Comentario a las lecturas del XXIX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 19 de octubre de 1997.
La vida que Cristo presenta a los que quieran seguirle es, dicho con palabras muy de Ortega y Gasset, un “quehacer” continuado, una constante superación de egoísmos, una misión exigente y comprometida, que, desde luego, trasciende nuestros intereses individuales e implica toda la dimensión social de la que el ser humano es capaz.
No puede esperarse ningún fruto auténtico de vida cristiana que nazca del poder, del dinero, de las influencias de los mejor situados. Y desde luego, jamás se podrá reivindicar en nombre de Cristo, privilegios, favores, recompensas, tratos de excepción. Cuando la Iglesia se ha apoyado en esta clase de recursos, tarde o temprano ha perdido su pureza y se ha debilitado interiormente hasta perder capacidad evangelizadora. Nunca será más fácil transformar la sociedad y convertir los corazones, apoyándonos en influencias humanas, olvidándonos del ejemplo y de la palabra de Cristo pobre, despreciado y puesto en la cruz. Las palabras del Señor son claras: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. El modelo, la norma a seguir, no es lo que la sociedad, y mucho menos la moda, quieran dictarnos, sino Cristo, el único y eterno Sacerdote, que para ello ha atravesado el cielo, para alcanzar la misericordia y la gracia que nos auxilie oportunamente. Así lo hemos visto y leído en multitud de biografías de todos los tiempos.
Las tres lecturas de hoy contienen la misma enseñanza. Jesús se presenta bajo la figura de siervo, el Siervo doliente de Yahvé. No revestido de poderes humanos. Es el sumo Sacerdote, que ama y se entrega. Camina entre los hombres como uno más. Vive en humildad y servicio. Frente a los sacrificios del Antiguo Testamento, el sacrificio de Jesús es la donación de sí mismo. Nos enseña las enormes posibilidades de generosidad, que se encierran en nuestra condición humana.
No es cuestión de sentarse a la derecha o a la izquierda, sino de beber el cáliz como Él lo bebió, y bautizarse en el bautismo en que Él se bautizó con su oblación. En muchos momentos esto es ir contra corriente. La convivencia se hace difícil ante el afán desmesurado de poder y de dinero. Nos atropellamos unos a otros y parece como si pensáramos que el fin justifica los medios. Admitimos lo que sea con tal de conseguir lo que, desde nuestro punto de vista, es lo mejor para nosotros. Todo es objeto de compraventa.
Tendríamos que releer una y otra vez las palabras de Jesús, si queremos tener luz suficiente en nuestros ojos, para adoptar las actitudes de abnegación de nosotros mismos y de servicio a la sociedad, en que vivimos. Por nuestra falta de oración y de reflexión sincera sobre las enseñanzas de Cristo, es muy fácil incurrir en extravíos y olvidarnos de lo que Él nos ha pedido.
Y, sin embargo, el Crucifijo preside en nuestras iglesias, despachos, habitaciones, aulas, y hasta lo llevamos sobre el pecho. Por qué no preguntamos a quien desde la cruz nos mira y no ama: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? Lo que Jesús pretendía estaba en profunda contradicción con lo que creían y esperaban del Mesías los judíos de su tiempo, llevados de su mezquino nacionalismo. Jesús se nos presenta con la conciencia clara y precisa de una vocación y una misión: predicar la Buena Nueva de que Dios ama a los hombres y quiere su felicidad. Con Él, la eternidad entraba en el tiempo, y la Redención cambiaría el curso de las cosas. No podemos entender a Jesús sino a la luz deslumbradora de sus palabras: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Yo y el Padre somos uno”.