Conferencia pronunciada el 2 de abril de 1971, viernes de la quinta semana de Cuaresma.
La ordenación de los temas que me propuse exponeros durante estos viernes de Cuaresma ha permitido que pueda hablaros hoy, el día en que nuestra piedad ofrece el obsequio de su recuerdo y el homenaje de sus plegarias a la Santísima Virgen de los Dolores, del misterio de la cruz en la vida del cristiano.
Con esta reflexión que intento hacer hoy terminaré mis predicaciones cuaresmales, antes de entrar en la gran semana en que nos encontraremos de nuevo en esta santa Iglesia Catedral para vivir la liturgia de la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Pongo mis esfuerzos y los vuestros, una vez más, bajo el patrocinio de nuestra Madre del cielo, seguro de que ella nos ayudará a comprender y aceptar el significado de la cruz en nuestro camino de discípulos de su Hijo.
Cristo crucificado, fuerza y sabiduría de Dios #
Hace muy pocos días, en el discurso que dirigió el Santo Padre a los fieles de Roma, el 17 de marzo, pronunció estas graves palabras:
El pecado: «¡Palabra grande! ¡Drama grande! ¡Ruina grande! La Iglesia no deja jamás de hacer uso de esta terrible palabra, que afecta, como una herencia desgraciada, a la misma naturaleza humana, declarándola herida por una desgracia precedente, sin culpa personal, pero como una desgracia fatal; es el pecado original. Y que denuncia después una responsabilidad personal, cuando el pecado es consciente y deliberado. Es doctrina conocida por todos. Pero que hoy todos, víctimas de una secularización término de sí misma, tratan de olvidar. Otras veces hemos hablado de ello. No se habla ya del pecado, porque esta tristísima y realísima condición del hombre pecador implica la idea de Dios. Implica la idea de la ofensa hecha a Dios. Implica la advertencia de la rotura de la relación vivificante real con Él; implica la conciencia de un intolerable desorden en el hombre delincuente; implica el terror de la sanción aneja al pecado, la reprobación eterna, el infierno; implica la necesidad absoluta de una salvación, más aún, de un Salvador.
«Si decae la fe, decae simultáneamente el sentido del pecado y el de todas sus consecuencias desastrosas. Prácticamente podemos decir que se destruye todo el castillo moral del cristianismo, pero la realidad permanece…
«Hermanos e hijos queridísimos, debemos pensar en el significado profundo y global de nuestra existencia en el tiempo: es una prueba, es un examen. Cuidado con equivocarnos, cuidado con errar. Está en juego un destino eterno, bienaventurado o condenado. Ésta es la causa del orden moral, de la rectitud de nuestro obrar. Ésta es la sabiduría del examen de conciencia. Éste es el sentido saludable del bien y del mal, de la honestidad y del pecado. Ésta es la necesidad urgente de Cristo salvador. Ésta es la providencia de la Cruz, instrumento de nuestra salvación y señal de un amor misericordioso e infinito. Ésta es la sabiduría de la penitencia que expía, corrige y rehabilita. Y ésta es la virtud del sacramento de la penitencia, de la confesión, verdadera celebración, en las almas humildes y sinceras, del misterio pascual, de nuestra Resurrección. ¡Oh!, que nadie permanezca ajeno y excluido de gracia y bienaventuranza tan grandes»1.
¡La providencia de la cruz! Hermosa y exacta expresión para darnos a entender el valor que se encierra en ese camino real de la santa cruz por donde el cristianismo y el hombre en general ha de avanzar hacia Dios.
La Iglesia peregrina, como dice el capítulo séptimo de la Lumen Gentium, camina con lucha hasta que llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas. La Iglesia tiene los ojos en Cristo, levantado sobre la tierra en la cruz, para atraer a todos los hombres hacia sí y vivir para siempre en la gloria de Dios. Predica a un Cristo crucificado, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1, 23 y 25). “Fuerza y sabiduría” de Dios, eso es lo que siempre a los hombres de todos los tiempos, y más a nosotros porque tenemos “más fuerza y sabemos más”, les ha costado comprender y vivir.
Para los discípulos de Jesucristo la cruz fue un fracaso y, para todos, escándalo. A pesar de los anuncios del Señor no abrieron sus ojos al misterio de la cruz hasta después de la resurrección. ¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrar así en su gloria? Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras(Lc 24, 25).Pedro, el hombre sobre el que Cristo iba a edificar su Iglesia, se escandaliza de la cruz de Cristo.Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Entonces, Pedro tomándole aparte, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: Quítate de mi vista, Satanás, ¡porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! (Mc 8, 31-33).
No creo que haya que hacer comentario de palabras tan claras y enérgicas. “Satanás”, porque sus pensamientos, su sabiduría, su fuerza no es la de Dios, sino la de los hombres. ¡Cómo marca Cristo taxativamente la separación entre nuestra sabiduría y máximas mundanas y las de Dios! Nadie puede llamarse a engaño, ni pretextar ignorancia. También nosotros tenemos, como se nos dice en la Carta a los Hebreos, suficientes testimonios. Teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado(Hb 12, 1-4).
Los judíos esperaban un rey, un Cristo conquistador, una fuerza, unas señales maravillosas. Los griegos, el mundo civilizado, el mundo de la cultura, de la matemática, de la proporción, de la filosofía, de la belleza, del razonamiento, esperaban: la sabiduría. La divinidad la habían hecho a su medida, como habían hecho los templos, las estatuas, las normas, los sacrificios que ofrecían.
¿Cómo es la divinidad de nuestra época, nuestras normas, nuestros valores, nuestra sabiduría, nuestra fuerza? Podríamos quizá expresarlo con la síntesis greco-judaica; ciertamente nuestra época no quiere milagros, o como en tiempo de Cristo, quiere sus propios milagros y señales. Sabe mucho, puede mucho para esperar una fuerza distinta de las de la propia naturaleza; quiere ser el hecho, el acto, la fenomenología, lo experimental, la exactitud, el rigor, lo científico, la lógica. Nuestro mundo cree en su propia sabiduría y en su propia fuerza. La predicación de la cruz también en 1971 es para los que se pierden, una necedad y para los que se salvan la fuerza de Dios.
Hablamos mucho del año 2000, nuestros técnicos planean las ciudades de ese futuro. También los hombres de esas ciudades para salvarse y redimirse tendrán que creer e imitar: la necedad y debilidad, o la fuerza y sabiduría de Dios, Cristo crucificado. Para esos hombres también tendrá pleno vigor el texto de San Pablo escrito hace casi 2000 años:
La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan–para nosotros– es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios, en su divina sabiduría quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres(1Cor 19, 25).
Hay en la cruz del cristianismo un secreto que sólo se descubre amándola. Desde fuera, es decir, cuando nos situamos en los atrios de nuestro egoísmo personal sin entrar en la intimidad del templo que es el Corazón de Cristo, no se aprecia más que una realidad y un símbolo que van contra nuestra naturaleza, ansiosa siempre de placer y felicidad. Por eso, a primera vista, la cruz espanta e invita a huir de ella. Mil voces se levantan junto a nosotros, que tratan de decirnos que hacemos bien al no querer saber nada de la cruz. Es una opresión, se dice; una filosofía de la vida decadente y medieval, impropia del hombre moderno, dominador de los secretos del universo. Al presentar la cruz como un camino que necesariamente hay que recorrer, más aún, como algo que hay que llevar, ¿qué capacidad de atracción va a tener el cristianismo para los jóvenes adoradores de la libertad, para los hombres afanados en la construcción del mundo que exige optimismo, dinamicidad continua, lucha ardiente y confiada? En la época en que el hombre salta al espacio y pone su planta en astros lejanos que se juzgaban inaccesibles, ¿qué sentido tiene hablar de la cruz, aunque sea la cruz de Jesucristo?
El error, el terrible error, consiste en considerar esa cruz, que el Señor nos invita a llevar, como algo externo, añadido o impuesto. Es otra cosa. Es una reflexión, que pasa a ser una actitud, y se convierte en un amor. No se ama la cruz por la cruz, por lo que tenga de negación, sino por lo que tiene de dominio de sí mismo, de incorporación a un orden superior, de vencimiento del egoísmo, de imitación de Cristo para asegurar el verdadero amor a Dios y a los demás.
La Iglesia, a la que Cristo ama como a una esposa, está llamada a seguir el mismo camino #
Cristo amó a la Iglesia hasta entregar su vida y morir en la cruz. La Iglesia nace de su sangre redentora y de su resurrección. Es imponderable este amor. San Pablo se sirve de él para un símil humano, los esposos han de amarse como Cristo a su Iglesia: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla (Ef 5, 25-26).
Excepto en el cristianismo, en todas las demás religiones los hombres ofrecen sacrificios a Dios para conseguir su purificación o salvación. Incluso en el Antiguo Testamento los hombres ofrecían continuamente sacrificios a Dios. Y, ciertamente, todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados (Hb 10, 11), porque como dice el salmo: sacrificios y holocaustos por el pecado no te agradaron. En el Nuevo Testamento se nos da una visión completamente distinta: no es el hombre el que se acerca a Dios en su sacrificio, es Dios quien se acerca a los hombres. El orden, la verdad, la justicia y la vida se restablecen por la iniciativa de Dios. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las trasgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación… A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él (2Cor 5, 18-19 y 21).
Por eso, por ser la salvación la expresión del amor incomprensible de Dios que se anonadó a sí mismo, la verdadera adoración de su Iglesia es la acción de gracias por la obra de la salvación. Glorificamos a Dios, no cuando le ofrecemos algo, sino cuando aceptamos y asimilamos su obra de salvación que al redimirnos nos hace sus hijos.
El sacrificio de la cruz es la manifestación de Dios y de los hombres: de Cristo Jesús que es crucificado y de los hombres que lo crucifican. No soportamos al justo, al verdadero, al bueno, al santo de Dios; su vida es una acusación, hay que hacerlo desaparecer. Por eso es tan fuerte la actitud del que llamamos el buen ladrón en la cruz. Fue redimido de su miseria; y lo mismo los pecadores que se acercaban al Mesías, al santo de Dios; en su postura de acercamiento a Cristo ya estaba su salvación. Es impresionante cómo en la filosofía griega, un pensador que ha atravesado los siglos, Platón, se planteara el problema del hombre “justo” que es siempre incomprendido y perseguido, y llega a afirmar que, si existiera el justo por excelencia, sería encarcelado, atormentado y crucificado2. En el sacrificio de Cristo, Dios se estrechó y anudó con la criatura, con todos los hombres. ¡Cuántas vidas humanas, cuántos sacrificios ha aceptado Dios a lo largo de la historia, de los hermanos de Cristo, beneficiaros de su redención!
“Mas como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Fil 2, 6) y por nosotros se hizo pobre, siendo rico (2Cor 8, 9); así la Iglesia, aunque el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo” (LG 8). La Iglesia ha de seguir a Cristo y como dice el mismo Concilio, peregrinar “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y muerte del Señor hasta que Él venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor” (ibíd.). Está muy claro; la pena es que unos y otros leamos el Concilio buscando certificaciones a nuestros criterios personales, justificaciones a nuestra conducta. Seguir a Cristo por su mismo camino, es la misión de la Iglesia. Cristo que muere, se entrega, y se hace pobre, siendo rico.
Siguiendo los pensamientos del principio no nos imaginemos que Cristo era rico al modo de los hombres; en eso no consiste la riqueza de Dios. Por eso al hablar de la Iglesia de los pobres entramos todos o ¿es que hay alguien rico ante Dios? ¿Es que Dios es rico al modo de los hombres? ¿Dios es feliz al modo de los hombres? ¿No es que quizá nos deslumbran tanto las riquezas humanas, las felicidades humanas que nosotros mismos los consideramos “felices y ricos”? ¿Lo son?
Si lo son, dejadme pensar en figuras del Evangelio y pensar que su felicidad no está en los placeres puramente humanos, ni su riqueza en el dinero. Pienso en Lázaro, y en Magdalena, y en José de Arimatea. Me gustaría, como a todo hombre, que mis palabras se interpretaran como las digo, que no se sacaran del contexto en que están dichas. Quisiera decir en un mundo en que tanta importancia se le da al dinero, a la felicidad, al bienestar, que “eso” no es la riqueza, ni la felicidad, ni la vista de Dios. Mis palabras de ninguna manera pueden dar lugar a justificar la injusticia, el dominio, el poder que aplasta; todo lo contrario, van mucho más allá. Van a igualar a los hombres ante Dios y a distinguirlos, si se pudiera, por la aceptación de su redención y salvación en su vida, por su corazón agradecido y creyente. Y quieren también decir que la Iglesia ha de seguir el camino de la cruz de Cristo.
La Iglesia tiene que abrazar “a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades, y pretende servir en ellos a Cristo” (LG 8). La Iglesia somos todos, y todos tenemos que ayudarnos en este peregrinar, entre sufrimientos y consuelos, hacia la plena vida en el amor. No es ningún descubrimiento, lo sé, decir que hay mucho más sufrimiento del que externamente nos decimos y sabemos los unos de los otros. “Los afligidos por la debilidad humana…, los que sufren…, aliviar necesidades”. ¡Sólo Dios sabe lo que puede ocultar de sufrimiento el lujo y la pobreza, el triunfo y el fracaso, la compañía y la soledad! ¿Quién conoce el drama de cada hombre, de cada mujer, de cada familia, de cada joven, de cada niño? Un mutuo respeto, una mutua ayuda, un amor cristiano para todos, un amor en el que todos somos iguales y todos fuimos redimidos. Todos los ojos lloran, y todos los corazones sufren.
Que nadie pretenda un cristianismo sin cruz #
El sufrimiento de Cristo, su muerte en la cruz, su entrega total es el ejemplo dado a los hombres y con el que nos tenemos que identificar de una manera radical y existencial. Nadie puede pretender un cristianismo sin cruz. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lc 9, 23). Porque la vida de los hombres, nuestra historia, es una historia de salvación; el sufrimiento, el dolor, la dificultad, en una palabra, lo que nos crucifica, no puede ser considerado en esta historia como una maldición, sino como el camino que hay que recorrer para llegar a la resurrección. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. El que me sirva, que siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor (Jn 12, 24-26). Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? (Jn 11, 25-26).
La pregunta salta por encima del tiempo y se dirige a las diferentes épocas, sociedades, familias, hombres y mujeres de toda edad, sexo y condición, sin exclusión absolutamente de ninguna clase: ¿Creéis esto? ¿Crees esto?; ¿Creo esto? ¿Creo que no me sirve de nada ganar todo el mundo, si mi historia personal no entra en la historia de la salvación?
Tenemos que hacer vida en nosotros lo que sólo cada uno personalmente puede hacer: asimilar la redención y salvación del Señor. Convertirse en hijos adoptivos de Dios y desarrollar esa vida nueva, en la que hemos sido regenerados por la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor, sólo puede hacerse por una lucha constante, y ahí está nuestra verdadera cruz.Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros! Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza: contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente (Gal 5, 14-26).
Tenemos miedo a todo lo que nos crucifica, es natural. Preferimos, muchas veces hasta inconscientemente, algo así como “planificarnos nuestra cruz”, saber por dónde viene y “situarnos” ante ella. Todos somos capaces de cumplir un programa, por duro que sea, que nos hayamos propuesto, marchar en una línea de exigencias marcadas por nosotros mismos, coger un determinado aspecto del Evangelio a nuestro modo y llevarlo hasta los más extremos rigores; pero, ¿y de vivir diciendo “hágase en mí según tu palabra”, “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, crucificar la carne y vivir según el Espíritu, no buscando la vana gloria, preferir la gloria de Dios a la de los hombres, tomar la cruz de cada día, y vivir como un verdadero pobre ante la voluntad de Dios?
Ése es nuestra verdadera grandeza, y la fuerza y sabiduría de Dios. Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la vida!; y pocos son los que la encuentran(Mt 7, 13-14).Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Jamás os conocí; apartaos de mí, gentes de iniquidad(Mt 7, 22-23).Pidamos al Señor sinceridad y lealtad, y a su luz examinemos cómo construimos.¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo(1Cor 3, 10-11).
La alegría de nuestra fe tiene que inundarnos; la esperanza, abrirnos un magnífico horizonte, y la mutua caridad, fuerza y vigor. Cristo Jesús es una realidad, y gracias a Él todo tiene su sentido; la vida, el trabajo, el sufrimiento, la dificultad, la muerte. Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra bondad sea conocida de todos los hombres… Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta (Fil 4, 4-5 y 7-9).
La fe en Jesucristo y en la Iglesia,
y la juventud de hoy
El Cardenal don Marcelo González Martín, Arzobispo de Toledo y Primado de España, apenas cumplidos dos meses de la entrada en su nueva diócesis, dio una serie de conferencias cuaresmales a los jóvenes, del lunes 13 al viernes 17 de marzo de 1972, en la espaciosa iglesia toledana de San Ildefonso, de los Padres Jesuitas. El tema elegido fue: La fe en Jesucristo y en la Iglesia, y la juventud de hoy. La homilía con que se cerró este ciclo de conferencias fue pronunciada en la misa de clausura celebrada en dicha iglesia el viernes 17, a las ocho y media de la tarde. Se reproduce a continuación el texto –inédito– íntegro, recogido en cinta magnetofónica.
1 Pablo VI, Hornilla del miércoles 17 de marzo de 1971: IP IX, 1971, 189-190.
2 “Digámoslo, por tanto, y si lo que yo acabo de decir te parece muy fuerte, acuérdate, Sócrates, de que no hablo por mi cuenta, sino en nombre de los que prefieren la injusticia a la justicia. El justo, dicen el que es tal como yo lo he pintado, será azotado, atormentado, encadenado; se le quemarán los ojos y, en fin, después de haberle hecho sufrir toda clase de males, se le crucificará y, por este medio se le hará comprender que no hay que cuidarse de ser justo, y sí sólo de parecerlo” (Platón, La república, libro segundo, Madrid, 1965, 1069).