Artículo publicado en ABC, el 30 de marzo de 1994 el viernes santo
A más de veinte siglos de distancia del momento en que sucedieron los hechos, los que profesamos la fe cristiana conocemos suficientemente las narraciones evangélicas sobre la muerte de Jesús. Y en países de tradición católica tan densa en sus manifestaciones externas como España, todavía son muchos los que escuchan el eco que despiertan en sus conciencias las palabras de aquel moribundo a quien crucificaron entre los ladrones la tarde del Viernes Santo.
No hace falta insistir en ello. Siglo tras siglo han seguido a Jesucristo camino del Calvario esclavas de pies descalzos y reinas que le ofrecieron sus coronas, hombres valientes y aguerridos como Ignacio de Loyola y místicos que llevaban prendida en su corazón la insignia de la fraternidad universal como Francisco de Asís.
El pueblo no ha necesitado saber mucha teología para comprender que lo que se conmemora y se celebra hoy en nuestros templos y en las calles y plazas de nuestras villas y ciudades es la muerte redentora del Hijo de Dios, el acto más trascendental de la relación de Dios con el hombre precisamente para consolidar sobre cimientos indestructibles la relación del hombre con Dios.
Si efectivamente el que muere es el Hijo de Dios, víctima de tantas crueldades e ignominias, tiene que ser por un motivo inmensamente poderoso y para poder ofrecer los beneficios de su muerte no a un pequeño grupo, sino a todos los que lo necesitan, que son todos los hombres de todos los tiempos.
En Semana Santa todos los que creemos en Jesús, o sin creer del todo en Él, nos acercamos a meditar en su vida o su mensaje, nos sentimos pecadores, manchados, culpables de algo. He ahí el motivo: Cristo murió para quitar esa mancha y hacer que desaparezca la maldad que, junto a la cruz del Calvario, nos hace sentirnos reos. Y en cuanto al beneficio que de ahí brota, ¿a quiénes no ha llegado? Tantos y tantos son que aun siendo muchos los que ni siquiera le conocen, al menos se benefician silenciosamente del deseo de llegar hasta esos beneficios por el amor que tienen los que le han conocido y oyen en su conciencia la llamada que Dios les hace, para que pongan sus ojos y sus manos de colaboradores de la Redención en la familia universal de la humanidad. Tantos y tantos misioneros que no han pedido señales como los judíos ni sabidurías como los griegos, sino simplemente las palabras de Jesús crucificado, según lo que escribió San Pablo en su primera carta a los de Corinto.
No es fácil, o por lo menos es mucho más difícil que antes, llevar al ánimo de los hombres de hoy, aunque sean creyentes, la convicción de la maldad del pecado. Es éste uno de los éxitos de la sucia cultura del hedonismo, si no se quiere decir de Lucifer: haber convencido al hombre de la inanidad de su acción u omisión pecaminosa. Pero cuando en lugar de un solo pecado se contempla ese océano de maldades que cubre la marcha de los hombres por los caminos de la vida, es más fácil comprender que para alcanzar el perdón de Dios y restaurar la amistad perdida se necesita otro océano de pureza y un sacrificio de valor infinito que dé satisfacción a la justicia de Dios y haga sentir de nuevo al hombre que está hecho a imagen y semejanza de Dios, con capacidad para ser su hijo adoptivo y llamarle Padre.
Están los crímenes de tantos Caínes, tantas guerras alimentadas por el odio y la venganza, tanta y tan miserable corrupción que crece y se extiende al amparo de una desvergüenza infame… Y luego el tránsito de los delitos de índole individual a los pecados sociales de muchos pueblos contra pueblos, epulones saciados contra Lázaros hambrientos, desprecios y olvidos hirientes, injusticias clamorosas… Naciones hundidas en la miseria y explotadas inicuamente por los más poderosos… Esa soberbia de hombres y mujeres que convierten sus cuerpos en simples objetos de deseo, los abortos consentidos y presentados como una conquista del progreso, las idolatrías con que se rinde culto a los dioses del dinero, del sexo y la droga, el enriquecimiento salvaje a costa de los demás, esa atroz autosuficiencia con que tantos y tantas se erigen en déspotas que manipulan o apagan hasta el eco de los mandamientos, para que ni siquiera puedan sentirse invitados a un inicio de rectificación humilde.
Para luchar contra esto y rescatar al hombre de tantas tinieblas se ha necesitado la muerte «voluntariamente aceptada» del Hijo de Dios. Muerte por amor, no por consunción, que se acompaña en el que muere de aquellas palabras sublimes con las que pide perdón para quienes le han puesto en la cruz, porque no saben lo que hacen.
Jesús murió, pero no para permanecer en el sepulcro. A su muerte siguió la resurrección, y esto es lo que explica el fenómeno del cristianismo, que resplandece en el mundo como una luz que se propaga sin cesar. No ha sido inútil la muerte de Cristo, no. Hoy mismo, a pesar del peso abrumador de tantos pecados en la sociedad en la que vivimos, son muchísimos los que se benefician del amor y del perdón de Dios. No hemos sido redimidos con oro ni plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, y esta conciencia de haber podido ser beneficiarios de tal rescate no se ha extinguido, sino que crece cada día más en multitud de grupos y asociaciones seglares más vivas que nunca.
Hace algunos años que escribió Von Balthasar, uno de los más grandes teólogos de nuestro tiempo: «Ha habido que esperar a nuestro siglo para ver brillar en la Iglesia una tal variedad de movimientos laicales independientes. Algunos han continuado orientándose en función de los grandes carismas del pasado, pero la mayor parte han nacido de impulsos nuevos muy particulares del Espíritu Santo».
Quizá en España se han extendido más que en otros países el miedo y la cobardía a proclamarse sencillamente cristianos, católicos, discípulos del Señor. Como a Pedro en la noche de la Pasión, alguien podría decir a muchos: «Tú también eras de los que estaban con Él». Y muchos contestarían: «Qué dices, mujer. No era así». Y seguirán diciendo lo mismo hasta que algún día, cambiadas las cosas, salgan fuera a llorar amargamente.
Esas frases que se oyen con frecuencia: «Yo creo, pero no practico…». «Cristo sí, la Iglesia no», «Yo obro según mi conciencia», etcétera, no son más que evasivas cómodas para procurarse una falsa tranquilidad. La redención no es una leyenda ni una fantasía producto de imaginaciones calenturientas y excitadas, efusión del Espíritu en Pentecostés. Pedro, hasta entonces acobardado y huidizo, habla a unos y a otros con intrépida decisión: «Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados… Disteis muerte al príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos… Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados… Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Jesús es la piedra rechazado por vosotros. En ningún otro hay salvación, pues ningún otro hombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos».
El que habla así es Pedro. Y a mucha distancia, en una isla perdida del océano o en una ciudad populosa, en los tiempos antiguos, en la Edad Media, o en nuestros días discípulos de Pedro, en soledad o en compañía, repiten las mismas palabras serenamente, humildemente, sin gritar, quizás esperando ellos mismos la muerte martirial y contribuyendo a que corra, junto con su sangre, el agua limpia y viva a que se refirió Jesús, según se nos dice en el Evangelio de San Juan. Nada de histeria colectiva ni encendida autosugestión. Es el cumplimiento silencioso y heroico de otra palabra de Jesús: «Seréis mis testigos».
Esta fidelidad inquebrantable de tantos es también un acto de amor, compensatorio de tantas ingratitudes y maldades. Sólo Dios sabe qué actitudes pesan más en la balanza, si las del amor o las del egoísmo.
De hecho, los que perseveran en el amor no caminan solos porque Cristo va con ellos, según la consigna que Él dio para conocer a sus discípulos. Los otros, los que parece que desprecian la redención y no quieren saber nada de ella, la buscan a tientas y, atraídos por otras luces que sus ojos ciegos creen ver, la encuentran con frecuencia, vencidos por el dolor o la alegría que les hace exclamar: «¡Dios mío, Dios mío!»
Es urgente hoy que los cristianos que quedan en nuestra vieja Europa, empeñada en la construcción de la unidad, no tengan miedo y proclamen con firmeza que creen en la redención verdadera, la de Cristo, sin la cual no se realizará la unión de los espíritus. De lo contrario, nuestra amada Europa, nuestra amada España, pueden morir de inanición.
Pero ni siquiera basta el proclamarlo así. Es necesario hablar y explicar. Lo que Jesucristo dice o está escrito en el Evangelio debe ser leído, hablado, comentado. Un poco más de cultura religiosa, que está al alcance de cualquier persona instruida, facilitaría la comprensión de la misión redentora de Cristo y ayudaría a un cambio de mentalidad en nuestra estimación del hecho religioso católico. ¿Por qué no hablamos más de Dios entre nosotros? ¿Quién si no puede dar sentido a nuestra vida y a nuestra muerte?