Comentario a las lecturas del I domingo de Cuaresma. ABC, 16 de febrero de 1997.
Los creyentes nos disponemos a iniciar el camino hacia la Pascua, que es duro y difícil. La Pascua no es un acontecimiento que aparece de pronto y como de repente en el curso de los días, como un recuerdo fugaz de algo religioso. A la Pascua se llega, se sube, se asciende. Ciertamente la vida es siempre un caminar a nuestra propia pascua de resurrección. Todos caminamos hacia el encuentro con Cristo en el momento de morir, unos un poco antes, otros un poco después.
Pero este tiempo de Cuaresma, los que creemos y amamos al Señor, debemos vivirlo como tiempo de conversión, como renovación ascética de nuestra vida, como invitación del comienzo de nuestra vida pública. Bendito sea Dios, que con su misericordia nos llama cada año durante unas semanas a un diálogo de amistad y de amor a Él, para purificarnos y caminar con su Hijo divino hacia la cumbre, en que siempre nos espera.
Jesús inició su marcha hacia la Pascua impulsado por el Espíritu Santo, que le lleva al desierto, donde se somete a un prolongado ayuno y a tentaciones, que intentan desviarle de su camino. El desierto en la Biblia ofrece una doble perspectiva: experiencia de intimidad con Dios y lugar de prueba, donde se pone al descubierto lo que hay en el fondo del corazón.
El pequeño fragmento del Evangelio de san Marcos está lleno de sugerencias, que relacionan a Jesús con la experiencia del Éxodo: desierto, ayuno, tentaciones superadas que expresan la intimidad de Cristo con el Padre y la nueva Alianza, que ya se manifiesta en la vida humana de Jesús. Terminada la prueba, inmediatamente marcha el Señor a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. ¡Convertíos y creed en el Evangelio!
Al anunciarnos la cercanía del Reino de Dios nos pide superar el pecado y entrar en una amistad confiada con Dios. La Cuaresma es una llamada urgente a actualizar esta alianza. La Palabra de Dios nos invita a ello. Es necesario que nos descubramos pecadores, que necesitamos salvación, y sólo así se despertará en nosotros la esperanza en Dios, que se nos entrega como nuestro Salvador.
Lo peor es que la Cuaresma ha perdido en muchos creyentes vigor expresivo y fuerza restauradora del espíritu. Por muchos motivos, de los cuales el más lamentable es que hemos perdido el sentido del pecado. Estamos insatisfechos, no tenemos paz interior, pero no nos reconocemos pecadores. Llega a parecemos anacrónico incluso el grito del Señor: ¡Convertíos y creed en el Evangelio! Pensamos mucho en cambio de estructuras, pero no de corazones, de todo lo que de verdad nos aplasta, oprime y aliena. Todo pecado nos daña a nosotros al cometerlo, pero daña también a los demás: es la piedra que, arrojada a la orilla del mar, según decía Pascal, mueve a todo el océano. Y el superarlo no solo nos hace bien a nosotros en el ámbito individualizado de nuestra conciencia, sino que repercute en los demás, en las familias, en el ambiente de la profesión y del trabajo, en el grupo a que pertenecemos por un motivo o por otro.
Nos hemos olvidado de cultivar dentro de nosotros actitudes tan serias y tan profundas como las de conversión, mortificación, sacrificio, renuncia, silencio… Deberíamos hacer un esfuerzo para recobrar la fe en esta noble ascética del vivir cristiano, y convencernos de que ello no va contra la alegría, ni contra la esperanza: es sencillamente el camino hacia la Pascua.