Comentario a las lecturas del domingo de Pentecostés. ABC, 26 de mayo de 1966.
Celebramos, llenos de confianza, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos con María en oración.
En la Misa de la Vigilia se nos pone de manifiesto que la biografía del Espíritu ocupa en realidad toda la Biblia. Desde el Espíritu que actúa en el comienzo del Génesis hasta el Nuevo Testamento. “El Espíritu y la esposa (la Iglesia) dicen ‘¡Ven!’ Y el que tenga sed, que se acerque; y el que quiera, reciba gratis agua de vida. Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén” (Final del Apocalipsis).
El agua de la vida, de que habla san Juan, no es más que el calor y la fuerza del Espíritu, que sostiene a los mártires, ayuda a las familias, invita a rezar, nos aparta de ambiciones, codicias o lujurias, mantiene el amor a la pureza, enciende la fe, sostiene la esperanza en lo más hondo de las dificultades, aclara las dudas, hace sentir el gozo de la cercanía de Dios, insta a recibir los sacramentos, ayuda a la Jerarquía de la Iglesia, acompaña al Papa y a los obispos y cubre con su sombra protectora al entero Pueblo de Dios, para que no se desvíe del camino recto.
A veces bastará una voz, que se levantará en la asamblea, para proclamar la verdad, y hará enmudecer el griterío torpe de los que defienden la mentira. El Espíritu es a Jesús lo que Jesús fue al Padre. Es decir, hoy es el Espíritu Santo quien nos revela a Jesús, como Jesús por la fuerza del mismo Espíritu, reveló al Padre.
Hemos de reconocer que hemos incurrido en un fallo tremendo y doloroso, al no educar al pueblo cristiano en la fe, la devoción y el amor al Espíritu Santo. Esta ausencia supone una desertización de la Iglesia. No podemos vivir sin el Espíritu, sin hablar con Él, sin invocarle silenciosa y confiadamente, con lenguaje de enamorados. “Cuando venga el Espíritu –dijo Jesús y así consta en el evangelio de san Juan– os guiará hacia la verdad completa”. Lo cual no significa que lo que nos había revelado era incompleto, sino que de la revelación hecha irían brotando, por la asistencia del Espíritu, luces, energías, claridades, que disiparían la oscuridad, atenciones que no habíamos prestado, frutos que llenarían las almas de vigor y coherencia cristiana, una riqueza interior, que nos capacitaría para luchar con alegría de hijos fieles contra la perversión del mundo.
Nos hemos quedado, al hablar del Espíritu, en la repetición de lo sucedido en Pentecostés y en la referencia de lo que nos ilumina a la Iglesia para elegir Papa, para la acción silenciosa de los obispos, etc. Es mucho más. “Nadie puede decir ni siquiera Jesús es el Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”, dice san Pablo. Él es todo en la Iglesia, ni un solo acto de fe, ni un servicio de amor, ni la luz de la esperanza es posible sin el Espíritu Santo. Él siempre está realizando la obra de la nueva creación. Él hace surgir constantemente en el mundo envejecido movimientos, carismas, formas nuevas de espiritualidad, que transforman la faz de la tierra.
El Espíritu Santo es la savia de la Iglesia, mantiene la unidad, hace desearla, cuando se rompe, con su fuerza vence al mundo. Él tiene que poseernos como poseyó a Cristo, viviendo en nosotros y nosotros en Él.