Comentario a las lecturas del V domingo de Cuaresma. ABC, 16 de marzo de 1997.
A punto de comenzar las solemnes celebraciones de la gran semana cristiana, se presenta a nuestra reflexión, por medio del profeta Jeremías, la nueva Alianza entre Dios y el pueblo: “Haré una Alianza nueva, yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Cristo es la nueva Alianza. Él, a pesar de ser Hijo, dice san Pablo, aprendió sufriendo; y llevado a la consumación del dolor y de la angustia, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de la salvación eterna.
Lo importante es Cristo. Las palabras que pronuncia, las obras que realiza, las directrices que da son Él mismo. La relación entre Dios y el hombre pasa necesariamente por nuestro Mediador y Redentor. Por Él se nos otorga el perdón y la salvación. Vivió sólo para la gloria del Padre y la liberación de sus hermanos los hombres. Dios sufrió en Jesús. Su entrega fue total, pero se estremeció, como hombre que era, ante la dureza y crueldad del dolor. Dice textualmente san Pablo: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte”.
Dios no es un mito, que genere cansancio o tedio a fuerza de repetir la palabra y el concepto, que manifestamos. Dios es amor y vida. Como Jesucristo no es una teoría dogmática y moral, que ahoga. Es nuestra verdad, nuestra vida, nuestro camino a seguir. Vivió, murió y resucitó para unir en Él a todos los hombres; en Él morimos y adquirimos el don de la vida. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía –añade san Juan– dando a entender la muerte de que iba a morir”.
Jesús fue un sí total y confiado al Padre. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”, pero el Hijo aprendió sufriendo a obedecer. La educación de la cruz es dolorosa, pero necesaria, insustituible. Las paradojas evangélicas suenan con fuerza en el texto de san Juan. Morir es fructificar. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto”. Perder la vida es ganar; el que se ama a sí mismo se pierde. El que sabe vencerse y sufrir se guarda para la vida eterna. Seguir a Cristo es servicio, pero en este servicio están el señorío y el premio.
No es fácil la renovación que Cristo pide en su Alianza. El dolor es escándalo que hace sufrir. Hay que vivir a contracorriente de nuestro mundo. Los cristianos hemos de convencernos, o al menos de luchar, para ir convenciéndonos de que nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra verdad es vivir el amor que procede de la cruz de Cristo y que en ello está el camino salvador. Toda renovación, toda conversión es morir un poco para que se realice la obra de Dios en nosotros. Lo que hace falta es transformar los sufrimientos en peldaños, que nos ayudan a subir hacia la cruz de Cristo para abrazarnos a Él, a su pecho, cuyos latidos escuchamos, a su costado herido, besando también su frente y su cabeza coronada de espinas, y fundiendo nuestra mirada en la suya, porque “donde estoy yo, allí también estará mi servidor”.
Caminar gregariamente uncidos al yugo de las modas o del indiferentismo de tantos y tantos, sumergirse plácidamente en prácticas religiosas rutinarias y cómodas, rezar y rezar sin querer cambiarse a sí mismo y a los demás buscando un nivel de vida espiritual más alto, esto no es entender ni amar a Jesucristo. Él nos enseña a hacer de nuestro dolor un ofrecimiento. Cristo no entró nunca en el camino del dolor y el sufrimiento imperturbable. Su cáliz le resultó amargo y así lo manifestó en el huerto de los olivos. Pero lo eligió y lo aceptó libremente. Lo que no quería, lo que le repugnaba. Se sumergió de lleno en el dolor y el sacrificio y vino como consecuencia la redención para nosotros y la glorificación para Él.