Conferencia pronunciada el 5 de abril de 1968, viernes de la Semana de Pasión.
Hemos llegado al final de este recorrido que emprendimos juntos la noche del miércoles de Ceniza. Los viernes que han seguido a aquella fecha, a lo largo de toda la Cuaresma, nos hemos reunido aquí, acogidos a la protección que ofrece siempre al espíritu, el venerable recinto de nuestra Catedral, acostumbrada hace muchos siglos a recibir el testimonio y la piedad de sus hijos, los de esta ciudad y esta diócesis de San Paciano, merecedora de que no se extinga nunca la gloria que la ha acompañado siempre en su camino. Como Pastor de la grey que se me ha confiado, he tenido el consuelo íntimo de poder dirigiros mi palabra para hablaros, no ya de un tema o una idea, ni siquiera de un sentimiento o de un deseo que no me hubiera sido prohibido exponer. Vine más bien para hablaros de un misterio suave, confortante, vivo siempre: el misterio de la fe.
¿Os acordáis? Os hablé del gozo que acompaña a la fe, de la esperanza, de las actitudes cristianas del hombre que cree, de la fe en Cristo Salvador y en la Iglesia, del optimismo y la confianza, del entusiasmo como respuesta objetiva y seria a la llamada de Dios, fundado en el hecho de Jesucristo, muerto y resucitado, para darnos la vida.
Mientras caminaba con vosotros, movido por la lógica de la reflexión y también, ¿por qué no decirlo?, por la responsabilidad especial que pesa sobre mí, no pude menos, antes al contrario, lo intenté deliberadamente, de referirme a las crisis y tensiones del momento que vivimos. He apelado con frecuencia a la palabra del Concilio Vaticano II y a la más cercana y próxima del Papa que rige los destinos de la Iglesia, como Vicario de Jesucristo. No he pretendido otra cosa que ofrecer a todos cuantos han podido oírme pensamientos que les den seguridad y les libren de perturbaciones peligrosas. ¡Ojalá no fuera preciso insistir tanto en la necesidad de estar precavidos! Temo, sin embargo, que durante bastante tiempo el peligro de la confusión seguirá amenazando a los espíritus. Hemos de seguir luchando denodadamente con paciencia y caridad, para que la luz no se apague. Que no se pierda ninguno de aquellos que Tú me diste (Jn 17, 11), digo con nuestro Señor Jesucristo en su sermón de la última Cena, cuando se refería a aquellos Apóstoles, a los discípulos y a todos los hijos suyos que el Padre le había confiado. Todo sacerdote debería aplicarse a sí mismo estas palabras, como un testamento sagrado, y hacerlas nuestras todos con humildad, para cumplir en todo instante con su exigencia solemne. Por eso yo trato de ofreceros la doctrina de la fe tal como la Iglesia, en su Magisterio auténtico, nos la presenta.
Hoy, antes de que lleguemos a los días sagrados que nos esperan, quiero hablaros, como final de estas conferencias cuaresmales, de la perseverancia en la fe. Sí, perseverar y ser siempre fieles a pesar de la oscuridad que nos envuelve. Hay que perseverar a pesar de las tentaciones, cuya aparición no podemos prever, porque surgen en todos los momentos y en todos los rincones de la vida.
Siguiendo a Jesucristo #
Escuchad esta narración que nos hace San Juan en el capítulo veinte de su Evangelio: es la de Cristo resucitado que se aparece a Tomás, el Apóstol que no quería creer:Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Le dijeron después los otros discípulos: Hemos visto al Señor. Mas él les respondió: Si yo no veo en sus manos la hendidura de los clavos, no meto mi dedo en el agujero que en ellas hicieron y mi mano en su costado, no lo creeré. Ocho días después estaban otra vez los discípulos en el mismo lugar, y Tomás con ellos. Vino Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio, y dijo: La paz sea con vosotros. Después dice a Tomás: Mete aquí tu dedo y registra mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel. Respondió Tomás y le dijo: Señor mío y Dios mío. Y dijo Jesús: Tu has creído, Tomás, porque me has visto; bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron(Jn 20, 24-29).
Observad el amoroso reproche del Señor: No seas incrédulo, sino fiel. Es un dulce imperativo, no un razonamiento; una conminación suave de su voluntad, no un exhaustivo análisis de motivos. Claro que, por delante, le ofrece la gran prueba, su propia presencia con las manos agujereadas y el costado abierto. Tenía que rendirse la dubitativa actitud del apóstol. Pero el tono del reproche encierra algo más. Ese no seas incrédulo, sino fiel, parece querer decir: ¿Por qué has de dudar, después de todo lo que pudisteis ver en mí? No sólo el hecho de que ahora esté yo aquí y puedas tocarme, sino todo el conjunto de mi vida, de la que tú has sido testigo, es suficiente para que tengas la certeza de que mis promesas se cumplen; no seas incrédulo, sino fiel. Y cuando el Apóstol exclama, lleno de amor y de humildad: Señor mío y Dios mío, Jesús pronuncia aquella frase, de la cual todos nosotros somos destinatarios: Bienaventurados los que no vieron y creyeron.
No es que Cristo contraponga a los Apóstoles y discípulos de entonces que le vieron, con los que no le vieron, ni a nosotros que no le hemos visto con los que sí que le vieron. No es que haga esta contraposición y quiera decir que nosotros somos bienaventurados no habiendo visto y que no lo son ellos que le vieron. No, no es éste el intento de Jesús. Quiere decir, sencillamente, que el que cree, aunque no haya visto, es objeto de bienaventuranza por parte de Dios, que le ha dado el auxilio indispensable para creer. Ese auxilio, esa gracia, ese don divino, esa fe, constituyen una auténtica bienaventuranza en el sentido evangélico de la palabra. El que cree, aunque no haya visto, es generoso, y ofrece a Dios el obsequio de su mente y su corazón; el que cree, aunque no haya visto, es leal, y corresponde con su lealtad religiosa a la soberanía de Dios que le ha llamado. Esta confianza humilde, ese obsequio del corazón, esa lealtad de la obediencia religiosa a Dios, que nos ha creado y redimido, traen al alma del creyente la paz. Por eso son bienaventurados, porque llevan en su interior la paz de Dios.
La paz del Señor, no la da el mundo #
Tocamos así el más alto secreto de la vida del espíritu: que un hombre pueda llevar dentro de sí la misma paz de Dios. Sólo el decirlo parecería un desatino irreverente, si no nos lo hubiera garantizado el mismo Dios, a quien pertenece la paz de que hablamos. El mismo evangelista San Juan, en los capítulos en que nos describe la última Cena del Señor con sus Apóstoles, nos ha dejado las palabras sublimes a las que el hombre sediento se vuelve sin cesar, deseoso de descubrir toda la íntima profundidad que encierran: La paz os dejo, la paz mía os doy. No os la doy yo como la da el mundo (Jn 14, 27). Y nosotros preguntamos: ¿qué paz es esa, Señor, la que llamas tuya, y por qué dices a continuación: No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde? Así, aun dejándonos tu paz, estamos expuestos al asalto del temor y de la incertidumbre. Por eso añadiste, como condición necesaria para mantener la paz tuya: Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede, de suyo, producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 4-5).
Mas no se trata de una unión con Cristo meramente intelectual y abstracta. Para que el corazón humano tenga paz, es necesario el amor, porque el corazón ha nacido para amar, como los ojos para ver. Por eso el Señor añade: Permaneced en mi amor. Si observareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, así como yo también he guardado los preceptos de mi Padre y persevero en su amor (Jn 15, 10). Se trata, pues, de abrir el corazón al misterio de Dios encarnado hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros. Entonces ya no vivimos de una ficción, ni de un sueño; esos sueños tan fáciles con que pretendemos adormecer las exigencias implacables de nuestra interioridad y de los que indefectiblemente despertamos hastiados de tanta vaciedad o asustados por el grito patético del alma que no quiere verse envuelta en las tinieblas. No hay paz, si no hay amor a algo tan grande que no pueda morir, es decir, al Dios infinito; y si, a la vez, no hay seguridad de sentirse amado por el mismo Dios. Porque, si no amamos, traicionamos nuestra naturaleza, y no puede haber paz en la traición. Y si no somos amados, sufrimos de soledad y no puede haber paz cuando el alma se encuentra en el vacío.
Pero no sólo a Dios. Cristo añadió: El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado; que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos. No me elegisteis a mí, sino yo os he elegido a vosotros. Lo que mando es que os améis unos a otros (Jn 15, 12-13 y 17). Así se completa el círculo en que se encierra la paz que el Señor promete. Se empieza deseándola, con una vida humilde y una fe respetuosa en el misterio. Se escucha después su palabra, la palabra de Dios, que nos trae la promesa que no falla. Sigue el esfuerzo por mantenerse unidos con Él. Se cumplen sus mandamientos por amor. Y de la altura de ese don divino, de la unión lograda con el que tanto nos ama, se pasa, distinguiendo, pero no separando, al amor fraterno de unos para con otros. Esta es la paz de Cristo, no la del mundo. Distinguiendo, digo, porque Dios es el primero, y si no amamos a Dios en quien están todos, nos cansamos de amar a los hombres, o amamos a los que nos gustan, lo cual es una forma de amarse a sí mismo. No separando, sin embargo, porque en vano decimos que amamos a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos. Todos los demás amores excitan, no sacian; entretienen, no llenan; atan, no liberan; ocupan, no alimentan; fatigan, no descansan; se extinguen, no permanecen. Esto es lo que pasa con todos los amores de la vida, con todos los afanes en que podemos ocuparnos, si nos falla el gran amor de Dios, tal como Cristo nos ha ofrecido la luz para entenderlo y vivirlo.
Recordad el capítulo sublime de la vida de un hombre de grandeza incomparable, San Agustín, obispo de Hipona. Tenía treinta y dos años. Su alma volaba por todos los cielos, ansiosa de luz. Su trato con Ambrosio, el obispo de Milán; la conversión de Marco Victorino, maestro de su juventud; la noticia de que habían entrado en religión dos jóvenes oficiales palatinos y sus dos prometidas, terminaron por conmover sus entrañas: “Yo me decía en mi interior –escribe él–: terminemos, terminemos. Mis palabras caminaban hacia la decisión. Yo iba a obrar y no lo hacía. No volvía a caer en el abismo de mi vida pasada, pero me quedaba en la orilla para volver a tomar aliento. Cuanto más me acercaba a esa vida en que iba a ser algo diferente, más me sentía detenido en una recrudescencia de espanto que, sin hacerme retroceder, me dejaba suspenso”. Las pasiones le tiraban por su vestido de carne, dice él con expresión insuperable. Y así, debatiéndose en este tormento interior, en aquel pequeño jardín en que se retira a llorar y meditar, envuelto en lágrimas su rostro, oye la voz de un niño que canta, y dice: “Toma y lee, toma y lee”. Y Agustín se levanta, coge el libro de las epístolas de San Pablo, lo abre al azar, y se encuentra con estas palabras: No de orgías y bebidas, no de deshonestidades ni lascivias, no de envidias ni querellas, sino revestíos de Cristo, el Señor Jesús. No penséis en dar gusto a la carne en sus deseos1. A partir de aquel día, en el itinerario de San Agustín empezó a brillar la luz de la paz que ya no se acabaría.
En esa imagen del joven africano, luchando en la soledad del huerto donde oye la voz misteriosa, teniendo a sus pies todos los éxitos del mundo, y, no obstante atormentado hasta lo indecible por la inquietud que le devora, está representado el hombre de todos los tiempos, falto de paz interior aunque lo domine todo, y dispuesto, al menos secretamente, a repetir con él: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Al final de su vida exclamaría también, con palabras que igualmente parecen escritas para todo hombre que tiene la experiencia de vivir: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y respiré; y suspiro por ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz”2, la paz de Dios, la paz de Cristo, la que supera todos los demás sufrimientos que pueden solicitar la atención del corazón humano.
Pero el problema sigue en pie: ¿Cómo asegurar el mantenimiento de la paz, es decir, la perseverancia en la fe que nos une con Cristo, que nos lleva a amarle y a cumplir sus mandamientos, entre los cuales aparece ese que él llama suyo, el que nos amemos unos a otros como hermanos? ¿Cómo lograr esta perseverancia en la fe? Cristo no hubiera dicho: Bienaventurados los que no vieron y creyeron (Jn 20, 31), si no fuera porque supuesto el don de la fe por parte de Dios, el cristiano cuenta con medios eficaces para perseverar. Existen, sí; y lo que se necesita es acudir a ellos.
Quiero referirme, aunque sea brevemente, a tres de estos medios, y son: la Eucaristía, la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, y el Magisterio eclesiástico del Papa y los obispos. El primero es un sacramento, la segunda una persona que es Madre de Dios, lo tercero una institución. El sacramento alimenta; la persona de María facilita los caminos, porque coopera con Dios en el misterio de su gracia y con el hombre en la resolución del drama de su destino humano; la institución del Magisterio orienta, da seguridad, librándonos de toda desviación equivocada. El sacramento lo ha instituido Dios mismo para el hombre; María fue elegida por Dios para Madre suya y de los hombres; el Magisterio lo garantiza también Dios mismo, para que la verdad sea segura, y permanezca al servicio del hombre.
Estas tres realidades sagradas han sido, pues, ofrecidas por Dios al hombre si se acerca al Evangelio. Luego ninguno que sea hijo de Dios puede permanecer indiferente frente a ellas, y todo el que tiene fe es hijo de Dios. Si, pues, Dios da a sus hijos un alimento que nutre, una madre que protege y una institución que certifica, aceptarlos con humildad es asegurar la perseverancia, desestimarlos es debilitarse, rechazarlos es ir contra Dios mismo y, por consiguiente, destruir la fe, y con la fe la paz y el amor a Dios y a los hombres, tal como Él nos lo ha preceptuado. Estas tres realidades pertenecen al constitutivo esencial de la religión católica y debemos proclamarlas y vivirlas, tanto más cuanto mejor queramos vivir el auténtico ecumenismo. Desafiar a los demás con nuestros dogmas sería monstruoso, pero disimular o deteriorar nuestros dogmas por un falso motivo ecuménico sería para con Dios una traición; no merecería de los hermanos separados más que el desprecio.
El sacramento de la juventud #
La Eucaristía, sacramento de la juventud. Hablo de la eterna juventud del alma, no de la edad juvenil del cuerpo. Creo en la Eucaristía porque Cristo prometió que nos daría su cuerpo como comida y su sangre como bebida; y lo que Cristo promete lo cumple; y lo cumplió en la última Cena. Creo en la Eucaristía porque me lo enseña la Iglesia infalible, desde los Apóstoles hasta hoy. Creo en la Eucaristía como sacrificio de Cristo en la Misa, al cual puedo unirme, sacrificio en que Cristo y yo, y todos con Él, damos gracias al Padre, imploramos, adoramos; sacrificio en que Cristo satisface por nuestros pecados y con Él podemos satisfacer nosotros; sacrificio en que Cristo hace a Dios propicio y misericordioso para el hombre, la familia, la sociedad, los vivos y los muertos. Y creo en la Eucaristía como sacramento que permanece, en el cual está Cristo real, verdadera y substancialmente, que se me da a mí, se me entrega para alimento de mi alma, consuelo de mis tribulaciones, fortaleza de mi fe, robustecimiento de mis virtudes, paz de mi corazón, acierto en mi camino, perdón en mis pecados, fuerza para mi caridad, gozo en mi infancia, serenidad en mi juventud, esperanza en mi ancianidad, viático en mi muerte.
Creo que Cristo está presente en la Eucaristía, y por eso alabo y fomento y pido que, por parte de todos los que creemos en Él, le amemos y le adoremos, se hagan visitas a Jesús Sacramentado, y que vayamos al sagrario donde Él espera; y busco y fomento y bendigo y alabo todos los actos que signifiquen adoración a la Hostia santa; y bendigo y alabo las asociaciones eucarísticas de fieles que cultivan y fomentan la piedad hacia el gran Sacramento del Amor. Creo que todo lo que me dice y enseña sobre la Eucaristía la Iglesia jerárquica, santa, católica, apostólica, romana, la Iglesia de los santos y de los mártires, desde las catacumbas hasta los que en el siglo XX, aquí en España y en Barcelona, murieron por su fe, recibiendo la Eucaristía que llegaba hasta ellos acaso en una cajita de cerillas, o era consagrada por algún sacerdote condenado a muerte que esperaba en la checa el momento de subir a su calvario perdonando y amando a todos. Creo en la Eucaristía, y quiero adorarla y unirme con mis hermanos para hacer esa adoración. Y ofrezco mi recuerdo lleno de emoción religiosa a esta Barcelona del Congreso Eucarístico Internacional, y deseo que permanezca siempre todo lo que allí hubo de plegaria, adoración, alegría, hermandad, sacerdocio, laicado ejemplar y comprometido, fe, amor y paz, y quiero cantar, como cantasteis vosotros:
“De rodillas, Señor, ante el sagrario,
que guarda cuanto queda de amor y de unidad;
venimos con las flores de un deseo
para que nos las cambies en frutos de verdad;
Cristo en todas las almas
y en el mundo la paz”.
Creo en la Eucaristía, porque el Concilio Vaticano II, tan mal leído por muchos y tan apasionadamente interpretado por otros, me dice así en su más importante documento, la Constitución sobre la Iglesia: “La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por medio del cual, Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado; y al mismo tiempo, la unidad de los fieles que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza –dice el Concilio– por el Sacramento del Pan Eucarístico” (LG 3). Y en la Constitución de la Liturgia, dice el Concilio que, “sobre todo, de la Eucaristía mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” (SC 10). Acudamos, pues, a esta fuente para lograr la perseverancia en la fe y la paz de nuestras almas. Si no acudimos, la perdemos; si la perdemos, sufrimos; cuando sufrimos, nos atormentamos; con el tormento, nos desesperamos; sin esperanza, todo se hace negro y oscuro, todo es problema, todo es tragedia; eso no es la vida de un discípulo de Cristo.
La devoción a la Virgen #
Apenas puedo deciros ya nada sobre los otros medios de perseverancia; la devoción profunda y sincera a la santísima Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, santa Madre nuestra, y la adhesión leal, respetuosa, constructiva y cooperante al Magisterio de la Iglesia, representado en el Papa y los obispos. Pero, aunque sea brevemente, quiero referirme a estos dos puntos.
La Virgen María, mujer de nuestra estirpe, llamada por Dios, porque Él lo quiso, a cooperar en la Redención. Efectivamente, coopera subordinada a Cristo y en el plano que corresponde a su condición humana; pero coopera con todas las consecuencias. Nos ama, es nuestra Madre, conservó todas las cosas en su corazón, acompañó a su Hijo, estuvo junto a la Cruz, Virgen de los Dolores, a la que hoy dedicamos el recuerdo de nuestra piedad filial en la Iglesia; asistió al nacimiento de la Iglesia en Pentecostés. La Iglesia la ha amado siempre, a ella ha recurrido, a ella recurre hoy también, y la pone como intercesora ante su Hijo, llamándola Madre. Es la Bienaventurada de todas las generaciones. Ave, María: humilde, pura, santa, fuerte, fiel, paciente, sufrida, generosa, bienhechora, justa, prudente, caritativa, pacífica, obediente, hermosa. Ave, María: yo te saludo en nombre de todos tus hijos, éstos que están aquí, todos aquellos a los cuales llega mi voz de hermano, que quiere poner en su alma los resortes para asegurar la perseverancia en la fe. Yo te saludo y pido para mí y para todos, que nos alcances ese don, tú que recurrirás siempre, cuando recurrimos a ti, para que tu Hijo siga intercediendo por nosotros ante el Padre.
Y oíd y escuchad el Magisterio de la Iglesia, y seguid sus instrucciones, y obedeced, obedeced con amor, con digna humildad que no destruye la dignidad del pensamiento humano, por el contrario, lo eleva de categoría al situarlo en la órbita de una relación con las promesas que Dios mismo ha hecho. Es Cristo el que dijo: Id y enseñad; el que a vosotros oye, a mí me oye (Mt 28, 19; Lc 10, 16). Si no obramos así, no hay unidad; si no hay unidad, cada uno fabricará su propia Iglesia. Pero ya no será la de Cristo, ya no podremos reconocerle a Él en ella, ya no sabremos cómo y por dónde nos es enviado el Espíritu Santo que Él nos prometió; ya no tendremos la paz suya, la que Él quiso darnos, porque, si destruimos la Iglesia suya que es donde Él dejó la paz suya, fabricaremos también paces falsas y engañosas que después nos dividen y nos consumen, en lugar de unirnos, contentarnos, saciarnos.
De ahí, pues, tres medios claramente señalados por Dios mismo para poder mantenernos en la fe, y con la fe vivir en la seguridad que esa paz de Cristo nos ha prometido.
Al principio os hablaba de que no deben asustarnos las tentaciones y las pruebas. ¿En qué época de la Iglesia no han existido? Y, ¿qué cristiano, que lo sea de verdad, digno de tal nombre, va a tener el privilegio de pasar por este mundo sin estar sometido a esa contrastación de su valor espiritual para seguir dando una respuesta fiel a Dios que le haga a él también merecedor de nuevas recompensas? Contamos con las tentaciones, vengan de donde vengan. Pero contamos también con los medios ricos, nutritivos, seguros, claros, fuertes, sagrados, que Dios ha puesto a nuestra disposición para poder vivir en paz con nuestra conciencia, de acuerdo con todas las exigencias de la fe. Estos medios no cambian, existen hoy como en el siglo III, como en el siglo I; existen en esta cristiandad de Barcelona, como pueden existir en la pobre cristiandad de un país de misiones, donde los cristianos, también en días como éstos, se acercarán a una pequeña choza que es su única Catedral, para adorar al mismo Cristo, para recibir la misma Eucaristía, para invocar a la misma Madre y para oír las enseñanzas de los mismos obispos. Así se puede seguir el camino, Cristo nos lo enseña. Sigamos, pues, todos por ahí, bien seguros de que, aunque no nos falten prueban y tribulaciones, el auxilio de Dios también nos acompañará. Perseverando en la fe, en el amor a Dios y a los hombres, siguiendo a Jesucristo, alimentándonos con su paz, nos santificamos, y en cada hombre que se santifica habita Dios, es decir, se produce una nueva encarnación.
La santidad cristiana, nueva encarnación #
Esta es la encarnación verdadera del cristianismo en la sociedad y en el mundo. Tiene que empezar por realizarse en el hombre, sujeto consciente y libre; y del hombre, transformado y elevado, pasa a través de sus actos responsables, al mundo y a la sociedad. Las estructuras económicas, políticas, sociales, técnicas, científicas, humanas en una palabra, tienen origen en el hombre, descansan sobre el hombre y están al servicio del hombre. Los cristianos tenemos el deber de luchar para mejorarlas. Esto es lo que se llama un cristianismo encarnado e intramundano. Trabajar sobre el mundo para perfeccionarlo constituye una tarea no solamente humana y social, sino estrictamente religiosa, porque el mundo está ordenado a Dios, y sólo viviendo en el mundo el hombre realiza su condición de criatura que avanza hacia las playas de lo eterno. Pero, si nos olvidamos de Dios, de su trascendencia, de la contemplación y adoración del misterio divino en su limpia infinitud, de que el mandamiento primero, el primero de todos es amar al Señor con toda nuestra voluntad, con todo nuestro corazón, con toda la fuerza de nuestro ser, no encarnaremos el cristianismo en el mundo. Iremos a ese mundo con frases y palabras, con movimientos gesticulares y grotescos, carentes de toda profundidad religiosa. Nuestros lazos con el mundo ya no servirán para el abrazo con el Creador que engendra vida nueva; se transformarán más bien en cadenas de esclavitud que terminarán por asfixiarnos entre las redes esclavizantes de todos los egoísmos.
Por eso es tan importante que todos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, absolutamente todos, tomemos conciencia clara en esta hora histórica que nos toca vivir, de lo que Dios nuestro Señor nos pide exactamente a cada uno. Avanzar hacia el mundo cumpliendo, todos, la misión propia que tenemos respecto a las cosas de la tierra no sólo es deseable; es también una orden y un mandato de Dios. Pero entrar en él sin llevar en las manos, en su singularidad propia e incanjeable, los dones de Dios, la vida de Dios, el corazón del mismo Dios, no para que se diluya y se confunda, sino para que, estando presente con el específico valor de su propia subsistencia, salve y redima; avanzar hacia el mundo sin llevar eso en las manos, para que ello con su singularidad propia, no diluyéndolo y confundiéndolo, actúe con su fuerza original, eso está prohibido por Dios al cristiano y al apóstol en el discurso de Cristo en la última Cena, en que nos habló de la paz, del amor de Dios y del mundo, y de cómo sus discípulos habían de tener su relación en el mundo.
Termino ya. Se acercan, hijos, los días de la Semana Santa. Dispongámonos a celebrarlos con honda piedad, y religiosidad pura. Aquí os espero, desde el próximo Domingo de Ramos. Celebraremos la Eucaristía el Jueves Santo; adoraremos, el Viernes, la Cruz en que fuimos redimidos, y meditaremos las palabras del que murió para darnos la vida; renovaremos las promesas de nuestra fe la Vigilia del Sábado; y cantaremos con alegría pascual en la preciosa mañana del Domingo de la Resurrección nuestra esperanza, nuestra fe, esa fe de la que os he hablado durante toda la Cuaresma, esa fe que nos une y nos da vida. Proclamémosla una vez más en ese canto del Credo en nuestra hermosa lengua catalana; proclamémosla, sí, esa fe que nos une, que nos hace amarnos, que es a la vez, cuando la cantamos en el Credo, una oración a Dios y un obsequio al mundo.
1 San Agustín, Confesiones, VIII, 12, 29.
2 Ibíd., X, 27, 38.