Prólogo del libro del Dr. Demetrio Fernández González, «El cristocentrismo de Juan Pablo II», Toledo 2003.
Al aceptar la invitación, que me ha hecho el autor de este libro, que es su tesis para el doctorado en Roma, he querido no privarme del placer intelectual, que con seguridad había de sentir al examinar este espléndido trabajo, si bien comprendía que no me sería fácil resumir o señalar, dentro de los debidos límites, los textos de documentos tan densos y tan ricos.
Conozco al autor desde que recibió el sacerdocio hace veintiocho años. Lleva ya veinticuatro explicando Cristología en el Seminario de Toledo, ha trabajado a la vez en campos diversos, y en todos ha merecido las más altas estimaciones tanto en sus estudios como en lo que significa su relación humana y su capacidad para la investigación y el entusiasmo creativo.
Por mi parte no podré más que apuntar levemente algunos rasgos de los que abundan en cada una de las encíclicas y documentos sometidos a examen. No hace falta decir que, tratándose, no de discursos de un sabio teólogo sin más, sino de encíclicas con todo el valor que tienen dentro del Magisterio, el autor ha examinado, ha formulado, ha juzgado, ha añadido… todo lo que ha considerado conveniente expresar, pero con el máximo respeto. Es muy conveniente tener esto muy en cuenta, dada la facilidad con que hoy se juzga, y la audacia y falta de moderación, con que se piensa y se escribe. Las encíclicas son intocables.
Felicito a don Demetrio por el libro de altísimo valor que ha logrado, y ojalá el clero joven de hoy y el clero menos joven de ayer dejen impregnar su espíritu del aire tan puro que a través de estas páginas nos llega.
El autor ha empezado su trabajo ofreciéndonos una semblanza de Karol Wojtyla, que gusta conocer, aunque tratándose de este Papa serán muy pocos los que puedan alegar desconocimiento visual o carencia de imagen. Seguramente no habrá ningún otro hombre público, por su ministerio o profesión, que se haya acercado a tantas muchedumbres en el mundo como el Papa que nos rige, o que le haya oído hablar en alguno de los muchos idiomas en que se expresa con perfección.
El estudio que se nos ofrece es el cristocentrismo en tres encíclicas de Juan Pablo II. ¿Qué es el cristocentrismo? Y nos contesta: es el lugar que ocupa Jesucristo en toda la realidad creada. Él es el centro de la vida de cada hombre, de la sociedad, de la historia y del cosmos.
Se trata, pues, de examinar cómo nos es presentado Cristo y su misión por Juan Pablo II, y concretamente en tres encíclicas: Redemptor hominis (1979), Dives in misericordia (1980) y Dominum et vivificantem (1986).
Pero antes de que analicemos el cristocentrismo en esas encíclicas, recordemos que en el Concilio surgió con fuerza el famoso Esquema XIII, el conocido con las palabras Gaudium et spes, en el cual tuvo mucho que ver el Arzobispo Wojtyla, sobre la Iglesia en el mundo de hoy. El capítulo I trata de la dignidad de la persona humana. El capítulo II, de la comunidad humana. El capítulo III, de la actividad humana en el mundo. El capítulo IV, sobre la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
Tras las primeras afirmaciones se llegó a una nueva redacción, que presentada por el Cardenal L. Suenens fue más aceptada que la primera. K. Wojtyla tenía sumo interés en trabajar en esta constitución. Fue llamado a trabajar en la comisión “signos de los tiempos” y después en la subcomisión encargada de redactar todo el documento, presidiendo los trabajos del capítulo IV. Estuvo metido de lleno en la redacción de este documento conciliar tan importante. Incluso, sin estar reunidos, envió notas escritas, una de ellas en quince folios. Y se oponía a que se adoptase en el documento un lenguaje autoritativo y de índole docente, como si fuera la Iglesia que quería enseñar a pensar en tales problemas “more eclesiástico”, cuando lo que convenía era aparecer discurriendo y proponiendo juntos, pero no confundidos, lo que juntos queríamos llegar a sentir para construir todos los nuevos caminos, por donde deberíamos marchar. En el nº 92 del documento se leen estas palabras, que podían ser el eco de las que pronunció e hizo sentir K. Wojtyla en unión con los demás:
“Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de la comunión y abraza también a sus comunidades… El deseo de este coloquio, que se siente movido a la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a los que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias formas. Dios Padre es el principio y el fin de todos ellos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar sin violencia, sin engaño, en verdadera paz, a la edificación del mundo”.
Las encíclicas y alocuciones, que promulga a partir del primer momento, desde la primera que lleva le título de Redemptor hominis, tienen como proclamación fundamental el principio que contempla la realidad del hombre. El hombre sin el acercamiento de Cristo a su condición humana, para darle lo que con la redención ha venido a traerle, se queda en la nada. Pero una vez que recibe lo que la redención le ofrece, alcanza una grandeza sin límites, porque tiene algo de lo mismo que Cristo lleva consigo en su encarnación para darlo, enriqueciéndole así con su donación. Hay una luz que viene de Cristo y va llegando a los hombres, porque “sólo en el misterio del Verbo encarnado se ilumina el misterio del hombre” (GS 22).
Poco más de un año después, apareció la segunda encíclica Dives in misericordia. Como dijo, al presentarla, el P. Tucci en la sala de prensa: esta segunda encíclica de Juan Pablo II constituye el complemento necesario de la primera encíclica Redemptor hominis. Para comprender el núcleo temático de la encíclica, hay que considerar sobre todo el lazo íntimo con la Redemptor hominis, y de la cual es como el segundo cuadro de un único díptico.
Todo lo que ha dicho sobre la dignidad y grandeza del hombre en la Redemptor hominis sólo se entiende, cuando aparece el misterio del Padre y su amor (GS 22), llenándole con su plenitud. El comentarista que analiza el cristocentrismo de estas encíclicas, cita uno de los textos claves del Pontífice: “La redención del mundo –ese misterio tremendo de amor– es, en su raíz más profunda, la plenitud de justicia de un corazón humano, el corazón del Hijo primogénito, para que esa justicia pueda realizarse en el corazón de muchos hombres, que precisamente en el Hijo primogénito han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y han sido llamados a la gracia, llamados al amor… Esta revelación del amor y la misericordia en la historia del hombre tiene una forma y tiene un nombre: se llama Jesucristo” (Redemptor hominis, 9).
Las ocho partes, en que el autor se hace eco de la encíclica, nos mueven a considerar con emoción lo que escribe en un momento dado: “Una vez publicada la encíclica sobre la misericordia, el Papa aludirá a este tema en distintas ocasiones y providencialmente tendrá oportunidad de vivir esta misericordia en su propia carne, con ocasión del atentado perpetrado contra él, cuando se disponía a tener la audiencia general en la tarde del miércoles 13 de mayo de 1981”.
En mayo de 1986 fue presentada en la sala de prensa una tercera encíclica trinitaria. Las dos anteriores fueron dedicadas al Hijo y al Padre. Esta tercera está dedicada al Espíritu Santo con el nombre de Dominum et vivificantem.
“Confío al Espíritu Santo este nuevo texto, que he preparado con profundo amor a Él y a la Iglesia, y deseo que cuanto he escrito sirva para suscitar en los fieles una devoción cada vez más viva a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a la que Cristo antes de subir al cielo encomendó la tarea de guiar a su Iglesia ‘hasta la verdad plena’” (Jn 16, 13).
Y así fue. En la mañana del 30 de mayo fue presentada por el Cardenal Hamer, entonces ya Prefecto de la Congregación para los Religiosos. El autor hace una exposición resumida de lo que la teología católica nos dice sobre el Espíritu Santo y nos permite alcanzar un conocimiento de lo que esta Persona divina nos ofrece al darse a sí misma. Se señalan las ideas principales sobre el Espíritu Santo y se discurre sobre la identidad del Espíritu Santo dado a Cristo y por Cristo a la Iglesia; y se afirma la existencia de otro Paráclito, pues Jesús es el primer Paráclito.
Se pueden leer en la encíclica párrafos preciosos, dotados de una profundidad, que a veces se hacen más difíciles de entender, por lo que tienen de impenetrables a la mente humana, pero aun así algo se percibe y se ve de lo que llega hasta nosotros. El ser humano, el santo, el pecador, las realidades terrestres, las aspiraciones de los jóvenes, las pasiones dominadas y triunfadoras, la muerte, la enfermedad, los corazones limpios, la lucha fuerte y valerosa contra lo que se nos opone en la vida, el saber esperar, el hacer fluir la caridad, las instituciones, los pueblos, las tendencias… y siempre el Espíritu, que como un torrente silencioso lo mismo mueve un océano que impulsa a rezar un avemaría.
Las tres encíclicas trinitarias están rebosando de fuerza espiritual y de belleza. Si me dieran a escoger una de las tres, sólo una, me costaría mucho hacerlo, pero creo que al fin mi mano se extendería suplicante a esta del Espíritu Santo.
Todo el trabajo que ha realizados su autor, don Demetrio Fernández, conduce a unas conclusiones, recogidas en 24 páginas, donde se resume qué tipo de cristocentrismo es el del Papa Juan Pablo II. Un cristocentrismo trinitario, puesto que Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad, y sólo reconociéndole como tal tiene sentido su obra redentora; un cristocentrismo, que ilumina el misterio del hombre, presentándole su altísima vocación de hijo de Dios, porque el Verbo, por su encarnación, se ha unido de alguna manera con cada hombre, convirtiendo al hombre en camino de la Iglesia; un cristocentrismo, que constituye la base para el diálogo ecuménico e interreligioso.
Como apéndice del trabajo, el autor presenta algunos documentos importantes para conocer el pensamiento del Papa Wojtyla, como son algunas intervenciones de Mons. Wojtyla en al aula conciliar.
La lectura de esta obra, escrita con rigor científico, arroja luz sobre las motivaciones profundas, por las que el Papa Juan Pablo II repite una y otra vez: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado” (GS 22). Es como si esta frase se hubiera convertido en el lema de un pontificado largo y fecundo, en el que el hombre ocupa el centro, porque el centro de todo es el Verbo encarnado, Jesucristo.