Trabajo publicado en el volumen El diálogo según Pablo VI, Madrid, 1965, BAC 251, pp. 214-248.
Concepto teológico del mundo.
Posición del cristiano moderno ante el mundo #
La voz del mundo de hoy, con sus particulares situaciones y problemas, se ha dejado oír en el Concilio con tanta intensidad como la de los Padres conciliares.
Pensar que Dios habla y dicta sus leyes al hombre sin escuchar lo que este hombre dice, anhela, ama, sufre y espera, es olvidarse de que Dios ha creado al hombre por amor. Y todo el que ama, escucha. Dios también. Sí, el mundo de hoy está siendo escuchado por Dios en el Concilio. Han llevado allí sus clamores y sus esperanzas, como Moisés llevó a la montaña los de su pueblo, los actuales servidores del pueblo de Dios, que en este sentido no está compuesto únicamente por los bautizados, sino por todos a los que Dios ama, es decir, la humanidad.
Se trataba, lo hemos dicho hasta la saciedad, de un Concilio pastoral, en que los pastores no se reunían para reflexionar solamente sobre cuestiones del dogma, sino para ver cómo poder ofrecer el alimento de Dios al inmenso rebaño de los hambrientos del espíritu. ¡EI mundo…, el mundo! ¡El mundo de hoy! Es la palabra que ha estado resonando constantemente en el aula conciliar. El mundo concreto y tangible de nuestros días. El de estas décadas que estamos viviendo.
El historiador futuro no dejará de constatar sin emoción las vibraciones de este grupo numeroso de operarios del Evangelio, que durante cuatro años consecutivos se ha reunido en la basílica de San Pedro, tan acostumbrada a todas las grandezas, para trabajar en humilde actitud de servicio a un mundo que en gran parte vive olvidado de ellos. Ellos, en cambio, no le han olvidado a él.
Al margen del Concilio, pero en armonía con él, el primero de los Padres conciliares, el Obispo de Roma y Pontífice supremo de la Iglesia, Pablo VI, publicó en el verano de 1964 la encíclica Ecclesiam suam, en que las expresiones de amor al mundo adquieren una elocuencia casi dramática.
¿Qué es, pues, ese mundo para la Iglesia, que de tal manera agita las anhelantes entrañas de su misericordia y su amor hacia él?
Diversos conceptos de la palabra “mundo” #
El mundo que odia a Cristo #
Una ascética digna del mayor respeto y muy seria, aunque parcialmente, fundada en la realidad de las cosas, suele ofrecernos una visión del mundo triste y pesimista, como de algo peligroso para la seguridad de lo que es el supremo valor de nuestra vida, constantemente amenazada por los ataques provenientes de ese clásico enemigo del alma: el mundo, con su concupiscencia y malignidad. Ciertos textos de la Sagrada Escritura podrían ser invocados en apoyo de este juicio estimativo, que tan abundantemente ha nutrido la educación de nuestra vida cristiana. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que proviene del mundo. Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1Jn 2,15-17).
El mismo Jesucristo es también suficientemente explícito incluso en uno de los momentos más solemnes de su vida, el de la última cena. El mundo es incompatible con el Espíritu de verdad que Él enviará, y que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce (Jn 14,17). No da la verdadera paz: La paz os dejo, mi paz os doy; pero no os la doy como el mundo la da (Jn 14,27). Es hostil y aborrece a Cristo y a sus seguidores: Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me odió a mí. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece (Jn 15 ,18-19). Y la frase tan estremecedora y concluyente: Yo no ruego por el mundo (Jn 17,9).
Todas estas sentencias y otras que podrían aducirse se refieren evidentemente al pecado y su poder, al «maligno», en cuanto que es príncipe de este mundo y que, no obstante haber sido vencido por Cristo (Jn 16,33), ejerce su dominio en aquellos que no resisten fortes in fide (1P 5,8-9). Este pecado es una fuerza de oposición y repulsa de Cristo que existe, actual o potencialmente, en la humanidad.
El pecador humilde y que ansía el perdón puede ser liberado de la fuerza del mal, porque Cristo ha vencido al mundo, y en este sentido también ruega por el hombre que peca. Pero el pecado en cuanto obstinación y, sobre todo, el de incredulidad; el pecado en su triste actuación de potencia hostil contra Cristo y su Espíritu, ha sido colocado fuera del alcance de la oración de Jesús. En la medida en que los hombres –pertenezcamos o no a la Iglesia– participamos del pecado, una de dos: o buscamos humildemente el perdón, y entonces Cristo ruega por nosotros, o nos obstinamos en el mal, y entonces formamos parte del mundo por el que Jesús no ruega. La ascética clásica, por consiguiente, no comete ningún abuso al ponernos en guardia contra un mundo que nos priva de la vida. Pero no es ése el único concepto que un cristiano puede o debe tener del mundo.
El universo cósmico #
Mundo es también el conjunto de la creación visible: hombres, animales, astros, flores, espacios, tierra, cielo. Es decir, todo cuanto ha salido de la mano de Dios, y que, al ser puesto en existencia, vio Dios que era bueno (Gn 1,31). A estas palabras del Génesis han hecho eco otras muchas.
La más rigurosa teología no ha tenido miedo a revestirse con el lenguaje de los poetas –p. ej., un San Juan de la Cruz–, que descubren a través de las maravillas del mundo el rostro del Amado. En efecto –nos dice San Pablo–, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas (Rm 1,19-20). San Juan dice también: El mundo fue hecho por Él –por el Verbo–, y es tan suyo, que vino a él como a su propia casa (Jn 1,10-11).
A veces, dentro de esta terminología, la idea del mundo se restringe todavía más, y viene a significar simplemente la tierra en que habitamos; p. ej., en San Juan, 17,13: Digo estas cosas mientras estoy en el mundo.
El hombre y los valores humanos en su relación con el resto de la creación #
Pero hay un tercer sentido de la palabra mundo, que es el que ahora nos interesa más. Es el hombre, no aislado y solitario, en su realidad ontológica de cuerpo y alma, sino visto en el despliegue total de sus valores, los que le corresponden por naturaleza o los que le han sido ofrecidos por pura donación gratuita de Dios, realizándose históricamente en su marcha a· través del tiempo, solidario de los demás y del resto de la creación.
«El mundo es –dice Houtart– la humanidad, los hombres que Dios ha creado, y a los que Él ha confiado su creación, diciéndoles:
Poblad la tierra y someted/a; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que viven sobre la tierra (Gn 1,28); los hombres que han pecado, pero a los que Dios ha decidido redimir. Sí, Dios ha amado tanto al mundo, que ha dado a su Hijo único, para que todo aquel que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna, pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que se salve gracias a Él (J n 3,16-17); los hombres, para quienes el Señor creó su Iglesia: Como me enviaste al mundo, así yo también les envié al mundo (Jn 17,18). No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal (Jn 17,15). Se trata de la humanidad en todas sus dimensiones, en sus relaciones con la naturaleza, en su responsabilidad y su reflexión sobre sí misma y en su llamada a la vida divina. El mundo es lo temporal asumido por la humanidad. Por ello adquiere un aspecto espiritual y, al mismo tiempo, material, y forma parte de la misión del hombre el colaborar incansablemente a la obra de la creación. Es también lo temporal, en tanto que llamado, en y por la humanidad, a ser recapitulado en Cristo (Fil 3,21 y 1Cor 15,28). Porque plugo a Dios…, y por medio de Él reconciliar todo consigo, tanto de la tierra como del cielo, pacificándolo por la sangre de la cruz (Col 1,19-20). La Iglesia es esta porción de la humanidad que tiene fe en Jesucristo, que conoce el destino del mundo en Él y se esfuerza en realizarlo»1.
Con trazos aún más vigorosos describe Congar, en una reciente conferencia pronunciada en Roma, el mismo concepto: «El mundo –dice– es la historia humana vivida solidariamente con el cosmos; porque, para la Biblia también, el hombre no sólo está en el mundo, es del mundo; es su fin inmanente y el mediador de su fin trascendente. Esta es la razón de que el hombre y el cosmos tengan sus destinos entrelazados. En este último sentido es en el que aquí tomamos la palabra mundo… Este mundo histórico se encuentra esencialmente en un orden sobrenatural por las energías que actúan en su seno para ordenarlo a su fin, y que vienen de Cristo. Sí, este mundo histórico se encuentra ceñido por la redención de Cristo, sometido a su señorío, en relación con la salvación escatológica. No se puede, por tanto, identificar este mundo histórico con la naturaleza; no podrá llamársele natural, sino temporal. Sin embargo, por más que caiga bajo la redención de Jesucristo, este mundo histórico es vario y ambiguo. El demonio y el pecado operan en él. Se engendran en él simultáneamente algo para Dios y para la salvación, y algo contra Dios y para la perdición. Así resulta que este tercer sentido del vocablo tiene algo acumulativo, vinculado a su carácter concreto. Engloba al mundo hostil (primer sentido) y conserva un nexo con el segundo sentido. Por eso el mundo histórico, objeto de la redención de Cristo, es designado en San Pablo con las palabras ta panta, todas las cosas, el universo»2.
El concepto es muy rico en consideraciones, y en él ha de detenerse necesariamente el que quiera poseer una exacta comprensión teológica de lo que el mundo significa. Los dos. primeros sentidos –A y B– son parciales, aunque respondan a la verdad o, mejor dicho, enuncien una verdad. Pero no se percibe la verdad completa a través de los mismos. El primero nos dejaría sumergidos en un pesimismo desolador. El segundo nos haría desembocar en un optimismo ingenuo, tras del que vendrían inevitablemente las más desesperantes defraudaciones.
Precisemos, pues. Se trata, ante todo, del hombre en relación con Dios y con las cosas, con la vida de los demás hombres y el resto de la creación. Es una criatura, con todas las limitaciones inherentes a la condición de tal. Ha sido creado, por amor del Dios creador, con un destino sobrenatural desde el principio. En él se ha introducido el pecado por un uso indebido de la libertad humana, y con el pecado, el desorden radical y el trastorno de fines, que pueden llevar al hombre a la perdición, y, desde luego, le someten, a él y a las criaturas, a una servidumbre de corrupción que no estaban llamados a sentir.
No obstante el pecado, Dios ha seguido amando al mundo y le ha frecido la redención en su Hijo unigénito, hecho obediente POR NOSOTROS hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2,8). A pesar de la servidumbre de corrupción, el hombre y su obra son algo grandioso: de las potencias del ser humano y de las virtualidades ocultas de las cosas creadas brotan continuamente los múltiples bienes de la vida social, individual y colectiva, los cuales, en el progresivo desarrollo de la historia, representan un tránsito, que no se interrumpe nunca, de lo menos perfecto a lo más perfecto.
Es decir, que, aun contando con las dos deficiencias radicales que acompañan al mundo, la del pecado, como causa permanente de desorden, y la de carencia esencial en que vive, como criatura que es, dos fuerzas superiores sobrenadan en la inmensa marea de la historia humana: el amor de Dios, que redime, y la capacidad perfectiva, que brota constantemente de los entresijos de lo creado.
Pero el dato más original y fecundo de cuantos aparecen en esta síntesis es el de que, no obstante el pecado, el hombre, centro del mundo, ha sido redimido por Dios en su Hijo unigénito. El modo como se ha realizado esta redención arroja una luz muy esclarecedora. Dios se ha hecho hombre, es decir, ha asumido la naturaleza humana. Podía habernos redimido de otra manera, pero ha sido así. Tomó nuestra naturaleza tal como es en concreto, no en abstracto. Lo que quiere decir que nada de lo humano queda fuera de la redención. Lo mismo el dolor de un moribundo que el vigor físico de un atleta; lo mismo el trabajo del obrero que las investigaciones de un sabio especializado en ciencias físicas o biológicas; lo mismo el primitivo modo de vivir de una tribu que la más perfecta sociedad democrática del siglo XX.
¿No es todo esto lo humano, el hombre que se realiza en la historia? La gracia, pues, ha sido ofrecida, o, mejor dicho, llega a todo ese conjunto de realizaciones por medio de las cuales el hombre se proyecta. A través de él, que con su libertad es capax gratiae, ésta se refleja en las obras de sus manos. Como entidad sobrenatural y germen de vida divina, mora exclusivamente en el interior del hombre. Pero los rayos de su luz y la onda de su calor vital abarcan todo cuanto Cristo abarcó; todo, excepto el pecado3.
Jesús no asumió nuestra naturaleza en calidad de soporte provisorio, para desde ella lanzar sobre la humanidad, como un cuerpo extraño nacido de su generosidad, la gracia redentora. No. La encarnación ha sido, por parte de Dios, un propósito serio, dramáticamente serio, de sumergirse en la humanidad con todo lo que ésta lleva consigo. Toda la revelación del Nuevo Testamento excluye con violencia cualquier otra interpretación.
Las consecuencias son de un valor incalculable para una recta teología del mundo. Resulta, según esto, que las llamadas realidades terrestres, en lo que tienen de valor y dignidad, han sido incorporadas al campo de la redención. El trabajo, el progreso, la paz, el desarrollo económico, la libertad, la familia, el amor, han sido asumidos y santificados. Merecen el interés del Hijo del hombre, como merecen el nuestro. Son valores asimilados por Cristo, que los recibió en su propia vida personal. Lo contrario sería decir que Dios se había hecho hombre, pero sin amar ni vivir lo que el hombre ama y vive. Esto sería una contradicción; Jesús ya no sería un hombre como nosotros.
¿Cómo, pues, se podrá permanecer indiferente ante estas realidades si de verdad se cree y se ama a Jesucristo, el cual ha sido el primero en amarlas? Es necesario insistir en este aspecto, puesto que una inveterada costumbre, a la que no nos autoriza la Biblia ni la tradición, ha creado en nosotros el hábito contrario, el de reducir el alcance de la redención a nuestra alma y también a nuestro cuerpo; sí, puesto que está destinado a la resurrección gloriosa, pero sin pasar de ahí.
No vemos más que nuestra propia persona, como si cada uno de nosotros estuviera suspendido en el vacío, convertida la realidad cuerpo-alma en un monolito solitario. ¿Qué clase de hombre sería ése, con un cuerpo y alma vivos, pero sin vida? La frase del Evangelio: ¿Qué importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (Mt 16,26), aun aceptando la interpretación ascética común, dice lo que tiene que decir, nada más: que el mundo no puede ser el dios del hombre, pero no que no tenga valor y no merezca la estimación recta y ordenada por parte del hombre; una estimación que ha empezado por concedérsela el mismo Dios, Creador y Redentor.
Claro es que, para que estas realidades y valores humanos entren dentro de la órbita de la redención de Cristo, es indispensable que los hombres que las promueven y desarrollan se esfuercen por vivir la vida cristiana. Cuando la gracia se rechaza o se desprecia, en vano se aspirará a que la actividad libre sea un futuro santificado.
Por muy beneficiosa que sea a la humanidad, no pasa de ser una filantropía detenida en el orden natural, sin alcanzar el nivel, mucho más alto, de una acción que se incorpora al torrente de la obra redentora de Jesús. Por eso creemos exagerado, y que se presta a engendrar funestos equívocos, afirmar sin más ni más que las realidades humanas, por entrar dentro del plan general de la creación y de la redención posterior, son santas, a no ser que queramos dar a esta palabra un sentido en que generalmente no es usada. No. Son buenas, y ya es bastante4.
Y buena es la acción del médico cuando cura a un enfermo o la del sociólogo que promueve un mayor bienestar social. Son ciertamente buenas. Dios quiere que en el mundo haya paz, justicia, progreso, desarrollo económico. En este sentido, los esfuerzos de los que trabajan por lograrlo y los mismos logros, una vez alcanzados, son queridos y bendecidos por Dios, que dijo al hombre al crearle: Dominad la tierra (Gn 1,28), y tienen incluso un carácter religioso, en cuanto que están religados con Dios de tres maneras: por haberles creado, por querer positivamente que se alcancen y por querer que los hombres vayan hacia Él precisamente a través del amor de sus hermanos, los demás hombres, amor que no sería completo si nos desinteresamos, en la medida en que a cada uno corresponde, de lograr un mundo mejor en que se pueda dar satisfacción a las esperanzas y anhelos justos de la humanidad.
Vistas así las realidades terrestres, aparecen dotadas de un valor religioso y son capaces de recibir una orientación que las haga dar gloria a Dios y a Cristo Redentor. Pero para esto último es preciso que los hombres practiquen toda justicia y no sean culpables de pecado. En hipótesis podríamos imaginarnos un mundo en que los hombres vivieran sumergidos en el pecado, y, sin embargo, con su trabajo y su esfuerzo ordenador de la cultura, la economía y el poder político, lograsen óptimas condiciones de desarrollo y bienestar para los habitantes de sus naciones y aun para toda la humanidad. ¿Qué quedaría, sin embargo, de vida cristiana y gracia redentora en el mundo?
No habría más que una posibilidad frustrada, una comunicación interrumpida por el libre juego del hombre. Las criaturas seguirían siendo buenas en sí mismas, pero no tocadas por la gracia, no asumidas. Podría decirse, si se quiere, que aun entonces habría en el mundo una disposición, una inconsciente tendencia a la perfección que Cristo ofrece, pero nada más. Siempre nos encontraremos con que es absolutamente preciso distinguir entre el orden natural y sobrenatural, entre evangelización y civilización, entre salvación y progreso. No para proclamar dualismos, sino para evitar confusiones.
En suma, creo que, dentro de una recta teología del mundo y de las realidades terrenas, podríamos establecer las siguientes proposiciones:
1ª. Dios ama al mundo que ha creado, y en él al hombre y sus realizaciones temporales.
2ª. El pecado ha perturbado el plan querido por Dios y constituye un obstáculo en la marcha del hombre hacia su fin último, a la vez que paraliza el progreso de las criaturas hacia una perfección incesante.
3ª. No obstante, el hombre y sus actividades humanas han sido redimidos por Dios en Jesucristo, y a todo lo humano llega o puede llegar la gracia redentora.
4ª. Estas actividades del hombre, e incluso las criaturas terrestres inanimadas, tienen en sí mismas un valor religioso, en cuanto que son queridas por Dios, ofrecidas al señorío regio de Cristo y destinadas a una transmutación escatológica, cuyo sentido no se comprende del todo, aunque está suficientemente indicado en la Escritura. El perfeccionamiento que la materia, cada vez más dominada, va alcanzando por obra del hombre, parece formar parte, ya ahora, de esa lenta y laboriosa marcha de lo creado hacia una perfección mayor.
5ª. El orden sobrenatural es distinto del natural. Pasa de Cristo al hombre por medio de la Iglesia, y a través del hombre se proyecta hacia todo lo creado. Para ello es preciso que el hombre, único ser libre y capax gratiae, imprima orientación cristiana a sus actos y realizaciones, los cuales así orientados, aun permaneciendo profanos, pueden ser cristianos. Es lo que decía el Papa recientemente: «El desarrollo de la cultura moderna ha reconocido legítima y obligada la distinción de los diversos campos de la actividad humana y ha tributado a cada uno de ellos una relativa autonomía, impuesta por los principios y los fines de cada sector. Por eso hoy cada ciencia, cada profesión, cada arte, tiene una relativa independencia, que la separa de la esfera propiamente religiosa y le confiere un cierto laicismo, que, si es entendido rectamente, el cristiano es el primero en respetar, al no querer confundir, como se dice, lo sacro con lo profano. Pero cuando uno de estos campos de actividad se refiere al hombre considerado en su integridad, es decir, en orden a un fin supremo, todos pueden y deben honrar y ser honrados por la luz religiosa, que aclara ese fin supremo y hace posible su logro. Esto es, allí donde la actividad humana es moral, ésta debe referirse al polo central de la vida que es Dios, y que Cristo nos ha revelado y nos guía para alcanzarlo. Entonces toda la vida, aunque sea profana, si es honesta, puede ser cristiana» (Audiencia general, 18 de agosto 1965).
6ª. Por último, es perfectamente licito afirmar que en el inmenso mundo no cristiano anterior a Cristo o al que en nuestro tiempo no ha llegado todavía la revelación cristiana de una manera suficientemente explicita, no por eso deja de haber posibilidades de que se logre el plan de Dios, conforme a los designios misteriosos que la teología de la salvación se esfuerza por aclarar.
Las enseñanzas de la Biblia #
Las afirmaciones anteriores no son gratuitas. Se apoyan sobre los datos que la revelación nos ofrece, los cuales podrían resumirse así:
Bondad radical de todo lo creado #
El Génesis nos expresa repetidamente la complacencia de Dios en su obra, y son frecuentes los textos del Antiguo Testamento que nos presentan a la naturaleza glorificando a Dios: Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera (Gn 1,31). Varios salmos –subraya Thils– son verdaderos himnos al Creador y describen el acto majestuoso de su poder infinito derramando sobre la tierra las imágenes sin número de su inagotable belleza… A la causalidad universal de Dios corresponde una sujeción universal por parte de las criaturas intelectuales y materiales, por parte de los individuos y de las colectividades: Omnia serviunt tibi! (Sal 118,91)5.
Cooperación del hombre con Dios en el desarrollo de lo creado #
Hagamos al hombre a nuestra imagen (Gn 26,28). He aquí las palabras reveladoras de la grandeza del hombre. Está puesto por Dios para dominar la tierra, para proseguir la obra de la creación. Dios le hará a su imagen y semejanza precisamente para que domine. El hombre va a ser así un pequeño dios creador. ¿Quién, por consiguiente, podrá atreverse a despreciar, como carentes de valor religioso, las múltiples empresas del progreso humano? La tarea de arrancar los secretos que se guardan en la entraña de la creación y perfeccionar incesantemente las estructuras humanas, significará siempre, pase lo que pase, un acercamiento a Dios.
El pecado trastorna el orden establecido #
No es necesario acumular los textos. Por ti será maldita la tierra (Gn 3,17), dice Dios a Adán después de la caída. No se puede expresar de manera más concisa la herida que el pecado inflige también al mundo exterior, el de las criaturas terrestres que no son el hombre.
Más tarde, San Pablo, en su carta a los Romanos, escribiría palabras misteriosas, que levantan en el corazón de los creyentes un movimiento de emoción incontenible al hablarnos del dolor de toda la creación, a causa de la rebeldía humana, y de la esperanza que acompaña a su gemido. Porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,19-21).
La redención de Cristo #
Pero Dios ha seguido amando al hombre, no obstante el pecado. Cristo viene a redimirnos, y, en el plan de Dios, la redención consuma y da término a la propia obra creadora. Todo quedará restaurado y recapitulado en Cristo Jesús.
Los textos sagrados relativos a esta gran verdad dogmática vuelven a tener los mismos acentos jubilosos y glorificadores, e incluso más intensos, que aquellos primeros del Génesis, en que se oyen los ecos triunfales de la primera acción creadora.
Empiezan por enseñarnos que Cristo mismo intervino en la obra de la creación y ejerció en ella su señorío absoluto. Para nosotros, no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas, y nosotros también (1Cor 8,6). En Él fueron creadas todas las cosas (Col 1,15-16).
Estas frases paulinas son tan hermosas como hermosos son los comentarios que han inspirado: «Quien tuviera una visión total –escribe Huby– del pasado, presente y futuro, contemplaría a todos los seres colgando ontológicamente de Cristo y sólo en Él inteligibles. Y para no dejar la puerta abierta a las dudas de la trascendencia absoluta del Hijo, el Apóstol subraya expresamente que, cuando habla de toda la creación, lo hace de todas las criaturas sin excepción; en Él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, las visibles y las invisibles. Esta manera de agrupar en dos categorías… abarca, desde puntos de vista distintos, la totalidad de los seres creados»6.
Semejantes en plenitud y alcance son las que el mismo San Pablo escribe cuando se refiere ya directamente a la encarnación del Hijo de Dios y a la redención. Todo ha sido renovado –dice a los fieles de Corinto (2Cor 5, 17)–. Se trata de –{restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas de los cielos y las de la tierra– (Ef 1,10). Y plugo al Padre que en El habitase toda la plenitud y por Él reconciliar consigo, pacificando, por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo (Col 1,19-20).
Queda claro, pues, el alcance cósmico y universal de la redención. Virtualmente acabada en Cristo, su obra renovadora se irá manifestando lentamente, y llega a todo lo creado, a las criaturas inanimadas también, que gimen y esperan, según el célebre texto de los Romanos. Hasta que llegue el día en que se cumpla lo profetizado en el Apocalipsis: Y todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos, oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (Ap 5,13).
Cooperación del hombre a la gracia #
Pero no podemos olvidar ni dejar en segundo término una afirmación fundamental y de la máxima importancia si queremos comprender la totalidad del plan de Dios. La redención que se nos ofrece no llega a nosotros sino en tanto en cuanto que, por la gracia y la acción mediadora de Jesús, nace en cada uno de nosotros un hombre nuevo. Entonces el Espíritu Santo habita en nosotros, dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y, si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él para ser con Él glorificados (Rm 8,16-17).
Es el hombre a quien redime Jesús. Para él está hecho el mundo. A curarle y sanarle es a lo que ha venido a la tierra el Hijo de Dios. Por mucho que se afirme que el hombre no es algo abstracto, sino concreto y vivo, y que con el hombre guarda estrecho contacto el resto de las cosas que en el mundo se mueven, como criaturas también queridas por Dios, es la persona humana, alma y cuerpo, la que Dios creó a su imagen y semejanza y la que Cristo redimió.
En el pequeño universo de la personalidad humana es donde se centra la acción de Dios. Ahí es donde se recibe la gracia o se rechaza. Los que viven según la carne no pueden agradara Dios (Rm 8,8). La Iglesia ha sido puesta por Dios principalmente para eso: para facilitar a las almas la gracia y la vida divina. En la medida en que los hombres la reciben, ésta se propaga, y, a través de las múltiples acciones libres de los hombres, el mundo entero se enriquece con los dones de Dios. La creación fue sometida a la vanidad no de grado, sino en atención al que la sometió (Rm 8,20), y del mismo modo podríamos decir que va siendo liberada a medida que el hombre se libera del pecado.
Es muy importante tenerlo siempre presente. No hay redención, en el sentido en que la ofrece Jesucristo, si sólo hay progreso material, científico, técnico, político, económico. Podrá decirse que la intención redentora del Señor no sólo no excluye la ordenación del mundo terrestre, sino que la busca y la ampara como algo que se integra en el desarrollo total del hombre redimido, el cual ya en esta tierra está llamado a presentir la gloria venidera.
Pero si en el interior del hombre la gracia no actúa, el progreso será sólo parcial e incompleto, como todos los progresos que no se fundan en Dios. Es lo que sucede hoy, no nos engañemos. Los panegiristas del mundo contemporáneo –y queremos serlo todos– exaltan los grandiosos avances que se operan cada día; tantos y tan pasmosos en muchos sectores de la actividad humana, que parecen justificados el orgullo y la esperanza. Algunos teólogos, contagiados por el entusiasmo admirativo que levantan tales empresas, se dejan fascinar por su brillo, y creen que estamos dando pasos muy eficaces hacia el logro de unas estructuras humanas próximas al ideal del Evangelio.
La desaparición de las fronteras mediante tratados comerciales y políticos, la extensión de la cultura, la lucha contra el hambre, las exploraciones del espacio, la conquista y el gozo de la libertad y tantos y tantos triunfos innegables, les hacen pensar en otras tantas versiones prácticas del encuentro del hombre con Dios en el prójimo y en el cumplimiento, a gran escala, del precepto cristiano del amor fraterno.
No seré yo quien niegue la belleza de esas conquistas y que a través de las mismas los hombres puedan amarse mejor; más aún, que no habría auténtico cristianismo en la tierra donde hubiera desprecio o positivo desinterés por las mismas. Pero los panegiristas no tienen derecho a silenciar los grandes y enormes crímenes de la humanidad de hoy, tales como la desintegración de la familia, la delincuencia juvenil, la sexualidad desbordada a niveles degradantes, la idolatría del dinero en el altar de todos los egoísmos.
Nuestra época es también la de las guerras mundiales y la de los totalitarismos monstruosos, al lado de los cuales las matanzas de otros días oscuros en la historia de la humanidad resultan menos vergonzosas. Los mismos avances políticos se consiguen más por la presión de revoluciones sangrientas que por la fuerza del respeto que el hombre debe al hombre. En el orden económico, la explotación que todavía hacen unos pueblos de otros y las maniobras que utilizan para llevarla a cabo constituyen un agravio permanente a la humanidad. ¿A qué seguir? La enumeración de los desastres anula o por lo menos ensombrece trágicamente la de los triunfos.
Aun así, en el mundo de hoy hay espléndidas realizaciones, que le hacen hermoso y digno de ser amado. ¿Quién lo negará? También en Adán y Eva había belleza después del pecado. Hoy, como siempre, prosigue la lucha permanente entre el mal y el bien, de la cual el protagonista y a la vez la víctima es el hombre. Merced a la propaganda –técnica del envilecimiento ha sido llamada–, que en su mayor parte está en manos de los adoradores de la tierra, las noticias dan la vuelta al mundo en unos pocos minutos, y en los períodos de paz –si es que existen– nos dejamos fascinar por el brillo cegador y ofuscante de las realizaciones temporales, sin prestar la debida atención a la espantosa y sórdida marea de los desórdenes y las injusticias, que más silenciosamente, pero con aterradora eficacia, sigue avanzando.
En suma, para que la redención de Cristo se logre en el mundo tiene que pasar por el hombre. No se puede hacer un salto desde Cristo a las realidades sociales, que son del hombre, pero no el hombre; ni menos a las criaturas inanimadas. Sólo analógicamente y por extensión y consecuencia es redimido el resto del mundo. El que de verdad llega a ser hijo de Dios es la persona humana. En su interior se opera la gran transformación.
El cristiano no tiene derecho a evadirse y dejar de ofrecer sus manos a la obra transformadora. El teólogo tampoco lo tiene a convertirse en poeta ni a plantear el problema en términos tales que parezca acentuar más las posibles iluminaciones redentoras en su reflejo sobre el mundo exterior al hombre que en su incidencia directa sobre la libertad del ser humano. En el seno de esta libertad personal es donde se vive el drama de la acogida o la repulsa de la gracia. Quizá, al concretarlo así, la visión resulte menos grata en su conjunto, pero no se falsean las perspectivas. Se dice que esta visión es agustiniana y favorece los dualismos. Pero yo me pregunto si habrá posibilidad alguna de neutralizar algún día el teatro de la lucha para convertirlo en tierra de nadie. Me parece que no.
No conviene caer en dualismos, pero nunca en la tierra dejará de haber dos potencias, la del mal y la del bien. El cristiano no tiene opción posible. Ha de ponerse al servicio de esta última. Ello lo consigue plenamente, según el plan de Dios, cuando se incorpora a Cristo mediante una fe personal en Él y un amor a Él. Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16). El que se niega a creer en el Hijo no verá la vida (Jn 3,36).
Pero con la fe, el amor. En Cristo Jesús, ni circuncisión ni incircuncisión tiene valor, sino que solamente lo tiene la fe actuando por la caridad (Gal 5,6). Amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó el primero (1Jn 4,19).
El cristiano amará a Dios, y, por lo mismo, amará lo que Dios ama. A esto se reduce el mensaje. Situado dentro de esta corriente de amor, verá al prójimo como a un hermano, e incluso verá en él a Dios mismo. Los textos de San Juan, tan conocidos, lo afirman claramente, con claridad no superior a los que utilizó Jesús cuando habló de la norma discriminatoria de los que han de entrar o no en el reino después del juicio.
Todo está contenido ahí. El cristiano que de verdad quiera amar, con obras y no sólo palabras, se esforzará por mejorar y perfeccionar todo lo humano que condiciona la vida del hombre. La que hoy llaman teología de la acción, del progreso, del compromiso temporal, tiene ahí sus fundamentos más excelsos, aunque no ahí sólo. Mas todo carecería del sentido que el Redentor ha buscado con su venida al mundo si en el interior de los hombres no se desarrolla el proceso de identificación con su propia vida divina.
Es preciso vivir de esta vida antes que nada. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura (Mt 6,33). No lo separemos, pero tampoco invirtamos los términos ni siquiera a la hora de formular nuestro lenguaje. Y a los que observan que reino de Dios lo comprende todo, también lo que en la tierra pertenece al hombre, porque es ahí donde Cristo se ha encarnado, y que, por consiguiente, hay que buscarlo con un afán que Dios bendice, les responderemos siempre que, aunque sea así, con las debidas precisiones, el hombre que ha de nacer de nuevo, aquel de quien habló Jesús en su coloquio con Nicodemo, nace solamente en virtud de una llamada gratuita de Dios y de una respuesta libre, todo lo cual es estrictamente personal. Luego sucede que la llamada, en la intención de Dios, y la respuesta, en la obediencia nuestra a las exigencias libremente aceptadas, implica todo el misterio de la solidaridad con los hombres y sus tremendas consecuencias.
La redención cósmica, universal, de todo lo creado es una hermosa palabra. No sólo es palabra, encierra también una gran verdad. Pero si la redención no se opera en el interior de cada hombre que viene a este mundo, nacido de mujer, con su cuerpo y su alma, todo quedaría reducido a una frustración alucinante. El hombre que por vivir la redención en su unión personal con Cristo practica toda justicia, cuando en su vida humana coopera al progreso en un campo determinado, no incurrirá en delito en otro campo. Por el contrario, cuando la persona se aparta de Cristo y rechaza el nuevo nacimiento, fatalmente, inexorablemente, sucede que mientras en su sector concreto contribuye al progreso, en otro lo paraliza también en el orden temporal. Porque todo pecado, o por su acción positiva o por la omisión que incluye, causa daño a la humanidad7.
Posición del cristiano moderno frente al mundo #
Preguntamos ahora cuáles deben ser la actitud y relaciones del cristiano de hoy con ese mundo cuya naturaleza y condiciones nos da a conocer la teología. El hecho mismo de hacernos tal pregunta, y precisamente referida al cristiano moderno, al de hoy, nos ofrece un tema de meditación. ¿Acaso existen hoy especiales motivos para el planteamiento del problema? ¿Es que el cristiano de hoy puede adoptar, frente al mundo, una actitud distinta de la del cristiano de ayer?
Tenemos que decir que sí, no sin pedir a quienes nos leen o escuchan que hagan un esfuerzo por entendernos. Si sólo se tratara de lo estrictamente dogmático, apenas habría lugar para estos planteamientos, como no fuera para esclarecer alguna consecuencia o aspecto parcial de la doctrina hipotéticamente olvidado o dejado en penumbra. Al fin y al cabo, la Iglesia lleva veinte siglos enseñando a sus hijos los cristianos precisamente eso: su actitud frente al mundo. No caben modificaciones sustanciales en la enseñanza sobre un punto en torno al cual gira, ni más ni menos, que el problema de la salvación del hombre, es decir, aquello para lo cual vino Jesús al mundo.
Pero no es en el terreno dogmático en el que tales interrogantes se formulan, sino en el pastoral y misionero, es decir, allí donde todo cristiano, por el hecho mismo de ser portador de una luz y una esperanza, descubre tinieblas y contradicciones reales o aparentes, que pueden ser para él causa de una doble congoja, la de no acertar a llevar al mundo la luz de esa fe en la cual cree o la de saber cómo conciliar con esa fe la realidad del mundo actual, al que él no puede menos de amar.
Drama del creyente al ver cómo la fe se apaga en el mundo que le rodea. Drama del que tiene puesto su corazón en Dios al ver cómo tantos dioses del mundo de hoy amenazan su vida de esperanza, ofreciéndole el paraíso en la tierra. Un mundo alejado de la Iglesia. Dos mil millones de hombres a los que no ha llegado el mensaje cristiano, en una desproporción con los discípulos del Evangelio que será cada día mayor.
La técnica, con su poder fascinante y arrollador. El mito, sí, pero a la vez –perdónese la antinomia– la realidad del progreso de la materia. Y, a la vez, gemidos y voces que parecen cristianos, procedentes de un mundo que nos llama y al mismo tiempo nos rechaza, con sus anhelos de justicia, de paz, de nivelación social, económica y política. Y luego, por encima de todo, el misterio de Cristo, tan grandioso y tan profundo, y, sin embargo, al menos en apariencia, lleno de impotencia y debilidad, a pesar de sus proclamaciones tan inapelables y confiadas: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Venid a mí todos (Mt 11,28).
He aquí el drama o la serie de dramas encadenados. Con esto es con lo que se encuentra el cristiano de hoy. No tenía esa situación frente a sí el cristiano de ayer. Pasó la era constantiniana. Ya no existe la Edad Media. El Renacimiento, cuyos hombres, a pesar de todo, siguieron siendo cristianos, ha quedado atrás. Las revoluciones de los derechos del hombre, de la libertad, del igualitarismo social, del ateísmo ilustrado, viven ya de sus frutos y los poseen con tranquilo orgullo. Todo se ha emancipado de una tutela que nos parecía querida por Dios. Y, además, todo cambia sin cesar. La mutación parece una ley permanente e inexorable de la vida, incompatible con los dogmas fijos y las situaciones estáticas que se juzgaban indispensables para el mantenimiento de las estructuras cristianas. Un alud de nuevas exigencias políticas, sociales, económicas, se precipita cada día sobre el espíritu cansado de los hombres de hoy, cansancio que alcanza también a los cristianos.
¿Qué hacer, pues? Se comprende que el papa Pablo VI, la primera víctima de esta situación precisamente por ser el primero de los apóstoles, haya empleado para describirla una palabra tremendamente denunciadora y expresiva: «tormento apostólico» ha dicho que es para su alma.
Pues bien, creo que es el mismo Pontífice quien en la encíclica Ecclesiam suam nos marca las líneas fundamentales de lo que debe ser la posición del cristiano moderno frente al mundo. Veámoslo, examinando a la vez algunos otros textos del mismo Papa que completan la enseñanza de la encíclica.
Amor e interés positivo por el mundo #
He aquí la primera condición del cristiano de hoy. Nada de evasiones ni huidas. Incluso el contemplativo, que planta su tienda en el interior silencioso de un monasterio, lo hará, porque también así, sirviendo a Dios de esta manera, sirve mejor al mundo. Todo el que ame a la Iglesia debe empeñarse denodadamente en la tarea de acercamiento al mundo.
«Por lo que toca a nuestra humilde persona, aunque lejos de hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto nuestro propósito de perseverar –en cuanto nos lo permitan nuestras débiles fuerzas y, sobre todo, la divina gracia nos dé modo de llevarle a cabo– en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor»8.
«Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas; estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que hemos de poner en evidencia y corroborar con la conciencia humana, benéficas como son para todos. Dondequiera que hay un hombre en busca de comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en contacto con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre una anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo»9.
«Nos miramos al mundo con inmensa simpatía, y si este mundo se considera a sí mismo extraño, ajeno a la cristiandad, ésta no se siente extraña al mundo. Cualquiera que sea el aspecto bajo el que se presente o la actitud que este mundo adopte con respecto a la cristiandad. Que lo sepa, pues, bien este mundo: los representantes y los predicadores de la religión cristiana aman al mundo con un amor supremo e insuperable; el amor que la fe cristiana infunde en el corazón de la Iglesia. Esta no hace más que servir de intermediaria al amor inmenso, maravilloso, de Dios hacia los hombres»10.
Así constantemente. El lenguaje de las condenaciones y los anatemas ha sido abandonado, y de ello hace el Papa afirmación explícita: «Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo»11.
Lo mismo en la Ecclesiam suam: «Como es claro, las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones, tratando de apartarse de la sociedad profana, como podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse, anatematizándolos y promoviendo cruzadas en contra de ellos; podría, por el contrario, acercarse tanto a la sociedad profana que tratase de alcanzar un influjo preponderante y aun de ejercitar un dominio teocrático sobre ella, y así de otras maneras.
Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no podrá ser evidentemente uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias reales»12.
En consecuencia, quizá pudiéramos decir que la posición del cristiano moderno frente al mundo ha de ser tal que para expresarla habría que cambiar incluso la redacción gramatical de la frase. En lugar de frente al mundo, el cristiano estará en el mundo, como Cristo y como la Iglesia; dentro del mundo, integrado en él, caminando con él hacia adelante, pero sin ser de él.
Estimación del progreso temporal #
Este amor del cristiano al mundo de hoy no puede quedarse en una contemplación admirativa y abstracta. Por el contrario, se trata de las relaciones concretas que se han de lograr en el campo político, social, cultural, económico. Quizá haya estado aquí nuestro pecado frente al mundo. Los cristianos, como tales, le hemos dejado hacerse solo. Ha crecido a nuestro lado en la época moderna, sin que acertáramos a infundirle el alma que necesitaba.
La llamada de los Papas en los últimos tiempos ha sido incesante, pero ¡con qué abrumadora y obstinada frecuencia desoída! Se trata no de cristianizar las cosas, recubriéndolas de las mil formas de vida propias de una sociedad teocrática ya extinguida, no. La tarea de poner alma cristiana en el mundo no excluye el reconocimiento del valor que las realizaciones temporales tienen por sí mismas, ni exige derramar sobre ellas el agua bautismal. Pide que el cristiano las ame con fervor, las cultive como el primero, se aplique a ellas consciente de que son reflejo de la bondad de Dios, tributo a su señorío universal, instrumento de perfección y caridad.
Su fe y su rectitud moral le harán cuidar de que se mantenga el orden debido en lo que depende de su libre actuación y en lo que se derive de su influencia. Esto asegurado, el cristiano ha de acostumbrarse a ver en el dinamismo de la sociedad terrestre, tal como se manifiesta en los múltiples campos de la actividad humana, la orden de marcha hacia adelante que el Creador ha impreso a la vida.
Los planes de transformación de las estructuras agrarias, las aplicaciones de la técnica al mundo de la industria y el comercio, las asociaciones políticas de los pueblos sinceramente interesadas en la paz y el progreso, los derechos humanos, la protección a la infancia, el desarrollo económico y cultural del Tercer Mundo, la guerra contra el hambre y tantas y tantas empresas de índole estrictamente humana propias de nuestra época atormentada, tienen también un quid divinum en sí mismas, ofrecen objetivos nobilísimos a la acción de los hombres que creen en Dios y comprenden el alcance de los preceptos de Cristo sobre el amor al prójimo herido y abandonado en el camino.
«Todo cuanto se refiere a estos bienes económicos –inferiores, sin duda, a los bienes espirituales y eternos, pero necesarios a la vida presente– encuentra en el discípulo del Evangelio un hombre capaz de una valoración sabia y de una cooperación humanísima; la ciencia, la técnica, y especialmente el trabajo en primer lugar, se convierten para Nos en objeto de vivísimo interés, y el pan que de ahí procede se convierte en pan sagrado, tanto para la mesa como para el altar. Las enseñanzas sociales de la Iglesia no dejan duda alguna a este respecto, y con agrado aprovechamos esta ocasión para afirmar, una vez más, a este propósito nuestra coherente adhesión a estas saludables doctrinas»13.
El europeísmo, la unión de las naciones, el progreso técnico, la búsqueda de la paz internacional, el arte en todas sus manifestaciones, la investigación científica, merecen la máxima atención del cristiano, y han encontrado en Pablo VI, como también en sus predecesores desde los tiempos de León XIII, un ardiente defensor. En este sentido, los teólogos modernos, tan enamorados de descubrir el valor de las realidades temporales que les es propio y tan explícitos en lamentarse de que no siempre se haya reconocido así, tienen a su favor un magisterio que les llena de aliento.
Realismo y moderación en el juicio #
Pero es necesario hacer una precisión clarificadora. En la exaltación, hoy tan frecuente, de lo que estos valores de la tierra significan, sólo con timidez, y a veces como de pasada, se hace alusión en muchos escritos al pecado y las fuerzas del mal operantes en el mundo. Diríase que, en su afán de reconciliarse con la civilización moderna, algunos escritores ocultan el paisaje triste y doloroso de las derrotas del humanismo, o que, renunciando, casi sin darse cuenta, a exigencias muy claras del Evangelio, quieren quemar etapas en el intento de aproximación entre la Iglesia y el mundo.
Como si estuvieran asustados de ver la escasa penetración del Evangelio, dan la impresión de querer dar la vuelta a las cosas, casi asegurando que de algún modo está evangelizado todo. Ellos, que no quieren que la Iglesia bautice a quien no ofrece su frente para recibir el agua, no tienen inconveniente –a juzgar por la vehemencia de su lenguaje– en considerar bautizado casi todo lo que existe en el mundo por el hecho de ser obra de la creación o consecuencia de la misma. ¿No será que en estas consideraciones se superponen dos planos, el del valor de la creación, el mundo, el hombre, por un lado, y por otro, el del alcance y la extensión de la voluntad salvífica universal de Dios?
Es peligrosa esta confusión, y podría dar lugar a un naturalismo enervante que secara en su raíz las fuentes de lo sobrenatural que Cristo ha traído al mundo. Dios quiere salvar a todos los hombres, sí, y la acción de Cristo se extiende más allá de la acción de la Iglesia visible, es cierto. Pero esto se debe a la misericordia de Dios Creador y Redentor.
De que la Biblia nos hable de la bondad de las cosas y pida que glorifiquen al Señor, de que el Evangelio nos insista en la necesidad de amar al prójimo para salvarnos, se sigue que no nos salvaremos si incumplimos el precepto, o también que forma parte del plan de Dios la recta ordenación de todo lo creado, pero no otra cosa. Ello nos autoriza y nos obliga, si se quiere, a rectificar defectos parciales que hemos podido cometer en algunos momentos de nuestra enseñanza y práctica pastoral, a no omitir, sino, por el contrario, trabajar ardorosamente por conciliar, con nuestra ascética de salvación personal y colectiva, el anhelo de hacer progresar todo lo humano en todos los campos, porque así lo pide Dios y la naturaleza del hombre, pero nada más. En ningún instante podemos perder de vista que Cristo vino a renovarlo todo, y concretamente el hombre.
Ahora bien, antes de Cristo existieron civilizaciones terrestres con grandes valores humanos en el arte, la filosofía, la política, etc. Pero faltaba el hombre, y el mundo vivía en tinieblas. Y aunque se hubiera logrado una aplicación mayor de la justicia en las relaciones humanas, empresa sumamente difícil, aun reducida a estos términos, dada la necesidad moral de la revelación, ese hombre que así hubiera surgido no sería el hombre nuevo que vino a engendrar Jesucristo, el hombre de la fe, de la esperanza y de la unión con Dios.
Sólo este hombre es capaz de arrancar destellos de luz sobrenatural de las criaturas terrestres, intelectuales o éticas, sociológicas o políticas, y aun de las materiales inanimadas. Si este hombre no existe, no hay vida cristiana en el mundo. Dejadas a su propia condición, las criaturas no serían más que mudos y silenciosos sujetos inertes de un progreso humano destinado a abrirse algún día en una eclosión liberadora. Pero el hombre como tal, sin el germen de esa vida nueva que el Redentor le ha ofrecido, permanecen a estancado en su miseria, y de poco serviría el progreso de las cosas si aquel a quien el progreso ha de servir para acercarse a Dios continúa siendo esclavo.
No debemos exagerar nunca. El mismo San Pablo, cuyos son los textos más elocuentes relativos al señorío de Jesús sobre todo lo creado y a la esperanza misteriosa de las cosas, nos ha dejado en la carta a los Romanos un pasaje que se ha hecho célebre por la descripción tan sombría que hace del grado de decadencia a que habían llegado, a pesar de sus acueductos, sus foros y sus leyes. Y mucho nos tememos que en grandes sectores del mundo de hoy, brillantes por sus realizaciones temporales, tendrían aplicación exacta las mismas descripciones.
Queremos decir que el cristiano de hoy no debe perder de vista este aspecto tan real como desgraciado si quiere guardar el necesario equilibrio en su postura frente al mundo moderno.
Pablo VI da un ejemplo perfecto en la Ecclesiam suam y en multitud de documentos e intervenciones suyas cuando habla del problema que nos ocupa. Nadie le aventaja en la tarea de infundir aliento y esperanza sobre todas las empresas humanas que el mundo y los hombres de hoy tratan de llevar a cabo. Pero a la vez, como a quien corresponde la suprema responsabilidad en el análisis, el método y la pedagogía de la fe, no tiene miedo a denunciar las grandes lacras de una humanidad desprovista de la ·luz y la vida de Cristo.
«Hay una tercera actitud –nos dice– que la Iglesia católica debe adoptar en esta hora de la historia del mundo: la que se caracteriza por el estudio de los contactos que debe tener con la humanidad. Si la Iglesia logra cada vez más clara conciencia de sí y trata de conformarse al modelo que Cristo le propuso, llegará a diferenciarse profundamente del ambiente humano, en el cual vive y al cual intenta aproximarse.»
«El Evangelio nos advierte tal distinción cuando nos habla del ‘mundo’, es decir, de la humanidad adversa a la luz de la fe y al don de la gracia; de la humanidad que se exalta en un ingenuo optimismo, creyendo que le bastan las propias fuerzas para lograr su expresión plena, estable y benéfica; o de la humanidad que se deprime en un crudo pesimismo, declarando fatales, incurables y acaso también deseables, como manifestaciones de libertad y de autenticidad, los propios vicios, las propias debilidades, las propias enfermedades morales. El Evangelio, que conoce y denuncia, compadece y cura las miserias humanas con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, no cede, sin embargo, ni a la ilusión de la bondad natural del hombre –como si se bastase y no necesitase ninguna otra cosa sino ser dejado libre para abandonarse arbitrariamente–, ni a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la naturaleza humana. El Evangelio es luz, novedad, energía, renacimiento, salvación. Por esto engendra y distingue una forma de vida nueva, de la cual nos da el Nuevo Testamento continua y admirable lección, como nos amonesta San Pablo: No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, para procurar conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta (Rm 12,2).»
«Esta diferencia entre la vida cristiana y la vida profana se deriva también de la realidad y de la consiguiente conciencia de la justificación producida en nosotros por nuestra comunicación con el misterio pascual, con el santo bautismo, ante todo; el cual, como arriba decíamos, es y debe ser considerado una verdadera regeneración. De nuevo San Pablo nos lo recuerda: … cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte. Con Él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4). Será muy oportuno que también el cristiano de hoy tenga siempre presente esta su original y admirable forma de vida, la cual lo sostenga en el gozo de su dignidad y lo inmunice del contagio de la humana miseria circundante o de la seducción del esplendor humano que le rodean.»
«He aquí cómo el mismo San Pablo educaba a los cristianos de la primera generación: No os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. Porque ¿qué participación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunión entre la luz y las tinieblas? … O ¿qué asociación del creyente con el infiel? (2Cor 6,14-15). La pedagogía cristiana deberá recordar siempre al discípulo de nuestros tiempos esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo, pero no ser del mundo, según el deseo mismo de Jesús, que antes citamos con respecto a sus discípulos: No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo (Jn 17, 15-16). Y la Iglesia hace propio este deseo»14.
A continuación de estas palabras, el Papa expone toda su hermosa enseñanza sobre el diálogo y el acercamiento al mundo para curarle. Esta es la posición exacta. Y con ello ni se quita nada al valor objetivo y serio de las cosas, ni se apaga el estimulo de los que, y son todos los cristianos, deben comprometerse en la tarea de construir y perfeccionar la ciudad terrestre. Se gana, en cambio, en percepción justa, que nos pone a cubierto de terribles sorpresas, la más dolorosa de las cuales sería una inconsciente traición a las exigencias de la fe.
Primacía de la fe y obediencia a la Iglesia #
Sí, cuando hablo de la Iglesia en sus órganos vivos de magisterio, culto y gobierno, concretamente para el que profesa la fe católica, hablo del Vicario de Cristo, del sucesor de Pedro en Roma, del Papa y de los obispos, que con él y bajo él rigen la Iglesia de Dios. El cristiano, en su actitud frente al mundo de hoy, debe prestar suma atención y obediencia interna y externa a lo que la Iglesia, por medio de los que la rigen, nos dice en cada momento. Y hechas las debidas salvedades, diría lo mismo al cristiano no católico, en la medida en que su fe le permite reconocer una autoridad en la Iglesia a que pertenece. También él, igual que nosotros sus hermanos, ha de tomar postura ante el mundo moderno.
La que adoptan uno y otro ha de estar inspirada en una convicción: la de que la Iglesia es algo muy distinto y muy por encima del mundo. Con lo cual ningún agravio se infiere al mundo, ni se pretende para la Iglesia ninguna suerte de odioso privilegio o abuso de poder, sino sencillamente se es leal a la fe precisamente para mejor servir a los hombres.
En un articulo escrito en Roma durante la tercera sesión conciliar por el teólogo Schillebeeckx, divulgado por el Centro de Documentación Holandesa del Concilio bajo el titulo La Iglesia y el mundo, del cual se han hecho eco muchas revistas, leemos las siguientes palabras, con las que, a propósito del esquema 13, trata de expresar la postura que, a su juicio, ha de adoptar la Iglesia frente al mundo: «De este análisis resulta que la posición del problema contenido en el esquema 13 no puede inspirarse en una actitud que consista en lanzar desde lo alto de la montaña de Sion una mirada paternalista sobre las tierras bajas de este mundo terreno llamado extranjero, como si, tras la constitución sobre la Iglesia, en donde nos encontrábamos en tierra sagrada, la Iglesia abandonara la zarza ardiendo para aterrizar en un suelo extraterritorial. El suelo que pisamos en el esquema 13 es tierra santa, influenciada ya por la redención de Cristo y asumida en El en la presencia absoluta y gratuita de Dios, antes incluso de que llegara la Iglesia como institución de salvación con su palabra que anuncia explícitamente el misterio»15.
Como imagen retórica no está mal. Y aun pienso que es aceptable lo que dice si hacemos un esfuerzo por percibir su intención recta y nos resignamos a aceptar, una vez más, las fáciles diatribas que hoy se lanzan contra los paternalismos. Temo, sin embargo, que por ese camino llegaremos a tachar de paternalista al mismo Dios, nuestro Padre, que está en los cielos. La palabra Iglesia se está utilizando con demasiada frecuencia en sentido equívoco, y éste es otro peligro.
Si por tal entendemos la institución fundada por Cristo para la salvación del hombre, la Iglesia jerárquica –y es obligado entenderlo así cuando se habla de sus relaciones con el mundo–, ¿cómo no decir de ella que es lo que dice la constitución ya aprobada en el Concilio, a saber, Lumen Gentium? Y, la verdad, no hay tanta distancia entre zarza ardiendo y luz de los hombres y de los pueblos. ¿Por qué tanto afán de atenuar las cosas? ¿Por qué ese concesionismo a ultranza y esta facilidad en admitir reproches injustificados?
Molesta al mundo el que la Iglesia le contemple desde la cima, como a algo que ella viene a salvar. Pero ¿acaso no le contempló así Jesucristo desde la cumbre solitaria de su divinidad, aunque fuese también hombre?
No hay paternalismo en el sentido ingrato de la palabra por el hecho de que la Iglesia se dirija al mundo con clara conciencia de superioridad. Esta no equivale en ningún modo a presunción ni distanciamiento. Es sencillamente cumplir con la misión de Cristo, que vino a ser luz del mundo. La Iglesia no deja de ser humilde al mostrarse como señal en lo alto. Pasa con ella lo que con la cruz de Cristo: fue levantada para atraerlo todo a sí, pero el que en ella moría estaba dando su vida por amor a los hombres.
Las afirmaciones de Pablo VI en la Ecclesiam suam son sumamente orientadoras a este respecto. Yo no las aduzco aquí con ánimo de enfrentarlas a las de aquellos teólogos que, como el citado más arriba, se expresan en un lenguaje distinto. No trato de descubrir desviaciones. Pero tampoco me parece digno consentir en formulaciones que, no obstante la buena intención que las mueve, podrían equivaler a una abdicación no permitida. Se puede –estoy seguro– llegar hasta el máximo en nuestro acercamiento al mundo para evangelizarle sin necesidad de poner sombras en las exigencias de la fe.
Dice Pablo VI al hablar de la reforma de la Iglesia: «Ante todo, debemos recordar algunos criterios que nos advierten las orientaciones con que hay que procurar esta reforma. La cual no puede referirse ni a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica. La palabra reforma estaría mal empleada si la usáramos en este sentido. No podemos acusar de infidelidad a nuestra amada y santa Iglesia de Dios, pues tenemos por suma gracia pertenecer a ella y sube a nuestra alma el testimonio que de ella viene que somos hijos de Dios (Rm 8,16). ¡Oh!, no es orgullo, no es presunción, no es obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser auténticos herederos del Evangelio de Cristo, de ser continuadores directos de los apóstoles, de poseer, en el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a la Iglesia católica tal cual hoy es, la herencia intacta y viva de la tradición originaria apostólica»16.
Y más adelante, dirigiéndose precisamente al cristiano moderno: «Si la observancia de la norma eclesiástica podrá hacerse más fácil por la simplificación de algún precepto y por la confianza concedida a la libertad del cristiano de hoy, más maduro y más prudente en la elección del modo de cumplirlos, la norma, sin embargo, permanece en su esencial exigencia: la vida cristiana, que la Iglesia va interpretando y codificando en sabias disposiciones, exigirá siempre fidelidad, empeño, mortificación y sacrificio; estará siempre marcada por el camino estrecho del que Nuestro Señor nos habla (Mt 7,13ss); exigirá de nosotros, cristianos modernos, no menores, sino mayores energías morales que a los cristianos de ayer; una prontitud en la obediencia, hoy no menos debida que en el pasado y acaso más difícil, ciertamente más meritoria, porque es guiada más de motivos sobrenaturales que naturales. No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en su seguimiento a Cristo Nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria. No es flojo y cobarde el cristiano, sino fuerte y fiel»17.
Las palabras que preceden son muy serias. No podemos debilitamos a nosotros mismos con el objeto de evitar que nuestra fortaleza, la de Cristo en su Iglesia, parezca mal al hombre del mundo. No es olvido de la exinanitio y el humilde espíritu de Cristo proclamar, como Él lo hizo, que en la Iglesia está Él como camino y vida. No es triunfalismo, ni agresión a los derechos del hombre, ni desconocimiento de las huellas de luz divina marcadas en el mundo. Es lógica consecuencia de la fe.
El peor servicio que podríamos prestar al mundo consistiría en perder nuestra conciencia de guías y conductores en el orden que a la Iglesia corresponde. La arrogancia y la altanería son incompatibles ciertamente con nuestro magisterio. Pero igualmente lo son el abandonismo y la vacilación. Los teólogos hablan y escriben, y deben seguir haciéndolo. Mas no todo lo que dicen es inapelable. A veces sus palabras son luces sueltas que para que puedan convertirse en norma han de ser reducidas a unidad en la convergencia de múltiples consideraciones de las que no se puede prescindir a la hora de gobernar y santificar las almas.
Consagración del mundo #
Cuanto se dice en el apartado anterior parece exigido no solamente por la índole misma de una auténtica actitud cristiana, sino también por la naturaleza de la empresa a que el cristiano está llamado si de verdad quiere responder a su vocación: la de lograr la consagración del mundo. Hablo ahora exclusivamente de los seglares. Las notas que definen la actitud cristiana enumeradas hasta aquí –amor al mundo, estimación de lo temporal, moderación de juicio, primacía de la fe y la obediencia a la Iglesia– son aplicables por igual, en el terreno de los principios, a todos los miembros de la Iglesia, jerarquía y fieles.
Pero hay una tarea que es casi exclusiva de estos últimos: la de las realizaciones temporales en concreto bajo signo cristiano, tarea que ha dado en llamarse, desde los días de Pío XII, «consagración del mundo».
Sobre lo que ella ha de ser, sus condiciones y sus exigencias, tenemos ya las claras y hermosas enseñanzas del Concilio Vaticano II en el capítulo cuarto de la Constitución sobre la Iglesia: «A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios, tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo, y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos muy en especial corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para gloria del Creador y del Redentor»18.
Conviene observar cómo el Concilio precisa con meridiana claridad la misión que al laico corresponde de ser levadura en el mundo y brillar ante todo con el testimonio de su vida, su fe, esperanza y caridad. El laico no ha de estar frente al mundo ni al margen del mundo, sino en el mundo, como la levadura en la masa, pero aportando algo que el mundo no tiene. Sólo así, mediante los reflejos del Espíritu de que los laicos son portadores, el mundo quedará consagrado.
«Cristo Jesús –dice la constitución sobre la Iglesia–, supremo y eterno Sacerdote, porque desea continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, vivifica a éstos con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta. Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, también los hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo que los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (1P 2,5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo mismo»19.
He aquí por qué es absolutamente obligatorio insistir en este aspecto de la gracia en la vida del cristiano si de verdad se quiere lograr la transformación del mundo. No basta ponderar los valores religiosos o implícitamente cristianos que existen en las cosas. No es suficiente reconocer que lo profano, en cuanto tal, tiene ya su propia orientación hacia Dios y afirmar que, por consiguiente, la actitud del cristiano cuidará de no incidir sobre las tareas profanas como quien añade a las mismas una estructura extraña y exterior. En cierto modo habrá siempre una tensión entre el espíritu de Cristo y el mundo, aunque aquél se inserte y se sumerja en el corazón de las realidades profanas. El cristiano en el mundo siempre será portador de un don divino que el mundo no tiene.
Equipados con la fuerza y el valor de esos dones, «los fieles deben conocer la naturaleza misma de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios, y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más alta, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz. Para que este deber pueda cumplirse en el ámbito universal, corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente que, por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen al servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, y que, a su manera, estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz a toda la sociedad humana. A más de lo dicho, los seglares han de procurar, en la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida, la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano. De esta manera se prepara a la vez y mejor el campo del mundo para la siembra de la divina palabra y se abren de par en par a la Iglesia las puertas por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz»20.
Esta es la tarea de edificación de la ciudad terrestre, a la que el cristiano de hoy está llamado. El Papa por su parte, en la Ecclesiam suam y en innumerables discursos y actuaciones de sus dos años de pontificado, lo viene predicando con insistencia que no deja lugar a dudas, tanto al hablar expresamente del seglar como cuando habla en general del apostolado de la Iglesia en el mundo. Valga, entre todos, el siguiente texto lleno de vigor expresivo: «Vosotros, hombres de negocios, podéis también con arte vario, con virtud nueva, ser pilotos en la formación de una sociedad más justa. pacífica y fraterna. Sed hombres de ideas dinámicas, de iniciativas geniales, de riesgos saludables, de sacrificios benéficos, de expresiones animosas; con la fuerza del amor cristiano podréis grandes cosas»21.
Pero a la vez, casi siempre que examina estos problemas nos habla –¡y con cuánta razón!–, de la necesidad de evitar todo naturalismo, que desfiguraría el auténtico sentido cristiano de la acción de los bautizados en Cristo, aunque esa acción sea estrictamente temporal. Hay que obrar, sí, en la naturaleza, conforme a la naturaleza, dentro de ella, pero movidos por una intención, una fuerza y un deseo que son superiores a lo que en la naturaleza se encierra: la gracia sobrenatural y cristiana. «La Iglesia, seglares católicos, os llama, os espera, os invita a la vida verdadera, a los valores auténticos, y no quiere hacer de vosotros unos extraños a las corrientes de la vida moderna, sino que desea daros aliento y vigor en vuestros pasos, de forma que no rodéis como seres inertes en estas mismas corrientes, sino que seáis vosotros quienes las promováis, les deis sentido, las comprendáis y gocéis de ellas como hijos de Dios. Sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz»22.
Tan importante considero la referencia expresa y terminante a esta actitud interior en la empresa de la construcción cristiana del orden terrestre, que, si de ella se prescinde, pienso que los discípulos de Cristo serían fácilmente arrollados en las batallas temporales por la «eficacia marxista». Porque lo característico del cristiano en su lucha por un mundo más perfecto es el amor. Ahora bien, este amor universal, abnegado, constante, no se mantiene en el alma si no se alimenta de la fe en Dios y del contacto con la vida divina de Jesús. La naturaleza del hombre y la historia lo demuestran. Pero si falla el amor –de hermano a hermano–, ¿de qué fuerzas podrá disponer el cristiano en la transformación de la sociedad capaces de competir con la dinámica del marxismo? Por eso, ni aun por razones de método y pedagogía de la acción temporal, es aconsejable prescindir o dejar en segundo plano la llamada a lo sobrenatural, cimiento de la fortaleza y constancia en la acción. Situados de igual a igual y obrando por motivos puramente humanos, los marxistas nos vencerían, porque son más eficaces y más consecuentes. Nosotros invocaríamos, a lo sumo, razones de derecho natural para el mejoramiento del mundo, las cuales suelen ser inoperantes cuando llega la hora del sacrificio y la renuncia. Cuando el cristiano cree de verdad en las palabras de San Juan que afirman: Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto (1Jn 4, 11-12), se convierte en el más beneficioso agente de transformación de todo lo creado.
«Un cristiano convencido –decía Pío XII– no puede confinarse en un cómodo y egoísta aislamiento cuando es testigo de las necesidades y miserias de sus hermanos; cuando le esperan las llamadas de auxilio de los ‘económicamente débiles’; cuando conoce las aspiraciones de las clases obreras, que anhelan condiciones de vida más normales y más justas; cuando es consciente de los abusos de una concepción económica que pone el dinero por encima de las obligaciones sociales; cuando no ignora las desviaciones de los nacionalismos intransigentes, que niegan o pisotean la solidaridad entre los diferentes pueblos, solidaridad que impone a cada cual múltiples deberes para con la gran familia de las naciones. El cristiano católico, convencido de que todo hombre es prójimo suyo y todo pueblo es miembro, con deberes iguales, de la familia de las naciones, se asocia de todo corazón a los esfuerzos generosos que tienden a hacer salir a cada uno de los Estados de las estrecheces de una mentalidad egocéntrica localizada, mentalidad que tiene una parte preponderante de responsabilidad en los conflictos del pasado, y que, si no fuera vencida, podría conducir a nuevas conflagraciones, tal vez mortales para la civilización humana»23.
Difícilmente puede expresarse mejor el amplio horizonte que se abre a la acción del cristiano en el mundo en todos los órdenes del progreso material. Si la Iglesia logra hoy en sus fieles la asimilación de este espíritu y esta conciencia, podríamos esperar, con gozo y con fundamento, la aparición de una época histórica nueva. Se habría conseguido restituir las cosas a su propia naturaleza y veríamos que, aun permaneciendo profanas, como tienen que permanecer, no carecían de orientación a Dios. Los laicos serian los ministros que las consagrasen, con ventaja sobre los que en otro tiempo trataron de hacerlo simplemente recubriéndolas de un institucionalismo cristiano, que, como tal, se quedaba con frecuencia en la superficie. Se comprende la frase de Congar: »Nuestro siglo laico, a veces hasta irreligioso, es al propio tiempo uno de los siglos más genuinamente evangélicos y misioneros»24. Pero será muy necesario que las almas de los cristianos permanezcan fieles y vigilantes. ¿Podrá lograrlo el momento posconciliar que se avecina?
1 François Houtart, La Iglesia y el mundo (esquema 13), Barcelona 1965, 14s.
2 Esprit, febrero de 1965.
3 En la carta que la Secretaria de Estado dirigió a la Semana Social de Lyon, celebrada en julio de 1964, podemos leer las siguientes palabras, referidas al valor del hombre y a su trabajo:
“A esta luz, el escandalo del sufrimiento del trabajo se transmuta en gesto de ofrenda; el pan y el vino, que son los frutos del trabajo del hombre, se hacen el símbolo –al igual que de su alegría y de su vida– de su pena, libremente consentida y generosamente ofrecida en sacrificio asociado al Redentor. La humilde tarea humana, asumida por Cristo y ofrecida por El al Padre, adquiere valor de eternidad, y por el trabajo, que constituye una ciudad mas fraternal, se prepara el hombre –sin quizá saberlo nunca– a entrar en la ciudad celestial, donde los valores de aquí abajo serán transfigurados…»
«Es un mundo amigo del hombre el que el trabajo debe instaurar, donde cada uno pueda cumplir su misión, como hijo de Dios, en medio de sus hermanos. Así, cooperando a la erección de la ciudad terrena, cada trabajador –sea jefe de empresa, asalariado, peón o técnico, artesano o comerciante, obrero agrícola o industrial, miembro de profesiones liberales–, se unirá a la obra creadora del Padre, a la obra redentora del Hijo y a la obra santificadora del Espíritu, y se preparara a la manifestación gloriosa del Señor. Sellados por el signo de la cruz, la renuncia y el sufrimiento del trabajo se hacen plenitud a la luz de Cristo resucitado y en la espera de su advenimiento al fin de los tiempos» (Ecclesia 24 [1964] 991).
4 Con motivo del esquema 13 del Concilio Vaticano II, que trata de las relaciones de la Iglesia y el mundo, muchos teólogos modernos han dictado páginas hermosas en artículos y conferencias múltiples con el intento de contribuir al esclarecimiento del problema. Algunas afirmaciones, llenas de positivo interés, merecen reposada atención. Se insiste en la idea maritainiana de la desacralización del universo.
«El mundo se ha hecho profano –dice Chenu–. Sería lamentable y erróneo ver en esto una derrota del cristianismo o al menos un relajamiento de sus exigencias. Por el contrario, esta ‘desacralización’ de la ciencia y de las profesiones, de la razón y de la sensibilidad, de la naturaleza y de la historia, de los ocios y la cultura, de la justicia social y del Estado, se halla no solamente en la línea de la historia, sino también dentro del recto camino del Evangelio. Para el pagano estaba la naturaleza llena de dioses y el mundo eterno era ‘sacro’. Con el Dios de la revelación, el mundo, objeto de creación, ha sido entregado al hombre, a su saber, a su explotación. No sólo en política hay que dar al César lo que es del César, sino en todo el campo de la inteligencia y de la actividad humanas. En todo. la gracia perfecciona la naturaleza. es decir, que, lejos de alienarla, la devuelve a sí misma y al juego de sus energías. Nuestro Dios no es un Dios celoso, a quien Prometeo mantenga oculto el fuego del cielo» (DO-C. n. 157, 3).
Se habla de una escatología progresista, en la cual la marcha de la historia, que trata de triunfar de todo lo que vulnera y menoscaba al hombre (CONGAR: «Esprit», 1.c.), coopera al plan de Dios sobre la liberación total y definitiva del mundo. Se afirma con énfasis que lo sobrenatural se inserta en la naturaleza, en el hombre; no se superpone, como un aditamento sin conexión vital, etc. Se intenta precaver contra dualismos mal entendidos de gracia y naturaleza, salvación y civilización, redención y mundo, etcétera.
Todo lo cual se relaciona con la afirmación, mucho más fundamental y básica, de que lo humano en su totalidad ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Pues bien, al explicar el alcance de esta redención es cuando aparecen expresiones que pueden dar lugar a equívocos. Por ejemplo:
«Gracias a Cristo –escribe Schillebeeckx–, toda la historia humana está envuelta en el amor de Dios. es asumida en la presencia absoluta y gratuita del misterio de Dios. Lo profano y lo temporal sigue siendo profano y temporal; no es sacralizado, sino santificado por esta presencia, o sea, por la vida teologal de Cristo y sus fieles» (La Iglesia y el mundo: DO-C. n. 142. 3).
«En la economía de la salvación, el mundo concreto es, por definición, un cristianismo implícito, una expresión objetiva, no sacral, sino santa y santificada, de la comunión de los hombres con el Dios vivo, mientras que la Iglesia, como institución de salvación, con su confesión explicita de fe, su culto y sus sacramentos, es la expresión directa y sacral de esta misma realidad, la separata a mundo. Hablar de las relaciones entre la Iglesia y el mundo no es, pues, entablar un diálogo entre la dimensión propiamente cristiana y la dimensión no cristiana de nuestra vida de hombres; no es un diálogo entre lo religioso y lo profano, entre lo sobrenatural y lo natural o lo intramundano, sino un diálogo entre las dos expresiones auténticamente cristianas complementarias de una misma y única vida teologal, oculta en el misterio de Cristo: la expresión eclesial (en sentido estricto) y la expresión mundana (the wordly expression of the life of grace) de esta misma gracia, interiorizada en la vida humana por la libre aceptación de la gracia por el hombre» (ibíd., 5).
En la revista «Concilium» –enero de 1965–, con el titulo Iglesia y humanidad, desarrolla el mismo Schillebeeckx más ampliamente estás ideas. Pienso que estas afirmaciones serían más exactas si, en lugar de decir el mundo es, se dijera puede ser. Y que no añaden nada nuevo, a no ser el lenguaje, a dos asertos dogmáticos de nuestra teología: a) voluntad salvífica universal de Dios, y b) que sólo por Cristo llega a los hombres, estén donde estén, la gracia redentora.
A lo largo de mi trabajo, no trato de impugnar lo que haya de verdad en estos escritos, con frecuencia sugeridores y luminosos. Pretendo únicamente señalar que corren el riesgo de no acentuar debidamente un hecho del que no se puede prescindir nunca, a saber: que la santificación del mundo, dentro del plan de Cristo, ha de contar siempre con el hombre y que es en el interior de la conciencia humana donde se da la respuesta, de la cual depende que la vida de Cristo llegue al resto de la sociedad y de la creación. Trastrocar los planos –hablo desde un ángulo pastoral– puede inducir a optimismos perniciosos. No niegan tales escritos esta verdad, es cierto. Pero a veces la dejan en segundo término.
5 Gustavo Thils, Teología de las realidades terrenas (Ed Desclèe de Brouwer, Buenos Aires 1948), 82s.
6 J. Huby, Les Epitres de la captivitè, cit por G. Thils
7 Recientemente, Su Santidad Pablo VI hablaba a los fieles en Castelgandolfo: «Aquí puede surgir una cuestión muy compleja y, en ciertos aspectos, peligrosa, la del conflicto o armonía de ambas esperanzas; la esperanza temporal, hoy tan creciente y fascinante, y la esperanza cristiana, hoy con frecuencia discutida y olvidada. Habrá que tener cuidado. Un estudioso contemporáneo escribe: ‘Ahora, en este mundo, la Iglesia se enfrenta con una nueva, poderosa, seductora corriente histórica, que opone a ella una especie de escatología rival. Es una forma de naturalismo que presume de conducir a la humanidad a un fin inmanente a la vida terrena mediante las propias fuerzas del hombre, ampliadas con las posibilidades de las ciencias… El naturalismo es sólo difuso en un mundo exterior a la Iglesia, pero presiona la conciencia y el obrar de los fieles, alterando el contenido de la esperanza cristiana. Esta alteración se manifiesta en la preocupación dominante por los bienes terrenos y en la exaltación de los valores de la vida humana’. Ciertamente habrá que tener cuidado para no perder la esperanza cristiana, la verdadera, la escatológica, la que debe orientar la vida de la Iglesia y de todo fiel cristiano hacia el reino de Dios. ¡Ante todo y sobre todo, el reino de Dios! Pero sabemos que ambas esperanzas. la temporal y la cristiana y religiosa, pueden incluso no oponerse, sino sumarse a la espera y búsqueda de algunos fines superiores de por si terrenos, pero coordinados por la caridad al fin supremo de la vida cristiana, como son, por ejemplo, los de dar un autentico sentido a la existencia del hombre, dominar el hambre en el mundo, instaurar la justicia, la fraternidad, la paz entre los hombres, promover la unificación ordenada y pacifica de la humanidad, y así sucesivamente; y esto debe acrecentar la confianza en los corazones de todos, de los jóvenes especialmente, que tanta necesidad tienen de esperanza, y de los hombres preocupados por el destino de nuestro tiempo, y debe granjear a la Iglesia de Dios nueva estima y nuevo amor; desde luego, porque la Iglesia de Dios es fuente de verdadera esperanza. También la esperanza cristiana puede sostener las buenas y elevadas esperanzas humanas» (Audiencia general, 26 de agosto de 1965).
8 Ecclesiam suam, n. 63.
9 Ibíd., n. 91.
10 Mensaje de Su Santidad Pablo VI al mundo desde Belén el 6 de enero de 1964.
11 Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, el 29 de septiembre de 1963: Ecclesia 23 (1963) 1315.
12 Ecclesiam suam, n. 72.
13 Ibíd., n. 51.
14 Ibíd., núm. 54-55.
15 DO-C n. 142, 7.
16 Ecclesiam suam, n. 41.
17 Ibíd., n. 47.
18 Constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia, 31.
19 Ibíd., 34.
20 Ibíd., 36.
21 Pablo VI, a la Unión de Empresarios y Dirigentes Católicos, el 8 de junio de 1964; “Ecclesia” 24 (1964) 11.
22 Mensaje de clausura del año paulino, el 25 de enero de 1964; Ecclesia 24 (1964) 5s.
23 Pío XII, Mensaje de Navidad de 1941-
24 Esprit, febrero de 1965.