo confianza. Una cristiandad descorazonada y temerosa sería el mejor punto de apoyo para el enemigo de Dios y de las almas. Somos discípulos y seguidores de Jesucristo, el cual, poco antes de morir en la cruz, pronunció estas palabras, humanamente desconcertantes. Confidite, ego vici mundum: Confiad, yo he vencido al mundo (Jn 16, 33). No dice le venceré, sino he vencido. Y en efecto le venció. De esa victoria vivimos cuantos creemos. Porque nuestra fe es nuestra victoria.
«La Iglesia no tiembla ni tiene miedo –ha dicho Juan XXIII–; está acostumbrada al sufrimiento y a las contradicciones». Ha conocido en su caminar a través de la historia dificultades ingentes de las cuales ha salido triunfante y engrandecida. Esa porción, numerosa ciertamente, de cristianos que a ella pertenecen, carentes de fe viva y de amor a Dios y al prójimo, es la que retarda las nuevas victorias que ahora también puede conseguir.
Pero hijos suyos son al mismo tiempo los muchos, muchísimos creyentes, que se esfuerzan generosamente por ser luz del mundo. Quizá nunca ha habido tantos como hoy en el seno de la comunidad cristiana. Lo único que necesitan es la orientación que va a llegar por medio del Concilio. Esto no quiere decir que tal orientación no haya existido en los postreros tiempos. Ha existido y ha demostrado su eficacia. Los Papas últimos, al hablar concretamente del problema que estamos examinando, se han visto también dulcemente obligados a reconocer, llenos de santa alegría en su espíritu, los éxitos logrados, el trabajo de los misioneros, el avance de la Iglesia.
Pío XI consagraba en 1923 a los primeros obispos del Extremo Oriente; Pío XII designaba en 1939 a los primeros prelados africanos y en 1946 al primer Cardenal chino; Juan XXIII designaba en 1960 al primer Cardenal de África. Los sacerdotes nativos han pasado de 1.100, que eran al comenzar el siglo actual, a 12.932 en nuestros días. Y los obispos, de 28 en 1940, a 229 en la actualidad. Los seminaristas son hoy 32.211. Esto es un triunfo espléndido de la Iglesia evangelizadora.
Cuando hablamos de la nueva orientación que del Concilio se espera, como motivo supremo de nuestra confianza, nos referimos a determinaciones y medidas reclamadas por una situación nueva, no imprevista, pero sí explosivamente manifestada en estos años que estamos viviendo. Esta explosión que se produce en nuestros días, cuyo carácter hemos ya examinado, tumultuosa, rapidísima, simultánea, con su carga tremenda de nacionalismo e independencia política, idolatría de la técnica, odio al blanco, crecimiento incontenible, tendencias comunistas, proselitismo musulmán e hindú, es la que exige un replanteamiento de la gran batalla, la cual se hará siguiendo las líneas ya trazadas por los últimos Pontífices. Lo que se necesita es que toda la Iglesia sea Iglesia misionera. «Que se sitúe en estado de misión» (Card. Suenens). «Sin incurrir en juegos de palabras, las misiones son hoy la misión de la Iglesia» (H. de Lubac). «La actividad misionera constituye el principal deber pastoral y la más importante y más santa de todas las obras católicas», según Pío XII; «la máxima preocupación del Pontificado Romano», según Juan XXIII; «ninguna obra es más elevada, más santa, más universal tanto en su origen como en su fin» (Pío XII); «ninguna más útil ni más urgente» (Juan XXIII). En la aceptación normal, por parte de todos, de estos principios que en el Concilio serán solemnemente declarados y desarrollados, radica la posibilidad de éxito de la gran empresa misionera que tendremos que vivir en este mismo siglo.
No han pasado aún cien años desde que se celebró el Concilio Vaticano I. La obligada interrupción del mismo le impidió llevar a término muchos de sus propósitos, tanto en el orden doctrinal como en el pastoral. Tal sucedió con lo relativo a las misiones.
Nos resulta grato saber que ya entonces un obispo húngaro, Mons. Roskowsky, pedía que se diese un decreto de apoyo y ayuda a la Obra de la Propagación de la Fe, y en el mismo sentido, con relación a la Obra de la Santa Infancia, se manifestaba un grupo de 35 Vicarios Apostólicos. Aun más notable es el hecho de que 63 Padres Conciliares y Vicarios Apostólicos recordaron que se tratase de África, la cual dicen ellos con más altisonancia de caridad que exactitud de exégesis, «gime bajo la maldición de los hijos de Caín»13.
Se designó una Comisión Preparatoria con el nombre de Pro Ecclesia Orientali et Missionibus, que elaboró sucesivamente tres esquemas. En el definitivo, distribuido el 26 de julio de 1870, se habla de la necesidad de que el misionero modifique su estilo apostólico y procure a todo trance la adaptación al ambiente para no llevar consigo el modo de vivir europeo; del respeto y la caridad hacia los fieles y los que puedan serlo; de la obediencia a la autoridad civil; de la necesidad de desembocar en la formación de los autóctonos para que lleguen al sacerdocio y al episcopado, en contra de lo que algunos estimaban; del establecimiento de seminarios perfectamente organizados y de la conveniencia de enviar los mejores alumnos a Europa para completar su formación, A noventa años de distancia, estas propuestas y directrices –dice el P. Masson, S.J.– conservan su interés. Son indicaciones prometedoras ya de la gran acción misionera que poco a poco se irá instituyendo, que madurará después entre los años 1919 y 1940 y estallará más tarde con espléndida pujanza entre 1945 y 1960.
Como igualmente emociona saber que once obispos franceses redactaron un proyecto destinado al Concilio, al final del cual incluían un programa de índole misional y también unionista. Entre los firmantes se hallaba la figura excepcional de Mons. Dupanloup, Obispo de Orleans.
El documento, por lo que toca el aspecto misional, se abre con una referencia estadística, que da las siguientes cifras. En aquel entonces se estimaba que la población mundial era de 1.200 millones de hombres. Más de 800 millones de ellos «yacen en las tinieblas de la infidelidad». Entre los cristianos, 70 millones viven «separados del seno de la Iglesia por el cisma griego». Se cuentan 90 millones «repartidos entre diversas sectas de protestantes». Después de afirmar la integridad de la verdad católica, el documento señala que las circunstancias marcan un momento favorable para la difusión del Evangelio en el mundo: la rapidez de los viajes, los intercambios entre los pueblos, etc. Es indudable que buena parte de las ideas de este preámbulo pertenecen directamente a Mons. Dupanloup, que a primeros de noviembre de 1869, un mes antes de la apertura del Concilio, escribía a sus diocesanos estas palabras: «Desde este elevado lugar del Vaticano en el que se encontrarán (los obispos) dirigiendo su mirada sobre la tierra entera, qué serio examen tendrán que hacer sobre el estado del mundo y sobre la acción de la Iglesia en el mundo. Desde hace 18 siglos la verdad ha irradiado sobre el universo; el nivel general de lo verdadero, de lo bello y del bien se ha elevado admirablemente bajo la mano de Jesucristo. Un sol nuevo ilumina el mundo moral en su conjunto. Pero sin embargo, cuántos millones de criaturas hay que convertir al cristianismo… Y la incredulidad y la inmoralidad oprimen pesadamente a 400 millones de hombres, que no ignoran a Jesucristo. Esta es la verdad desnuda… Las distancias no existen ya, los continentes se aproximan, los mares se comunican, los transportes se aceleran bajo nuestros pies. ¡Qué tristeza, qué vergüenza, si este siglo siguiera siendo el siglo de la polémica y del miedo, en lugar de ser el tiempo de la esperanza y del apostolado! ¡Salgamos de Europa y de las pequeñas querellas de Europa! ¡Cambiemos! ¡Ensanchemos nuestros horizontes a la vista de esos 800 millones de hombres que hay que convertir!»
¿Qué diferencia hay entre esas palabras y las que hoy puedan decirse a la vista del gran problema? Por eso mismo, confiemos. Porque si entonces ya se pensaba así, aunque en el Concilio no participaba ningún representante nativo de los países de misión, calcúlese lo que ahora podrán decir, llenos de autoridad y humilde amor, los casi 700 obispos de Asia, África, Oceanía, de los cuales son nativos cerca de 200.
Confiemos, pues. Confiemos también en que algún día, no demasiado lejano, pueda producirse la unión de los cristianos, finalidad a la que el Concilio está llamado a prestar grandes servicios, con lo cual la evangelización del mundo podría dar un paso gigantesco. Confiemos incluso en que, bajo la bárbara presión del materialismo comunista, el soplo espiritual de las religiones del Oriente como el budismo, pueda llegar a aproximarse, lejos de toda hostilidad, como quien busca su mejor defensa, a la religión que Jesús trajo a la tierra. Confiemos, sobre todo, en que ésta es una empresa en que el Señor es el principal artífice. La conversión del mundo no es una cuestión puramente técnica. El problema que se plantea no se resuelve únicamente con el estudio de las estadísticas ni con planes de propaganda, aunque nada de esto debe ser despreciado. Es Dios el que actúa, y nuestro deber es colaborar con Él. Entonces todo puede cambiar.
Conclusión #
Poco más ya, venerables hermanos y amadísimos hijos. Dentro de unos meses, el Concilio será inaugurado, y otra vez la Iglesia, como en los días mejores de su historia gloriosa, invocará la acción del Espíritu Santo sobre ella para que los pasos que ha de dar sean seguros. Lo serán, ciertamente. Los hombres que se van a reunir en la gran asamblea están puestos por el mismo Espíritu para regirla y gobernarla. No son criterios humanos los que a ellos les guían. Ni les asustará el temor ni les cegará la presunción. Una tranquila seguridad acompañará sus decisiones, propia de quienes todo lo esperan de Dios en cuyas manos está el destino de la humanidad.
Muchos y graves asuntos serán considerados. Por nuestra parte, hemos querido solicitar vuestra atención en favor de aquel que, en realidad, es el más importante de todos: la evangelización del mundo. Todos los demás, por diversos que sean, sólo tienen una justificación para ser tratados: la de su relación, más o menos directa, con esta preocupación fundamental y misión principalísima de la Iglesia: salvar las almas, extender el Reino de Dios, predicar el Evangelio, dar a conocer a Jesucristo Redentor.
Hemos creído que de esta manera, como por elevación, nos sería más fácil persuadiros de la necesidad de adoptar una actitud consecuente. Esta actitud es doble. Plegaría fervorosa por un lado; dócil disposición de ánimo por otro. Es necesario orar, orar mucho, antes y durante el Concilio, no porque Dios lo necesite, sino porque lo necesitamos nosotros para que el Señor nos oiga y se compadezca del mundo que no ora. Y a la vez, docilidad de espíritu para aceptar las disposiciones que han de venir, y para identificamos ya desde ahora con lo que es un propósito bien definido del Concilio: renovación de la vida cristiana. Si nuestro espíritu se resiste, aunque Dios nunca fracasa, el Concilio podría fracasar en su intento. No hay que pedir milagros. La renovación deseada exige que todos colaboremos empezando por renovarnos a nosotros mismos y no limitándonos a desear que se renueven los demás.
Cada uno de nosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, seglares pertenecientes a la comunidad católica diocesana, tiene mucho que corregir dentro de sí mismo. En la medida en que lo haga, podrá prestar su servicio mejor a la causa de Dios que el Concilio va a examinar.
Mientras pedimos al Señor y esperamos confiados que estas palabras nuestras tengan en vuestros corazones el eco apetecido, con paternal efusión os bendecimos a todos en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.
Dada en Nuestra Residencia Episcopal de Astorga, el día treinta de abril, festividad de Santo Toribio, Patrono de la Diócesis, del año del Señor, mil novecientos sesenta y dos.
† MARCELO, Obispo de Astorga
PARTE DISPOSITIVA #
1º. Pedimos a todos los Sacerdotes, Superiores y Superioras de Casas Religiosas, Rectores de nuestros Seminarios y Colegios, Consiliarios y Presidentes de las diversas Asociaciones de Apostolado, que esta Carta Pastoral sea meditada, leída y convenientemente explicada a los fieles, y a cuantos son súbditos suyos o miembros de la Asociación respectiva.
2º. Más que marcar un programa rígido de actos de oración y plegaria, con peligro de mecanicismo y de rutina, preferimos rogar a cuantos tienen cargos de responsabilidad –todos los citados anteriormente–, que discurran por su cuenta las iniciativas que juzguen provechosas para hacer que suban al cielo constantes oraciones por el éxito del Concilio y por la docilidad de espíritu de todos los católicos. Y esto, ya desde el próximo mes de mayo y mientras el Concilio dure.
3º. De manera especial debe procurarse que todos, incluso los niños, reciten con frecuencia y devoción la oración por el Concilio compuesta por su Santidad Juan XXIII.
4º. A los Sacerdotes y Seminaristas les hacemos un encargo y ruego más concreto: que lean y mediten los documentos y discursos del Papa que sobre el tema del Concilio han ido publicándose en el Boletín de estos años. De modo especial mediten la Exhortación Pontificia Sacrae Laudis sobre el rezo del Breviario, y los discursos del Papa sobre la formación de los Seminaristas.
5º. Quisiéramos que en la S.A.I. Catedral de nuestra ciudad de Astorga, desde el mes de mayo y a determinadas horas del día, ardiese un cirio a los pies de Nuestra Señora de la Majestad, ofrecido sucesivamente por diversas Asociaciones y personas, y que durante esas horas apareciesen con frecuencia sacerdotes y seglares para hacer una breve oración ante el Sagrario y una súplica a Ella, la Madre de todos los cristianos. Lo mismo debería hacerse ante la Santísima Virgen de la Encina, en Ponferrada, y en todas las demás ciudades, villas y pueblos de la Diócesis, en que sea posible organizarlo, porque existen parecidas circunstancias de devoción. Encomendamos la realización de este deseo a la Junta Diocesana de Acción Católica, de acuerdo con el Excelentísimo Cabildo Catedral, por lo que se refiere a la ciudad de Astorga. Y en cuanto a Ponferrada, a los Sres. Ecónomos de las diversas Parroquias, previa la deliberación de todos.
1 AAS 51, 1959, 379.
2 AAS 52, 1960, 183.
3 AAS 51, 1959, 510.
4 Ecclesia 19, 22-8-1959, 204.
5 Ecclesia, 27-2-1960, 262.
6 Ecclesia, 6-1-1962, 6.
7 Salmo 1, 3.
8 Discurso al Clero de las tres Venecias,23 de abril de 1959.
9 Ecclesia,18-4-1959, 450-451.
10 Ephemerides Congregationum Marianarum,n.° 1, 1962, 22-23.
11 Ecclesia, 18-5-1957, 558.
12 Ibíd., 555.
13 P. Masson, en Eglise Vivante, enero-febrero de 1962, 40.