Comentario al evangelio del IV domingo de Cuaresma. ABC, 17 de marzo de 1996.
Lo que los hombres han rechazado, con mayor obstinación, del mensaje cristiano –escribe Mauriac– es que el valor de la fe sea igual en todos los hombres y en todas las razas. Es valioso el óbolo de la viuda pobre, porque da con fe todo lo que tiene; y lo son la actitud del centurión, la de Zaqueo, la de la cananea, la del buen ladrón, porque ponen de manifiesto su fe. Como lo es la entrega total de la Samaritana, que comentábamos el domingo anterior, entrega reflexiva, no alocada y calenturienta, movida por un corazón bueno y arrepentido, deseoso de abandonar tantos amores extraviados. Como valiosa es también la fe del pobre ciego, del que nos habla el evangelio de hoy. Para Jesús no hay acepción de personas.
Las lecturas de hoy son una nueva confirmación de lo que digo. Es el domingo de la luz. La cada vez más próxima Pascua, con el esplendor de la Resurrección, hace que la liturgia esté ya como traspasada por reflexiones y hechos, que simbolizan o afirman la cercanía del que es la luz en las tinieblas.
Contra toda apariencia, porque Dios ve con ojos distintos de los nuestros y con una luz que no es de este mundo, es ungido David, rey de Israel. El más pequeño para la empresa más grande. Tenemos que estar atentos a Dios y a los caminos por donde quiera llevarnos. Que sí se conocen, si queremos.
San Pablo, con su carta a los efesios, nos dice que cuando vivíamos apartados de los caminos del Señor, éramos tinieblas. Pero ahora somos luz en el Señor y hemos de caminar como hijos de la luz, portadores de toda bondad, justicia y verdad, que son el fruto de la luz, y buscando siempre lo que agrada al Señor.
A los que prefieren no hacer caso y seguir en la esterilidad tenebrosa de su lejanía les recuerda san Pablo las palabras de un himno litúrgico, que se cantaba en las reuniones de los cristianos, cuando podían celebrarlas sin peligro. “Despierta, tú, que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”. Otra vez la luz. Y para completar la enseñanza, que la liturgia nos ofrece con las lecturas de este domingo de la luz, se nos presenta la narración evangélica de la curación de un ciego de nacimiento.
Es una página literariamente de las más bellas del Evangelio. El dramatismo que encierra, no es suficiente para borrar la hermosa simbología, que encierra la forma de actuar de Jesús: saliva en el polvo, barro humedecido, aplicación a los ojos, lavatorio en la piscina de Siloé… ¿no es todo ello algo así como acudir a la pila bautismal para pasar de las tinieblas a la luz? Porque fue todo un proceso el que quiso seguir Jesús para curarle. Nosotros también tenemos que reconocer nuestra ceguera, sentir la necesidad de ser salvados por Él, valorar el poder de la gracia de Dios. Tenemos que escuchar sus palabras y abrir nuestro corazón a la luz y a la esperanza. Ponernos en las manos de Jesús, aunque de momento nos parece que sólo sentimos el barro en los ojos. Lavarnos, purificarnos, confesarnos, creer en los sacramentos como signos reales de la salvación, del amor de Dios, de la cercanía de su misericordia.