Comentario al evangelio del II domingo de Adviento. ABC, 10 de diciembre de 1995.
La liturgia da un paso más en este segundo domingo de Adviento, y quiere hacernos sentir que la paz y la alegría están cerca. Cuando llegue la noche de Navidad, habrán pasado estas semanas, durante las cuales la voz del profeta Isaías nos avisa de que ya se siente el calor de un nuevo sol y una nueva tierra. El que va a nacer viene revestido de justicia y de amor.
La esperanza va a ser como la brisa serena, que refresca constantemente nuestra frente cansada. Nuestra vida no será nunca un cuento narrado por un idiota, según la vieja frase del desesperado Macbeth. Todo sonríe, todo cambia para el bien. El lobo habitará con el cordero, el león correrá junto al buey, el niño meterá su mano inocente en el escondrijo de la serpiente y no le pasará nada. Son imágenes propias del estilo oriental. El que las lee y las medita traslada su significado literario al de los símbolos y ve en ellas eso, el lenguaje simbólico referido a la paz deliciosa, que la venida de Cristo va a traer al mundo.
Pero dado lo que es la naturaleza del hombre y su inclinación al mal, no puede faltar la llamada a la conversión, al esfuerzo continuo por mantenernos en la relación amorosa con Cristo, el Salvador, que nos acoge a todos y es fundamento, con su resurrección, de nuestra esperanza.
Figura clave del ambiente, que aparece hoy con todo su relieve, es Juan el Bautista. Él es la denuncia implacable contra el fariseísmo, la llamada a preparar los caminos del Señor, la voz que desde el desierto predicaba la universalidad de la salvación, de la acogida por parte de Cristo a judíos y gentiles. Esto es la conversión, el estar alerta, la responsabilidad religiosa, no solamente ética, la realización de nuestros mejores deseos, el levantar constantemente la bandera de las ilusiones nobles, el mantener el entusiasmo para que a nuestro alrededor haya más amor, más alegría, más bondad, más solidaridad, más acogida a los que sufren. Siempre más de todo lo bueno. Esto es vivir con esperanza y creyendo en Cristo, que viene a salvarnos.
Él no quiere hacer otra cosa que llamar con fuerza a la conversión. Con fuerza y con dureza. Desde el desierto. El Bautista bautiza sólo con agua, para que “os convirtáis”. El que ha de venir y del que no es digno de desatar su sandalia, bautizará con Espíritu Santo y fuego que purifique a quien lo recibe. Entonces nace la esperanza de vivir. Es una esperanza de vecindad, de amor. Se asienta, en definitiva, sobre la resurrección; así es y así ha sido a lo largo de la historia del cristianismo. Los hombres y las mujeres de esperanza transforman el mundo. “Entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, dice san Pablo, mantengamos la esperanza”. Ser cristiano es esperar activa y confiadamente en la fuerza y resurrección de Cristo. La piedra de toque de nuestra esperanza es sentir, confiados, que la resurrección es nuestra gran realidad. Esto nos lleva a vivir intensamente cada momento de nuestra vida, cada etapa, cada edad. Todo el Año Litúrgico –también Navidad– gira en torno a la Resurrección. Ese es el sentimiento de la celebración del domingo, el día del Señor, que viene a iluminar nuestro caminar cotidiano. Los domingos tendrán que ser los grandes oasis de nuestra vida.