Carta pastoral, de septiembre de 1976, publicada con motivo de la canonización de Santa Beatriz de Silva y de la beatificación de la monja carmelita descalza Venerable María de Jesús. BOAT, septiembre-octubre, 1976, 539-550.
A los sacerdotes, las Comunidades Religiosas, Seminarios Diocesanos y fieles de la Archidiócesis de Toledo.
Venerados hermanos y queridos hijos:
Se acercan para nuestra Archidiócesis Primada dos fechas que habrán de dejar rastro memorable: la del 3 de octubre y la del 14 de noviembre próximos. En la primera será canonizada la Beata Beatriz de Silva. En la segunda será beatificada la Venerable María de Jesús. Es un grato deber para mí dirigiros esta carta pastoral con motivo del doble acontecimiento.
Los Santos #
Siempre humildes, y a veces ignorados del mundo, ellos son, sin embargo, los testigos de Dios y de Cristo en medio de la humanidad. No obstante la gloria que gozan y que a algunos les es reconocida por la Iglesia, como ahora en este caso, son frecuentemente desconocidos. Ellos, que consumieron su vida no sólo en una perpetua alabanza a Dios, sino también en el servicio heroico a sus hermanos, a todos, a los hombres y mujeres de su época y de todos los tiempos. ¡Qué entrega tan total y qué servicio a la humanidad el del ejemplo constante, aunque sea en la clausura pobre de un convento! ¡Ejemplos de amor, de desprendimiento, de luz y de esperanzas, de oración y sacrificio, de fe en lo eterno por encima de la efímera brillantez de las cosas de la tierra!
Necesitamos de los santos por su ejemplo, por el estímulo que representan para nosotros, por su testimonio de fe y de amor, por su humildad. Y también porque son nuestros intercesores ante Dios y junto a Él nos esperan. La familia de los redimidos por Cristo solamente se completa en el cielo, donde están los que nos han precedido, dando gloria a Dios en la tierra y recibiéndola ya de Él para siempre. Honrémosles. Sepamos unir nuestra voz y nuestros afectos al coro de las alabanzas que la Iglesia les tributa.
Dos mujeres insignes #
En esta ocasión, el mensaje nos viene a través de dos Religiosas, de extraordinaria personalidad humana y de una riquísima vida sobrenatural, que provoca la más fuerte admiración. Ambas pertenecen a aquella época de la historia de la Iglesia en España, hirviente e inagotable en su fecundidad creadora, para las empresas del espíritu, a pesar de todos sus defectos.
- Beatriz de Silva
La casa madre de la Orden de la Purísima Concepción se encuentra en Toledo. Y en ella se guardan, como preciadísima reliquia, los restos de la Fundadora, la Beata Beatriz de Silva, que ahora va a ser canonizada.
Nació en 1424, en Ceuta, de noble familia portuguesa mezclada con sangre castellana, que residía allí, como consecuencia del dominio de Portugal sobre aquellas tierras africanas. A los diez años vino a Portugal con sus padres y hermanos, donde siguió recibiendo esmeradísima educación de clara influencia franciscana en el aspecto religioso. Un hermano suyo perteneció a la Orden, el Beato Amadeo. En plena juventud se trasladó a España a la Corte de Castilla, como dama de la Reina Isabel, esposa de Juan II. Admirada por todos, solicitada en casamiento por muchos, fue un prodigio de serenidad humana y de recato virtuoso en medio de aquella corte alborotada. Vivió en el entonces Palacio Real de Tordesillas. Y fue allí donde tuvo lugar el hecho tan insólito, que parecería una leyenda, si no estuviera históricamente comprobado.
La propia Reina llegó a tener celos injustificados de la extraordinaria hermosura de Beatriz, por todos tan ponderada, y creyó que el Rey vivía también enamorado de la joven doncella. Para librarse de ésta hizo que la encerrasen en un cofre, con la intención de que muriera asfixiada. Abierto el mueble tres días más tarde, apareció la joven incólume en su salud y su belleza.
Algo había cambiado en su interior, y fue la determinación que había tomado durante aquel encierro de apartarse del mundo y consagrarse a Dios, favorecida por una visión de la Santísima Virgen, que la consoló en su prisión y la alentó a fundar una Orden religiosa en honor de su Concepción Inmaculada.
Pocos días después se trasladó a Toledo, para ingresar en el convento de monjas dominicas de Santo Domingo el Real, donde permaneció haciendo vida conventual, aunque sin profesión religiosa, desde los años 1451 a 1484, totalmente entregada a la oración y la práctica de las virtudes, en espera confiada de poder cumplir algún día el propósito de fundar la nueva Orden religiosa.
Para lo cual fue definitiva la ayuda que le fue ofrecida por la Reina Isabel la Católica, que tuvo con ella íntima amistad. En efecto, hacia 1484, Beatriz, junto con doce doncellas de corta edad, en cuya alma alentaba el mismo propósito, salió del monasterio de Santo Domingo el Real y pasó a ocupar los Palacios de Galiana, cedidos por la Reina, junto con la Capilla de Santa Fe, para iniciar en ellos el reducido grupo su vida religiosa, con carácter privado y con la singular significación de dar culto a la Concepción Inmaculada de María.
Beatriz y la misma Reina Isabel solicitaron del Papa la aprobación de la nueva Orden, que fue concedida por Bula de Inocencio VIII en abril de 1489, aunque por el momento con regla cisterciense y sujetas al Arzobispo de Toledo. La Bula, por disposición del Cardenal González de Mendoza, fue ejecutada en febrero de 1491. Así nacía la que se ha llamado Orden Inmaculista.
Disponíanse las congregadas a hacer la profesión religiosa, cuando Beatriz cayó repentinamente enferma y murió en agosto de ese año. En su lecho de muerte hizo ella sus votos en manos de religiosos franciscanos y abandonó este mundo sin poder ver más que este comienzo incierto de la Orden tan amada. Todo discurría por un camino imprevisible a los ojos humanos.
No se dispersaron las que habían comenzado a ser sus hijas. Hicieron su profesión y vistieron el hábito muy pocos días después de haber fallecido la Fundadora, fortalecidas en su tribulación por los franciscanos y particularmente por el P. Juan de Tolosa.
Sucesos de muy diversa índole fueron produciéndose a partir de esta fecha, hasta que, años más tarde, con la intervención del Cardenal Cisneros, la Orden quedó consolidada con una nueva Regla escrita por el propio Cisneros y el P. Quiñones y aprobada por el Papa Julio II. Empezó a extenderse por España, con la primera fundación en Torrijos. Fueron también las Monjas Concepcionistas las que fundaron el primer convento de clausura en la América recién descubierta, concretamente en Méjico.
La fama de santidad que ya había acompañado en vida a la virtuosa Beatriz no hizo sino aumentar con el tiempo. En seguida se le dio culto público y así fue haciéndose hasta los decretos de prohibición del Papa Urbano VIII. En 1636, acomodándose a las nuevas disposiciones pontificias, se comenzó en Toledo el proceso canónico para su beatificación, siguiendo las normas de Roma, proceso que se interrumpió, sin que conozcamos las causas. En 1912, siendo Arzobispo de Toledo el Cardenal Aguirre, franciscano, se reanudó el estudio de la causa y fue beatificada por fin en 1926, en el pontificado de Pío XI.
Toledo no puede permanecer indiferente ante la próxima y completa glorificación que se avecina. A nuestra Ciudad y Archidiócesis Primada va unida indeleblemente el paso por la tierra de Beatriz de Silva y Meneses, descendiente de las más ilustres familias de Portugal y de Castilla, que todo lo pospuso a su anhelo de santidad y a su intención, sin duda inspirada, de honrar el misterio de la Inmaculada Concepción de María. Nombres insignes de aquella época, históricamente tan importantes, de la vida española, como Isabel la Católica, los Cardenales Mendoza y Cisneros, el Obispo García de Quijada, el P. Tolosa, etc., se movieron en Toledo en torno a la Madre Beatriz o para perfeccionar su obra.
Atrás quedaban otros, que por aquí también pasaron y que con ella tuvieron relación. Menos dignos de grata recordación unos, como D. Álvaro de Luna, Señor de la villa de Escalona; o más envueltos en la oscuridad de una existencia en la que no faltaron las intrigas y torpezas de la ambición política y humana, como los que aparecen en la primera etapa de la vida de Beatriz, mientras ésta se desarrolla en Tordesillas. Algunos de ellos, incluida la Reina, que le persiguió, vinieron años más tarde a visitarla en Toledo y a buscar en la belleza de su alma –la de su rostro ya nunca se vio, porque decidió mantenerlo siempre a cubierto– la paz que para sus espíritus brotaba de la palabra y el ejemplo de aquella virgen inmolada.
El descubrimiento de América fue el gran acontecimiento de la época. La gran Reina Isabel comentaría con ella más de una vez lo que significaba aquel hecho excepcional en el orden de la evangelización, sin sospechar ni una ni otra, cuando hablaban, que las monjas concepcionistas serían las primeras en establecer la vida contemplativa, años más tarde, en el continente americano.
Al comenzar el siglo XVI, las monjas pasaron a ocupar el convento de franciscanos, actual Casa Madre de la Orden, al trasladarse los religiosos, por orden de Cisneros, al de San Juan de los Reyes, y tan rápidamente se propagaron que en los treinta primeros años de existencia de la Orden se fundaron más de treinta conventos y sólo en el de Toledo ingresaron ochenta y cinco religiosas. En el año 1926 había ya monasterios de la Orden, dentro de nuestro Arzobispado, en Torrijos, Maqueda, Madrid, Escalona, Talavera, Oropesa, Puebla de Montalbán y Ciudad Real. Más tarde florecieron en Bélgica y Portugal, y en cuanto a América, existen casas de Concepcionistas en Méjico, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil.
Pero el dato que para mí tiene más valor, en cuanto a los motivos de gozo espiritual que una diócesis como la nuestra, tan cargada de historia, puede hallar en la canonización de la Beata Beatriz de Silva, es saber que aquí, entre nosotros, a las orillas del Tajo, nace la primera Orden Religiosa que se va a entregar al culto de la Inmaculada Concepción. Esta es una auténtica gloria religiosa. Así, con este fin, fue aprobada por la Iglesia.
No olvidemos que en el siglo XV, en el Concilio de Basilea, existió ya una corriente teológica muy fuerte a favor de la definición dogmática del misterio y que en muchas villas y ciudades, no sólo de España, fueron apareciendo en esa época cofradías y asociaciones de fieles que honraban a María en este singular privilegio, tan ardorosamente defendido siempre por la Orden Franciscana, sobre todo gracias a las enseñanzas del Doctor Mariano Juan Duns Escoto en la Universidad de la Sorbona en el siglo anterior.
La parroquia de San Andrés, de Madrid, perteneciente entonces a la Archidiócesis de Toledo, contaba ya con su Cofradía de la Concepción sin mancha en 1438 y es la que hoy radica en San Francisco el Grande.
Educada Beatriz en el ambiente religioso franciscano desde su niñez y enamorada siempre de las virtudes y singulares grandezas de María, la Reina del Cielo, amó el misterio y mereció ser elegida por Dios para honrarle con la Orden que en Toledo nació gracias a su entrega y sacrificio.
- La venerable M. María de Jesús
No se puede separar esta figura de la de su Santa Madre, Teresa de Jesús. El mismo donaire, la misma resolución, la misma piedad, idéntico carácter en aquella conjunción sorprendente de femenina delicadeza y de capacidad para las más vigorosas determinaciones.
Nació en Tartanedo (Guadalajara) el 18 de agosto de 1560 y profesó en el convento de Carmelitas Descalzas de San José en Toledo el 8 de septiembre de 1578. Ya no volvió a salir de aquel claustro, excepto los cinco meses que en 1585 empleó en la fundación de Cuerva. Cuando murió el 13 de septiembre de 1640 contaba ochenta años de edad. De ellos había consumido sesenta y tres en el convento de Toledo.
¿Qué pudo adivinar Santa Teresa en aquella joven de dieciocho años, de hermoso y limpio rostro, para quererla tanto? Aun sin haberla visto, sólo por la lectura de sus cartas y las referencias que de ella le llegaron, decía a la comunidad de Toledo: «Que les enviaba una novicia con 50.000 ducados de dote y que ella daría 500.000 por recibirla; que la mirasen no como a las demás, porque había de ser un prodigio.»
Y lo fue. Se daban cita en ella un talento natural extraordinario, una formación literaria no vulgar, según las exigencias de la época para las mujeres de su clase, y una fidelidad exquisita a los propósitos de Santa Teresa en su Reforma. Muy pronto empezó a ejercer cargos de responsabilidad en la comunidad a que pertenecía y siempre, aun en medio de las enfermedades que sufrió y de las humillaciones que hubo de padecer, su espíritu se manifestaba imperturbablemente sereno en la observancia fiel, en la caridad con las demás y en aquella devoción a Jesucristo y a la Iglesia que Santa Teresa supo difundir entre sus hijas, mezcla de adoración y de ternura, centrados sobre la familiaridad y los encantos del amor, vividos sin iluminismos ni desviaciones, pero expansivo y gozoso, como el que corresponde a una esposa enamorada, pero cuyo corazón se ve dulcemente alimentado por los dones del Espíritu Santo.
Fue upa carmelita descalza, en el sentido más clásico de la palabra, que entendió muy bien la clave del pensamiento y la espiritualidad teresiana: orar y mortificarse y amar siempre, para honra y gloria de Su Divina Majestad y para cooperar así, dentro de la Iglesia, a la redención de los hombres hecha por Jesucristo, con el testimonio de una vida consagrada, dentro de las exigencias de la Reforma del Carmen, para no quedarse en vanas palabras.
Desde su convento de Toledo, con sus cartas, y en las visitas que recibió, trató con infinidad de personas de toda clase y linaje, ejerciendo así una influencia social muy notable. Quizá tanta como la que sobre ella ejercieron, para bien de su alma, hombres sabios y santos que como directores espirituales orientaron su vida interior, tales como San Juan de la Cruz, San Juan de Ribera, Fr. Luis de León, Fr. Diego de Yepes, el P. Jerónimo Gracián y el también Siervo de Dios Martín Ramírez de Zaya, ilustre sacerdote toledano.
Pero fue Santa Teresa principalmente quien hizo de ella una hija espiritual suya. Prendada de sus excepcionales condiciones, la amó desde el principio y no ocultó la admiración que por ella sentía, prueba elocuente de que estaba muy segura de su virtud. «María de Jesús –dijo en el convento de Alcalá de Henares– no sólo será santa, sino que ya lo es.» Y a Fr. Diego de Yepes, que había sido su confesor, le dijo un día: «Si va por Toledo, no deje de ver a una monja que hay allí, que se dice María de Jesús, porque es santa.»
El detalle más significativo de la estimación en que la tenía, y también el más divulgado, es que la llamaba su «letradillo». Y a su examen y juicio sometió, siendo ya Santa Teresa provecta en edad y no contando María de Jesús más de veinte años, el libro inmortal de las Moradas, parte del cual escribió la Santa en el convento de Toledo. Cuando de aquí salió para no volver más, tomó a su discípula y la llevó delante de un Santo Cristo, ante el cual pronunció estas palabras: «Señor mío, sedme maestro de esta hija, que a vuestros soberanos pies presento.» Sucedía esto en junio de 1580. Ya no volvieron a verse en este mundo. María de Jesús siguió en adelante en su camino de contemplación y amor, totalmente entregada al ideal al que había consagrado su vida. Cuantos la trataron a lo largo de los años y los que después de muerta hubieron de declarar sobre su vida, afirmaban unánimemente que era el espíritu más parecido a Santa Teresa que habían podido ver. «Es un traslado suyo en todo», afirmaba Beatriz de Jesús, sobrina de la Santa.
Dato de singular relieve que no es posible silenciar es que, con mucha anticipación a Santa Margarita María de Alacoque, profesa particular devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a la Preciosísima Sangre de Cristo. Las ideas fundamentales de la consagración y la reparación por los pecados de los hombres, esenciales en el culto al Sagrado Corazón de Jesús, fluyen ya con naturalidad en las cartas y escritos de María de Jesús.
Como también sorprende, por lo que tiene de anticipación, lo que con toda propiedad podríamos llamar su espíritu litúrgico. Su vida de contemplación y de piedad se centró, guiada por Santa Teresa y San Juan de la Cruz, sobre el misterio de Cristo Mediador y causa gozo hoy comprobar cómo vivía el año litúrgico, con qué esmero y asiduidad hasta la muerte celebraba el Oficio Divino y cómo estimaba la participación en la Santa Misa. La Sagrada Eucaristía, en el sacrificio del altar y la posterior presencia en el tabernáculo, eran para ella la fuente del supremo consuelo y el término de sus adoraciones y alabanzas. «Uno no puede menos de sentirse conmovido –escribe el P. Simeón de la Sagrada Familia, Postulador General de la Causa– al leer las siguientes palabras con que la Venerable termina su carta del 16 de marzo de 1628 a D. Luis de Herrera, uno de sus amigos seglares: «me falta la vista de un ojo y el otro harto acabado lo tengo, mas del izquierdo no veo nada. Pídale vuestra merced a Nuestro Señor que no me quite la vista de este otro, sino que me la deje para ver el Santísimo Sacramento y rezar el Oficio Divino».
En este espíritu litúrgico educó a las novicias de que fue Maestra y a religiosas y religiosos de otras Ordenes y aun seglares, a los que llegó su influencia. Así se hace constar en la Ponencia del Relator general de la sección histórica de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos. Extraordinaria y maravillosa figura la de esta carmelita, hija fiel de la Iglesia, en la que se unen la más alta contemplación mística y la más fina y delicada atención a los misterios de la fe, vividos en la liturgia sagrada.
Murió el 13 de septiembre de 1640. En seguida numerosas personas empezaron a confiarse a su intercesión en el cielo y se extendió la fama de santidad que ya tenía en vida. Se hablaba sin cesar de curaciones y otras gracias obtenidas por los que se encomendaban a su valimiento. Y así ha venido sucediendo hasta nuestros días, no sólo por parte de las personas piadosas de Toledo, sino de otros muchos lugares de España y de los más remotos países, a los que ha ido llegando noticia de su vida, a través de los monasterios de Carmelitas descalzas y de las publicaciones de la Orden.
Aunque a raíz de su muerte los superiores provinciales de Castilla la Nueva ordenaron que se realizaran informaciones oficiales sobre su vida y virtudes, circunstancias diversas hicieron que pasaran siglos sin que se introdujese la causa de su glorificación.
Comenzaron estos trabajos en 1908 y cabe a la Curia Archidiocesana de Toledo el honor de haber ido cubriendo las etapas necesarias de un largo proceso de estudios y declaraciones, en diversas fases, hasta que la Causa pasó definitivamente a Roma en el año 1929.
Al fin, el Papa Pablo VI promulgó el Decreto de virtudes heroicas el 22 de junio de 1972. Y llega ahora el momento de su Beatificación, anunciada ya para el próximo día 14 de noviembre del presente año. La Venerable María de Jesús será exaltada desde el silencio de su amor a Dios y a la Iglesia, tan hondamente vividos, a la gloria que la Iglesia misma tributa a quienes así supieron amar.
La santidad en los conventos #
La vida de estas dos Religiosas, que ahora alcanzan de parte de la Iglesia el reconocimiento de sus virtudes para edificación nuestra, me hace pensar en vosotras, monjas de clausura, de vida contemplativa en nuestra Archidiócesis de Toledo, y por extensión, en todas las demás consagradas al mismo ideal, donde quiera que estéis.
Tenemos en Toledo 41 conventos de clausura, algunos de ellos en condiciones materiales de vida harto precarias. Pero no quisiera que desaparezca ni uno solo, antes bien, que todos y cada uno, con la ayuda de vuestro trabajo y con las aportaciones que podáis recibir, puedan subsistir digna y decorosamente, aunque en algún caso hubiera que sustituir los grandes e insostenibles edificios que la historia os ha dejado por otros más pequeños y fáciles de mantener.
Mas no es esto lo que quiero deciros. Me refiero principalmente al espíritu de vuestras comunidades, al alma interior de vuestra vida religiosa. Encuadradas en diversas órdenes, con reglas y constituciones distintas, tenéis todas algo en común, la consagración a Dios, que pide oración y sacrificio como testimonio de amor, reparación y de fe, para cooperar así a la redención de los hombres por medio de Jesucristo en unión con toda la Iglesia. Si ocupáis este puesto de honor, sabed estimarlo en todo lo que vale.
Quiera Dios que la glorificación de estas dos Siervas suyas despierte en las comunidades de vida contemplativa en nuestra diócesis un anhelo vivísimo de santidad, una revisión personal por parte de cada una sobre su propia vida, para eliminar egoísmos, pequeñas torpezas, perezosas condescendencias, posturas acomodaticias y rutinarias.
Necesitamos santas en las comunidades de clausura. Ni más ni menos. Santas que brillen con la luz de Dios, la cual, sea vista o no por los hombres, termina siempre por iluminar.
Todo lo que tiene de respetable y misteriosamente profundo un convento de clausura, cuando en él se vive la oblación y la entrega total por amor a la Iglesia y al Reino de los cielos, lo tiene igualmente de inútil y justificadamente despreciable cuando las comunidades pierden de vista la alegría de su condición de esposas del Señor, fidelísimas, abnegadas, llenas de delicadeza, que se sacrifican unas por otras y rivalizan sin darse cuenta, tanto como les permite su salud y su alma, en lograr una expresión comunitaria y eclesial de lo que es la esperanza en Dios y el servicio a los hombres en la mayor y más radical indigencia que la humanidad padece: la de la presencia de Dios.
En una sola frase resumiría cuanto quiero deciros, y es ésta: mantened a todo trance vuestra propia identidad. Las monjas de clausura deben ser precisamente así, de clausura, sin interpretaciones laxas de lo que la Iglesia os permite en determinadas circunstancias. A vuestra oración y vuestro sacrificio por amor debe acompañar siempre un clima de silencio, de recogimiento, de pobreza austera, de trabajo ordenado.
Los que dicen que la clausura hoy es inactual y que deben prevalecer sistemáticamente otras formas de vida religiosa, porque ésta es inútil, son unos locos. No hagáis caso tampoco a los que llegan hasta vosotras, por uno u otro medio, diciéndoos que hay que servir a los hombres, a las organizaciones de apostolado, al mundo seglar, a la familia, poniéndoos a disposición de todos y dejando lo particular de vuestro estado, para dar mayor testimonio de caridad.
Decid que sí, que hay que hacerlo. Pero añadid que vosotras lo hacéis con vuestro propio género de vida, que nadie debe arrebataros. Y que si, para ese intervencionismo que os piden, es necesario que se funden congregaciones religiosas o que tengan más vocaciones las que ya se dedican a ello, que las funden ellos o que trabajen por lograr esas vocaciones sin intentar quitaros la vuestra.
Añadid también que deseáis vivir hondamente los problemas de la Iglesia y del mundo, el ecumenismo, el de la fe activa y generosa, el de la renovación litúrgica, el de la formación teológica y bíblica adecuada, el de la justicia social y el trabajo de acuerdo con la dignidad humana, es decir, todo lo que la Iglesia santa os señala, pero que para eso, y conforme a vuestra vocación, pedís silencio, oración y contemplación de Dios y apartamiento de todo lo que pueda turbar vuestra específica y propísima condición.
La nieve de las montañas tiene que seguir siendo nieve. Si se pretende que ya en la cumbre sea agua caudalosa que riega la tierra, nos quedaremos sin caudal que corra después por los cauces lejanos y sin nieve que alimente los manantiales en la cumbre. Cada cual a lo suyo, a su tarea, a su función propia y todos ayudándonos a todos: éste es el camino.
Pensad también cada una en vuestras hermanas, las que forman parte de vuestra comunidad. Una excesiva atención a problemas personales o familiares propios puede dañar no sólo a vosotras, a cada una, sino también al conjunto de la comunidad con la que tenéis contraídas particulares obligaciones. No se trata de desconocer los derechos de la persona humana, como ahora tan indiscriminadamente se dice, sino de tener presente que la profesión se ha hecho dentro de una orden religiosa, con respecto a la cual, y sus comunidades en concreto, se han contraído las obligaciones honrosas de velar por el mantenimiento de la unidad y el perfeccionamiento progresivo de todas, exigencia ineludible de la caridad fraterna que quedaría prácticamente anulada si prevalece un inmoderado afán de seguir satisfaciendo anhelos que en otras circunstancias podrían ser legítimos.
Beatriz de Silva y María de Jesús conocieron y vivieron los problemas de su tiempo, y eligieron una determinada forma de ser testigos del amor de Dios y a los hombres sus hermanos. Pudieron haber elegido otra, porque eran libres. Hecha la elección, supieron ser fieles. Este es el secreto de la vida religiosa. Todas las renovaciones serán inútiles si se pierde el afán de una mayor perfección, en el sentido en que el Magisterio de la Iglesia y los ejemplos de los santos se señalan.
A todas os bendigo y para todas deseo que la celebración del doble acontecimiento represente un aumento en el anhelo de perfección y santidad que debe distinguiros.
Y a vosotros, sacerdotes y fieles de la ciudad y pueblos de la Archidiócesis, os pido que valoréis la importancia espiritual de este doble hecho, que os unáis conmigo y con las Ordenes religiosas de Concepcionistas y Carmelitas descalzas para dar gracias a Dios por el honor que la Iglesia ofrece a dos de sus hijas, y que os esforcéis todos por vivir una vida cristiana de más oración y sacrificio, para mejor cumplir vuestras propias obligaciones para con Dios y para con la sociedad.
A todos los párrocos y rectores de Iglesias ordenamos que un día de octubre, para honor de la que va a ser Santa Beatriz de Silva y otro de noviembre para la que será la Beata María de Jesús, celebren una fiesta en sus parroquias y templos, explicando a los fieles el contenido de esta carta pastoral que os he escrito pensando en la Iglesia, en Toledo y en nuestro propio estado de vida, que tanto necesita de la gracia de Dios y del ejemplo de los Santos para perseverar en el camino de la virtud.
Os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.