Artículo publicado en la revista Claune, núm. 60, septiembre-octubre 1982, 114-117.
Cuando Cristo dijo a Simón: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18), todavía no había obispos ni sacerdotes. Todo empezaría un poco más tarde, cuando después de subir a los cielos envió el Espíritu Santo, y la Iglesia se puso en marcha para iniciar un camino que, desde entonces, no se ha interrumpido nunca.
Cristo empezó a ser conocido y amado en todos los lugares adonde llegó la predicación de sus discípulos. En Asia, en África, en la Europa de entonces, fueron surgiendo comunidades de hombres y mujeres que creían en aquel Jesús de quien hablaban los predicadores de la nueva fe.
Muerto el último de los Apóstoles, se cerró la revelación pública, es decir, destinada a todo el pueblo de Dios, y en adelante la Iglesia, que crecía sin cesar en medio de persecuciones y combates, tuvo como empeño fundamental de su misión mantener con fidelidad el depósito de las verdades de vida que había recibido del Señor. Id por todo el mundo –había dicho Jesús a sus Apóstoles– y predicad el Evangelio a toda criatura, enseñándoles todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 19-20).
La Iglesia tuvo clara conciencia de que no podía alterar el contenido de su predicación ni las líneas maestras de su constitución divina, so pena de traicionar la misión que le había sido confiada. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, la preservaría de todo error e infidelidad y velaría por ella en todos los momentos históricos en que una persona, un grupo, un movimiento teológico o místico se dejase contaminar o desviar del recto camino.
Desde el principio, los Apóstoles, y más tarde sus sucesores inmediatos y los que siguieron a éstos, los obispos, con sus presbíteros y comunidades de fieles, proclamaban de una manera o de otra, con unas u otras palabras, lo que San Pablo diría en su Carta a los Efesios: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef 4, 5).
Esta identidad sustancial de la Iglesia de siempre es uno de los rasgos más bellos de su rostro. No es fosilización ni vejez. Es la inmutabilidad de lo divino. Es la vida, que mientras permanece en un organismo que un día empezó a existir, es la misma siempre, aunque se haya desarrollado y crecido con toda la vigorosa expansión que correspondía a sus gérmenes iniciales.
Pero el Espíritu Santo no ejerce su protección en la Iglesia como si fuera una fuerza extraña que se sitúa en el exterior de la misma para vigilar su marcha e impedir sus caídas. Está dentro. Es su alma y su luz. Es su fuerza interior y su amor. Es el secreto de su fidelidad. Actuó sobre el Colegio Apostólico, unidos los Apóstoles con Pedro y bajo la autoridad de Pedro, y sigue actuando sobre el colegio universal de los obispos, unidos con el Papa y bajo la autoridad del Papa. Actúa sobre el entero pueblo de Dios, unido con sus pastores.
Y de manera singular, cuando es necesario para el bien de la Iglesia, actúa sobre el sucesor de Pedro, que tiene autoridad inmediata, directa, universal sobre toda la Iglesia, como enseñó el Concilio Vaticano I, hoy tan olvidado. Por eso Pedro, y cada uno de sus sucesores legítimos, es fundamento último y supremo de la unidad de la Iglesia, porque a él y sólo a él le fueron dados por Cristo poderes especiales para salvaguardar esa unidad y mantener a la Iglesia idéntica a sí misma. Ese es el sentido de la frase que con ocasión de la próxima visita del Papa a España estamos repitiendo estos días sin cesar: viene a confirmarnos en la fe.
¿En qué fe?, podríamos preguntar. No es en la fe suya o en la nuestra, hablando en términos personales. Es en la fe que la Iglesia debe profesar si quiere ser fiel a Cristo. Y esto lo hace el Papa siempre, desde Roma o visitando a las comunidades eclesiales; con su magisterio o con sus actos de gobierno, los cuales son ordenados a la santificación y salvación de los fieles. Fue Cristo quien le dijo a Pedro, con palabras que serán siempre actuales: Confirma a tus hermanos (Jn 22, 32).
Por eso tiene tanta importancia una visita pastoral del Papa como la que va a hacer a España, al igual que las que viene haciendo a las diversas partes del mundo, o para invitar a los hombres a que reciban la luz de Cristo o para urgir a los cristianos a que permanezcan fieles.
De todo lo cual brota una consecuencia sobre la que deseo llamar la atención expresamente. El Papa no viene a confirmar en la fe con la simple recitación del credo y diciendo: ésta es la fe de la Iglesia y esto es lo que hay que creer. No viene a proclamar dogmas de fe para decir después: así es como hay que mantener la unidad de la Iglesia. Eso lo da por supuesto.
Es en la totalidad de lo que va a hacer y decir en lo que tenemos que fijarnos. El Papa nos va a exhortar y a recomendar determinadas actitudes; hablará de las grandes lecciones del pasado y nos invitará a pensar en el futuro; nos llamará a la oración y a la vida de la gracia; nos pedirá practicar fielmente, y en todo momento, la caridad y la justicia; nos moverá a ser fieles a las obligaciones de nuestro estado sacerdotal, religioso o laical; con todo el conjunto de sus palabras y gestos es como nos confirmará en la fe. Porque todo el que profesa la fe cristiana ha de esforzarse por vivirla. Y no se vive dignamente la fe si no hay piedad, amor y temor de Dios, sacrificio y penitencia, apostolado y contemplación, pureza de costumbres y santidad de vida, docilidad al Espíritu de Dios y a la Iglesia, obediencia y abnegación.
Cometen un error gravísimo, de funestas consecuencias, los que dicen con unas u otras palabras: no estamos obligados a poner en práctica todo lo que nos diga, no todo es dogma de fe, hemos de tener sentido crítico para discernir y obrar de este o de aquel modo. Porque, aunque estas frases tengan, cada una de ellas, explicación teórica, revelan un espíritu mezquino, empobrecido, petulante.
Más bien lo que hay que hacer es disponerse, con profunda devoción y amor al Vicario de Cristo, a recibir cuanto nos diga y recomiende para el bien de la vida de la Iglesia en España y asimilar las lecciones que brotarán de sus enseñanzas. Ni el Papa mismo podrá confirmarnos en la fe si nosotros rechazamos ser confirmados.
Cuando Pedro y los demás Apóstoles empezaron a predicar la fe en Cristo muerto y resucitado, insistieron también en exponer, junto a los núcleos fundamentales del credo, un conjunto de normas, preceptos, ruegos, explicaciones, llamadas, exigencias del vivir cristiano, etc., que aparecen en sus cartas y admitimos como doctrina revelada en la Escritura para provecho seguro de nuestras almas, es decir, para confirmación de nuestra fe. Lo mismo hacían en sus predicaciones a los cristianos primitivos, que han llegado hasta nosotros por la tradición apostólica.
Lo que hoy dice el Papa es esa misma palabra y esa misma exhortación y ruego, fundados en la Escritura y la Tradición, y aplicados a las comunidades a quienes se dirige. Hay en todo lo que predica una coherencia y armonía interna con lo que ha sido revelado; hay una denuncia clara de los errores y abusos que debemos evitar; hay una información y conocimiento, por los medios de que dispone para adquirirlos, de lo que está sucediendo en la Iglesia y de las consecuencias que pueden derivarse para la fe en el futuro; hay un discernimiento sabio, prudente y apostólico, para el que cuenta con la ayuda del Espíritu Santo, en el ejercicio de su ministerio; y hay también –esto es muy importante– una voluntad clara de hablar, de impulsar a la fidelidad, de corregir, de mover a la práctica de las virtudes, de mantener la unidad del pueblo de Dios en la verdadera fe. En una palabra: todo el conjunto de su actuación, conscientemente procurada por él, es servicio a la fe y desempeño de su misión de Pastor supremo.
¿Cómo, si esto es así, vamos a caer en el tremendo error de menospreciar o desatender esa enseñanza y orientación, en todo su conjunto, diciendo estúpidamente que no todo es dogma de fe? Eso sería negarle prácticamente la facultad de confirmarnos en la vida de esa misma fe, o reducir ésta a un esquema intelectualista y de recitación mecánica.
La fe nos pide una determinada concepción de la vida religiosa, del sacerdocio, del apostolado cristiano, de la familia y el matrimonio, del ecumenismo, de la observancia de la ley, de la relación con la cultura, del interés por el progreso, de la transformación de las condiciones de la vida en la tierra, de la sexualidad, del amor, del trabajo, y sobre todo ello el Papa, como Vicario de Cristo, tiene una palabra que decir, y la dice. Y nosotros, pueblo creyente, hemos de admitirla, meditarla y cumplirla.
Pienso ahora en vosotras, religiosas de vida contemplativa, para quienes escribo este artículo, como destinatarias de la revista Claune. Vosotras sois generosas y no mezquinas. Desde el silencio de vuestros claustros, vosotras estáis ofreciendo el testimonio de un amor limpio y abnegado al Vicario de Cristo. Vosotras amáis y profesáis la fidelidad con obras más que con palabras. Y con obras en las que entran en juego los más exigentes y profundos valores de la vida cristiana.
Pues bien, hasta vosotras han llegado también en estos años, y siguen llegando todavía, voces destempladas y orgullosas que han turbado vuestra vida y os han infligido daños graves, alterando la paz y la serenidad de mente y de alma de las que estabais dentro, o estorbando el amor a la vida religiosa que podía haber nacido en otras que estaban dispuestas a abrazarla. ¡Se han escrito y dicho tantas inconveniencias! La crisis va superándose, aunque el espíritu del mundo en el sentido negativo de la palabra ha ofuscado tanto y a tantos que todavía costará mucho tiempo hacer la síntesis necesaria entre renovación (evidentemente necesaria) y fidelidad (absolutamente indispensable).
¿Quién es el que ha salvado la vida religiosa en estos años y ha puesto luz donde había oscuridad, ardor donde se apagaba el fuego, orientación certera donde se perdía el rumbo, estimación de parte de la Iglesia frente a la crítica esterilizante y mundana respecto a la vida consagrada y sus necesarias estructuras para defender y asegurar sus valores dentro del Reino de Dios? No otro, sino el Papa. Los documentos y exhortaciones de Pablo VI y después de Juan Pablo II sobre la vida religiosa, tan repetidos y tan espléndidos durante este tiempo, son los que os han salvado. De no haber sido por esta continua llamada de atención de la Iglesia, en sus órdenes y congregaciones religiosas, tal y como fueron fundadas para abrir caminos de perfección y de seguimiento de los consejos evangélicos, el daño hubiera sido mucho mayor. Porque por todas partes surgían profetas nuevos que no tenían reparo en señalar pintorescas soluciones a los problemas planteados, y todo se habría convertido en un campo de experiencias insensatas que terminan por destruir a las personas y a la institución a que pertenecen. Ha sido el Papa el que también aquí os ha confirmado a vosotras y nos ha confirmado a todos en la fe de la Santa Iglesia.