Conferencia pronunciada en el Club Encuentros, Madrid, el 24 de marzo de 1984. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio 1984.
Introducción #
Apenas llegó el Papa a España, el 31 de octubre de 1982, en el mismo aeropuerto de Barajas, pronunció las siguientes palabras:
“Hoy me trae a vosotros la clausura –en vez de la apertura– del IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, esa gran santa española y universal, cuyo mayor timbre de gloria fue ser siempre hija de la Iglesia y que tanto ha contribuido al bien de la misma Iglesia en estos cuatrocientos años.
Vengo, por ello, a rendir homenaje a esa extraordinaria figura eclesial, proponiendo de nuevo la validez de su mensaje de fe y humanismo.
Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. En una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de San Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la Reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca y la teología en Trento.
Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa impar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español. Tras mis viajes apostólicos, sobre todo por tierras de Hispanoamérica y Filipinas, quiero decir en este momento singular: ¡Gracias, España; gracias, Iglesia de España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo!
Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro”.
Habló así, no por mera cortesía y gentileza hacia la nación que visitaba, sino porque su conocimiento de la historia de la Iglesia le movía a hacer tales afirmaciones desde el primer momento. Al final de su visita, en Santiago de Compostela, momentos antes de subir al avión que le llevaría a Roma, habló en estos términos:
«Con mi viaje he querido despertar en vosotros el recuerdo de vuestro pasado cristiano y de los grandes momentos de vuestra historia religiosa. Esa historia, por la que, a pesar de las inevitables lagunas humanas, la Iglesia os debía un testimonio de gratitud.
Sin que ello signifique invitaros a vivir de nostalgias o con los ojos sólo en el pasado, deseaba dinamizar vuestra virtualidad cristiana. Para que sepáis iluminar desde la fe vuestro futuro, y construir sobre un humanismo cristiano las bases de vuestra actual convivencia. Porque amando vuestro pasado y purificándolo, seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con originalidad al porvenir.
Queridos españoles todos: he visto millares de veces, en todas las ciudades visitadas, el cartel de quien esperabais como «testigo de esperanza».
Los brazos abiertos del Papa quieren seguir siendo una llamada a la esperanza, una invitación a mirar hacia lo alto, una imploración de paz y fraterna convivencia entre vosotros.
Son los brazos de quien os bendice e invoca sobre vosotros la protección divina, y en un saludo hecho de afecto os dice: ¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!»
Era la despedida emocionada a ese pueblo, cuya vibración espiritual había percibido, de forma no engañosa, en su visita apostólica a los diversos lugares que recorrió. Repito nuevamente que estas palabras no estaban dictadas únicamente por la delicadeza de su espíritu que agradecía la correspondencia tan elocuente de quienes le habían aclamado con respeto y profundo cariño a lo largo de su viaje. En el Vaticano se conoce bien la historia religiosa de los pueblos de Europa, porque esta historia no se ha hecho sin Roma, y la corriente de los siglos ha llevado hasta allí constantemente los acontecimientos que en el ámbito de la civilización cristiana y católica han tenido lugar en cada uno de esos pueblos.
Al hablar hoy en esta tribuna y desde mi condición de Obispo de la Iglesia, de la que no puedo ni debo prescindir, me pregunto si la marcha de las cosas en España permitirá poder seguir hablando en el futuro en términos parecidos a los que ha utilizado el Papa en sus intervenciones. Señalo para una reflexión, que no puede agotarse en una hora, las siguientes observaciones.
Observaciones para una reflexión #
Crisis del mundo, más que de la Iglesia #
«Los verdaderos problemas que se presentan a la Iglesia tienen su origen en la sociedad en la cual está inserta. Es un tópico decir que el mundo ha cambiado más en los últimos ciento cincuenta años que durante los veinte o veinticinco siglos precedentes. Está en marcha una doble revolución que alcanza a las ideas y a la vida práctica, por otra parte estrechamente ligadas».
«La revolución de la ciencia y de la técnica altera completamente las condiciones de vida humana, no solamente disminuyendo el trabajo y aumentando el confort, suprimiendo las distancias, sino también, gracias a los progresos de la medicina, modificando totalmente el ritmo de crecimiento de la población, y, por consiguiente, el equilibrio entre las masas humanas».
«Todos estos hechos son literalmente revolucionarios. El mundo está en crisis: la humanidad está en crisis. Y la Iglesia, sociedad trascendente, pero formada por hombres, no puede ignorar esta crisis sin condenarse a ser la víctima. Es preciso que reconozca y acepte las nuevas condiciones en que la ha colocado la Providencia. Tal es, como se ha visto, el sentido de la palabra aggiornamento que utiliza Juan XXIII, y que empleó ya Pío IX. Se trata, si se quiere, de una adaptación de la Iglesia, de una modernización, dejando bien claro que estas palabras son bien poco satisfactorias para el teólogo a los ojos del cual es evidente que la Iglesia no cambia»1.
Crisis que afecta a la acción pastoral de la Iglesia #
Inevitablemente, en ese esfuerzo de adaptación, que la Iglesia ha tenido que hacer para poder seguir predicando su mensaje con suficiente credibilidad entre los hombres de nuestro tiempo, se han producido tensiones y desgarros en su interior y en su rostro visible, tal como era conocido por quienes vivían dentro de ella. La revolución industrial, la pérdida de las masas obreras, las nuevas culturas que prescinden de Dios, la comunicación fácil de los pueblos, las migraciones interiores y exteriores que desarraigan al hombre y deshacen la familia, y las guerras a escala planetaria, han dado origen a un nuevo modo de pensar, de sentir, de amar o de odiar.
La Iglesia ha sufrido hasta lo indecible al contemplar la realidad social en que tiene que moverse ahora, y fueron surgiendo por una y otra parte intentos de evangelización, acertados unas veces y equivocados otras, pero siempre nacidos de una generosidad innegable que nadie dejará de reconocer aun en medio de tantas turbaciones y ambigüedades.
El Concilio Vaticano II representa la culminación de los esfuerzos pastorales de la Iglesia en su diálogo con el mundo para atravesar la nueva frontera, sin perder su identidad.
Crisis que se ha manifestado también en España #
Esta crisis se manifestó también en España durante el siglo XIX, con la particularidad de que, en lugar de limitarse a provocar transformaciones sociales y culturales, se vio acompañada de enfrentamientos políticos, que dieron origen a tres guerras civiles, a la pérdida de los últimos vestigios del antiguo imperio colonial, y a una sensación generalizada de frustración y de amargura. Todo iba cambiando también en nuestra patria, pero violentamente, como si esta violencia fuera el signo que fatalmente ha de presidir nuestra marcha colectiva desde hace dos siglos.
Ya en el siglo XX las alteraciones fueron también constantes y dolorosas hasta desembocar en la gran tragedia nacional de 1936. Después, un régimen político que intentó, y en gran parte lo logró, la reconstrucción de España en el orden material, y fue pacificando los espíritus; aunque su excesiva prolongación sin asimilar en sus justos términos la presión mundial hacia nuevas formas de participación de los ciudadanos en la vida política, y las resistencias interiores que se le opusieron, le hicieron depauperarse progresivamente y entrar en la agonía a medida que iba envejeciendo la persona que lo encarnaba y lo mantenía.
Digo presión mundial, porque así fue. En el orden político la actitud idolátrica respecto a la democracia en tantos países; en el económico social, el nuevo capitalismo con sus organizaciones internacionales casi omnipotentes; en el sindical, las igualmente decisivas agrupaciones de influencia insoslayable; en el religioso, los cambios introducidos, y mal asimilados, del Concilio Vaticano II; en el cultural, el positivismo jurídico, las filosofías de la nada y los avances científicos impresionantes que aturden las conciencias y llevan a creer que el hombre lo puede todo; en el de las relaciones entre los pueblos, divididas las naciones en bloques antagónicos, sustentados unos por el mesianismo marxista, y otros por el dogma de la libertad omnímoda, aunque siempre oprimida esa libertad por la tiranía de los más fuertes y degradada por la inmoralidad de las costumbres hasta un fondo de vileza inconcebible; bloques que, por si fuera poco lo que generan de intranquilidad y malestar crecientes, pueden verse amenazados progresivamente por otro u otros que van surgiendo y que sólo esperan alcanzar el desarrollo suficiente para pasar la factura, los pueblos asiáticos, los africanos, los del centro y sur del continente americano.
Este es el paisaje sombrío dentro del cual España ha iniciado su andadura hacia una transición que a veces parece que está condenada a ser perpetua, porque es más fuerte la impresión de inseguridad que la de quietud estable ante los buenos resultados.
Factores que concurren al cambio y ruptura histórica #
Pienso que el error más grave que se está cometiendo en la vida española actual es el de olvidar o querer destruir nuestra propia cultura, es decir, nuestro modo de ser y de interpretar el sentido de la existencia. Comprendo que para la buena marcha de un pueblo, como para la de una persona, por el camino que ha de recorrer, mientras quiera seguir siendo tal pueblo o tal persona, le es absolutamente necesario revisar con frecuencia la propia marcha, para incorporar a su esfuerzo de caminante de la historia los hallazgos que encuentra en su camino, rectificando lo que sea necesario, para seguir adelante según sea el horizonte, el clima, el suelo, la estación, es decir, según las épocas y las dificultades que se presenten o las metas que se desea alcanzar. Esta tarea de eliminación de obstáculos o de allanamiento de senderos, de rectificación o purificación de propósitos, en un hombre o en un pueblo, es, al fin y al cabo, una consecuencia que nace de la solidaridad humana, del influjo inevitable de unos sobre otros dada la común condición, de las leyes y condicionamientos del progreso.
Pero una cosa es enriquecerse en la marcha propia con las aportaciones que llegan de los demás, en un sentido o en otro, y otra muy distinta cortarse los pies para caminar mejor con el pretexto de que duelen o de que estorba el calzado que se lleva en aquel determinado trecho del camino.
Esto es lo que está sucediendo en España. Nuestro pueblo tenía –y tiene todavía– una cultura cristiana y católica. Más que tener deberíamos decir que vivía y en gran parte vive de ella y en ella. Pero se la está olvidando y empobreciendo de una manera deliberada y consciente. Diversos factores concurren, en mi opinión, a producir este hecho doloroso, de los cuales enuncio los siguientes:
1º Las leyes que, partiendo de una determinada filosofía política, quieren construir un tipo de hombre español nuevo, con total olvido de lo que la ética cristiana señala, o a lo sumo con atención casi exclusiva a un aspecto –importantísimo sí, pero no único– de la ética social, referido a la distribución de la riqueza y el bienestar.
2º La tremenda frivolidad y ligereza de nuestros conciudadanos en este orden de cosas, que les hace capaces de dar diez millones de votos a un determinado partido político que proclama la necesidad del cambio, sin pensar en qué va a consistir el cambio, o creyendo, porque así les parece a la hora de votar, que ese cambio se va a limitar a lo que a los votantes les agrada que cambie.
3º Ciertas actitudes de la propia Iglesia española, que ha tenido que esperar a que viniese a España Juan Pablo II para que se dijeran al pueblo español las claras y estimulantes palabras que él pronunció sobre nuestra historia de pueblo católico, sobre las relaciones entre fe y cultura, y sobre cómo hay que conciliar el respeto a una situación nueva, originada por la separación de Iglesia y Estado, con el mantenimiento de la identidad católica sin ambigüedades ni confusionismos.
4º Una absoluta falta no ya de originalidad, sino de confianza en nosotros mismos, que nos hace incurrir en el absurdo papanatismo de la llamada progresía, en virtud de la cual no se hartan de imitar lo peor y más vulgar de lo que ven fuera de aquí, confundiendo moral con religión, Iglesia con clericalismo, libertad con anarquía, apertura con desvergüenza y procacidad. Causa sonrojo leer la mayor parte de los periódicos y revistas españoles de hoy, y no digamos ver la televisión o escuchar la radio.
Realidades y esperanzas #
Estamos rompiendo con el sentido cristiano de la vida #
Una ley orgánica de la educación que impida prácticamente a los padres elegir el tipo de formación que desean para sus hijos es monstruosa. La despenalización de la droga multiplica la delincuencia, no favorece a nadie, y hace preguntarse a los ciudadanos para qué sirve la libertad tan proclamada si no se puede usar de ella con tranquilidad y con decoro. Socavar, por un lado, la institución de la familia, y privar, por otro, a la juventud de las defensas que necesita para protegerse de las tempestades propias de esa edad, lleva fatalmente a la ruina moral de una nación porque destruye sus cimientos.
Esta ruptura con el sentido cristiano de la vida que ahora irrumpe en España bajo la bandera de la modernidad y del progreso tiene mucho de antigualla académica desde los tiempos de la Ilustración, y de reivindicación social apasionada y turbulenta desde la Revolución Francesa. Se ve que no hay más remedio que tener que aguantar y sufrir estas gangas de los ateísmos teóricos o prácticos junto a los legítimos esfuerzos de clarificación que se encuentran en la primera; o de las luchas tan duras y agotadoras que acompañan a la segunda, en medio de lo que tienen de legítimo anhelo de justicia. Lástima que los hombres no seamos capaces de servir a una causa, al menos parcialmente justa, sin hacernos esclavos de otra que no lo es; y que para curar una enfermedad haya que esperar a que se produzcan muertes. Pero así parece que es el destino fatal de la pobre condición humana.
“Abrid las puertas al Redentor” #
Tanto en el Occidente, con sus libertades, como en el bloque oriental con su ateísmo militante y su marxismo al servicio del imperialismo soviético, aparecen rupturas con la presencia de Dios enla sociedad; y proclamaciones, no del todo involuntarias, de la necesidad de ese Dios que es rechazado. Víctima de esas contradicciones, y en nombre de una cultura que quiere ser nueva, en una parte y en otra, tienen muchos la impresión, o creen tenerla, de que el cristianismo ya no sirve y que hay que buscar otra cosa. Pero se equivocan los que piensan así. Porque luego resulta que los adoradores de la libertad sin límites terminan en las filosofías de la nada o de la náusea; y los de la revolución del igualitarismo planetario asfixian a media humanidad con su totalitarismo aborrecible.
En estas circunstancias uno se pregunta qué suerte puede correr ese cristianismo con el que se ha roto, en tantas manifestaciones de la nueva cultura del hombre, a cuyo amparo se alimentan tantas expectativas de futuro, o en virtud de la cual simplemente se camina sin preguntar ni esperar nada, gregariamente, en las diversas granjas y los diversos “1984” que se han escrito con más o menos dotes de profecía y de ingenio. Y desde luego el que discurra desde su fe en Dios y en Jesucristo, del cual sabe que ha sido enviado para recapitular en Éltodas las cosas (Ef 1, 10), no puede aceptar ninguna clase de fatalismo nihilista, así como así.
Por lo pronto, estamos viendo que, por primera vez en la historia de los siglos, un hombre que desde el primer día de su Pontificado gritó con fuerza: ¡Abrid las puertas al Redentor!, está llamando a todas esas puertas, también las del mundo africano o asiático, como nadie lo ha hecho hasta aquí. No disimula ni oculta nada. Se presenta como lo que es, el Vicario de Cristo en la tierra. Esas puertas no se le cierran. Y si alguna vez sucede, él espera siempre, y vuelve a llamar. No lleva otra riqueza que ofrecer sino la palabra de Cristo. Y regresa al Vaticano, por supuesto, sin haber bautizado a los pueblos ni haber convertido a los Emperadores. Ya no hay Constantinos en Roma, ni Recaredos en España, ni Clodoveos en Francia.
Permanecen los valores redentores de la humanidad #
En el mundo de hoy, hay en cambio, en medio de tantas tinieblas, unos cuantos valores de magnitud creciente y auténticamente redentores de la humanidad. Son, por ejemplo:
a) El mayor acercamiento de los pueblos, que lleva a un mejor conocimiento y puede fomentar la amistad.
b) La conciencia cada vez más viva de los derechos humanos.
c) El anhelo de paz y la posibilidad de actuaciones colectivas para manifestarlo, sin que quede como materia reservada a los gobernantes.
d) El oleaje de las solidaridades que hacen sufrir más que ayer por los sufrimientos de los demás y querer ayudar mas y mejor a los que necesitan ayuda.
Valores humanos, porque son evangélicos #
Esto lo sienten los pueblos hoy más que nunca. El Papa también lo predica. A primera vista, parece que no son valores cristianos. Pero resulta que cuando se buscan sus raíces más sólidas y su fundamento último, los derechos humanos no tienen sentido si no se apoyan en la dignidad del hombre, y esta dignidad no se explica más que admitiendo que el hombre es hijo de Dios (Evangelio y teología). La solidaridad que hace sufrir con los que sufren y ayudar al que lo necesita, es amor (Evangelio y teología). La paz, sin la cual no se puede vivir, es exigencia de la justicia, del perdón, de la grandeza de corazón, de la bienaventuranza evangélica que habla de los pacíficos.
Es decir, un mundo que parece tan alejado de lo cristiano, busca cada día, como el hambriento el pan, soluciones que son, en el fondo, cristianas, no sólo humanas como aspiración de la humanidad; y un hombre que puede dirigirse a ese mundo con el «lenguaje con que lo hace el Papa, habla también de esos temas –la paz, el trabajo, la familia, la limpieza de costumbres, el sexo, la solidaridad, la dignidad de las personas , etc.– como de algo que pertenece al patrimonio de su mensaje propio. Sólo falta que se termine hablando, en un lenguaje común, de la necesidad de un Redentor, en el cual creer con amor y esperanza. Ese mundo todavía no lo hace. El Papa sí, y no parece que esté equivocado. Mucha atención a este fenómeno, del que nosotros estamos siendo testigos. Quizá nosotros no, pero las generaciones que nos sucedan van a ser también beneficiarias de ese singular encuentro de la necesidad que clama con dramatismo y de la palabra que se ofrece con mansedumbre evangélica, frente a los sistemas políticos de una y otra parte, ambos incompletos; y frente a las rupturas de uno y otro proceso histórico, ambas decepcionantes.
No podemos dilapidar una herencia magnífica #
Por eso es tan doloroso comprobar que en un país de tan vieja y espléndida tradición y cultura cristianas como España, a pesar de nuestros fallos personales y colectivos, se presente, como solución reclamada por la modernidad, una ruptura pedante y ciega con las fuentes de donde mana ese sentido de la vida, que se apoya, en último término, en la revelación del Hijo de Dios. Aquí se sembró hace mucho tiempo una semilla. Ha dado, a lo largo del tiempo muchos frutos. Se mantiene una herencia. Dilapidarla tontamente es como arrancarnos los ojos, creyendo que vamos a ver mejor. Por el contrario, el marxismo envejece inexorablemente y los restantes materialismos sólo se mantienen por el poder del dinero.
La sociedad española necesita tener confianza en su tradición cristiana y vivirla con autenticidad. Ahí está la solución. Se necesitan, si, partidos políticos que luchen con intrepidez y sagacidad en este frente. Pero creo que se necesitan, aún más, asociaciones y grupos intermedios, culturales, filosóficos, históricos, vecinales, deportivos, familiares, de adultos. de ancianos, de jóvenes, etc. Todo esto serviría para robustecer una sociedad desvertebrada, pero no vacía. La fe cristiana no es para mantenerla pasivamente, sino para propagarla. Cuando no se hace así, muere inevitablemente y hace del individuo que la posee sólo para si, un egoísta, que es lo más contrario al Evangelio.
Conclusión #
No ha sido el egoísmo, como pecado colectivo, un vicio de España. Por el contrario, las empresas más fecundas de su historia han sido inspiradas por un noble ideal de generosidad y entrega a los demás, como afirma Sánchez Albornoz. En diciembre de 1982, con motivo del homenaje que le fue tributado por la Federación de Centros Españoles de la Argentina, habló así:
«Nací a la vida del espíritu cuando resonaban aún las crueles críticas a España de la llamada ‘generación del 98’. Habían sus hombres presenciado la crisis de nuestro imperio colonial, y vivían, además, horas turbias de la política interior española. Ese doble encontronazo provocó sus desmesuras. Costa afirmó que debía cerrarse el sepulcro del Cid; y Unamuno gritó: ¡Abajo Don Quijote!
Tampoco fue justa con España la inmediata generación literaria que presidió Ortega y Gasset. Para éste nuestro imperio fue un salto a lo Gengis Kan, y no pudimos transmitir ninguna cultura, porque nunca la habíamos tenido. Su ‘España invertebrada’, basada en un desconocimiento de nuestra historia, fue muy cruel con nuestra patria.
No me dejé ganar por el terrible pesimismo y me consagré a una empresa difícil: la de estudiar serena y científicamente nuestro ayer. Nuestro remoto ayer, en el que se hundían las raíces de nuestro presente. Dura y arriesgada aventura. Liberal y demócrata por educación y convicción, la dictadura de Primo de Rivera me empujó a la vida pública. Después –lo he dicho muchas veces– Dios me apartó drásticamente de esa aventura y me forzó a seguir mi destino; el que Él me había señalado en mi infancia. Y todos conocéis mis gestas a partir de 1936.
Para conocer el hoy de España era preciso estudiar su contextura vital, su herencia temperamental, su remoto ayer. Las jornadas que a ese examen consagré en el exilio, en Francia primero y en Argentina luego, me permitieron alcanzar una imagen histórica de nuestra patria mucho menos sombría que la triunfante hasta allí…
Sí, junto a mis continuos y nunca interrumpidos trabajos de investigación histórica, he querido dejar una visión de conjunto de la obra magna, inmensa, de España. Hemos sido, quizá, los españoles, desde siempre, duros y violentos, pero a la par creadores de civilizaciones y difusores de ellas.
Nos tocó defender a Europa del Islam y después traer a este lado del Atlántico la civilización occidental. Ningún pueblo del mundo tiene en su haber un doble servicio a la humanidad parejo al nuestro. Nos agotamos en el esfuerzo enorme. Pero no fue nuestro imperio un salto a lo Gengis Kan, como injustamente afirmó Ortega. Nada queda de ese imperio, y del nuestro queda la América Española; y la transformación del Atlántico en el nuevo mar de la civilización; y la América Hispana que cada día pesará más en la vida espíritu al y material del mundo. Y queda la misma realidad histórica de Europa, a cuya creación contribuimos con nuestras creaciones espirituales y liberándola de la barbarie islámica y turca. No olvidemos que desde hace quinientos años los pueblos musulmanes no han aportado nada, nada, a la civilización»2.
1 Jean Daniélou, El Concilio de Juan XXIII, Barcelona 1962, 104.
2 Diario YA, 5 de diciembre de 1982.